Lucie y Jasper trabajaban juntos en silencio en el almacén de la tienda, cosían bolsitas de hilo llenas de hierbas calmantes: galio, valeriana, manzanilla, con lavanda para dar aroma, y otras hierbas curativas para las abrasiones: una con raíz de malvavisco y consuelda, una con flores de caléndula y vulneraria. Era una buena actividad para una mañana lluviosa en la que nada invitaba a abrir la puerta. El viento empujaba la lluvia contra la ventana de pergamino encerado con un ritmo irregular, ya con fuerza, ya con suavidad; las gotas de lluvia repiqueteaban. Con frecuencia, Lucie echaba un vistazo a su joven aprendiz. Trataba de leer sus pensamientos y averiguar si de verdad estaba en paz con ella, como había dicho, o si seguía incómodo. Había hablado con él de Owen, de cómo lo echaba de menos, de los rumores, de su confianza en que no traicionaría a su rey. Jasper se había mostrado indignado, luego arrepentido, luego enojado, dispuesto a ir a la guerra para proteger el honor de su casa. Pero el genio de azogue de Jasper la mantenía cautelosa.
Aquella mañana, los dedos de Lucie estaban torpes por la falta de sueño y la preocupación. Filipa se había despertado confusa y desorientada, hablando de momentos de la niñez de su sobrina como si hubieran ocurrido el día anterior. Lucie temía haberse equivocado en la cantidad de valeriana que le había dado a su tía. Tratándose de una mujer mayor, no tan activa como antes, tan delgada, era posible que lo que Lucie consideraba una dosis cautelosa hubiera sido demasiado. Y el asunto del pergamino perdido… Aquella mañana Filipa sacudió la cabeza y juró que no sabía nada de eso.
Alguien entró en la tienda.
—¿Señora Wilton? —llamó una voz quejumbrosa.
—Deus juva me, es Alice Baker —siseó Lucie.
Jasper dejó su trabajo y se limpió las manos en su delantal.
—Yo la recibiré.
Lucie se sintió pueril al esconderse en el almacén, pero no se enorgullecía de su comportamiento la última vez que se encontró con Alice y no estaba preparada para otro choque verbal.
—Buenos días tengáis, señora Baker —dijo Jasper con voz amistosa al atravesar la cortina de cuentas que llevaba a la tienda.
—Buenos días, muchacho. ¿Dónde está tu señora?
—Está preparando un medicamento.
Lucie se alegraba de que Jasper no hubiera mentido. La mujer era capaz de empujarlo y atravesar la cortina si estaba decidida a encontrar a Lucie.
—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó Jasper.
Lucie no pudo oír la respuesta. Alice debía de estar murmurando. Y eso no era bueno. Solía hacer sus comentarios más crueles cuando hablaba en voz baja.
—El diablo es quien os hace decir esas cosas —dijo Jasper; tenía la voz quebrada por la emoción—. ¡El capitán llegará a casa cualquier día de estos!
Lucie dejó caer su trabajo y, mientras entraba deliberadamente en la tienda, rogó para tener paciencia.
Alice Baker estaba apoyada sobre el mostrador. Tenía la cabeza inclinada como si susurrara a Jasper. Pero, de hecho, observaba si venía Lucie. La cofia le rozaba la cara a la altura de los carrillos y las sienes, acentuando su ceño permanente, pero el color blanco revelaba a su vez en su cara un colorido más natural que el de días atrás.
—Tenéis buen aspecto, señora Baker —dijo Lucie.
La sonrisa de Alice no pudo expandirse debajo de la ajustada cofia. O quizá quería mostrar una expresión despectiva.
—No estoy bien, pero sí un poco mejor, gracias a Dios. Jasper me dice que el capitán pronto estará de regreso. Pensé que había oído otra cosa. Pero debo de haber interpretado mal.
—Sí, espera estar en casa antes de un mes —dijo Lucie. No se atrevió a esbozar una sonrisa por temor a enseñarle los dientes. Jesús, aquella mujer era horrible.
Otro cliente entró en la tienda. Lucie hizo una seña con la cabeza a Celia, la hija mayor de Camden Thorpe, y se volvió hacia Alice.
—¿Os ha atendido Jasper?
Alice se irguió, echó atrás la cabeza como pasando por alto al joven y se acercó a Lucie.
—Roger Moreton es un buen hombre, Lucie. No debéis aprovecharos de él.
Lucie pensó que iba a estallar, pero no le iba a dar el gusto a la mujer con una respuesta. Cuando recuperó el aliento, Alice Baker estaba casi llegando a la puerta.
—Que Dios os acompañe —logró decir.
—Y a vos —gorjeó Alice.
—Es una mujer horrible —dijo Celia Thorpe.
Lucie se desplomó sobre un banco y estaba a punto de pedir a Jasper que ayudara a la joven, pero al ver las manos temblorosas del muchacho lo envió al almacén.
—No debes hacerle caso —dijo Lucie.
—Mi madre dice que son problemas de mujeres —dijo Celia, sin duda recién adoctrinada en esas cosas, ya que faltaba sólo un mes para su boda—. Dice que es muy común que los humores de una mujer fermenten en su cráneo cuando sus flujos cesan.
Bendita inocencia la de Celia. Aquello hizo sonreír a Lucie.
—El hijo menor de la señora Baker sólo tiene tres años, Celia. No sé si debemos suponer que sus flujos han cesado. Pero es una idea compasiva, y te la agradezco.
Pasaron a debatir los méritos de diversos aceites y cremas para el cutis aún perfecto de la joven.
* * * * *
El ambiente era muy tenso en la cocina de Freythorpe Hadden.
Nan, la cocinera, levantó las manos cuando Tildy le anunció la llegada de los criados del arzobispo.
—Otros dos arrogantes con apetito. ¿Y para qué? ¿Acaso el señor Harold nos protegió de los ladrones? —No aprobaba la presencia del personal temporal y tampoco la de Harold Galfrey ni la de Tildy—. ¿En qué está pensando la señora Lude al llenarnos de gente cuando tenemos al guarda y a su familia sin casa? —Nan le dio una patada a una pila de ramitas que había en el rincón—. Sarah, vete al patio a montar esa escoba. Si lo haces junto al fuego, se prenderá. —Levantó el bulto y se lo entregó bruscamente a la criada.
—No puedo trabajar en una escoba bajo el viento y la lluvia —se quejó Sarah. Se volvió a Tildy como si esperara instrucciones.
—Vete a la esquina del salón, junto a mi alcoba —dijo Tildy. Estaba utilizando la cama de la señora Filipa, para estar cerca de Daimon en caso de que despertara—. Allí tendrás luz y tranquilidad.
Nan agitó un dedo huesudo frente a Tildy.
—No sacarás nada de ella si la tratas como a un bebé. —Tenía los labios delgados apretados en una mueca de desaprobación y desprecio—. Eres una joven tonta. —Arrojó un par de truchas sobre la tabla de cortar—. No nos quedará ni un pez en el estanque cuando regrese la señora —murmuró.
Ni el genio de Nan ni su lengua molestaron a Tildy en absoluto. Estaba demasiado contenta. Sólo la recuperación de Daimon podría hacerla más feliz. El arzobispo había enviado a dos de sus hombres de más confianza para montar guardia en Freythorpe. Aquella noche podría dormir en paz. Y, aun mejor, conocía a Alfred y a Gilbert, y ellos a ella. Ellos la escucharían.
—Cenarán con la señora Digby, con Harold y conmigo —dijo Tildy.
—Lord Harold tendrá algo que decir al respecto, seguramente.
—Él entiende su condición.
—Eso crees, ¿no? ¡Bah! —Un mechón canoso se deslizó de la cofia de Nan al abrir la trucha en dos. Un impaciente ademán de su mano le dejó una marca plateada en la mejilla—. Harold tampoco está muy contento con los recién llegados. Me di cuenta de ello.
«Tampoco tiene por qué estarlo», pensó Tildy.
—Se cree un hombre de lucha —continuó Nan. Le encantaba oírse hablar—. Sólo hay que verlo caminar.
Tildy se había dado cuenta.
—Sabe que Alfred y Gilbert son hombres entrenados para la lucha —dijo—. Y sabe que lo sabemos. La noche del ataque nos dimos cuenta de la diferencia. Si Alfred y Gilbert hubieran estado aquí en aquel momento, los ladrones se habrían llevado lo que merecen.
—Y Daimon no estaría tendido en la cama, ¿no? —Nan agitó su cuchillo frente a Tildy—. No te llevarás ninguna alegría con tus ambiciones, mi señora. La madre de Daimon piensa que él puede conseguir a alguien mejor que tú.
Tildy lo sabía. Winifred, aunque alababa a Tildy cuando estaba con ella, había ido a sus espaldas a quejarse a la señora Wilton y luego a Magda sobre el cuidado inexperto de Tildy. A ambas, Winifred les había dicho que la sirvienta estaba cuidando a Daimon sólo para ganarse su corazón. Nan no le decía a Tildy nada nuevo.
—Estoy aquí de ama de llaves mientras la señora Filipa se encuentre ausente y estoy a cargo del cuidado de Daimon. No tengo otra ambición que hacer bien ambas tareas. —Tildy levantó el mentón y se sacudió la falda preparándose para marcharse.
Nan lanzó un resoplido.
—¿Servimos el mejor rosado, milady?
Siempre quería tener la última palabra. Tildy no se molestó en contestarle. Debía ensayar sus actos para que Alfred y Gilbert no dudaran de que tenía razón con respecto a Harold Galfrey. Pero ¿cómo haría para hablar con ellos en privado?
* * * * *
Magda apartó la vista de sus cuidados cuando la joven ama de llaves entró en la sala. Notó que los pasos de Tildy eran más ligeros y que su rostro estaba más relajado que antes. Quizá había encontrado una confidente, aunque no podría ser la viperina Nan. Magda no había logrado ser su confidente. Desde la explosiva confesión de la joven de que Harold Galfrey era el rival de Daimon, se había retirado y casi no había hablado con Magda excepto para pedirle instrucciones sobre el cuidado del joven mayordomo.
Pero tal vez la cocina no tenía nada que ver con el estado de ánimo de Tildy. Simplemente se alegraba de la llegada de los dos mocosos que harían de guerreros. La recepción había sido tensa: el rostro de Harold Galfrey se ensombreció y el de Tildy se iluminó. El mayordomo prestado había despreciado la ruidosa garantía de los hombres del arzobispo. Magda compartía sus dudas. Olía mucha sutileza en el ataque a la casa y le preocupaba que los muchachos fueran demasiado inexpertos para investigar algo que no fuera lo obvio.
¿Qué pensarían del hombre que había ido por la mañana preguntando por Harold Galfrey? Magda lo reconoció: Colby, se llamaba. Trabajaba para John Gisburne. Una extraña elección para el futuro alcalde de York. Colby significaba problemas, siempre había sido así. Harold les había dicho que Colby venía de parte de Gisburne para advertirle que habían visto a Joseph, el hijo de la cocinera, en York. Causaría problemas en Freythorpe Hadden si podía.
Quizá ya lo había hecho. Pero Magda pensaba que era mejor considerar otras posibilidades. ¿Harían lo mismo Alfred y Gilbert?
* * * * *
En cuanto la tienda quedó vacía, Lucie regresó al almacén para ver si Jasper se había calmado un poco. No estaba allí. ¿Qué le habría susurrado Alice Baker? Lucie abrió la puerta que daba al jardín, pensando en buscar al muchacho, pero la lluvia la hizo cambiar de idea. Empaparse no le facilitaría seguir con los sobres de tela. ¿Y qué seguridad tenía de encontrarlo? Reanudó su ttrabajo, prestando atención a cualquier ruido que se produjera en la tienda. Pero lo que la puso alerta fue un crujido en la vieja escalera que llevaba a las habitaciones. Kate dormía allí arriba, pero en aquel momento no estaba. Crowder, el gato, se refregó contra su falda. Lucie tuvo una sospecha momentánea: ¿Kate y Jasper? Santo cielo, estaba pensando como el propio Jasper, juntando a la gente sin más. Además de la típica habitación del piso de arriba, en la parte superior de la escalera había una alcoba, donde un viejo banco había proporcionado a Lucie un lugar tranquilo para amamantar a sus bebés en los ratos de más actividad de la tienda. Lucie dejó su trabajo a un lado, se recogió la falda y subió la escalera, pero al llegar a mitad de camino se dio cuenta de que, si había alguien arriba, era poco probable que la oyera acercarse. Crowder se le adelantó corriendo. La fuerte lluvia retumbaba sobre el tejado nuevo de pizarra y el viento hacía golpear los postigos.
Y allí estaba Jasper, arrodillado frente al banco de la alcoba, con los codos sobre el banco y la cabeza inclinada en una plegaria.
Las hermanas de Clementhorpe habían enseñado a Lucie que era un sacrilegio interrumpir las devociones de otra persona. Pero ¿qué podría haberle dicho Alice Baker para empujarlo allí arriba a rezar?
Lucie seguía vacilando en la escalera, pensando qué hacer.
Crowder resolvió el problema apoyando la cabeza sobre el muslo de Jasper. La inmediata respuesta del muchacho fue bajar las manos y recompensar al gato rojizo con una buena caricia.
—¿Jasper?
Él se volvió, vio a Lucie y se deslizó hasta sentarse en el suelo. Sus hombros caídos y su cabeza inclinada dijeron a Lucie que había perdido su anterior buen humor, pero también el calor con que había abandonado la tienda.
—¿Estabas rezando por el alma de Alice Baker? —aventuró Lucie.
Él meneó la cabeza. Crowder se instaló en el regazo de Jasper.
—¿Estabas rezando por tu alma? —preguntó Lucie.
Otra negativa. Una mano se elevó para rascar al gato debajo del mentón.
—Quieres que te deje solo.
Por fin recibió un asentimiento. Algo en la postura del muchacho en el suelo, abrazando al gato, recordó a Lucie cómo se había sentido ella a su edad. Había deseado desesperadamente tener intimidad. Vivir en un convento, pensó. Pero quizá, a cierta edad, la soledad simplemente es necesaria. Se retiró.