Capítulo 18

Un patrón del mal

Owen se despertó por el ruido de la gente que corría, un continuo murmullo aunque acallado, como si algo no fuera bien. Se incorporó.

Iolo resopló y abrió los ojos.

—Nunca había dormido en una cama semejante. ¿Por qué los ricos se levantan? ¿Qué podría ser mejor que estar acostado aquí?

¿Por qué se preocupaba Owen? ¿Por qué iba a importarle lo que sucediera en la casa?

—¿Estoy hablando solo? —quiso saber Iolo.

—Hay que hacer dinero para conservarla y conservar un techo seco sobre la cabeza —dijo Owen—. Es una magnífica cama, aunque, para serlo tanto, huele a humedad. Los criados no la airean lo suficiente.

—¿Cómo sabéis esas cosas? —preguntó Iolo—. ¿Tenéis una cama como ésta?

—Sí. El padre y la tía de Lucie nos regalaron una magnífica cuando nos casamos. —Owen tuvo que reír ante la expresión incrédula de Iolo—. De verdad.

—Con razón deseáis estar en casa.

Owen se volvió. No le gustaría que Lucie conociera la confusión que sentía en aquel momento.

—Creo que últimamente no lo deseo tanto. ¿Has oído los ruidos afuera?

—Serán los que nos han despertado, supongo. —Iolo se esforzó por incorporarse más—. ¿Os vais a quedar aquí, capitán? ¿Es por Hywel?

—Su causa es honorable. Todos los que se unen a él luchan por el derecho a ser gobernados por su propio príncipe. Cuando peleé en Francia, sólo pensaba en servir a mi señor, el duque de Lancaster, un hombre digno, un hombre temeroso de Dios. Pero al servirlo a él ayudé al rey Eduardo a luchar por una corona que no era suya, por un reino que no lo quería. A eso se refería Hywel con redimirse a sí mismo. Quedaría en paz conmigo mismo y con Dios luchando por mi gente. Sin embargo, ¿cómo puedo hacerlo? —Owen sintió la familiar lluvia de agujas en su ojo ciego, que le advertía de que estaba hablando demasiado—. Pero debemos hablar de otras cosas. Glynis estuvo con Hywel en cierto momento. Tú mismo lo oíste.

Iolo, cuyos ojos se habían encendido ante las palabras de Owen, se tomó un momento para contestar.

—Glynis. Sí. Porque temía a Piers.

—Si eso fuera verdad, ¿por qué Glynis habría ayudado a Piers a escapar?

Iolo lo entendió.

—Ah. Alguien está mintiendo.

—Buenas, señores —dijo una voz de detrás del tapiz.

—Os dije que querían despertarnos —dijo Iolo.

El criado del arcediano, que hablaba galés, entró llevando una bandeja con una jarra de cerveza y algo de pan y queso.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó Owen.

El hombre depositó la bandeja sobre la mesa cerca de la cama. Parecía incómodo, como si deseara huir.

—Dime cuál es el problema —dijo Owen.

—El marinero Piers y el capitán Siencyn. Los encontraron esta mañana colgados del palo del barco del capitán. Degollados. Dicen que es algo terrible de ver.

—Dios nos libre. —Owen se santiguó.

Iolo murmuró:

—Amén —e imitó a Owen—. Los dos hermanos. Es muy extraño.

—¿Y el vigía del barco? —preguntó Owen.

—Ha desaparecido —dijo el joven—. El arcediano desea que vayáis al puerto, si podéis. Dice que sólo confía en vos, en este momento. Debía deciros eso.

Owen sirvió la cerveza y le pasó una copa a Iolo.

—¿Qué más sabes?

—Vuestros hombres están afuera, capitán. Creo que saben mucho más.

—Hazlos entrar.

Eran como una pequeña multitud en aquel diminuto cuarto y los cuatro, demasiado emocionados para sentarse, ocupaban la mayor parte del espacio. Owen permaneció en la cama.

—¿Os habéis enterado? —le preguntó Tom.

—Sí. El arcediano quiere que vaya a Porth Clais.

—Sí —dijo Edmund—. Nos dijo que os despertáramos si no salíais pronto.

Owen colocó el pan y el queso entre Iolo y él.

—¿Qué se sabe de Glynis?

—Nadie la ha visto desde ayer por la mañana, capitán —dijo Jared.

—¿Está aquí el arcediano?

—Salió hace un rato —dijo Edmund—. Parecía furioso.

—¿Iréis a Porth Clais? —preguntó Tom.

—En cuanto termine de desayunar. —Hizo un gesto a Tom—. Tú vendrás conmigo.

* * * * *

La luz del sol cubría el valle de San David. El relato de Tom sobre los guardias de Rokelyn atrajo toda la atención de Owen mientras caminaban hacia Porth Clais. El padre Simon, que hablaba con Siencyn; el capitán, deseoso de hablar con Owen… ¿Qué había sucedido?

Personas con rostros sombríos pasaban junto a ellos, hablaban en susurros y más bajo a medida que se acercaban a la playa. En el pasado, Tom se habría puesto cada vez más nervioso al acercarse a la escena. Pero aquel día estaba tranquilo, envuelto en su esfuerzo por ofrecer a Owen cada detalle de su vviaje. El muchacho había crecido en un espacio muy limitado. ¿Era una bendición o una maldición? Owen miró a Tom como si lo hiciera por primera vez. Notó su inútil esfuerzo por dejarse crecer en el mentón una barba como la de Owen, tenía las uñas en carne viva de tanto comérselas, y su nariz siempre parecía ferozmente bronceada, incluso en el peor de los climas. Tan joven y, sin embargo, capaz de mentir para ayudar a Owen. Y mantener esa mentira con firmeza todo el tiempo que había estado con los guardias del arcediano.

—Cuando volvamos a Inglaterra, ¿deseas regresar con tus compañeros a Kenilworth? —preguntó Owen.

—Espero que me escojan para Francia —dijo Tom—. Creo que ahora estoy listo.

—Sí, eso me parece. Y serás un buen soldado. Ascenderás al servicio del duque, supongo.

Tom se detuvo y esbozó una amplia sonrisa. Owen pensó que era una lástima que un hombre joven estuviera tan impaciente por perder la inocencia. Pues hasta que se enfrentara al enemigo y lo derribara, no podría comprender la vida que había escogido. Pero no era Owen quien debía decírselo.

La zona de los muelles estaba atestada de espectadores. Peregrinos, criados, vicarios, marineros, estaban todos allí, observando atentamente el mar. El barco del capitán Siencyn flotaba, anclado, bastante más allá de la marea baja. Tenía un castillo de proa y otro de popa, como muchos barcos mercantes durante la guerra de Eduardo con Francia. Pero en aquel momento, la cofa era el centro de atención. No resultaba especialmente espeluznante a aquella distancia, aunque cuando el barco se mecía en el mar, los brazos y las piernas de los cadáveres parecían vivos. Nadie parecía tan curioso para salir en bote y obtener una visión más cercana, lo cual era una bendición. Era poco probable que alguien se hubiera acercado al barco. Y, sin embargo, ¿de qué otra manera podían haber sabido con certeza quién colgaba allí?

Pero, por el amor de Dios, ¿por qué estaban colgados?

—¿Todavía no ha venido el investigador? —murmuró Owen, mirando alrededor.

—Ahora que la marea está baja, va a resultar desagradable cargar con los cuerpos por el lodo —dijo Tom.

—No es nuestra obligación. Sólo debemos mirar. Aun así, debería acercarme al barco. —Owen lanzó una mirada al joven que se había mareado al cruzar el río Towy, para ver cómo reaccionaba.

Pero Tom se limitó a asentir.

—Creo que veo al padre Paul.

Owen siguió la mirada de Tom y vio el pelo blanco como la nieve del vicario que actuaba como investigador en la ciudad. Cuando los dos se acercaron al padre, éste se volvió hacia ellos, se inclinó y se santiguó.

—¿Habéis estado allí? —preguntó Owen.

—Sí. —El padre Paul sacudió la cabeza—. Lo que el hombre hace a su prójimo… ¿Vais a ir al barco ahora?

—¿Por eso no los habéis bajado todavía? ¿Para que yo pueda verlos?

El asentimiento del padre Paul fue más parecido a una inclinación, un gesto lento y triste.

—El arcediano Rokelyn así lo quiso. En lo que a mí respecta, con gusto habría evitado que esto se convirtiera en una feria. —Sus ojos con espesas cejas recorrieron la multitud—. Cualquiera pensaría que los dos hombres fueron colgados allí para diversión de la ciudad. Me alegro de que por fin hayáis llegado. Buscaré al barquero.

El padre Paul caminó lentamente por la playa de guijarros. No era tan viejo, pero aquel día parecía estar notando todos sus años.

Una voz fuerte obligó a Owen a mirar a un lado de la multitud. Pertenecía a un hombre pelirrojo vestido con el atuendo de un peregrino. Tenía las manos grandes y los brazos largos, o quizá eran sus gestos expansivos los que los hacían parecer de esa manera. Su actuación mantenía subyugado a un pequeño grupo. Owen se acercó para oír el relato. El peregrino hablaba en voz baja, describiendo una procesión espectral que predecía la muerte de un hombre. Cuando levantó la voz para el clímax, el público saltó, sorprendido. Un excelente narrador. Owen estaba a punto de retirarse cuando el hombre levantó la mirada, notó su presencia y le hizo una seña.

—¡Capitán Archer! —Se excusó ante los demás y se acercó a Owen con una mirada sombría—. Terrible, ¿verdad? —Con un susurro, dijo—: Griffith de Anglesey.

—Griffith —dijo Owen con voz normal—. Qué bien que por fin nos hemos encontrado.

—¿Qué me decís después de venir de ver a los tristes padres de nuestro amigo Cynog? ¿Lo están llevando bien?

Hywel debía de tener hombres por todas partes, para que las cosas se supieran con tanta rapidez.

—Me pidieron que os trajera esto para que lo supierais por sus propias palabras. —Owen extrajo el mapa.

—Qué considerados. Os estoy muy agradecido. —Griffith se volvió para mirar hacia el barco—. Hay un loco suelto, diría yo.

—Seguramente no será la amante la que hizo todo esto.

Griffith lanzó un resoplido.

—No, no es el trabajo de una mujer… o de un hombre. Ahora debo marcharme. —Se inclinó ante Owen y regresó a su público.

El padre Paul apareció al lado de Owen.

—Venid conmigo. Si vamos al final de la playa, habrá menos lodo que atravesar.

—¿Nos acompañaréis?

—Si no os oponéis. Me gustaría oír cualquier cosa que apreciéis. Cualquier cosa que se me haya pasado por alto.

—Me siento honrado por vuestra confianza.

—La falsa modestia no le sienta bien a un hombre —dijo el sacerdote—. El obispo Houghton me ha hablado de vuestra gran experiencia.

—Entonces, ¿no debo ser modesto?

El sacerdote se encogió de hombros.

—Es raro en un galés.

Owen estaba cansado de los insultos de los ingleses. Cansado en general. No dijo nada, se concentró en caminar sin perder el equilibrio sobre la arena seca mezclada con piedras, para que el costado no le doliera. Tom permaneció cerca de su lado derecho, listo para sujetarlo.

El padre Paul pareció entender el silencio.

—Perdonadme. No quise insultaros. Ha sido una mañana difícil.

Owen asintió, pero siguió callado.

En el extremo de la playa, caminaron sobre la tierra húmeda. El viento los sacudía y la arena se hundía bajo sus botas. Las gaviotas volaban en círculos alrededor del mástil y lanzaban chillidos fúnebres. Owen se subió al pequeño bote, agradecido por la ayuda de Tom. Pero para abordar el barco habría una escalerilla de soga. Necesitaría las dos manos para trepar. Owen tomó su daga, se echó atrás su túnica abierta y cortó la tela que le sujetaba el brazo contra el costado.

—¿Qué estáis haciendo? —Tom se inclinó sobre él.

—Libero mi brazo. —Afortunadamente, no había aceptado la oferta de Iolo de atar el frente de su túnica aquella mañana. Se la quitó por el hombro derecho. No había contado con el viento, que le abría la túnica. Tom la sujetó para que Owen pudiera deslizar el brazo herido dentro de la manga. Fue un proceso doloroso.

El padre Paul sacudió la cabeza.

—¿Conoce el arcediano Rokelyn la gravedad de vuestras heridas?

—Sí.

—No pensó en vuestra comodidad cuando os pidió que vinierais al barco.

Owen no pudo evitar reír ante la observación, a pesar de su desagrado hacia el investigador.

—No, seguramente no estaba pensando en mi bienestar. —Se inclinó hacia el barquero, un hombre corpulento y callado—. ¿Habéis notado algo fuera de lo común esta noche? —preguntó en galés—. ¿Luces? ¿Ruidos?

—Puede que oyera algo. Pero duermo profundamente. Siempre he tenido esa suerte.

—¿Cuándo oísteis algo? ¿Por la tarde? ¿En medio de la noche?

—No puedo asegurarlo. Me desperté en plena oscuridad y oí un grito. Pero como no oí más, pensé que era un sueño. Volví a dormirme. Dios cuida a este viejo marino.

—¿Conocéis al vigía del barco?

—¿Al viejo Eli? Todos conocen a ese haragán.

—¿Sería típico de él huir frente al peligro?

—Oh, sí, ese hombre no conoce la lealtad. Como las damas de Rhiannon. Se protege a sí mismo, y al demonio con los demás, en especial su amo. Como veréis. Perdonadme, padre, pero es verdad.

—Me gustaría bajar los cuerpos —dijo el padre Paul, que aún prefería hablar en inglés.

—Entonces tendréis que venir con otra tripulación —dijo Owen—. Entre nosotros, no tenemos fuerza suficiente. Estoy aquí para observar y nada más.

El sacerdote lanzó a Owen una mirada sombría, pero no discutió.

—Nunca he estado en el mar como tripulación —dijo Owen al barquero—. ¿Queréis subir a bordo con nosotros? En caso de que haya algo fuera de lo común en el barco, nos podéis avisar.

El barquero lanzó una mirada hacia la cofa y no contestó enseguida.

—Sí, lo haré, capitán —dijo, al acercar el bote al barco.

Las gaviotas chillaban y, cuando Owen trepó por la escalerilla, apretando los dientes a causa del dolor en el hombro, chillaron aún más, sumándose a los crujidos y los gemidos de la embarcación. Tom estaba directamente detrás de Owen y tras él iba el sacerdote. El barquero subió en último lugar. Sin mediar una palabra, se dirigió a los camarotes.

Había manchas de sangre en la cubierta cerca del mástil. Allí era donde debieron de degollar a los hombres que estaban colgados. El hedor a sangre se mezclaba con el olor a brea del barco, el aire salado y el olor agrio de la marea baja. Los ojos ya habían sido arrancados de los cadáveres. Después de ver aquello, los chillidos de las gaviotas le resultaron a Owen más ominosos. Desvió la mirada, caminó alrededor, buscando el arma, mmás sangre, cualquier cosa que hubieran dejado los asesinos. Habían sido muy osados para llevar hasta allí a sus víctimas. Cualquiera podría haber presenciado el momento en que los subían al palo.

El padre Paul permaneció bajo el mástil, orando por las almas de los dos hombres. Tom buscó entre los cabos enroscados sobre la cubierta. Owen encontró una huella ensangrentada en el castillo de proa, pero iba a ser difícil saber si era de los asesinos o de los anteriores acompañantes del padre Paul.

—¡Capitán! —Tom corría hacia él con algo que colgaba de su mano. Un cuchillo con sangre seca—. Lo encontré detrás de un cabo.

—Bien hecho. Quizá alguien en la costa lo reconozca.

Tom echó un vistazo al cuchillo y luego a sus ropas.

—¿Qué hago con él?

—Envuélvelo en algo. Ve abajo, seguramente habrá un trozo de vela o de tela. Espera.

El botero estaba subiendo la escalerilla desde abajo, gruñendo mientras balanceaba algo en una mano. Tom entregó a Owen el cuchillo y fue a ayudar al botero. Luego retrocedió.

—Vamos, muchacho, cógelo. Sólo me queda una mano libre para trepar. Tu capitán tenía razón al no bajar.

Owen se acercó a ellos. Tomó el cuenco que sostenía el marinero. Al principio, no sabía lo que tenía delante de los ojos. Carne cruda o poco cocida. No hacía mucho que estaba allí. Olía a sangre, no a podrido.

—Jesús, María y José —susurró de pronto, cuando se dio cuenta de lo que tenía delante. Dos lenguas. Estaba casi seguro de que eran humanas.

Tom había corrido a la borda del barco para vomitar.

—Estaban en las habitaciones del capitán —dijo el botero—. Hay poco que ver allí abajo, aunque se nota que alguien se ha dedicado a tirar las cosas al suelo.

—¿Había algún papel? ¿Un pergamino? ¿Cómo estaban?

El botero se encogió de hombros.

—El cuenco estaba allí, solo, sobre la litera.

El padre Paul cerró los ojos al ver las lenguas y se santiguó.

—Las enterraremos con los hombres.

Más tarde, cuando estuvieron nuevamente en la playa, el padre Paul le agradeció a Owen que hubiera ido con él al barco.

—Habéis visto cosas que yo no vi, capitán. Estoy muy viejo para esta tarea. No puedo evitar pensar que podríamos saber la verdad sobre el asesinato del albañil si hubieseis estado allí. Que Dios os acompañe, capitán.

Owen comenzó a caminar por la playa con Tom, meditando en el camino de regreso a San David, cuesta arriba, cuando lo asaltó un pensamiento. Él no le había dicho nada al padre Paul sobre la muerte de Cynog, sobre el estado de su cuerpo, sobre la forma en que había sido colgado. Todo lo que sabía era por terceros. El investigador fue una de las primeras personas a quien debió consultar. ¿Qué le estaba pasando? Desanduvo el camino; Tom notó tardíamente el cambio y se apresuró para alcanzarlo. El padre Paul estaba subiendo al carromato para bendecir los cuerpos. Owen se sentó en unos pilotes.

—¿Qué sucede? —preguntó Tom—. ¿A qué estamos esperando?

—Regresa a la ciudad, Tom. Debo hablar con el padre Paul.

El joven hizo una mueca.

—Os movéis como un hombre dolorido. Hay sombras…

—¡Déjame! —ordenó Owen, demasiado furioso consigo mismo para molestarse en ser cortés.

Tom hizo una pequeña reverencia y se alejó deprisa, casi tropezando por el apuro.

El padre Paul se sorprendió al ver a Owen junto al carromato.

—Me gustaría saber todo lo que recordáis sobre la muerte de Cynog —dijo Owen.

—No lo mencioné para no daros más trabajo… Vuestras heridas… Necesitáis descansar.

—Puedo pensar mientras descanso, padre.

—Así es. —El vicario hizo una mueca y levantó un dedo para pedir paciencia—. Ponéis a prueba mi débil memoria.

La gente empezó a alejarse cuando los cuerpos estuvieron en el carromato, cubiertos. Las gaviotas ya volvían a la playa, saltando alrededor de los restos con la esperanza de encontrar alimento.

—Sí —dijo el investigador por fin—. Ahora recuerdo. Estaba colgado del cuello con un brazo suelto al lado y el otro amarrado a otra rama del árbol. La soga y la lazada alrededor de su brazo estaban atadas con nudos marineros.

—¿Tenía el brazo atado?

El vicario levantó el brazo derecho y lo sostuvo recto a un lado, con la mano suelta.

—Así. Pensé que el asesino había querido crucificarlo y luego le pareció demasiado difícil. —El viejo dejó caer el brazo, cerró los ojos y se persignó—. Cynog era un hombre bueno.

Owen se quedó pensando en aquel detalle.

—¿Cómo pudo haber dudas acerca de si Cynog se había suicidado? ¿Cómo pudo atarse el brazo estando colgado?

—Nadie pidió detalles, excepto el arcediano Rokelyn —dijo el padre Paul—. Y el padre Simon.

Otra vez él.

—¿Por qué Simon?

Por primera vez aquella sombría mañana, el padre Paul esbozó una sonrisa.

—Simon desea conocer todos nuestros pecados. Para mí, es como un perro que olisquea el trasero de su prójimo. Para conocerlo.

Owen no habría podido comparar al elegante Simon con un perro. Evidentemente, Paul era inmune a sus encantos.

—¿De modo que no es ambición? ¿O que se ve empujado por otro…, su superior?

—Lo primero, sí, sí sin duda, es ambicioso de poder. Hace todo lo que puede para que el obispo Houghton lo tenga en cuenta. El arcediano Baldwin se desespera con la conducta de su secretario.

—¿Qué más preguntó Simon sobre Cynog?

—Eso no lo recuerdo, capitán. Disculpadme. No le hago mucho caso.

Owen se lo agradeció y se estaba alejando otra vez cuando el padre Paul lo llamó.

—¡Un momento! Pensé que querríais saber algo sobre esta mañana.

Owen sacudió la cabeza, sin comprender.

—El padre Simon vino a la playa. Tenía mal aspecto. Deseaba enterarse de todo lo que yo sabía, que es poco, sobre este horrible crimen. Ahora, más, ya que habéis encontrado el cuchillo y… lo otro. —El padre Paul se secó la frente con la manga. El sol calentaba mucho—. Pensé que querríais saberlo.

—El padre Simon parece ser el hombre con quien yo debería hablar.

El padre Paul hizo una leve inclinación.

—Agradecería otras opiniones.

—Las tendréis, padre Paul. Que Dios os acompañe.

—Y a vos, capitán.

* * * * *

La subida desde Porth Clais agotó a Owen. Había perdido mucha sangre hacía algunos días y estaba pagando por ello. La cabeza y el corazón le latían, sentía las piernas débiles. Se arrepintió de haberse quitado la venda del brazo, que trató de mantener flexionado cerca del cuerpo. Los puntos del costado le ardían como brasas candentes. Disminuyó el paso.

Lo que había encontrado en el barco era horrible, pero había visto cosas peores, mucho peores, en un campo de batalla. Aun así, en una guerra, un hombre espera ver esas cosas. Uno se vuelve insensible. Owen ya había perdido esa facultad. ¿Quién podría haber ordenado semejante ejecución y conseguir hombres que la llevaran a cabo?

Hywel. A Owen no le gustó esa conclusión. Pero siempre llegaba a ella. Glynis había estado en el campamento de Hywel. Tenía hombres por todas partes. Pero ¿qué conexión tenía Hywel con Piers? ¿O con Siencyn?

Una repentina punzada le hizo detenerse cerca del pabellón de los albañiles. Se aferró el costado y maldijo entre dientes. Temía estar sangrando.

Ranulf de Hutton se le acercó.

—Parecéis dolorido. —Le ofreció el brazo.

—Qué amable. —Owen permitió que Ranulf lo ayudara a llegar a un banco dentro del pabellón. Dos hombres trabajaban, cincelando un diseño en unos bloques. Hicieron caso omiso de Owen.

El albañil ofreció una copa de cerveza a Owen. Él bebió un sorbo y esperó para ver qué efecto le producía. Echó un vistazo al área de trabajo.

—¿Qué parte de esto era el trabajo de Cynog?

Ranulf señaló con la cabeza un muro del claustro que estaba casi terminado.

—Y algunas de las albardillas decoradas que fueron apartadas. ¿Mejor?

—Un poco. Gracias. —El fuerte dolor del costado de Owen había disminuido y era una molestia sorda. Imaginó las suaves manos de Lucie que le frotaban lociones calmantes sobre la cicatriz. ¿Cómo estaría la herida para cuando llegara a York?

Owen apartó sus pensamientos del hogar. Le molestaba una idea. La mano de Cynog había aparecido atada. ¿Por qué? ¿Era un símbolo de su traición al hacer las marcas para Hywel? O quizá el padre Paul tenía razón. ¿Fue un intento de crucifixión abandonado por la horca, que era más sencilla? Pero Cynog habría sido bajado por algún viajero. ¿Acaso el asesino había sido obligado a huir aquella mañana? ¿Antes de terminar su trabajo? ¿Habría atado la mano a la rama para cortársela más tarde? Una mano cortada. Lenguas cortadas… ¿para evitar que Siencyn y Piers pudieran hablar? ¿Habían estado los dos hermanos trabajando para Hywel también? Quizá Piers no era quien había colgado a Cynog. Entonces ¿qué hombre del rey estaba castigando a los traidores con una brutalidad tan callada?

Owen no tenía ni idea. Estaba más allá de cualquier cosa que pudiera sospechar de los arcedianos. El objetivo de ellos era mantener la paz, no crear un reino de terror. Mirando los muros, trató de imaginar el lugar como un claustro, un sitio tranquilo para reflexionar. Pero era imposible con los albañiles trabajando, mazas contra cinceles contra piedra.

—Capitán Archer.

Ranulf de Hutton seguía de pie a unos pasos de distancia, con las manos sobre su estómago redondo.

Owen se volvió.

—Pensé que os habíais marchado.

—La tumba está casi terminada. ¿Os gustaría verla?

Un momento de paz en aquella sombría mañana.

—Sí, me gustaría.

Ranulf no se movió.

—Junto a la tumba hay una pila de piedras en las que Cynog garabateaba ideas. Seguí mi propio recuerdo para hacer las facciones de sir Robert, pero usé la idea de Cynog para el sombrero de peregrino y el yelmo a sus pies. Os recomiendo mirar entre los escombros para ver si hay algo que quisierais que añadiera. —Las grandes orejas de Ranulf se habían puesto muy rojas, como si hablar le resultara difícil.

Se volvió sobre sus piernas arqueadas y condujo a Owen a la parte posterior del pabellón de los albañiles. Con un floreo dramático, Ranulf retiró un cobertor de arpillera.

La tumba era magnífica por su simpleza. Las facciones de sir Robert estaban sugeridas por ángulos sutiles, aunque su pelo era quizá más grueso de lo que había sido en realidad. Y, por supuesto, los ojos no tenían vida, pero su amable sonrisa estaba allí, en la curva de su boca, la arruga sobre la mejilla izquierda. Los símbolos de sus dos vidas, la de soldado y la de peregrino, estaban bien concebidos.

—Estoy complacido con ella —dijo Owen—. ¿Qué más podría agregar?

Ranulf señaló lo que parecía una pila de escombros a un lado del pabellón.

—Mi compañero trabajó mucho, capitán. Quizá veáis algo que yo pasé por alto. O algo que tal vez queráis llevaros con vos.

—¿Y si no encuentro nada? ¿Puedo decir al arcediano que la tumba puede trasladarse a su sitio en la catedral? ¿Sir Robert puede ser colocado en ella?

—Sí. Hay que pulirla un poco todavía, pero es un trabajo menos complicado. Puedo terminarlo con la luz de un farol.

El costado de Owen protestó cuando se agachó para mirar las piedras. Prefirió sentarse en el suelo. Qué trabajo había invertido Cynog en aquellos bosquejos con tiza sobre pizarra. Parte de los escombros eran piedras más blandas que usó para tallar líneas poco profundas. Rostros, yelmos, sombreros de peregrino, pies, manos. Luego, Owen vio una piedra que le resultó familiar. Un mapa. La apartó, junto con una del rostro de sir Robert que pensó guardarse. Encontró otra piedra con líneas curvas y marcas pequeñas y angulares. Un mapa como el que había entregado a Griffith, pero más claro, con más detalles. ¿Podía Cynog haber sido tan tonto para dejar pruebas de su trabajo con los mapas?

Ranulf se agachó junto a él. En voz baja, dijo:

—Veo que habéis encontrado las enigmáticas.

—¿Sabéis si éstas las hizo Cynog?

—No parece trabajo suyo, aunque él fue quien las ocultó entre las piedras desechadas. El padre Simon venía a buscarlo, Cynog se iba con él y luego regresaba con algo oculto debajo de su delantal. Si era parte de la pared que estaba reparando para el arcediano Baldwin, ¿por qué tanto secreto? Yo no iba a hablar. Pero después de lo que han encontrado esta mañana, me odié por haber guardado silencio. Podría haberos ayudado a impedir otras dos muertes. Eran hijos de Dios, aunque no me gustaran. Y al ver vuestro dolor, después de todo lo que habéis hecho para hallar al asesino de Cynog, me decidí.

—¿Con cuánta frecuencia venía Simon a buscar a Cynog?

Ranulf pensó un momento.

—No puedo precisarlo, pero sí puedo decir que las visitas de Cynog a sus padres ocasionaban mucho trabajo en la pared. Trabajó en ella durante casi un año. Aunque no tanto últimamente. Suplicó por la tumba. Y luego… —Ranulf desvió la mirada.

—Os agradezco que me lo hayáis dicho.

—Veréis, yo estaba celoso de él. Él lo tenía todo… buen rostro y buena forma, dotado, y esta tumba. Yo lo seguía, esperando sorprenderlo en algo malvado. Casi llevé las piedras al obispo Houghton. Pero sentí algo hacia ellas. Doy gracias al Señor porque dije que no. No puedo haber sido la causa de su asesinato. Pero… ¿podrían los otros estar vivos si yo os hubiera dicho todo esto?

—No soy tan bueno en este trabajo, Ranulf. No lo creo.

Ranulf se quitó la gorra y se secó la frente y los ojos, asintiendo y agradeciendo, aliviado.

—Podríais echar un vistazo a la pared de la cripta del arcediano. Está húmeda por el río. Como dije, Dios vigila a los albañiles aquí. Llevad un farol allí abajo una vez que se haya marchado el personal hoy. Será mejor si Simon no os descubre.

—¿El personal de Baldwin se marcha? —A Carmarthen. Es arcediano de Carmarthen, ¿comprendéis?

—Sí.

—¿Puedo ayudaros a poneros de pie? —Ranulf dijo esto último en voz más alta.

Owen apreció la ayuda.

—Que Dios os bendiga por todo, Ranulf —dijo cuando estuvo otra vez de pie.

Ranulf entregó a Owen una bolsa de tela resistente, se inclinó, levantó las dos piedras con los mapas y la del rostro. Sonrió al entregar a Owen la última.

—Esa es obra mía, de verdad.

—Así lo pensé. A mi esposa le gustará conservarla. Que Dios os acompañe, Ranulf.

—Y a vos, capitán. Que Él os vigile.

«Que me permita encontrar al padre Simon todavía en la ciudad», pensó Owen.