Capítulo 30

El laberinto

Lucie y Roger cabalgaron a través de Micklegate Bar y se internaron en la mañana gris y húmeda. Había dejado de llover, pero las nubes se aferraban a la tierra y al río. El aire olía a pescado podrido. Roger, que por lo común era locuaz, estaba callado aquella mañana. Lucie no había dormido y sus pensamientos iban nerviosamente de preocupación en preocupación.

¿Qué habría hecho Owen en su lugar? No habría contratado a Harold Galfrey, eso seguro. Pero no habría podido impedir el ataque a la casa. ¿Cómo habría actuado? ¿En qué se había equivocado ella? No había hecho suficientes preguntas. Muchas veces había reñido a Owen porque desconfiaba de todos y todo hasta conocerlo bastante. Nunca más lo volvería a hacer. Roger Moreton sentía que era el culpable, pero Lucie también tenía su parte de culpa. Con Tildy y Daimon encerrados en la capilla, y Dios quisiera que estuvieran allí, el relicario estaba a salvo. A menos que Harold y Joseph ya hubieran encontrado el pergamino. ¿Y si ya se habían marchado?

A mitad de camino de Freythorpe oyeron a un jinete que se acercaba a ellos por detrás, al galope, y se apartaron para dejarlo pasar. Pero al llegar junto a ellos, el hombre se detuvo y gruñó un juramento. Era Alfred.

—Has partido con tiempo —dijo Roger.

—Estuve con John Chamont, el gobernador. Ha aceptado enviar más hombres hoy. —Alfred se quitó la gorra en presencia de Lucie—. En verdad, señora Wilton, no deberíais haber salido.

—¿Crees que puedo quedarme en la ciudad cuando Jasper y Tildy están en peligro? ¿Y mi casa?

—Pero estaréis…

—¿Estorbando? Trataré de no hacerlo.

—En peligro, señora Wilton. El capitán Archer nunca me perdonaría si algo os sucediera. Temería por mi vida.

—Puedes cabalgar con nosotros o adelantarte, como quieras.

Alfred se quedó junto a ellos.

Los tres cabalgaron en silencio la mayor parte del camino. Se detuvieron sólo una vez para comer pastelillos de carne y cerveza que les había dado Bess Merchet.

—Jasper está convirtiéndose en un joven magnífico —dijo Alfred, interrumpiendo los agitados pensamientos de Lucie—. Debéis de estar orgullosa de él.

—Lo estoy. ¿Cómo estaba cuando lo viste? ¿Asustado?

—Yo diría que decidido a hacer lo que había que hacer.

Era obvio que Roger, que llevaba mucho tiempo en silencio, estaba furioso.

—¿Cómo es posible que John Gisburne haya sido tan descuidado? —exclamó de repente—. ¿Cómo pudo recomendar a un hombre que conocía tan poco?

—Quizá sabía más de lo que admite —dijo Lucie.

—No me utilizaría de esa manera. Un miembro uniformado del gremio.

—Si lo ha hecho, se habrá ocupado de que no podáis demostrarlo —dijo Alfred—. Igual que protegió a Colby de los alguaciles y los gobernadores.

—Llevaré el caso ante el gremio —declaró Roger.

* * * * *

Por la mañana temprano, Jasper se deslizó por el salón para advertir a Tildy, que dormitaba en una silla junto a Daimon, de que Nan estaba llevando comida al edificio anexo que habían estado observando.

—¿Por qué habrán esperado toda la noche?

—Dijeron que era mejor atacar cuando pueden ver que nadie escapa. Nan puede ver a los hombres del arzobispo rodeando la casa. Si hay pelea, estaréis a salvo en la capilla. Volveré en cuanto podamos salir sin que nos descubran.

Tildy había despertado a Daimon y lo había ayudado a llegar a la capilla. Pero Harold vio el movimiento y ella tuvo que encerrarse antes de poder llevarse medicinas y algo de comida. Era media mañana y estaba muerta de sed. No quería ni pensar en cómo se sentiría Daimon. Los hombres necesitan más comida y bebida que las mujeres. Pero él protestó diciendo que estar encerrado en la capilla con ella era la máxima comodidad.

Nan se les acercó y los tentó ofreciéndoles comida y bebida. Aunque estaban hambrientos y Daimon necesitaba sus medicinas, no le abrieron.

* * * * *

Cuando Lucie y sus acompañantes se acercaron a la casa, vio una figura que corría a través de los campos, en sentido opuesto al que ellos seguían.

—¡Alfred! ¿Qué está sucediendo? —Apareció otro hombre corriendo y un jinete que lo seguía, inclinado sobre su caballo para tratar de agarrar al fugitivo.

—Dios santo —gimió Lucie.

—El jinete es uno de los nuestros —dijo Alfred—. Deben de haber atacado. —Soltó su espada.

—¿Por qué están persiguiéndolo, por el amor de Dios? —exclamó Roger—. Hay personas en la casa que podrían resultar heridas.

—Queréis que atrapemos a estos hombres, ¿no? —preguntó Alfred.

Lucie lo quería, con toda seguridad. Pero Roger también tenía razón.

—¿Hay alguna forma de llegar a la casa sin que nos vean? —le preguntó Roger.

¿Cómo podían saber qué zonas estaban vigiladas? Por todos los cielos, ¿cómo iba a hacer para pensar con claridad? Tenían que tratar de permanecer ocultos.

—Podría conduciros por el bosque hacia un huerto detrás de la casa y desde allí al laberinto, cruzarlo, y luego sólo hay un corto trecho hasta la casa.

Alfred se animó.

—Sí, podríais hacer eso. Cabalgaré hasta la casa y trataré de llamar la atención hacia mí. Pero no debéis poneros en peligro acercándoos mucho.

—Quiero encontrar a Jasper, a Tildy y a Daimon —dijo Lucie—. El resto no me importa.

* * * * *

Al principio, el ruido era tan lejano que Tildy no distinguió lo que oía. Pero Daimon se incorporó con los ojos llenos de temor.

—Son hombres que gritan.

—¿Dónde? —susurró Tildy. No quería a Harold otra vez en la puerta de la capilla. Les había dicho que ella se había inventado todo aquello, que se morirían de hambre allí adentro y que estaba privando a Daimon de su medicina y un fuego caliente porque estaba loca.

Daimon le había cogido la mano.

—Está equivocado, Matilda. Quiere meterse aquí. Quizá éste es el único sitio que aún le queda por registrar.

¿Cómo sabía lo que ella estaba pensando?

En aquel momento se oía ruidos dentro de la casa, alguien que corría y Nan que gritaba algo. Tildy fue hasta la puerta y acercó el oído a ella.

—Los hombres del arzobispo han atacado —decía Nan—. ¿Qué quieren de mi hijo? ¿Qué ha hecho? ¿Por qué Ralph esconde en los establos al aprendiz de la señora?

—Vuelve a la cocina, mujer. —Era la voz de Harold Galfrey, pero estaba diferente, furioso.

Se oyeron pasos que se acercaban a la puerta. Tildy se alejó con la horrible sensación de que Harold podía ver a través de la pesada madera. Pero hasta el momento, había aguantado. No sabía por qué sir Robert había puesto un cerrojo de su lado de la puerta, pero daba gracias a Dios por ello. Regresó con Daimon y se arrodilló junto a él.

—¿A qué huele? —preguntó Daimon.

Ella también lo olió. Miró a su alrededor y vio que por debajo de la puerta entraba humo. Daimon se levantó de la silla y la tomó del hombro.

—Debemos abrir la puerta, Matilda.

Afuera había un hombre con la espada lista. Tildy gritó cuando el fuego prendió su falda.

* * * * *

Lucie había perdido a Roger en alguna parte. Habían oído ruidos detrás de ellos. Él le había hecho una seña para que siguiera. En aquel momento estaba en el lado de dentro de los altos setos del laberinto, mirando hacia atrás con dificultad. Rogaba para que él apareciera pronto tras ella. Todo el tiempo había temido ver a uno de los hombres que corrían, o un cuerpo, el de Jasper. Trató de no pensar en ello, temía que la sola idea pudiera precipitar los hechos.

Había visto algo en el huerto pero había desaparecido muy rápido. Un pájaro, quizá.

¿Qué era aquello? Un grito procedente de la casa, otro grito más fuerte. Pasos. Alguien caminaba cerca, en alguna parte. Un grito rápidamente ahogado. Se le erizaron los pelos de la nuca. Aquélla había sido la voz de Jasper. De la funda de su cinturón, Lucie extrajo una daga que Owen le había dado cuando se casaron, para que se protegiera si alguna vez la sorprendían en la tienda. Nunca la había utilizado.

Un par de palomas echaron a volar por encima de su cabeza. No estaba segura, pero creía que habían salido de alguna parte en el centro del laberinto. Los pasos se acercaban, luego hubo un grito y el ruido de forcejeo.

—¿Qué queréis de nosotros? —gritó Jasper.

Lucie se recogió la falda y, sosteniendo la daga en el puño, avanzó rápida y silenciosamente hasta el centro del laberinto a medida que los ruidos de la pelea crecían y luego se detenían súbitamente.

Harold estaba sentado en uno de los bancos de piedra con la espalda hacia Lucie, luchando por controlar a alguien que no ddejaba de moverse sobre las piedras debajo de él. Respiraba con dificultad. Lucie se acercó en silencio, tratando de ver si era Jasper el que estaba en el suelo. Reconoció sus zapatos.

—¿Dónde está? —siseó Harold, sacudiendo su brazo derecho flexionado.

Jasper tosió y forcejeó, luchando por respirar. Harold lo estaba ahogando.

Lucie corrió hacia ellos. Al oírla acercarse, Harold se volvió torpemente en el banco, pero ella le clavó el cuchillo en la espalda antes de que él se diera cuenta de lo que estaba pasando. Lanzó un grito de agonía. Ella extrajo su cuchillo y lo volvió a herir en el brazo levantado. Harold le hizo soltar el cuchillo de la mano al caer de lado. Jasper se había levantado en el banco. Estaba doblado en dos, tratando de recuperar el aliento. Tenía sangre en el pelo.

—¡Jasper!

De pronto, Harold levantó el cuchillo ensangrentado de Lucie y se puso de pie junto a ella. ¿Cómo podía moverse? Jasper se puso de pie con dificultad detrás de él. Lucie cayó hacia un lado y giró cuando alguien pasó a su lado corriendo. Su cabeza golpeó las piedras.

¿Se había desmayado? Tenía sangre en la boca. Alguien gemía a su lado.

—¿Lucie? Mi amor. ¡Lucie!

Santo Cielo, Owen había regresado justo a tiempo. Lucie abrió los ojos y los cerró al tiempo que el mundo giraba y su estómago protestaba. Unos brazos fuertes la ayudaron y la sostuvieron mientras vomitaba.

—Nunca voy a perdonármelo.

Era Roger, no Owen.

—Señora Lucie. —Jasper la rodeó con los brazos.

—Tu cabeza. ¿Estás vivo?

—Yo sí.

—¿Harold?

Jasper bajó la cabeza hacia una figura inmóvil en el sendero.

—Lo he matado —susurró Lucie.

* * * * *

Llevaron a Lucie a la cama del cuarto de Filipa, en el piso de arriba. Pero no pudo dormir. Los caballos en el patio hacían ruido y relinchaban. Los hombres gritaban. Se sintió alejada de todo, como si flotara sobre ellos, escuchándolos desde lo alto.

A excepción de aquello, la cabeza le latía y le dolía la cadera izquierda, al igual que la mano. Debía de haberse caído de lado. Recordó la sangre en su boca y se la exploró con la lengua. Sentía un diente flojo y tenía un corte en la parte interna de la mejilla. Dormitó.

Oyó voces de hombres abajo, muchos hombres. ¿O estaba soñando? ¿Acaso Owen estaba entre ellos? ¿Por qué no subía? Le habían vendado la cabeza. Algo fresco le aliviaba el dolor.

Tildy entró de puntillas.

—¿Podéis beber algunas hierbas maceradas, señora Wilton?

Cuando Tildy se agachó, Lucie recordó a alguien hablando de fuego. Tocó la cara de Tildy. No tenía cicatrices.

—Nan me dijo que tu vestido se había prendido.

—Sí. Nan me salvó. Me tiró un balde con agua, luego me arrancó el vestido. Tengo ampollas en las piernas, pero eso es todo.

A Lucie le dolía la mandíbula al hablar, igual que la cabeza. Pero tenía preguntas que hacer.

—Entonces, ¿Nan no estaba con los ladrones?

—No, aunque había estado dándoles de comer.

—¿Y Jasper? ¿Cómo se encuentra?

—Tiene un corte feo en la parte superior de la cabeza, no en el lado como vos. Y el cuello lleno de cardenales. Y un ojo negro. Nada que a un hombre joven le pueda importar. Él piensa que no son de consideración. Pero lo tenemos descansando en el cuarto de sir Robert.

—¿Y Harold Galfrey? —susurró Lucie.

—Está muerto y ojalá que se queme en el infierno. Ahora dejadme que os ayude a incorporaros un momento.

Que se queme en el infierno. Con cuánta facilidad decía aquello Tildy. ¿Y Lucie? Ella lo había hecho. Harold no había matado a nadie; ella, sí.

Tildy le acomodó las almohadas detrás de la cabeza.

—Hemos mandado a buscar a la Mujer del Río.

Ayudó a Lucie a beber: mandrágora con amapola. Tildy quería que durmiera. Lucie desvió la cabeza.

—Debéis descansar, señora Lucie.

—Caballos, hombres, ¿quién está abajo?

Tildy se echó atrás un momento, meneando la cabeza.

—Contesta a mis preguntas, luego me lo beberé todo, te lo prometo. —Lucie apoyó la cabeza sobre las almohadas.

Tildy chasqueó la lengua, pero se sentó al borde de la cama.

—Los hombres del arzobispo, seis de ellos, y una docena del castillo de York. El gobernador los envió.

—¿Owen no está con ellos?

Tildy bajó la mirada.

—No. El capitán no.

—El incendio en la capilla…

—Fue en el lado de afuera de la puerta. No se perdió nada.

—El relicario. ¿Me lo traerías?

—El señor Moreton ha encontrado el pergamino. Me pidió que os lo dijera.

Lucie sintió los ojos pesados.

—¿Y Daimon? —Le costaba pronunciar las palabras, sentía la lengua hinchada. Demasiada amapola.

—Las chispas del fuego le lastimaron los ojos, pero la señora Winifred me enseñó a darle un baño calmante. ¿Estáis dormida?

—Pronto —murmuró Lucie, incapaz de levantar sus pesados párpados.

* * * * *

Cuando Lucie se despertó, Jasper estaba sentado a la cabecera de la cama y la observaba preocupado. Llevaba el pelo húmedo y peinado hacia atrás. Su rostro estaba demacrado. Tenía el ccuello vendado. En un rincón del cuarto, Magda se inclinaba sobre un brasero, mientras removía algo.

—¿Te duele? —preguntó Lucie.

—No —susurró Jasper—. Pero la Mujer del Río dijo que tengo que protegerme el cuello cuando cabalguemos a la ciudad.

—No debéis intentar hablar —dijo Magda, desviando la atención de su trabajo—. ¿Y vos, señora boticaria? ¿Os duele?

—Quiero ver el pergamino. —Lucie se incorporó y empujó las almohadas detrás de ella.

Jasper le entregó una carta plegada con el sello roto. Allí estaba, por fin. La cabeza le latía. «Lo maté. ¿Importa si era culpable o no? He matado a un hombre.» Se recostó sobre las almohadas y cerró los ojos.

Magda se inclinó sobre ella y le puso en la frente un trapo húmedo que olía a hierbas.

—Quedaos quieta un momento. Magda os fortalecerá para el viaje a la ciudad. La madera quemada no es buena para vuestros humores. Es difícil curarse en semejante casa.

Jasper le quitó el pergamino a Lucie.

—Esta es una carta para Robert de Bruce, rey de Escocia, del padre del regidor Bolton; en ella le ofrece un cáliz con piedras preciosas a cambio de que no le quite sus tierras —dijo.

—¿Es eso todo? No puede ser la causa de todo este sufrimiento. —El corazón le latía con violencia. Harold quería matar a Jasper. Debía recordar eso. Había estado ahogándolo. «Santa Madre de Dios, interceded por mí, decidle a vuestro Hijo que habríais hecho lo mismo.»