Cansados y sin aliento, Owen y su grupo desmontaron en Micklegate Bar por la tarde. El vapor se elevó de los adoquines cuando los chubascos vespertinos dieron paso a la luz del sol. La gente los miraba y no era de extrañar: cinco hombres uniformados y un fraile, todos sucios después de pasar días a caballo, empapados y humeantes de vapor.
Micklegate estaba atestado de mercaderes y campesinos que se marchaban después de un día de mercado. Las picotas en Holy Trinity estaban llenas, como de costumbre. A medida que la calle bajaba hacia el río, la catedral de York parecía elevarse sobre la ciudad. Owen olió a los pescaderos mucho antes de llegar al puente del Ouse. Al cruzarlo, se encontraron con un carro volcado que bloqueaba parte de la calle Coney. Tuvieron que abrirse paso con dificultad entre insultos y gritos al tiempo que unos niños huían corriendo con el heno caído del carro.
¿Estaría Lucie en la tienda? ¿O en casa? ¿Qué le diría Owen? ¿Estarían bien los niños?
Doblaron la esquina hacia la plaza de Santa Elena. Desde la Taberna de York, Owen oyó que Bess Merchet gritaba a uno de los criados: «¡Deprisa! ¡Con cuidado!» Y allí estaba la botica de Lucie. Owen vaciló como el hijo pródigo, inseguro de que fuera bienvenido.
Fray Hewald puso una mano en el hombro de Owen.
—Os dejaremos con vuestra familia. El guarda dijo que su eminencia está en su palacio en la ciudad. Nos dirigiremos allí y le informaremos de vuestra llegada. Os mandaré decir dónde pasaremos la noche.
—Sí.
Jared tomó las riendas de Owen. Cuando Owen quitó su bolsa del caballo, Jared dijo:
—Deseo mucho conocer a vuestra dama.
—Sí. Ve con Dios.
Los otros se tocaron los gorros en señal de saludo y siguieron camino, guiando los caballos hacia Stonegate.
Owen hizo una pausa frente a la puerta de la tienda; recordaba la primera vez que había entrado en la botica y se había quedado cerca de la puerta observando a Lucie con un cliente. Le había sorprendido la seguridad con que manejaba las medicinas la que entonces él había tomado por la hija del boticario. Debía comportarse como siempre, sin palabras ni gestos que revelaran su incertidumbre. Ella lo averiguaría todo a su debido tiempo. Empujó la puerta. Cerrada. Con llave. Santa Madre de Dios. Se apresuró a dar la vuelta a la esquina hasta la fachada principal de la casa y abrió la puerta.
—¡Papá! —Gwenllian se lanzó a sus brazos antes de que él pudiera verla bien.
—Mi amor, mi amor. —Le olió el pelo, le besó la mejilla. Hugh estaba sentado en el suelo, cerca, mirándolo confundido y un poco temeroso. Cuatro meses y lo había olvidado.
—¡Capitán! —Kate levantó su bolsa del suelo—. Seguro que queréis ver a la señora Lucie. Está arriba, descansando. También Jasper.
—Silencio, muchacha, déjalo respirar. Gracias a Dios que has regresado sano y salvo.
—Tía Filipa. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Y por qué te apoyas en un bastón?
* * * * *
Lucie se incorporó en la cama. ¿Seguía soñando? ¿O había oído la voz de Owen?
—Si os sentáis con tanta rapidez, vuestra cabeza os castigará —le advirtió Magda—. Os hirieron hace dos días.
—¿Está Owen abajo?
—Sí, Ojo de Ave está aquí. Magda debe ocuparse de Jasper. Vos debéis ver a vuestro esposo.
—No me imagino qué aspecto debo de tener.
—Estáis preciosa, como siempre. Magda hizo vuestro vendaje con paños de muchos colores. No con un trapo viejo. —Cogió una bandeja y salió del cuarto antes de que Lucie pudiera pedir su copa de plata.
Y luego él apareció en el umbral, sucio del viaje, cansado, tan guapo. Ella se levantó y estuvo en sus brazos antes de decir una palabra. Él se encogió cuando ella lo abrazó. Un movimiento pasajero. Luego, suavemente, él le levantó el mentón para que le diera un beso.
Él sacudió la cabeza al mirarla.
—Te pusiste en peligro —dijo con aspereza.
—¿Quién te lo dijo?
—Filipa. ¿Cómo pudiste? Si algo te pasara a ti, ¿qué sucedería con los niños?
—¿A mí? Estuviste lejos más de cuatro meses sin pensar en tus hijos, se decía que no ibas a regresar, ¿y me regañas por tratar de ayudar a Jasper y a Tildy? ¿Quién si no iba a hacerlo?
Owen se sentó en la cama, mirándola fijamente.
—¿Hubo rumores?
¿Era eso lo que le molestaba? ¿Los rumores? ¿Qué le había pasado? ¿Era posible que ya no la amara?
—¿Cuáles fueron los rumores? —preguntó él.
—Los mercaderes hablan todo el tiempo de Owain Lawgoch. Están preocupados porque temen que pueda interrumpir los envíos de mercancías. Dicen que todos los galeses lucharán por él. Dijeron que te quedarías en Gales para hacerlo.
Él cerró el ojo e inclinó la cabeza.
Ella contuvo el aliento.
—Te viste tentado.
—Sí. Durante un tiempo.
Había estado a punto de perderlo.
—¿Por qué has regresado?
Él levantó la cabeza. Dios santo, parecía agotado.
—Porque no puedo vivir sin ti.
—Estás herido.
—Sí.
—¿Por luchar para ese hombre?
—No. Por buscar a un asesino.
—¿Allí, en Gales?
—En una ciudad santa. La víctima era el albañil que había empezado a hacer la rumba de tu padre. —Owen sacó una piedra de su bolsa y se la entregó. Lucie notó que lo hizo todo con la mano izquierda—. Este es el trabajo de Ranulf de Hutton, el que la terminó.
En la piedra había un rostro tallado.
—Padre —susurró Lucie—. Se parece tanto a él… —Comenzó a sollozar.
Owen la atrajo hacia él. Ella hundió la cara en su ancho hombro.
* * * * *
Temprano por la mañana, Owen caminaba por la ciudad que se despertaba. Las calles estaban cubiertas de niebla. Se sentía mejor que la noche anterior, con toda certeza, debido al vendaje de Magda sobre la herida y a que llevaba el brazo sujeto por otro de sus trapos atado al cuello. Podía usar el brazo si lo necesitaba, pero sólo pensaba hablar con Joseph y Jenkyn, que estaban encadenados en la prisión del castillo, esperando que los colgaran.
Para su sorpresa, Lucie había alentado aquella misión. Ella quería saber todo lo posible. Y luego, terminar con aquello. Pero no podría. Él reconoció la mirada temerosa en sus ojos. El arcediano Jehannes debía hablar con ella, confesarla.
La prisión no estaba tan limpia como la de San David, y tampoco tan seca. Los hombres estaban sentados sobre asquerosos colchones de paja.
—¿Dónde están los otros? —preguntó Owen al carcelero.
—Arriba. A estos dos hay que vigilarlos. Los otros sólo son tontos ambiciosos.
—Capitán Archer —dijo uno de los hombres. Tenía unos vendajes sucios en una pierna y una mano—. Nunca pensé que os vería.
—Ese es Joseph, capitán —dijo el carcelero—. El otro es Jenkyn, un techador. —Se retiró, pero sólo hasta la puerta.
—¿Nunca pensaste vivir para conocerme? —preguntó Owen.
—Un galés. Pensé que estaríais luchando con el príncipe de vuestro pueblo.
Owen meneó la cabeza.
—¿Debo agradecerte a ti ese rumor?
—A Alice Baker le agradó mucho. No pude encontrar una chismosa mejor.
A Owen le gustó sentir los nudillos contra la mandíbula del hombre. Limpio, rápido, suficiente. Sin matarlo. ¿Para qué echar a perder un ahorcamiento?
—Perdón —dijo Owen al carcelero, que se había vuelto hacia el otro lado y fingía no haber visto nada. No era malo con su puño izquierdo.
—Ahora, Jenkyn, mientras tu amigo se ocupa de su mandíbula, puedes contarme todo sobre este plan que se echó a perder.
Los dos hombres le echaron la culpa de todo a Harold Galfrey, dijeron que él había pensado en obtener dinero vendiendo la carta al regidor Bolton. Joseph había oído que una vez Filipa había escondido algo en el tapiz y muchas veces se detenía a tocarlo, eso lo había visto él mismo. Hacía ya mucho tiempo, él había robado la llave del tesoro y le había pedido a un herrero discreto que le hiciera una copia. Galfrey había visto su oportunidad cuando le pidieron que acompañara a Lucie. Él dispuso el ataque, y previó que con el daño causado y el mayordomo herido, Lucie lo necesitaría. Pero no sabían cómo Galfrey se había enterado de la existencia de la carta, o por qué confiaba tanto en que Bolton la compraría. Owen detectó una presencia mayor detrás del plan. La relación de Galfrey con Lucie había dependido de Roger Moreton y su amigo Gisburne.
* * * * *
—¿Y Colby, el criado de Gisburne? —preguntó Thoresby—. Él está involucrado. Sé que Gisburne está involucrado.
Había citado a Lucie, a Owen, a Filipa, a Jasper, al hermano Michaelo y a Roger Moreton en el palacio. A Alfred y a los demás servidores no; no tenían que enterarse de los papeles de Filipa y de Douglas Sutton. Owen no había querido ir, pero Lucie le había recordado toda la ayuda que les había brindado Thoresby.
De modo que allí estaba Owen, sentado en el salón del palacio, observando con creciente desagrado la familiaridad entre Roger Moreton y Lucie, lo frecuentemente que se hablaban y la forma en que se defendían.
—¿Qué se hará con la carta? —preguntó Lucie—. Es una prueba de traición contra el rey Eduardo. Robert Bruce era su mayor enemigo.
El arzobispo la levantó y estudió el sello; sus hundidos ojos eran inescrutables.
—Traición, sin duda. Y cobardía. Pero muchos en el norte trataron de salvarse de esa manera. Creo que lo mejor será quemarla.
—Pero ¿y el regidor Bolton? —preguntó Roger—. ¿No sería amable enviársela a él?
—La señora Wilton y la señora Sutton ya han sufrido suficiente con vuestros consejos, señor Moreton —dijo Thoresby.
—Él ha hecho todo lo posible para compensar el daño —replicó Lucie.
¿Cómo podía ser tan indulgente? Por la sangre de Cristo, ¿qué estaba pensando?
Thoresby recibió el comentario de Lucie con un leve encogimiento de hombros.
—Aun así, ¿de qué serviría? Ni el rey ni Bolton la necesitan. Robert Bruce murió hace tiempo. Bolton es respetado en la ciudad. Y no la mencionaremos, ninguno de nosotros, jamás, ¿no es verdad? De modo que el secreto está a salvo.
—¿Y Gisburne? —preguntó Owen—. Decís que no hay pruebas. ¿Y los que vieron a Colby en Freythorpe?
—Podría haber estado allí con el propósito que dice —dijo Michaelo—. Advertir a todos de que Joseph estaba en la región.
—Pero Henry Gisburne sabía de la existencia de la carta —dijo Filipa tímidamente—. Y su esposa.
—¿Queremos que esto sea de dominio público, señora Sutton? —preguntó Thoresby—. ¿Acaso no habéis sufrido bastante? —Lo dijo con amabilidad, con suavidad.
—Yo… —Filipa miró a Lucie, al parecer confundida.
Lucie tomó la mano de su tía y se la apretó.
—Que descansen en paz, tía.
Los ojos de Filipa se dirigieron a un espacio junto a Owen. Sus labios se movieron, pero él no pudo entenderla porque hablaba en voz muy baja.
Lucie se puso de pie.
—Eminencia, mi tía está cansada. Debo llevarla a casa.
Owen se levantó.
—¿Quieres que vaya? —Aún no entendía los arranques de la anciana.
Lucie le envió una pequeña sonrisa y sacudió la cabeza.
—No hace falta. —Condujo a la frágil Filipa fuera del cuarto.
Owen lanzó una mirada a Roger Moreton y vio la preocupación en su rostro. No le gustó.
* * * * *
Tom Merchet sacó una cerveza especial para la despedida de Jared, Edmund, Sam y Tom.
—Pronto partiremos para Francia, supongo —dijo el joven Tom con orgullo.
Hablaron de aventuras pasadas y acosaron a Owen para que les contara anécdotas de sus tiempos en aquel país. Fue una noche larga y ruidosa. Los hombres salieron tambaleándose hacia donde se alojaban. Tom tenía que cerrar la taberna. El toque de queda era el toque de queda, incluso para los hombres del duque. Owen se entretuvo un poco más, ayudando a su amigo a cerrar las puertas.
En la cocina, Tom sirvió unas copas de cerveza para ambos y se sentó con un suspiro.
—Me estoy volviendo viejo, amigo. Las noches parecen alargarse demasiado últimamente.
Apareció Bess.
—¿Estáis tratando cosas de hombres o me invitáis?
—Eres bienvenida, amable Bess —dijo Owen, al tiempo que se daba cuenta de que había bebido más de lo que creía.
Bess rió y se sirvió una copa de brandy. Se sentó junto a Tom y le frotó la nariz contra el cuello.
—Ese sí que es un bello cuadro —dijo Owen.
—Estoy segura de que te espera lo mismo en casa, y más —dijo Bess con un guiño.
—No me gusta la forma en que Roger Moreton mira a Lude —estalló Owen. Había pensado llevar la conversación a aquel terreno. Tenía la mente hecha un lío.
—Fue un buen amigo para tu familia en tu ausencia —dijo Tom—. ¿Te quejarías por eso?
—En mi ausencia. Esa es la cuestión, ¿no?
Bess inspiró.
—Tom tiene razón. Debes estar agradecido por tener un vecino tan bueno. Aunque tiene mucho que responder sobre Harold Galfrey.
—Sí. ¿Y qué hay de ese Harold Galfrey? ¿Cómo pudo Lude dejarse engañar por él?
Bess terminó su bebida y se puso de pie.
—Me voy a la cama. No os quedéis hasta muy tarde. —Besó ligeramente a Tom en la cabeza y se retiró.
—¿Qué he dicho? —preguntó Owen.
Tom sacudió la cabeza.
—No trato de entenderla. Hubo rumores sobre Lude y Roger; será mejor que lo oigas de mi boca.
—Y no me sorprende, por la forma en que la mira. Y debiste oírla hoy, defendiéndolo, perdonándole todo.
—Es una mujer amable, una buena y verdadera esposa —dijo Tom—. Alice Baker está detrás de los rumores, todos ellos. —Lanzó una carcajada—. Bess ha levantado cargos contra ella, para que escarmiente. ¿No es grandioso? —Se palmeó el muslo—. Alice será obligada a dar una disculpa en público, una confesión de su travesura.
Owen no rió. Temía que, así como los rumores sobre él tenían algo de verdad, sucediera lo mismo con Lucie. Aunque no sobre la ictericia.
—No sé qué pensar de todo esto —murmuró.
—No pienses más. Olvídalo.
—Nunca más volveré a dejarla sola. Lo juro.
—Estás borracho, amigo. Pero es un buen comienzo. Ahora vete a casa con tu esposa.
* * * * *
Lucie lo esperó en la sala, sentada junto a un postigo abierto, observando el jardín. Como siempre, se había tropezado con su propio genio. No era que Owen no lo hubiera provocado. Y también estaba su confesión sobre que había pensado en luchar para Lawgoch. No debía pensar en aquello.
Deseaba enmendarse, darle una bienvenida adecuada. Pero, cuanto más tarde se hacía, más se preguntaba si él estaría listo para reanudar su vida. Hacía cada vez más frío. Sólo llevaba un vestido suelto. Debería haber cogido una manta. ¿Dónde estaba Owen? ¿Acaso no la había echado de menos?
Se levantó cuando oyó la puerta y lo llamó. Él entró en la sala.
—¿Qué sucede? ¿Por qué estás despierta?
—Te esperaba. Hace una noche estupenda. Hace mucho que no nos sentamos en el jardín de noche.
—He bebido demasiado —murmuró él.
—¿Los echarás de menos? ¿Te recuerdan a tus antiguos compañeros, Bertold, Lief, Gaspare, Ned?
—No, nunca a ellos. Éstos eran sólo muchachos, no soldados de verdad. Pero lo serán. Después de Francia.
Se puso melancólico. Aquello no serviría.
—Salgamos al jardín, amor mío.
—¿Lo soy? —Se balanceó levemente de pie allí, a la luz de la luna.
—El viento fresco te aclarará la cabeza. Ven. —Le tomó el brazo.
—¿Soy tu amor? —quiso saber él mientras la seguía, tropezando con uno de los juguetes de los niños.
Lucie lo sujetó.
—Por supuesto que lo eres. ¿Cómo puedes dudarlo?
En el jardín, ella lo condujo hasta un banco detrás del tilo, el sitio favorito de Owen.
—¿Qué pasa con Roger Moreton? —preguntó él al sentarse.
«¡Santo cielo, eso no! Refrena tu genio. No digas nada.»
Lucie le tomó la cabeza en las manos y lo besó con fuerza.
—¿Por qué no respondes?
Ella volvió a besarlo.
—¿Acaso esto no es una respuesta?
Lucie le soltó la camisa de lino del cinturón, le exploró el pecho con las manos, la parte que no tenía vendada. Él comenzó a luchar con el lazo del vestido suelto. Ella lo ayudó a desatarlo y se puso de pie para dejarlo caer sobre él césped junto al sendero.
—Lucie —susurró él.
Ella se estremeció cuando él le recorrió el cuerpo con las manos.
—Soñé contigo —murmuró él.
—Y yo contigo, mi amor. Ven. —Lo hizo acostarse en el césped.
No estaba tan borracho después de todo.