Rokelyn envió a buscar a los hombres de Owen aquella tarde. Se presentó delante de ellos, con las manos cogidas detrás de la espalda, el mentón hacia delante, los ojos cargados de furia moviéndose lentamente de hombre a hombre. Tom observó que una vena latía en una de las sienes de la cabeza calva del arcediano.
—¿Quién le llevó la cerveza al prisionero mientras vosotros montabais guardia? —preguntó Rokelyn a Edmund y a Jared.
Ambos intercambiaron una mirada. Edmund dejó caer la cabeza.
—Glynis —dijo Jared—. La amante de Piers. Le puso una poción para dormir.
—Y el capitán Siencyn habló con dos de vosotros ayer, ¿no? —Sus ojos recorrieron a los cuatro y se detuvieron en Tom.
¿Qué podía hacer Tom sino admitirlo?
—Sí, padre.
El arcediano gruñó.
—El capitán Archer se está pasando de listo. Pero me ha subestimado.
—¿Qué tiene que ver el capitán con todo esto? —preguntó Jared. Por una vez, Tom admiró su osadía.
—El padre Simon me dice que Glynis y el capitán se encontraron en Porth Clais. Vosotros estabais allí. —Rokelyn hizo un gesto con la cabeza a Jared.
—Ella nos dijo dónde encontrar al capitán Siencyn, eso es todo.
—Vamos. Ya habíais estado con Siencyn.
—Pero no sabíamos dónde vivía —protestó Jared.
—¿Por qué iba a envenenarlos? —lanzó Sam.
—El capitán Archer no ayudaría a escapar a Piers —dijo Edmund cuando por fin recobró la voz—. No si está trabajando para vos.
—¿No? —La sílaba cobró un tono ascendente—. ¿Y si creyera que si lo hacía Siencyn zarparía?
Tom ya había oído bastante.
—El capitán no os traicionaría a menos que pensara que alguien podía sufrir por vuestra culpa.
Edmund dio un codazo a Tom al tiempo que la risa iluminó el rostro de Rokelyn.
—De modo que si creyera que yo estoy cometiendo un error…
—Y si Piers hubiera estado en peligro —dijo débilmente Tom.
Desde la entrada se oyó una voz de lo más oportuna.
—Bendito seas, Tom, por pensar tan bien de mí.
Era el capitán Archer. Tenía el brazo derecho vendado a un costado y estaba demacrado. Pero estaba de vuelta, gracias a Dios. Tom arrastró una silla hasta él.
—¿Estáis herido? —Rokelyn se acercó para ver a Owen—. ¿Una perra hizo todo eso? ¿Dónde está vuestro otro hombre?
—Sentado afuera, al lado de la puerta. No puede caminar. Fuimos atacados. Encontramos refugio en una cabaña y sólo hoy nos hemos sentido lo suficientemente fuertes para continuar. ¿Qué sucede?
—El marinero Piers se ha escapado —dijo Rokelyn—. No os habrán herido porque queríais ayudarlo, ¿verdad?
La mandíbula del capitán se puso tensa. Tom sabía que en aquellos momentos siempre era mejor dejarlo solo.
—Os he dicho lo que sucedió —dijo Owen suavemente—. Ahora decidme. ¿Cómo se escapó Piers de esa celda custodiada?
—Glynis —dijo Tom en voz baja.
El arcediano lo silenció con una desagradable mirada.
El capitán parecía sorprendido, cerró el ojo e inclinó la cabeza, como si pensara profundamente.
—¿Habéis averiguado algo por medio de los padres de Cynog? —preguntó Rokelyn, claramente impaciente por recibir noticias.
El capitán no contestó. Tom disfrutó de la frustración del arcediano.
—No lo comprendo —murmuró el capitán.
—La comprensión puede venir más tarde —dijo Rokelyn—. Por ahora, necesito vuestro consejo. ¿Dónde buscamos a Piers y a su amante?
Owen suspiró, agotado.
—No lo sé. Quizá en Porth Clais. Quizá tierra adentro. No lo sé. —Cerró el ojo, se tocó el lado derecho con la mano derecha e hizo una mueca de dolor.
—Descansad un poco aquí —dijo Rokelyn, que al parecer se percataba por fin del estado del capitán—. Haré venir a un médico. También para vuestro hombre. Mi criado os traerá vino y algo de comida, y agua para lavaros.
Por fin un gesto gentil.
—Sois muy amable —dijo el capitán, recostando la cabeza contra la silla. Parecía exhausto, dolorido e infeliz.
El criado salió deprisa del cuarto, pero regresó casi de inmediato.
—Capitán Archer, un mensajero del arzobispo de York espera afuera.
—¿El arzobispo Thoresby? —dijo Rokelyn—. ¿Ha enviado un mensajero desde tan lejos?
El capitán abrió el ojo y volvió a cerrarlo.
—¿No sabíais que su influencia es de las de mayor alcance en el reino?
Tom pensó que la respuesta del capitán carecía del respeto apropiado hacia el arzobispo de York. Pero, con toda certeza, a un hombre herido podría perdonársele un poco de descortesía.
* * * * *
Owen no conocía a fray Hewald, pero vio su condición reflejada en la alarma que se dibujó en el rostro del clérigo.
—Esperamos un médico. —Rokelyn exhibió su sonrisa pública—. El capitán y su hombre tuvieron problemas fuera de la ciudad.
—Que Dios os conceda una pronta curación, capitán —dijo fray Hewald—. Será un viaje difícil si avanzamos a la velocidad que desea su eminencia, y malo para vuestras heridas. En realidad, no puede evitarse. He perdido tiempo buscándoos. Pensé que os encontraría en Cydweli. Me desesperé al enterarme en el puerto de que habíais viajado hasta San David.
Con el costado ardiéndole y el hombro latiéndole, Owen no tenía paciencia para escuchar las quejas del fraile.
—¿Tenéis una carta de su eminencia?
—Sí. Y un barco, y cartas que nos permitirán avanzar una vez que desembarquemos en Gloucester.
Owen se quedó mudo al oír las noticias, pero aun le agradó mucho más la llegada del señor Edwin, el médico.
El arcediano Rokelyn ordenó a su criado que condujera a Owen, a Iolo y al señor Edwin a los aposentos para los huéspedes.
—Estoy ansioso por saber cuándo podremos partir —dijo fray Hewald cuando Owen se puso de pie.
Rokelyn ya no sonreía.
—Leeré la carta de su eminencia antes de que sigamos hablando —dijo Owen. El fraile se la entregó. Llevaba el sello de Thoresby. Parecía fuera de lugar en San David.
Owen hizo un gesto con la cabeza al fraile y al arcediano y abandonó la sala en compañía del médico, que pidió trapos limpios y una palangana con agua. Dos criados ayudaron a Iolo a cruzar el pasillo de biombos hasta los aposentos reservados para los huéspedes.
—Os ruego que atendáis primero a Iolo —dijo Owen al señor Edwin.
—No soy un bebé al que haya que malcriar —murmuró Iolo. Pero una vez que despidió a los criados, se recostó sobre las almohadas y permitió que el asistente del señor Edwin cortara con cuidado el grueso vendaje que Enid le había puesto en el pie.
Los criados se retiraron después de ayudar a Owen a quitarse las botas. El capitán se dirigió a un banco cerca de una lámpara, rompió el sello de Thoresby y leyó. La carta del arzobispo le llegó al corazón como no lo había hecho el mensajero. Owen leyó la historia sobre la ictericia de Alice Baker y maldijo a la mujer por culpar a Lucie. El abad Campian de Santa María decía que Jasper hablaba de tomar los votos. Eso significaba que el muchacho era infeliz. A su edad, aquel estado de ánimo podía ser difícil. Owen esperaba que Lucie lo viera como un problema pasajero y no se angustiara. Pero la noticia más inquietante era que unos forajidos habían atacado varias granjas grandes fuera de York. Aquélla era la causa de la insistencia de Thoresby en que volviera a toda prisa. El arzobispo quería a Owen allí para que se encargara de defender sus propiedades. También se quejaba de que había demasiadas tareas aún por hacer, un trabajo de mayordomo. A Owen no le importaban nada las propiedades del arzobispo. Pero ¿y Freythorpe Hadden? ¿Acaso el joven Daimon era capaz de defenderla? Filipa estaba sola allí. ¿Qué podría hacer Lucie si se enteraba de que había problemas en la propiedad? Debía de estar muy preocupada con Alice Baker, con Jasper y con los forajidos, y sin Owen, que llevaba tanto tiempo lejos. Al parecer, el hermano Michaelo aún no había regresado cuando Thoresby escribió la carta, así que a aquellas alturas Lucie tendría además el dolor adicional de la muerte de su padre.
El señor Edwin sacudió la cabeza al ver el pie de Iolo, hinchado y manchado de sangre. Owen aprovechó la oportunidad para colocar el mapa que tenía en la túnica dentro de la carta de Thoresby y enrollarlo en su interior. Guardó la carta en una de sus botas.
Se recostó en su asiento a esperar su turno con el médico, turbado por pensamientos sobre la situación en York. Los dejó de lado. Debía pensar en cómo escapar al ojo vigilante del fraile, pues no tenía dudas de que el hombre estaría atento a cada uno de sus movimientos hasta que estuvieran a bordo del barco. Pero Griffith de Anglesey debía recibir el mapa antes de que Owen pudiera pensar en York. Necesitaba brandy. Debajo de los tapices de la puerta se veía el suave calzado de un criado. Apretando los dientes por el dolor, Owen caminó los pocos metros que lo separaban de la puerta y pidió al sirviente lo que quería.
El brandy llegó cuando el asistente de Edwin ayudaba a Owen con su túnica.
—Bien —dijo el señor Edwin—. Servidle una buena medida. La necesitará cuando quitemos los vendajes. A este buen hombre también le vendría bien un poco. —Hizo una seña en dirección a Iolo, que yacía de espaldas contra la almohada, pálido como las caras sábanas de la cama, con su fino pelo pegado a las sienes, húmedas.
Owen conocía muy bien la razón del comentario del médico. Había sangrado mucho durante su viaje de vuelta de la granja de Math y Enid. El vendaje no se despegaba con facilidad de la carne. La herida debería ser cosida otra vez. Owen sentía fuego en el costado cuando finalmente el médico y su asistente se marcharon.
—No tiene la mano suave de Enid —murmuró Iolo cuando el tapiz volvió a caer sobre la entrada.
—Ni su paciencia —dijo Owen—. ¿Por qué no me pusieron el brandy al alcance de la mano?
Iolo llamó a gritos a un criado.
—Y bien, ¿qué dice el arzobispo?
—Me ordena regresar de inmediato. Hay muchos forajidos en el campo y está inquieto por sus tierras.
—¿Y vuestra familia?
Owen permaneció en silencio mientras el criado les llenaba las copas y arreglaba la cama.
—El muchacho Jasper es infeliz —dijo Owen cuando estuvieron solos otra vez—. Cree que encontrará la alegría con los hermanos de Santa María. La ignorante mujer de un panadero acusa a mi mujer de incompetencia. Pero más que nada, me preocupan la propiedad de sir Robert y los problemas del campo. La tía de mi esposa sólo tiene la ayuda de un joven mayordomo de poca experiencia.
—Entonces debéis volver de inmediato.
—Antes tengo que entregar el mapa a la persona indicada.
—¿Vais a buscar a Griffith de Anglesey a pesar de que el arzobispo os llama?
—No creo que el señor Edwin nos aconseje viajar mañana.