Capítulo 17

Señora de la casa

Las nubes se despejaron por la tarde y el sol cayó sobre los techos de York y brilló en los húmedos jardines. El arco iris hizo que Lucie apartara la vista de su costura y dejara por fin a un lado las bolsas de hilo para hierbas. Salió del taller de la botica al jardín. La camomila, que parecía como de encaje, se inclinaba bajo el peso de las gotas de lluvia y sus propios pequeños capullos. En el extremo de los canteros de rosas estaba Filipa; llevaba el pelo bien arreglado bajo una cofia blanca, se había puesto un delantal atado a la cintura. Usaba un bastón para apoyarse mientras se inclinaba sobre las lavandas para ver algo que había detrás de ellas. Lucie se acercó a su tía.

—Peonías —dijo Lucie—. Las planté la primavera pasada. Esperaba que tuvieran capullos este año, pero no importa. Las más antiguas compensan a éstas con un bello espectáculo y para cuando necesite sus raíces, estas más jóvenes habrán crecido lo suficiente para florecer.

—¿Qué más hay de nuevo desde mi última visita? —preguntó Filipa con toda lucidez, sin rastro de la confusión que había sufrido aquella mañana.

Lucie señaló sus nuevas adquisiciones, aunque era difícil recordar lo que Filipa podría haber visto. Su tía estaba gratificantemente encantada y le pedía gajos y semillas. Se detuvieron delante del seto de romero, donde Lucie se agachó para arrancar un trébol enroscado.

—¿No te gusta el trébol? —preguntó Filipa.

—Lo prefiero en tapices. Crece en todos los sitios equivocados.

—Tiene sus usos, Lucie. —Filipa se inclinó torpemente para levantar algunas ramas de romero y observar al intruso—. Pero está invadiendo el romero, estoy de acuerdo. Recuerdo que Nicholas tenía un hechizo contra el trébol para mantenerlo en su sitio.

Lucie creía que mejor que hacer hechizos era arrancar la maleza, pero vio la forma de conducir la conversación hacia un camino útil.

—Encontró un hechizo. Está en uno de los manuscritos de su arcón. Deberíamos revisarlos.

—Pero no sé leer.

—Reconocerás el dibujo.

Filipa se había puesto muy derecha. Se apoyó en su bastón, con la mirada perdida en el romero.

—Debería haber aprendido a leer.

—¿Para poder entender el manuscrito del que me hablaste?

Filipa levantó la vista, sorprendida.

—¿Qué manuscrito?

—Uno que tenía tu marido. Me hablaste de él anoche.

Filipa se apretó el corazón, repentinamente pálida.

—Tía Filipa.

—No digas nada más —dijo Filipa en voz baja, inspirando profundamente.

Lucie se maldijo. No podía ayudar a su tía, no sabía qué la había afectado tanto, qué amenazaba su frágil dignidad. Quizá una copa de vino la tranquilizara.

—No te vayas —dijo Filipa cuando Lucie comenzó a alejarse—. Es un alivio haber hablado de ello. Pero no recuerdo… Oh, Lucie, es la maldición más cruel, estar con la mente perdida un día y lúcida el siguiente. Es como si hubiera estado sonámbula y todos hubieran presenciado mi idiotez. Todos me miran con tanta pena y temor de acabar así, si viven tanto como yo. Es horrible. Horrible. —Su mandíbula indicaba una expresión de ira y frustración.

—Ojalá tuviera una medicina para ayudarte —dijo Lucie.

Filipa sacudió la cabeza.

—Ya te lo he dicho: no hay cura para la vejez. Excepto la muerte. Así que no desperdicio mis plegarias.

—Me gustaría ayudarte.

—Lo sé. Pero soy una vieja tonta. Si hubiera aprendido a leer o te hubiera enseñado el pergamino… —suspiró Filipa—. Pero mi padre pensaba que leer era innecesario. No parecía importante cuando era joven. Mi hermano sabía leer un poco, con esfuerzo. Mi esposo sabía leer, aunque no muy bien. Pero mírate tú, cómo llevas las cuentas. Usaste tu lectura para estudiar medicina. —Filipa sacudió la cabeza, maravillada.

Aquel pergamino. Lucie se preguntó cómo podía haberse perdido algo que al parecer significaba tanto para su tía.

—¿Cómo es que perdiste el pergamino?

—Lo escondí demasiado bien y con demasiada frecuencia. He buscado en todos los sitios que recuerdo, pero no lo encuentro.

—¿Por qué lo escondiste?

—Douglas quería guardar tanto su secreto… Me hizo coserlo al tapiz, el que llevé a Freythorpe.

—¡Pero ése es el que robaron los ladrones!

—No importa. Lo descosí ya hace mucho tiempo.

—¿Hace cuánto?

—Cuando tu madre llegó a la casa. Por aquel entonces, yo no sabía que no iban a interesarle nada las tareas de la casa. Temía que fuera a descubrirlo.

—Entonces, ¿no fuiste tú quien desgarró el tapiz recientemente?

Filipa no sabía nada del desgarro, pero no podía decir con certeza cuándo había visto por última vez el tapiz.

—¿Lo ves? Mis criados deben de haber pensado que lo arruiné y no quería hablar de ello. Santo cielo, he sido demasiado orgullosa al no pedir ayuda.

Lucie pensó que su padre habría notado el daño en el tapiz. ¿Acaso alguien había estado en la casa, buscando el pergamino, después de la partida de sir Robert, en febrero? De ser así, sabían muy bien dónde tenían que buscar. Por lo menos, dónde había estado oculto alguna vez. Pero hacía mucho tiempo de aquello.

—¿Recibiste algún visitante el invierno pasado? —preguntó Lucie, aunque ya sabía que debía dirigirse a los criados. Debía ir a Freythorpe. Pero ¿cómo podría volver a dejar la tienda tan pronto?

* * * * *

Daimon mejoró bajo el cuidado de Magda. Tildy estaba encantada al oírlo hablar con coherencia, sentado durante horas y ansioso por volver a ponerse de pie pronto. Pero su palidez y las sombras bajo sus ojos recordaron a Tildy que sólo estaba empezando a curarse. Magda le había cortado el pelo casi al rape para que le resultara más fácil aplicarle sus ungüentos curativos. Parecía un niño despeinado con mechones de pelo cortados como cerdas.

—Juzgaste mal a Harold Galfrey —la reprendió Daimon.

—Yo no te hablé de mi sospecha —dijo Tildy—. ¿Lo hizo Magda?

—No hubo necesidad. Cuando encontraste a Harold inclinado sobre mí ayer, vi la mirada en tus ojos, Matilda.

Si su temor había sido tan obvio para Daimon, ¿acaso Harold también se habría dado cuenta?

—¿Crees que debería disculparme con él?

—No.

Con cuánta rapidez moría la sonrisa, pensó Tildy.

—¿Qué ocurre?

—Algo… quizá nada. Hoy vino un hombre, preguntó por Harold. Y su voz me hizo recordar aquella noche. El ataque.

—¡Santo cielo!

Daimon trató de menear la cabeza, ahogó una maldición.

—No estoy seguro. Aquella noche la voz era más áspera… era amenazadora, gritaba. Esta mañana, la voz era agradable. No lo vi, no pude moverme con suficiente rapidez. Déjame sentarme a la mesa esta noche. Quizá podríamos hablar de ese visitante.

—Eso se arregla fácilmente. —Tildy sonrió de forma alentadora y levantó su bandeja de medicinas.

Daimon le tocó la mano.

—También deseo vigilar a mis rivales.

—¿Alfred y Gilbert? ¿Rivales?

—Han visto mucho más mundo que yo.

¿Y eso qué le importaba a Tildy, que en York rara vez iba más allá del prado de San Jorge?

—Los he oído alardear a la mesa del capitán —le recordó ella—. Son soldados natos y no serán maridos apropiados para nadie. —Ella se sonrojó, al darse cuenta de lo que implicaba su observación.

Los ojos de Daimon se encendieron.

—¿Es posible que tu preocupación por mí signifique que has cambiado de idea acerca de nosotros?

—Mi corazón ha sido tuyo todo el tiempo —dijo Tildy—. Mi cabeza es la que me advierte de tus pretensiones.

—Entonces tu respuesta no ha cambiado.

—Vuelve a preguntármelo cuando estés fuerte y bien.

—¡Me recuperaré pronto pensando en ese momento!

Tildy escapó de aquellos ojos esperanzados lo antes que pudo.

* * * * *

Pusieron la mesa junto al jergón de Daimon para que pudiera incorporarse y tomar parte cómodamente de la conversación. Tildy le había contado a Magda lo que Daimon le había explicado sobre el visitante de Harold. La Mujer del Río había visto al hombre.

—Era Colby, uno de los criados del alcalde. Se ha pasado la vida metido en problemas. Magda y vos se enterarán de qué quería con el mayordomo prestado, ¿verdad? —Sacaría a colación el incidente durante la cena.

Tildy se alegró de no tener que pasar la tarde buscando un momento apropiado para hablar de la inesperada presencia de Colby. Sin aquella inquietud, le pareció divertido comenzar a fantasear con que era la esposa del mayordomo, acostumbrada a aquellas veladas. Alfred y Gilbert mantuvieron una charla vivaz sobre sus aventuras y Magda colaboró con historias de sus propios viajes. Hasta Harold se relajó y relató una anécdota de su juventud. A Tildy casi le cayó simpático en aquel momento. Daimon habló poco, pero se rió de buena gana y comió con un saludable apetito.

Tildy comenzó a preguntarse si Magda se habría olvidado. La anciana bebió más vino del que debía, y después también brandy. ¿Cómo podía pensar con claridad?

Pero Harold ofreció la oportunidad deseada.

—¿Es verdad que os marcháis por la mañana, señora Digby?

—Sí. Como veis, Daimon ya está más fuerte. Magda se preguntaba qué noticias habrá en York. ¿Acaso no fue uno de los criados de Gisburne el que vino a veros esta mañana?

Tildy observó detenidamente a Harold. Éste se apartó el pelo rubio de los ojos, parecía casi incómodo al mirar a Daimon, Alfred, Gilbert y después otra vez a la Mujer del Río.

—Así es. Pero no me explicó nada en concreto sobre la ciudad. —Dirigió la mirada a los dos criados que esperaban junto al hogar a la espera de que los llamaran para servir. Se inclinó hacia los de la mesa de manera confidencial—. Quería advertirme de que Joseph, el hijo de la cocinera, fue visto en la ciudad y dijo que se dirigía hacia aquí. —Lo dijo en voz tan baja que Daimon, que no podía acercarse tanto como los otros, no lo oyó. Tildy le susurró las noticias.

—Lo discutiremos más tarde —dijo Alfred.

El tema pareció señalar el final del festín. Los hombres se retiraron. Tildy pidió a Magda que la observara mientras preparaba las medicinas de Daimon para asegurarse de que lo estaba haciendo correctamente y para que la ayudara a ponerlo cómodo a fin de que pasara la noche. La cena lo había agotado y se alegraba de poder acostarse.

—Pero os advierto —dijo Daimon—. Joseph es sinónimo de problemas. Decidles a Alfred y a Gilbert que se cuiden.

—Sí, Magda ha oído hablar mucho del hombre y nada bueno.

—Se lo diré —prometió Tildy. Al mirar a Daimon, pensó que sus mejillas y su nariz estaban sonrosadas—. Sus humores se han vuelto a desequilibrar —susurró a la Mujer del Río.

Recibió una palmada en el antebrazo por la observación.

—Es el vino, mi niña —dijo la Mujer del Río—. Está bien. Debéis permitirle algún que otro placer de vez en cuando.

—No quería negárselo —protestó Tildy. ¿Por qué la anciana la trataba de repente como a una niña?

La Mujer del Río alejó a Tildy del lado de Daimon y la guió hacia la puerta de la sala.

—Vos también habéis bebido demasiado vino —dijo—. Más de lo que acostumbráis.

Tildy protestó.

—Magda sabe —insistió la mujer—. Un poco de aire nocturno os hará bien.

Tildy trató de soltarse, pero la fuerza de la Mujer del Río era tanta como su voluntad. Sostuvo con firmeza el brazo de Tildy hasta que sintieron el frío de la noche.

Fue una sensación agradable, la brisa, el aire… Tildy inspiró profundamente y elevó la vista a la cúpula de estrellas que se extendía hasta el horizonte. Era una prueba de su coraje mirar el cielo nocturno. Había nacido y crecido en York y pocas veces había estado fuera de las murallas de la ciudad antes del verano anterior, cuando se instaló en Freythorpe Hadden con Gwenllian y Hugh. Cuando salió por primera vez a la noche, el cielo la asustó. Era demasiado extenso, demasiado misterioso, un monstruo con diez mil ojos. Poco a poco, con la guía de Tola, la hija de Magda, que los había acompañado como nodriza de Hugh, Tildy aprendió a ver las estrellas como amigas conocidas, siguiendo las constelaciones.

La criada sintió la presencia de la Mujer del Río junto a ella. Era como la de Tola, silenciosa y tranquilizadora. ¿Por qué se había enojado con Magda? Sintió remordimientos por su enfado con la vieja curandera. Le preguntó a Magda por Tola y sus hijos, Nym y Emma. Tildy sabía que habían pasado el otoño y la navidad con la Mujer del Río, y mucha gente decía que Tola mostraba un don para curar.

—¿Se quedará para ayudaros?

—No. Tola ha regresado a los páramos —dijo Magda—. Allí la necesitan. —Hubo tristeza en su voz.

—¿Va a ser una curandera, como vos?

—Algún día. A Magda le llevó mucho tiempo aprender.

No dijeron nada durante un rato, observaban las estrellas.

Luego Magda rompió el silencio.

—Id a los establos, hablad con Alfred y Gilbert, contadles vuestras preocupaciones.

Los dos hombres estaban allí para asegurarse de que los caballos estaban en buenas manos.

—No quiero interrumpiros —dijo Tildy, de pronto tímida ante los dos soldados.

—Sois la señora de la casa, Tildy. Debéis hacer conocer vuestros deseos a quienes os sirven.

Servirla. Tildy suspiró. Aún no tenía claro cuál era su condición, ni criada ni la verdadera señora, y, sin embargo, estaba a cargo de muchos criados. Deseó que Magda pudiera quedarse más tiempo, un deseo que ya había expresado a la Mujer del Río y que le repitió en aquel momento.

—No habéis cometido errores estos dos días. La voluntad de Daimon de curarse es fuerte. No necesitáis a Magda.

—Me siento segura con vos aquí.

La risa de perro de Magda sobresaltó a Tildy.

—Con los matadores de dragones de Thoresby y con Harold el Bueno, no necesitáis a una anciana. Magda se marchará por la mañana e irá a ver a quienes la necesitan más que vos.

Tildy se rodeó el cuerpo con los brazos al sentir de pronto el frío de la noche.

—Daimon seguirá curándose —la tranquilizó Magda.

—Pero ¿y si lo que lo está curando es vuestra presencia y no las medicinas? —Tildy hizo la pregunta suavemente, sin saber si estaba diciendo una blasfemia.

La Mujer del Río sorprendió a Tildy al tocarle suavemente la mejilla.

—Vos sois la mejor cura para Daimon, mi niña. ¿Es que no comprendéis cuánto os ama? —Luego, sacudiendo la cabeza, la anciana dio la espalda a Tildy y se dirigió lentamente hacia la cocina.

Tildy no se movió durante un largo rato. ¿Sería que su propia presencia había ayudado a Daimon? ¿Podría amarla tanto? De ser así, el amor de él no era en vano, el capricho de un joven que podría resultar inconstante. ¿Acaso Tildy lo había juzgado mal?

Unas fuertes carcajadas obligaron a Tildy a caminar más lentamente al llegar a los establos. Un pequeño farol brillaba suavemente cerca de los compartimentos. Los caballos relincharon cuando ella pasó. Volvieron a oírse risas provenientes de las dependencias de los mozos, más allá de donde estaban los caballos y el área de trabajo. Al acercarse, Tildy vaciló, sin saber si era adecuado que estuviera allí. Pero era el ama de llaves hasta que regresara la señora Filipa.

Si Filipa estuviera allí… ¿Qué sucedería si la señora Wilton encontraba a su tía demasiado confundida y débil para que regresara?

—¡Has hechizado estas monedas, estás haciendo trampa! —Las palabras eran furiosas, pero había risa en la voz de Gilbert.

—Yo no sé nada de hechizos. Tú tienes una suerte pésima, eso es todo. —Alfred parecía aburrido.

Tildy llamó a la puerta.

Ralph, el mozo, abrió e hizo una incómoda inclinación.

—¡Señora Tildy!

Ella se puso de puntillas para ver más allá de él, pero no lo consiguió.

—Ay, por Dios, Ralph, sólo quiero ver a qué viene tanta risa.

—Señora…

—Estamos jugando —dijo Gilbert—. Alfred y Ralph se ríen de mis pérdidas. Vamos, Ralph, deja pasar a la señora. No va a regañar a dos hombres adultos.

Ralph dio un paso al lado.

Gilbert y Alfred hicieron un gesto con la cabeza a Tildy desde donde estaban agachados en el suelo de tierra. Había una ccantidad de monedas apiladas frente a Alfred y unas pocas estaban alineadas junto a Gilbert. Éste levantó una de sus últimas monedas, la lanzó al aire y la dejó caer en el dorso de su mano izquierda, que rápidamente cubrió al tiempo que Alfred decía:

—Cara.

Gilbert espió la moneda.

—La has visto —murmuró, arrojándola a la pila de Alfred. Se puso de pie refregándose las calzas.

—Siento interrumpir vuestro juego. —Tildy se sintió fuera de lugar. No estaban de humor para oír sus temores y preocupaciones.

—Señora, me habéis salvado las últimas monedas. ¿Cómo puedo ayudaros?

Alfred recogió sus monedas y las de Gilbert y las metió en una bolsa de cuero.

—Gilbert se ha cansado de mi buena suerte —dijo—. De todas maneras, pronto se habría quedado sin monedas.

—¿Así que os guardáis todas las monedas juntas? —preguntó Tildy.

—Para dividirlas bien la próxima vez —dijo Gilbert—. ¿Qué gracia tendría que uno de nosotros se las quedara todas?

Se sintió como una estúpida. Daimon nunca la había hecho sentir de aquella manera. Aquellos hombres bromeaban demasiado.

—Estáis cansados. Hablaremos por la mañana.

Alfred meneó la cabeza y le acercó un banco para que se sentara.

—Venid. Hablemos mientras tengamos un momento de tranquilidad. Queréis explicarnos con qué nos enfrentaremos aquí.

Así que ella comenzó, insegura, a contarles varias de sus preocupaciones: la toma de autoridad demasiado rápida de Harold Galfrey y su temor ya casi descartado de que le había dado algo a Daimon para nublar su juicio, el supuesto regreso del hijo de Nan, la creencia de la señora Wilton de que alguien entre los ladrones conocía bien la casa…

Tanto Alfred como Gilbert levantaron las cejas al oír sus temores sobre Harold Galfrey, pero no les restaron importancia, sino que estuvieron de acuerdo en que la posición de Daimon como mayordomo de la casa atraería a cualquier hombre con ambiciones similares.

—Aun así, Roger Moreton también tiene una gran casa —dijo Alfred—. Su mayordomo inspirará igual respeto.

—El señor Moreton también posee tierras más allá de Easingwold —dijo Gilbert—. Sin embargo, no es un caballero, no es de noble cuna, como la señora Wilton. Pero me pregunto si tendría a Galfrey de mayordomo.

—Joseph, el hijo de la cocinera, es el que se merece que lo vigilen —dijo Alfred.

—Hablaré con la criada de la cocina por la mañana —dijo Tildy—. Quizá haya oído algo sobre él.

—Sí. La cocinera no nos va a decir nada, ¿verdad? —dijo Gilbert.

Tildy sonrió y se sintió alentada para preguntar:

—Ese Colby, el criado del señor Gisburne, ¿cómo es?

Alfred lanzó un resoplido.

—Hijo del mismísimo diablo. Por qué Gisburne confía en él… —Escupió en el rincón.

Colby parecía similar a Joseph, pensó Tildy.

—Daimon dice que la voz de Colby se parece mucho a la de uno de los que atacaron la casa la otra noche.

Gilbert y Alfred intercambiaron miradas.

—Y no puedo evitar preguntarme cómo es que Harold lo conoce —añadió Tildy.

—O por qué Gisburne eligió a Colby para enviarlo aquí —dijo Alfred. Volvió a escupir en el rincón.

Aunque apreciaba que Alfred se tomara seriamente todo aquello, a Tildy no le gustaban demasiado sus modales, o su falta de ellos. Pero había oído que los soldados eran así. Pobres esposas.

—Daimon también mencionó a un techador —dijo, y, en un arranque de osadía, se atrevió a añadir—: Podríais preguntar a Ralph dónde encontrarlo.

—Lo haremos. —Alfred hizo una mueca—. Es un cambio agradable, hacer las veces de capitán.

Gilbert asintió, de acuerdo.

Tildy estaba muy complacida consigo misma.

* * * * *

El hermano Michaelo dejó caer el látigo y permaneció boca abajo en el suelo de la pequeña capilla con los brazos extendidos, como si estuviera clavado en una cruz. Luchó por mantenerse consciente. El sueño no era ninguna penitencia. Tenía las manos y los pies fríos a pesar de la época del año. El suelo estaba helado contra su pecho desnudo y sudado. ¿Estaba demasiado cómodo? ¿Debería girar sobre su espalda en carne viva? Sin embargo, lo que estaba en llamas se calmaría con el suelo frío. Permaneció donde estaba, luchando contra el agotamiento. ¿Cuándo había dormido por última vez? ¿O comido? No dudaba de que el arcediano Jehannes lo sabía. Michaelo tenía la certeza de que los criados del arcediano lo espiaban. Mientras no se lo contara al arzobispo, no importaba. Jehannes no solía interferir. Michaelo se obligó a pensar en sus numerosos pecados para mortificar su espíritu como había mortificado su carne. Su mente vagó a través de una letanía de actos egoístas, uniones sin amor, mentiras simplistas y desconsideradas y, lo más horrible de todo, el intento de envenenar al viejo enfermero, el hermano Wulfstan. La garganta se le llenó de bilis. Se obligó a arrodillarse y vomitó, aunque tenía el estómago vacío.

La puerta se abrió. Michaelo trató de cubrirse con su hábito, pero las manos le temblaban demasiado.

—¡Basta de esto! —declaró Thoresby desde la puerta.

Michaelo siguió buscando torpemente su hábito. El arzobispo chasqueó los dedos. Un criado se arrodilló y se ofreció a ayudar a vestir a Michaelo.

—Dejadme —dijo Michaelo.

—No lo hará. Miraos, temblando en el suelo, medio desnudo. ¿Y vuestras obligaciones? Os permití ir de peregrinación y mirad cómo me devolvéis el favor. Parecéis un penitente que lloriquea. ¡No voy a tolerarlo!

Michaelo comenzó a maldecir, se mordió la lengua y se rindió a la humillación de dejarse vestir por el joven. Contuvo un gemido cuando el criado lo ayudó a ponerse de pie. Se apoyó contra la pared para sostenerse.

—Podéis iros —ladró Thoresby.

Michaelo luchó por enderezarse y dio un paso.

—Vos no; el criado.

La puerta se cerró suavemente.

Michaelo levantó la mirada hacia el arzobispo.

—Eminencia, perdonad mi debilidad.

—¿De qué me servís en semejante estado?

Los ojos hundidos de Thoresby eran inescrutables en el cuarto en sombras, pero Michaelo interpretó su tono como impaciente, no furioso. Quizá se mostrara receptivo al propósito de Michaelo. Sin embargo, ¿tendría Michaelo la fuerza para explicarlo todo?

—Debo hacer penitencia por mi vida, eminencia. —Se lamió los labios—. Durante la peregrinación, pude ver mi abyecta personalidad. Os lo he dicho. Soñé con el hermano Wulfstan. Me mostraba lo que debía hacer.

—En otro momento. Tengo una tarea para vos. Varias tareas. He mandado a buscar al hermano Henry. Os curará la espalda y os dará algo para que podáis dormir esta noche, después de que hayáis tomado un caldo y leche con miel. Mañana reanudaréis vuestras obligaciones. Debéis hablar con Roger Moreton y averiguar cuanto sabe de Harold Galfrey.

Michaelo extendió una mano hacia el arzobispo para suplicarle que lo escuchara.

—Eminencia, si puedo…

—Ya me habéis causado bastantes molestias. —Thoresby abrió la puerta y ordenó al criado que acompañara al hermano Michaelo a su cuarto—. Pronto llegará el hermano Henry.

El hermano Henry, a la sazón enfermero de la abadía de Santa María, había aprendido del hombre santo a quien Michaelo había intentado envenenar. Quizá era el propósito de Dios dejar que Michaelo sufriera en manos de un hombre joven que debía de considerarlo el demonio personificado.

* * * * *

La casa estaba en silencio. Magda dormitaba mientras esperaba que Tildy regresara de los establos. De modo que no oyó las conversaciones entre Sarah, la criada de la cocina, y Harold; sólo la frase de despedida de él:

—¡Encárgate de hacerlo! —Aquel Harold Galfrey era un hombre de muchos estados de ánimo, y al salir por la puerta de la sala estaba furioso.