En el cruce de caminos, Owen y fray Hewald se detuvieron a despedirse de Edmund, Sam, Tom y Jared, todos ellos hombres de Lancaster que se dirigían a Kenilworth. Owen se alegraba de abandonarlos. Durante todo el camino habían estado haciendo comentarios sobre su carta: cómo reinaban los forajidos en el campo, lo caro que sería reconstruir la casa del guarda… Deseaba estar solo con sus pensamientos, sus preocupaciones. ¿Qué enemigo se había ganado que buscaba vengarse atacando a su familia? Si no hubiera esperado a Gwen, si no se hubiera entretenido a causa de la muerte de Cynog, ¿podría haberlo impedido? ¿Acaso sus enemigos habrían elegido atacarlo a él?
Jared interrumpió los afligidos pensamientos que embargaban a Owen.
—No hay necesidad de despedirnos. Hemos decidido acompañaros.
Dios santo, Owen había temido algo así.
—Debo darme prisa. Y vuestro duque os espera.
Edmund se quitó el sombrero e hizo una reverencia desde la montura.
—Con vuestro permiso, capitán. El duque no sabe de nuestra llegada a Gloucester. No está esperándonos.
—De modo que una semana no le importará —concluyó Tom con una mueca esperanzada.
—Si nos aceptáis —dijo suavemente Sam.
—Sois todos hombres buenos —declaró fray Hewald.
Owen podía pensar en muchos argumentos en contra de ellos, pero ya había perdido un tiempo precioso.
—Quedaos conmigo —dijo, espoleando a su caballo.