Epílogo

—Qué mujer más basta y ordinaria, no entiendo cómo la gente hizo caso de sus invenciones —decía el hermano Michaelo.

John Thoresby sonrió al conocer la humillación de Alice Baker.

—Se merece que la consideren marcada durante muchos años, no tengo dudas. Me alegro de la acción de la tabernera.

—Eso me recuerda que debemos encargar un barril de la magnífica cerveza de su esposo. Los hombres del duque consumieron lo que quedaba.

Un criado asomó la cabeza por la puerta.

—Eminencia, ha llegado el señor Gisburne.

Thoresby había invitado a John Gisburne al palacio, atrayéndolo con la excusa de las restauraciones previstas.

Michaelo sonrió.

—Tengo listos pluma y papel.

Debía caminar detrás de ellos, tomando nota de los materiales que Gisburne aceptara conseguir.

—Entonces procedamos.

Thoresby terminó su bebida y se puso de pie, alisándose las arrugas de su formal vestimenta. La ciudad se ponía desagradable, demasiado húmeda para su gusto. Se iría a Bishopthorpe por la mañana.

Gisburne hizo una pronunciada reverencia, se llevó una mano llena de joyas al corazón y luego besó el anillo de Thoresby. Olía a lavanda y rosas. Qué hombre tan rebuscado. Pero era mejor que oler a sudor.

Los tres caminaron por el palacio; Gisburne ofrecía comentarios todo el tiempo: qué hacía falta, cómo podría obtenerlo para el arzobispo, y Michaelo tomaba notas. Thoresby sabía que el hombre era un mercader en el sentido más amplio del término, que tocaba muchos palos. Pero no tenía noción de lo lejos que Gisburne arrojaba sus redes. Aun así, el arzobispo reconoció la cháchara nerviosa de alguien que espera controlar la conversación.

Cuando terminaron el recorrido, Thoresby invitó a Gisburne a pasar a la sala a tomar vino. Michaelo se retiró.

—Mi propósito al invitaros no era sólo hablar de negocios. O más bien, no solamente tratar el asunto de la restauración del palacio —comenzó Thoresby—. Me he enterado de la relación de vuestro padre con Douglas Sutton. —Extrajo la carta, perdida durante tanto tiempo, de debajo de una pila de documentos que había sobre la mesa que tenía al lado; disfrutaba observando el temor que amargaba la expresión de su huésped.

Gisburne no dijo nada, aunque tenía la mandíbula floja.

—Entiendo que fuisteis muy servicial con el ladrón Harold Galfrey.

—¿De qué me estáis acusando? —preguntó Gisburne.

—Se dice que os gustaría ser alcalde. Vos, que no pudisteis mantener el puesto de alguacil. Esperabais comprar el apoyo del regidor Bolton, ¿no es verdad?

Gisburne, de pronto, intentó arrebatarle el pergamino.

Thoresby lo alejó de su alcance. En aquel momento, Gisburne se mostraba tal cual era.

—¿Por quién os enterasteis de que existía la carta? ¿Por vuestra madre?

Gisburne tenía una mirada ceñuda.

—No admito nada.

—Muchos hombres escribieron cartas en aquella época. Incluso eclesiásticos. Abades. Pero la gente se ha olvidado de eso. Uno de estos días quedaréis atrapado en vuestra red de engaños, Gisburne. —El arzobispo miró fijamente al mercader ddurante un buen rato—. Pero por ahora, sois un hombre rico con un gran pecado en vuestra conciencia. Y yo soy un viejo que tiene una tumba que construir. Éste es el asunto que deseo discutir. Si soy lo bastante generoso, hasta podría encontrar la manera de permitiros entregar la carta a Bolton. —Sonrió mientras un remolino de emociones pasaba por el rostro del mercader. Lo tenía donde quería.

Fin