Capítulo 22

Desdicha

Owen se sintió muy agradecido con el arzobispo Thoresby por el barco y por su pasaje a casa. Pero no pudo dormir la primera noche que pasó a bordo. Nunca podía hacerlo. Otros hombres se asomaban por la borda, desdichados, o dormían como bebés en sus cunas. Owen no entendía a estos últimos. El hedor a alquitrán, los crujidos, el movimiento, las olas que los mojaban y el saber que debajo de él había una enorme profundidad llena de monstruos marinos y hombres muertos eran cosas que no le permitían dormir.

Sus pensamientos vagaron hasta San David el día del entierro de sir Robert, la catedral en cuyas naves reverberaban los sonidos, el cuerpo amortajado de su suegro, el aroma mezclado de descomposición y lavanda, romero e incienso secos, un regalo del obispo Houghton, el sonido solitario y aterrador de la piedra que se cerraba sobre el cadáver de sir Robert. Owen se preguntó si Dios permitía a los benditos mirar sobre la tierra, si sabían que por fin todo estaba acabado cuando observan su entierro.

Fray Hewald se le acercó.

—¿Echáis de menos a vuestro amigo?

Owen sacudió la cabeza.

—Pensaba en la tumba de sir Robert. Ojalá mi esposa pudiera verla.

—Entonces os dejaré con vuestros recuerdos.

En realidad, Owen debía de echar de menos a Iolo, que había decidido unirse a las fuerzas de Hywel. A pesar de la crueldad de aquel hombre.

—¿Nos ha ido mejor bajo los ingleses? —había preguntado Iolo.

—A ti sí, Iolo.

—Sí. Últimamente. Pero sabéis que no es así para todos.

—Hywel no es la respuesta.

—Es lo que tenemos. ¿No se lo diréis a nadie?

Owen debería hacerlo. Debería advertir tanto al duque de Lancaster, a cuyo personal Iolo había observado tan de cerca recientemente, como al obispo Houghton, que había enviado a Iolo a ver al duque.

Pero Owen no traicionaría al joven que le había protegido las espaldas. No eran tan diferentes. Si Hywel hubiera sido un caballero cristiano, y Owen se hubiera sentido confiado en que iba a mejorar la situación de los galeses, en aquel momento el fraile estaría regresando a Inglaterra sólo con los hombres prestados por el duque, Tom, Sam, Edmund y Jared.

Cuando Owen dejó la casa del arcediano Baldwin, su ira lo empujó a caminar por la costa sin hacer caso de su dolor. Maldijo al clérigo entrometido y ambicioso; maldijo a Hywel, que había desvirtuado una causa justa, que liberaría al pueblo de Gales y luego terminaría esclavizándose él mismo. No era mejor que el rey Eduardo para la gente de aquella tierra. ¿Cómo podía Owain Lawgoch haber elegido a semejante comandante?

Martin Wirthir lo encontró; apareció de la nada, como de costumbre. Y Owen había tenido esperanzas, en el momento entre verlo y hacerle la pregunta, de que Martin redimiría el sueño.

—¿Lawgoch escogió a Hywel?

—Sí, amigo. No es un dios, sólo es un príncipe terrenal.

Martin le ofreció alimento y un techo durante dos días, mientras Owen se sumía en una profunda fiebre. Luego, al amanecer del tercer día, lo llevó a la puerta de San Patricio.

Fray Hewald y los hombres de Owen estaban frenéticos y desesperados por alejarlo de allí antes de que el peligro fuera a bbuscarlo, pero Owen insistió en quedarse hasta el entierro de sir Robert. Ranulf de Hutton también estuvo allí, llorando por el amigo que había comenzado el trabajo del sepulcro.

En aquel momento, allí sentado, mirando aquella horrible profundidad, volvió a sentir ira, esta vez hacia sí mismo. Casi había cometido el mismo error que Cynog. O Glynis, quizá. Hywel le había parecido un comandante duro, pero que luchaba por una causa divina. Qué fácil había sido no tener en cuenta lo que despreciaba en Hywel y anteponer un propósito superior.

Cargaba con una culpa que debía ocultar a Lucie. Ella nunca debía saberlo. No lo entendería. De todo lo que había sucedido durante el viaje, aquélla era la cuestión, el punto decisivo que, más que nunca, necesitaba confiarle. Pero no podía hacerlo. No le infligiría ese dolor, no sembraría la duda en su amor. Pues la amaba. Y a sus hijos. Había estado muy tentado por tener una oportunidad de luchar por su propio pueblo después de todos aquellos años de luchar por el rey Eduardo. Pero Dios lo había salvado de sí mismo. Deo gratias.