Tom y Sam no pudieron entrar en casa del arcediano Rokelyn. En la puerta del palacio, pidieron hablar con el capitán de la guardia. Les dijeron que podrían encontrarlo cenando con sus hombres. Pero allí no estaba, y Tom y Sam no sabían en quién más confiar. Abatidos, se dirigieron a una mesa apartada para los criados de los peregrinos y se tomaron su cena en silencio. Después, regresaron a los establos. Tom, que estaba agotado por la larga cabalgata del día, se durmió rápidamente.
Pero su estómago lo despertó antes del alba. El establo estaba mucho más lleno que el gran salón del palacio. Tom se abrió camino con cuidado a través de los cuerpos tumbados. Sentía que el estómago le ardía. También tenía una sed terrible, pero no se atrevió a saciarla antes de aliviarse, por temor a que su estómago fuera a explotar. Se llevó con él una jarra de agua.
Así fue que se quedó sentado purgándose durante un largo rato. El suficiente para que se le acercara un guardia que deseaba chismorrear y se sentara junto a él. La mayor parte del parloteo del guardia no significaba nada para Tom, pero un tema le llamó la atención: Piers el Marinero había desaparecido durante la noche. Habían encontrado a su guardia dormido fuera de la celda y apestaba a cerveza. El compañero de retrete de Tom había sido despertado por su capitán para registrar los establos.
Tom volvió a sentir fuego en el estómago. La fuga podría haberse impedido si el portero del ala este hubiera permitido a Tom y a Sam advertir al guardia la noche anterior. ¿Por qué Dios estaba jugando tanto con ellos?
Para cuando Tom regresó con sus compañeros, Jared y Edmund ya se habían despertado y se quejaban de la sed que tenían. Sam había ido a averiguar más sobre la búsqueda.
—No quiero que el capitán me vea así —gimió Edmund. Su tez estaba manchada como queso enmohecido.
—No tienes que preocuparte, no está en la ciudad —dijo Tom—. ¿Quién te ha hecho esto?
—¿Hacer qué? —Jared tenía el pelo enmarañado y los ojos pegados.
—¿Cómo íbamos a saber que su cerveza iba a ser tan fuerte? —se quejó Edmund débilmente mientras se daba masajes en las sienes—. No pensé que pudiera derribar a Jared con una jarra.
—¿La cerveza de quién?
—Glynis. La mujer de Piers. Le trajo cerveza y la compartió con nosotros. Es una buena mujer.
—Buena para burlarse de vosotros —dijo Tom.
—Pero él no se escapó mientras nosotros estábamos montando guardia —dijo Edmund.
—Sí —concordó Jared—. Quizá nos equivocamos al beber la cerveza de esa mujer, pero por lo menos no hemos hecho ningún daño.
—No puedo creer que confiarais en ella —dijo Tom.
Jared, que estaba examinando su dedo hinchado, se levantó para enfrentarse a Tom, que retrocedió para alejarse del hombre alto, aunque no demasiado.
—Ya me gustaría verte a ti durante medio día en un sótano oscuro y húmedo oyendo el agua gotear y notando que se te endurecen las articulaciones y pierdes sensibilidad en la nariz. Y luego llega una mujer bonita con una buena cerveza y te ofrece una generosa jarra. No le dirías que no.
Tom pensó que sí lo haría, pero lo dejó pasar.
—¿Qué estaba haciendo allí abajo? —preguntó.
—Visitaba a su hombre —dijo Jared—. ¿Qué otra cosa iba a hacer?
—¿Le dejaban recibir visitas? —A Tom le pareció extraño.
—Pensamos que sí —dijo Edmund—. ¿De qué otra manera podría haber aparecido allí, en el palacio, en la mazmorra del ala del obispo?
Sam se había acercado a ellos silenciosamente.
—He oído en la cocina que no vigilan mucho las criptas a menos que el obispo esté aquí.
Jared miró a Sam.
—Yo no había oído eso.
—Prestas atención a los chismes equivocados.
—¿Por qué soy esta mañana el ganso?
—Cálmate, Jared. Nadie te ha llamado ganso —dijo Edmund, siempre de buen humor—. Tenemos que ir a ver al arcediano y explicarle lo que ella ha hecho.
—No va a creernos —dijo Jared.
—Lo intentamos anoche, pero no quiso vernos —dijo Sam—. Tampoco nos permitieron ir a ver al guardia que te relevó.
—¿Han encontrado a Piers, por lo menos? —preguntó Tom a Sam.
—No. No hay señales de él en ninguna parte.
* * * * *
Los cuatro hombres salieron de la granja temprano por la mañana en tres caballos; Iolo y Deri cabalgaban juntos en el mismo animal. Morgan encabezó el grupo a través del bosque.
Owen no sabía qué esperaba encontrar: un pabellón en el bosque, una cabaña, una choza. Pero lo último que se hubiera imaginado era aquella tienda instalada en medio de un claro, abierta, con una mesa y un hombre sentado a un extremo, con los pies apoyados en el borde. Había unos seis hombres delante de la tienda, las manos sobre espadas y dagas, observando en silencio a los cuatro que se acercaban. Cuando el hombre de la tienda vio que los que se aproximaban no suponían ninguna amenaza inmediata, hizo una seña a los demás para que no atacaran. Morgan y Deri tenían cada uno un brazo y un hombro ocupados sosteniendo a Iolo, que no podía usar ninguna de sus manos. Sólo Owen podía sacar fácilmente un arma, pero ¿qué era uno contra siete?
El hombre se puso de pie y salió de las sombras de la tienda.
—Capitán Archer —dijo con una pequeña inclinación, hablando en galés—, hemos estado esperándoos.
Iba vestido de la cabeza a los pies con un traje de cuero blando que parecía hecho a medida y hacía que se le marcaran los miembros musculosos. Tenía el pelo oscuro en forma de halo rizado alrededor de su cabeza. Su cara era pálida en contraste con el pelo negro; sus ojos, pequeños y oscuros; la nariz y la boca, elegantemente delgadas. Owen le sacaba por lo menos una cabeza, pero supuso que pesaría casi lo mismo que él. Aquel hombre le daba mucha importancia a su pelo y a su aspecto físico. Owen se imaginó un gato que se arquea y mulle su pelaje para impresionar a un posible rival. Debía de ser Hywel. Los otros hombres tenían rostros curtidos y las túnicas y las calzas manchadas de lodo.
—Traedme a los ladrones de caballos —gritó Hywel a los hombres de su izquierda. Su voz era tan profunda como ancho era su pecho. Los tres hombres desaparecieron rodeando la parte trasera de la tienda. Entonces Hywel se volvió hacia los recién llegados—. No debían haberos herido a vos o a vuestro hombre, capitán. Venid, sentaos a mi mesa, descansad. Ya habéis sufrido bastante.
—¿Sois Hywel? —dijo Owen.
El hombre vestido de cuero bajó la cabeza en un gesto mitad inclinación, mitad asentimiento.
—Estáis bien informado.
—No tan bien como pensaba. —Al entrar en la tienda, Owen miró a su alrededor como esperando más problemas. En el rincón extremo había un criado. Por lo demás, la tienda estaba vacía con excepción de la mesa, dispuesta con vino y copas—. Nos esperabais —dijo Owen, mientras ocupaba un asiento frente a la entrada. Una tienda de torneo, supuso.
¿Quién era aquel Hywel para instalarse en semejante tienda a recibir visitantes?
Morgan y Deri ayudaron a Iolo a sentarse en el banco más cercano, luego se retiraron y permanecieron cautelosamente en la entrada, con los brazos cruzados.
Hywel se acercó a ellos y los miró de arriba abajo.
—Hombres de Wirthir.
—Así es —dijo Owen.
—Al servicio del rey de Francia —dijo Hywel.
—No —protestó Morgan—, al servicio de Owain, el legítimo príncipe de Gales.
—¿Al servicio de quién estáis vos? —preguntó Owen a Hywel.
El hombre se inclinó imperceptiblemente.
—Yo también estoy al servicio de Owain Lawgoch. Estoy formando un ejército para apoyar la venida de mi príncipe. —Se unió a Owen y a Iolo en la mesa e hizo un gesto a su criado para que sirviera vino—. ¿Por qué no ha venido Wirthir con vosotros? —preguntó Hywel al tiempo que se echaba hacia atrás, la copa en la mano, y volvía a ponerlos pies sobre la mesa.
—No puedo responder por él —dijo Owen. Había observado a los hombres que estaban en el claro, pero ninguno de ellos le resultaba conocido. No había visto mucho a sus atacantes, pero sabía que por lo menos uno era más corpulento que cualquiera de aquellos—. Mencionasteis a los hombres que nos atacaron y robaron nuestros caballos. ¿Eran hombres vuestros?
—Mis ladrones de caballos. No mis luchadores.
—No conocían la diferencia.
—Aprenderán.
—No asaltasteis a los hombres del arcediano que nos siguieron.
—Ya habíamos llamado demasiado la atención.
—¿Qué otra intención teníais, además de robarnos los caballos? ¿El ataque fue una advertencia?
—Sólo queríamos los caballos. Eso es todo. Sois un hombre valioso en todos los sentidos, capitán, pero el príncipe necesita los caballos más que vos.
—Eso podría haber sido verdad antes del ataque. Ahora necesitamos cabalgar.
—Lo siento por eso. Nuestra gente ha sufrido bastante en manos de los ingleses. Mi príncipe no me va a agradecer el incidente.
—Podríais vender vuestra fina ropa de cuero y reunir dinero para comprar caballos.
Hywel se rió.
—Un líder debe tener buen aspecto ante sus hombres.
—Queremos nuestros caballos —dijo Iolo.
—¿Vuestros caballos? —Hywel fingió sorpresa—. Pensé que eran del obispo Houghton, no del duque de Lancaster.
Iolo gruñó.
—Mi compañero está malherido, lo cual lo vuelve impaciente e incapaz de hablar con inteligencia —dijo Owen.
Hubo un movimiento en la entrada de la tienda, voces de hombres. Deri y Morgan se negaban a moverse.
—Dejad pasar a mis hombres —ordenó Hywel, bajando los pies y sentándose derecho.
Morgan y Deri se apartaron y tres hombres fueron empujados al interior de la tienda. Llevaban las manos atadas en la espalda. Uno de ellos era casi tan ancho como alto.
—Estos son vuestros atacantes —dijo Hywel a Iolo—. ¿Qué queréis que haga con ellos?
Tenían los rostros heridos e hinchados, caminaban cojeando y se percibía el hedor a miedo que los envolvía. Para Owen era evidente que ya habían sido castigados. Iolo debió de pensar lo mismo.
—No supone ningún placer observar cómo les pegáis —dijo Iolo—. Quiero la satisfacción de hacerlo yo mismo.
—Con ese pie herido, ¿cómo vais a atacar y a esquivar los golpes? Por naturaleza, un hombre no se queda quieto esperando a que lo golpeen. ¿Queréis que os los sujeten? —El tono de Hywel era sincero.
Iolo volvió asqueado la cabeza.
Hywel sacudió la cabeza y miró a Owen.
—¿Qué querríais vos que hiciera?
—Obedecimos vuestras órdenes —dijo con voz pastosa uno de los hombres atados.
Hywel no mostró señal alguna de haber oído.
—¿Así es como tratáis a los hombres que os sirven? —preguntó Owen.
—Cuando tergiversan las órdenes a propósito —dijo Hywel—. En una batalla, pondrían en peligro a sus compañeros. De verdad, ¿qué queréis que haga con ellos?
—Eso es cosa vuestra. Disciplinarlos es vuestra responsabilidad —dijo Owen—. Por mi parte, me gustaría que me hablarais con honestidad. Me gustaría enterarme de por qué ordenasteis el ataque. Luego me gustaría oír lo que sabéis del asesinato de Cynog.
—Llevaos a los ladrones —dijo Hywel a sus hombres—. Tú y los demás, regresad a vuestros puestos. Entregad los caballos robados a los hombres de Wirthir. Id a ocuparos de vuestras monturas —dijo a Morgan y a Deri.
Los dos comenzaron a protestar. Owen les hizo una seña con la cabeza para que se marcharan.
Hywel volvió a sentarse a la cabecera de la mesa y nuevamente levantó los pies. El criado volvió a llenar las copas. Era un buen vino, el mejor que Owen había bebido desde sus cenas con el obispo Houghton. Se preguntó si éste también habría sido robado.
—Es verdad que tenían órdenes de no heriros —dijo Hywel—. Debíais volver a pie a San David.
—¿Por qué?
—Necesito los caballos para la infantería del príncipe.
—¿Y?
Hywel bajó la copa y apoyó los codos en la mesa, las manos aasidas delante de él.
—Un hombre como vos: galés, inglés… Sois peligroso. —Su voz era un susurro—. La gente confía en vos. Habla con vos.
—¿Ah, sí? Últimamente no. —Owen se echó hacia atrás, resistiéndose a hablar en forma confidencial.
Hywel asintió para sí.
—Es culpa del arcediano, no vuestra. Glynis me habló de ello. Adam Rokelyn ha abusado de vos.
—¿Cuándo habéis hablado con Glynis? —Owen no pudo ocultar su interés.
Hywel se pasó las manos por su pelo áspero, se reclinó, cruzó los brazos, estudió a Owen y luego apartó la mirada como si estuviera meditando, muy concentrado. Sin volver a mirar a Owen, preguntó suavemente:
—¿En qué se basa vuestro interés por Glynis?
—Quería hablar con ella.
—¿Por qué? —Hywel devolvió la mirada a Owen.
—Vos la mencionasteis —dijo Owen—. ¿Por qué estos acertijos ahora?
—Me siento responsable de ella.
—Uno de sus amantes está acusado de asesinar al otro. Quizá tenga mucho que decir.
—¿Acaso Rokelyn la quiere? ¿Quiere a dos en las mazmorras del obispo?
Owen vio que pensaban de forma parecida, pero Hywel no lo veía así.
—No soy vuestro enemigo —dijo Owen.
—¿No? ¿Cómo lo sé?
—Estoy buscando al asesino de uno de vuestros hombres.
—¿Cynog? —Hywel suspiró y meneó la cabeza con tristeza—. Dios le concedió un don maravilloso. Me han dicho que estaba tallando una tumba para el padre de vuestra esposa.
—Sí, así era.
Hywel echó atrás la cabeza y miró la parte superior de la tienda.
—¿Por recomendación de Wirthir?
—Sabéis mucho.
—Igual que Wirthir. —Se incorporó de repente—. Es un hombre peligroso para la causa del príncipe.
—Estáis equivocado. Está trabajando para Owain Lawgoch.
Hywel se echó a reír.
—Está trabajando para el rey de Francia. Lo sabéis, todos lo sabemos. Si el rey Carlos se pone en contra de Owain Lawgoch, Wirthir hará lo mismo.
—Martin no es un hombre del rey Carlos.
—No es hombre de nadie, ya lo sé. De ahí viene el peligro. Lo que averigua hoy de nuestra causa podrá usarlo contra nosotros mañana.
Owen no pudo negar aquello.
Hywel, siempre inquieto, se puso de pie con una bota sobre la silla y un codo apoyado sobre un muslo.
—¿Y vos, capitán Archer? Vuestro trabajo para el duque de Lancaster se acabó. ¿A quién servís en la actualidad?
—Al arcediano de San David, como ya sabéis. Él ha retrasado mi partida.
—Con el capitán Siencyn, sí. Adam Rokelyn está gozando de su poder, dándoos órdenes. Sin embargo, ¿deseáis marcharos? ¿No es éste vuestro país, vuestra gente? Seguramente no preferiréis a los ingleses que a nosotros.
—Mi familia está en Inglaterra.
—Así me lo dijo Cynog.
—¿Qué estáis sugiriendo?
—Uníos a mí. Habéis estado lejos durante tanto tiempo que unos meses más no llamarán la atención a nadie.
—Pero el duque, el arzobispo…
Hywel extendió una mano para indicar a Owen que cañara.
—Lo que quiero es vuestra ayuda para preparar un ejército para apoyar a Owain, príncipe de Gales. Entrenar a sus arqueros. Enseñar a sus hombres lo que habéis aprendido al servicio del duque y el arzobispo. Redimiros. Redimir a vuestra gente.
—Mi esposa se preocuparía si la abandonara. No le haré eso.
—¿Vuestra esposa os negará esto? Espiar para vuestra gente, entrenar arqueros para ella, no para los ingleses, que nos desprecian.
Owen se esforzó por parecer indiferente.
—No sé nada de vos y muy poco de Owain. Yvain de Galles lo llaman los franceses. ¿Es galés? ¿O ahora es galo?
—A muchos galeses les parece respetable luchar en las compañías libres del otro lado del canal. Owain traerá a muchos de ellos consigo. Soldados entrenados.
—Entonces no me necesitáis.
—Vamos, Owen Archer. El gran bardo Dafydd ap Gwilym me ha hablado de vuestra notable destreza.
—Vio un solo ejemplo.
—Es un excelente juez de héroes, capitán. Ha conocido a muchos. Pero, por supuesto, debéis tomaros vuestro tiempo, considerar mi propuesta. Mientras tanto, a cambio de vuestros caballos…
—No os debemos nada —dijo Iolo.
Hywel fingió sorpresa.
—Los he cuidado y alimentado. Os pido que entreguéis una carta por mí. Una tarea simple. El destinatario es un peregrino de San David. Los ingleses me consideran un traidor a su rey. Houghton es el señor de San David y es inglés.
—Podría ir uno de vuestros hombres.
—Es muy poco lo que os pido.
Fue el turno de Owen de reír.
—En este momento, estoy sufriendo las heridas que me causaron vuestros hombres. Iolo no puede caminar. Y me pedís un favor. —Meneó la cabeza como si no pudiera creerlo. En realidad, estaba alargando el momento.
Hywel volvió a desplomarse en la silla, cruzando los brazos.
—Si entregáis la carta, os encontraré la forma de viajar a Inglaterra.
—¿Ya no queréis convencerme de que me quede?
—A un comandante generoso nunca le faltan hombres. Podéis cambiar de idea. Regresad con vuestra esposa y vuestros hijos. Yo estaré aquí.
Así era como un comandante debía comportarse. A pesar de sus heridas, Owen admiró al hombre.
—¿Y bien? —Hywel extrajo un pequeño pergamino de una bolsa que había sobre la mesa—. Como veis, no os incomodará. Griffith de Anglesey estaría muy agradecido. Igual que yo.
—Si es algo tan pequeño de pedir, ¿por qué estáis tan agradecido para conseguirme la forma de viajar?
Hywel rió.
—Me pescáis a cada momento. Veo que sois un magnífico espía. Un espía para Owain, príncipe de Gales. ¿En qué se puede emplear vuestras aptitudes mejor que en una buena causa?
¿Podría ser que aquel hombre conociera la pregunta que tenía en lo más profundo de su corazón? Owen vaciló. ¿Qué pasaría si utilizara para tal fin lo que había aprendido al servicio del arzobispo?
Hywel vio su vacilación.
—Me preguntasteis cómo podríais demostrarme que no sois mi enemigo. Llevad esta carta.
Owen no dijo nada.
—A propósito, Glynis está bien.
—¿Vino a veros? —preguntó Owen.
Hywel asintió.
—Comenzó a temer a Piers el Marinero y a su hermano. Con motivo. No tengo dudas de que Piers colgó a Cynog.
—¿Qué motivo tenía para matar al hombre? ¿Y de esa manera?
—Preguntádselo. —Hywel extendió una vez más la carta—. ¿La llevaréis?
—¿Por qué le temía Glynis?
—¿No está claro? Es un hombre violento, capitán. Igual que Siencyn.
Iolo suspiró con fuerza.
—Si nos seguimos retrasando, no llegaremos a San David antes del toque de queda. No podemos cabalgar muy deprisa.
Hywel seguía con el brazo extendido.
—Si me conseguís un pasaje, ¿cómo me enteraré? —preguntó Owen.
—Encontraré la forma de informaros. Os doy mi palabra. —Hywel dejó la carta en la mesa junto a las manos de Owen.
Owen asintió y se la guardó en el primer pliegue de su vendaje, debajo de la túnica.
—Iolo necesitará ayuda para montar.
Hywel llamó a sus hombres.
—Espero que un día, pronto, tenga el honor de presentaros a Owain Lawgoch —dijo Hywel cuando Owen se puso de pie.
—Ya veremos. —Owen lo saludó con una inclinación y abandonó la tienda.
—Griffith de Anglesey —dijo Hywel tras él—. Un hombre corpulento con barba pelirroja.
Owen lo oyó, pero no dio señales de ello. Suponía que Griffith lo encontraría a él.
* * * * *
En el límite del bosque, Morgan y Deri tomaron otro caballo y dejaron a Owen y a Iolo. Owen permaneció montado en silencio hasta que los hombres de Wirthir estuvieron fuera de la vista. Luego desmontó y extrajo el pergamino enrollado de su túnica. Un simple sello, lacre sobre una cuerda. Con algo de calor, podría volverse a sellar.
—¿Vais a leerla? —preguntó Iolo desde su montura.
—Me parece lo más sensato. —El pergamino estaba sucio, usado muchas veces. Owen deslizó su daga debajo del sello. La superficie del pergamino había sido usada tanto que tenía una capa de brillo. ¿Era el estado del pergamino o la tontería que parecía? Líneas largas y curvas, garabatos, manchas. Ni una palabra, ni una firma—. Se ha burlado de mí. ¿Por qué?
—Me extrañó que os la diera.
—Pero ¿a qué juega? —Owen estudió el pergamino, girándolo en una y otra dirección, seguro de que debía tener un propósito—. Por la Cruz, es un mapa.
Iolo se lo arrebató, lo hizo girar entre sus manos y se lo devolvió.
—¿Un mapa de qué?
—¿Las marcas de Hywel? ¿Refugios seguros? ¿Puestos de guardia?
—¿Dónde?
Owen miró el mapa fijamente.
—No puedo descifrarlo. Esperaba que tú pudieras hacerlo, al ser de esta parte del país.
Iolo sacudió la cabeza.
Owen estaba decepcionado, pero aquél parecía ser el resultado de todo últimamente.
—Es para un hombre de Anglesey. Lo más probable es que sea Anglesey. Ha sido hecho con inteligencia, un área bastante pequeña para que los ojos que no deben verla no puedan encontrar fronteras ni costas. Hywel sabe lo que hace. No hay duda de ello. —Se lo guardó debajo de la túnica.
—Es un favor peligroso el que hacéis a Hywel al llevar este mapa a un extraño en la ciudad.
—Sí. —Siento haberos llamado tendero.
—Ven. Debemos llegar a Bonning’s Gate antes del toque de queda.