Cuando el grupo llegó a la casa de huéspedes de la abadía benedictina de San Pedro, en Gloucester, el monje hospitalario entregó una carta a Owen. Llevaba el sello de John Thoresby, arzobispo de York.
—¿Está todavía aquí el mensajero?
—Partió para Gales a la mañana siguiente —dijo el monje—. Eso fue hace dos días.
Dos días. Thoresby no enviaría un segundo mensaje a menos que algo hubiera salido mal. ¿Era posible que los regidores o el gremio hubieran hecho caso a la queja de Alice Baker? Owen hizo una seña a los otros hombres y a los criados que llevaban sus pertenencias. Buscaría su cuarto cuando hubiera leído la carta de Thoresby.
—Deus juva me —susurró al leer.
La propiedad de Filipa había sido atacada y Lucie estaba allí, en medio de todo. Gracias a Dios que Thoresby iba a enviar a Alfred y a Gilbert. La destrucción de la casa del guarda era lo que más preocupaba a Owen… la violencia, el peligro. El nuevo mayordomo de Roger Moreton había acompañado al grupo para ofrecerle protección.
—Bien hecho —murmuró Owen.
—¿Qué sucede? —preguntó fray Hewald.
Owen no se había percatado de la presencia del fraile junto a él.
—Debemos partir de inmediato para York. Buscad al enfermero para que me cambie el vendaje.
—Debéis descansar esta noche. A su eminencia no le gustará que os privéis del sueño.
—No me importa lo que le guste a su eminencia. ¡Buscad al enfermero!