Capítulo 13

Acertijos

El viejo carro destartalado tirado por un burro crujió y avanzó ruidosamente por el camino. Magda Digby dormitaba bajo el sol en el asiento junto a Matthew el hojalatero, sonriendo para sí cada vez que extendía un brazo para no caerse. Siempre era un placer que un paciente aún la valorara después de un tratamiento particularmente doloroso, y el diente del cacharrero, por muy picado que estuviera, había tardado en salir. Magda emitió un ruido al despertarse cuando Matthew detuvo el carro frente a la casa quemada del guarda.

—Hemos llegado a Freythorpe Hadden —dijo el hojalatero—. Hubo un terrible incendio. Unos forajidos fueron los responsables.

El sol se filtraba a través de los agujeros del techo e iluminaba un lado derruido. Varios hombres lanzaban ganchos, para echar abajo partes ennegrecidas del techo de paja y los muros manchados de hollín.

—¿Forajidos? —Magda se preguntó qué habrían pensado obtener con semejante destrucción. La casa principal, de piedra, estaba intacta. Y también los establos, de piedra y madera.

—La señora Wilton se alegrará de oír que han comenzado las reparaciones —dijo Matthew.

Un hombre salió del arco de entrada en sombras de la casa del guarda, se cubrió los ojos para mirar en dirección a ellos, lluego se volvió y regresó corriendo a los establos, cerca de la casa principal.

Magda no deseaba tener problemas, pero le pareció bien para la propiedad de Lucie que hubieran notado la llegada de extraños.

—El mayordomo prestado ha colocado vigilantes y ha comenzado las reparaciones. Quizá sea sensato. —Magda se sorprendió por lo poco que Lucie había dicho de todo aquello. Le había contado que la casa del guarda había sufrido daños, y que habían robado el tapiz preferido de su tía, parte de una vajilla de plata, algo de dinero… La casa del guarda no era tan valiosa para ella como el tapiz. Pero tal destrucción debería haberle enfriado el corazón. No le gustaba que Lucie no hubiera querido hablar de ello.

—No me siento cómodo cuando me miran como si fuera un peligroso intruso. Pero es prudente poner una vigilancia —dijo Matthew—. Los forajidos podrían regresar.

—¿En un carro destartalado tirado por un burro?

La risa estruendosa de Magda sobresaltó al hojalatero, que también se rió.

—Los forajidos, con un heraldo —murmuró él, secándose los ojos; luego le volvió el dolor, y se tuvo que sostener la mandíbula.

—Magda os pide perdón. Olvidó vuestro diente.

—Una buena carcajada justifica el dolor —dijo Matthew.

Era un hombre sensato si sabía eso. Magda bajó del carro y cogió su bolsa de la parte trasera.

—Habéis sido amable. —Miró con ojos entrecerrados la mejilla hinchada del hojalatero—. Sin el diente podrido, la hinchazón desaparecerá. No olvidéis dejar en la boca un rato el brandy que Magda os dio, antes de tragarlo.

Matthew asintió.

—Que Dios os acompañe, Mujer del Río.

—¿No vais a vender vuestra mercancía en Freythorpe Hadden?

—No quiero molestar a gente que ha tenido tantos problemas.

—Tienen que vivir.

—No quiero líos. —Tenía los ojos fijos en algo que había detrás de Magda.

—Entonces, marchaos —dijo Magda.

Ella se volvió. Un hombre rubio se acercaba, caminando con autoridad. Otros dos lo seguían de cerca.

—¿Harold Galfrey? —gritó Magda por encima del ruido del carro de Matthew, que se alejaba a sus espaldas.

El hombre que iba delante asintió cuando se acercó a ella. Entornó los ojos contra el sol, pero Magda consideró que el hombre hacía aquella mueca para ocultar sus pensamientos.

—¿Quién sois? ¿Por qué os ha dejado aquí el hojalatero? —quiso saber Harold.

Uno de los hombres dijo:

—Es Magda Digby, la Mujer del Río. Es una curandera.

Magda le quitó el polvo a la bolsa que llevaba.

—La señora Wilton está preocupada por el mayordomo herido. Podéis llevar a Magda con él.

—¿Y el hojalatero?

—¿Acaso no lo habéis visto marcharse?

—¿No desea hacer trueque por aquí?

—Magda lo desvió de su camino. ¿Cómo está Daimon?

—Venid adentro y lo veréis.

Magda entró en la sala. Tildy dejó una olla que llevaba y corrió a recibir a la recién llegada con el rostro inquieto.

—Dios os bendiga por venir, señora Digby. —Los ojos de la joven estaban ojerosos y enrojecidos por falta de sueño. Tenía un nudo en la garganta al hablar.

—No se encuentra como querríais, ¿no es así? —dijo Magda.

—Duerme la mayor parte del tiempo y, cuando se despierta, no puede hablar con claridad.

—¿Cuánto tiempo lleva así?

—Un día. Quizá un poco más. Ha sido gradual. Estaba bien, luego empezó a empeorar.

Sobre un jergón cerca del hogar yacía el pobre hombre, sudoroso e inquieto. Cuando vio a la mujer, trató con esfuerzo de centrar su mirada en Magda, pestañeando, sacudiendo la cabeza.

—Daimon, Dios nos ha enviado a Magda Digby —dijo Tildy con suavidad.

—Lucie Wilton envió a Magda —corrigió la Mujer del Río al levantar el vendaje que cubría la cabeza de Daimon para examinar la herida—. La habéis limpiado bien —le dijo a Tildy, que revoloteaba a sus espaldas. Magda levantó la mano herida y deshizo el vendaje—. ¿Podéis cerrar la mano? —preguntó Magda a Daimon. Él lo hizo lenta, débilmente; al volver a abrirla puso un gesto de dolor—. Va a sanar. Lentamente. Tildy lo ha hecho bien. —Volvió a vendarle la mano. Le retiró la manta y tocó suavemente el hombro hinchado del joven mayordomo—. ¿Le habéis hecho friegas con aceite remojado en consuelda, suave pero profundamente? —preguntó Magda a Tildy.

—Lo intenté.

—Y él gimió o trató de apartaros, y eso os preocupó. —Magda le sonrió—. Debéis tener más confianza.

Magda se inclinó y olió el sudor de Daimon. Lo cubrió, tomó a Tildy del codo y la alejó del jergón de Daimon.

—Habéis sido muy generosa con los medicamentos.

Tildy parecía sorprendida.

—He seguido las instrucciones de la señora Wilton.

Magda sacudió la cabeza.

—Su sudor apesta a medicina. Quizá habéis seguido las instrucciones al pie de la letra y Daimon no puede tomar lo mismo que otros. Cuando Magda haya bebido y comido algo, os dirá qué darle y cuánto. —Puso un dedo sobre los labios de Tildy cuando la joven comenzó a disculparse por no haberle ofrecido algo antes—. No sois la criada de Magda. Ella puede pedir lo que necesite.

Tildy llamó a una criada y la empujó hacia la cocina, siguiéndola de cerca.

Magda se instaló en una silla con respaldo alto junto al fuego, se colocó en la espalda una almohada que había visto en un banco y apoyó los pies en un taburete que había arrastrado para ello. Estaba empezando a dar cabezadas cuando Tildy regresó con compota de frutas, queso y pan. Una criada la seguía con una jarra de vino.

Cuando la sirvienta se hubo retirado, Tildy se acurrucó junto a Magda; su bonita cara estaba desfigurada por una máscara de angustia.

—Observé cuidadosamente a la señora Wilton —susurró—, y estoy segura de haber dado a Daimon las mismas cantidades de medicamentos.

—Dejad de preocuparos. Quizá su cuerpo lo soportó durante un tiempo.

—¿Acaso demasiada medicina podría matarlo?

Pronunció la última palabra en voz tan baja que Magda pensó que no la habría entendido de no haber estado mirándola a los labios.

—Sí, es verdad que muchas medicinas también son un veneno. Pero no lo habéis matado.

—Yo no. Estoy segura de ello. Pero hay alguien que estaría contento de deshacerse de Daimon.

—¿Un enemigo?

—Un rival. ¿Qué pensáis del señor Galfrey?

—¿El mayordomo prestado? Deberíais llamarlo Harold. No es vuestro señor.

—Pero ¿qué os parece?

El sujeto de su conversación susurrada acababa de entrar en el salón.

—Magda os agradece la comida —dijo en voz alta—. Podríais traer una copa para el señor Galfrey. La señora Wilton también oirá su informe cuando Magda regrese.

Tildy se puso de pie lentamente, se volvió y saludó al mayordomo con su nombre de pila.

Harold vaciló, luego le dirigió una inclinación. Volviéndose hacia Magda, dijo:

—Os ruego que me disculpéis por mi anterior comportamiento.

Tildy, que estaba pálida, aprovechó la oportunidad para desaparecer. Magda tomó nota de su partida al tiempo que restaba importancia a la disculpa de Harold.

—Sois cauteloso, y con razón.

Él se puso cómodo cerca de ella, como si estuviera en su casa.

—Habéis comenzado las reparaciones en la casa del guarda —notó Magda—. ¿Hubo muchos daños?

Él hizo una seña a la criada, que trajo otra copa. Se puso de pie y se sirvió vino, luego levantó la copa mirando a Magda, como brindando. Bebió un poco y la dejó a un lado.

—Me pareció mejor comenzar las reparaciones de inmediato, mientras Dios nos bendice con buen tiempo. Hay que cambiar todo el techo. Reconstruir la pared derrumbada y arreglar las otras. Y la mayoría de las tablas del suelo superior fueron dañadas por el fuego o el agua.

—La lluvia regresará antes de que podáis terminar tanto trabajo.

—No nos queda más remedio que intentarlo y rezarle a Dios para que se apiade de nosotros.

—Sería mejor que encontrarais una forma de proteger vuestro trabajo en lugar de rezar.

Harold hizo una mueca, pareció a punto de decir algo, pero luego echó atrás la cabeza y rió. Magda observó sus movimientos mientras tomaba un largo trago y vaciaba la copa. Notó que la observaba con mucho detenimiento y desviaba los ojos, luego la miró con la expresión de un niño que quiere demostrarle a un adulto que no le importan sus críticas. ¿Y por qué no habría de pensar eso después de saludarla tan groseramente?

—¿Cómo está Daimon? —preguntó él súbitamente.

Magda meneó la cabeza de lado a lado.

—Se curará. Demasiada medicina lo atonta y lo hace dormir. Magda va a ver cómo le sienta una dosis menor.

—Pobre Tildy. Ella lo ama, ¿sabéis?

Magda estudió la cara bronceada. Las líneas alrededor de la boca decían que fruncía el entrecejo más de lo que reía.

—Magda no ha sugerido que la culpable sea Tildy.

—No he querido decir que lo sea. Simplemente, que sufre con él. —Harold fijó la vista en el fuego, apoyando las palmas de las manos sobre las rodillas, como si las estuviera aliviando.

—¿Os duelen las rodillas?

—Sí. No estoy acostumbrado a tanto trabajo físico. Un mayordomo se sienta, camina, cabalga. No recuerdo haberme arrastrado sobre cenizas húmedas jamás. Pero tenía que ver la gravedad del daño.

—Sois meticuloso. Magda os dará algo para calmar el dolor.

—Que Dios os bendiga por ello, señora Digby. ¿Y Daimon? Habéis dicho que ha recibido demasiada medicina y, sin embargo, no es culpa de Tildy.

—Una copa de vino puede dormir a algunos. Las medicinas son iguales.

—Ah. Él es un joven afortunado al lograr que la señora Wilton os enviara a ver cómo está. —Harold se puso en pie—. ¿Os quedaréis esta noche?

—Una o dos noches. Hasta que Daimon mejore.

—Todos estaremos mejor así. Perdonad que me vaya, pero tengo mucho que hacer.

—Antes de la lluvia. Sí. —Magda observó al hombre mientras se alejaba. Había sido muy cortés ron ella, pero quizá fuera un mayordomo duro. Tal vez aquélla era la causa por la que a Tildy no le gustaba. ¿O había algo más?

* * * * *

Cuando Lucie caminaba por Stonegate camino de la casa del arcediano de York, imaginó que la miraban, que la gente la espiaba desde detrás de los postigos, que la observaba mientras pasaba y se preguntaba si era la mujer abandonada de un traidor. Nunca se había sentido tan sola en aquella ciudad. ¿Quiénes eran sus amigos, quiénes sus enemigos? También estaba preocupada por Filipa. Si aquella tarde volvía a ponerse nerviosa por Freythorpe, ojalá a Kate se le ocurriera enviar a buscar a Bess para que la ayudara a calmarla.

Lucie sintió una oleada de recelo por tener que cenar en la casa del arcediano. Esperaba poder hablar con Michaelo. Y temía aquel momento. ¿Y si Owen había sido atraído a la conspiración de Owain Lawgoch? ¿Qué pasaría entonces? ¿Sentiría resentimiento hacia sus vínculos con York? ¿Hacia su esposa iinglesa? ¿Sería posible? Ella lo necesitaba allí, donde su contacto y su voz le revelarían sus sentimientos. Pero ¿y si él no regresaba? Aminoró la marcha al llegar a la casa de Jehannes y estuvo a punto de regresar. Pero con toda seguridad, el hermano Michaelo se lo habría dicho si tenía algún indicio de que Owen no iba a regresar. Al parecer, volvía a respetarla, como hija de sir Robert. Aquello fue suficiente para impulsarla a seguir.

El arcediano Jehannes saludó a Lucie cálidamente y le dio la bienvenida a su casa.

—Es un enorme placer. —La amplia sonrisa que iluminó su rostro siempre joven fue un signo de su sinceridad—. Estáis tan ocupada con los niños y la tienda que no recuerdo la última vez que me honrasteis con vuestra presencia.

El arzobispo Thoresby se levantó de una silla adornada como un trono que, en un salón como aquél, amueblado con sencillez, se encontraba totalmente fuera de lugar. Sus profundos ojos parecían más hundidos y estaba pálido.

—Eminencia —dijo Lucie, haciendo una reverencia.

Thoresby levantó la mano y la bendijo. Ella le besó el anillo. La mano de él temblaba levemente. No era joven y tampoco había gozado de muy buena salud el año anterior. Su debilidad inquietó a Lucie. Si Owen había hecho algo para alimentar los rumores, necesitaría a un hombre poderoso que lo defendiera. Pero si su eminencia estaba enfermo…

Jehannes hizo una seña a un criado para que le acercara a Lucie una copa de vino.

—¿Cómo están mis ahijados? —preguntó Thoresby.

—Creciendo. Echan de menos a su padre.

—Si Dios ha oído mis plegarias, Archer ya debe de encontrarse de camino a York. O lo estará muy pronto.

—Os agradezco mucho que hayáis enviado un mensajero.

—Lo envié antes de vuestros problemas. De modo que no me lo agradezcáis. Quiero a Archer de regreso aquí, ocupándose de mis asuntos, no de los del obispo de San David.

Lucie miró a su alrededor.

—¿Vendrá el hermano Michaelo?

—Está ayunando —dijo Jehannes.

—Se conmovió mucho con la visión de vuestro padre en la fuente sagrada de Santa Non —dijo Thoresby—. Aún puede redimirse.

—¿Deseabais hablar con él? —preguntó Jehannes, siempre el anfitrión solícito y perceptivo.

—Sí. Tenía algunas preguntas… —Dejó la frase sin terminar porque no deseaba mentir. ¿Debía molestar a Michaelo durante su ayuno?

Thoresby tosió.

—¿Se trata de los rumores que cuestionan la lealtad de Archer? Son tonterías. No cometo esos errores con las personas en quienes confío.

Lucie sintió que Jehannes la observaba. Había querido ocultar su ansiedad, temiendo que revelara dudas desleales con respecto a Owen. Pero, al parecer, aquellos dos hombres la conocían demasiado bien.

—Si una o dos personas con motivos para sentir curiosidad hubieran oído los rumores, no me preocuparía. Pero se difundieron con mucha rapidez.

—Los mercaderes temen la amenaza de los franceses a lo largo de la costa sur —dijo Jehannes—. La carrera de Owain Lawgoch los inquieta.

—Pero ¿por qué habrían de sospechar de Owen?

Thoresby hizo un gesto impaciente.

—De verdad, mi gentil dama, no creeréis que ese rumor comenzó inocentemente, ¿no? Alguien quiere beneficiarse al difundirlo. Tenéis razón al preocuparos.

—Quizá sería mejor que hablarais con el hermano Michaelo —dijo Jehannes.

El arzobispo estuvo de acuerdo y llamó a un criado para que la acompañara hasta donde estaba Michaelo.

El sirviente condujo a Lucie hasta una puerta y luego se retiró. Lucie llamó a la puerta. Michaelo respondió a su tímida llamada con un súbito «¡Entrad!». Ella inspiró profundamente y abrió la puerta. Era un cuarto pequeño y sin ventanas, iluminado con una lámpara de aceite. El monje estaba arrodillado en un reclinatorio delante de una simple cruz de madera, con la ccabeza inclinada. Junto a él había un látigo de cuero. Salvo aquello, el cuarto estaba desnudo.

—¿Hermano Michaelo?

Él levantó la cabeza de repente, como si acabara de despertarse.

—Señora Wilton. Benedicte. —Se puso en pie con dificultad.

—Perdonadme por molestaros.

—Sois bienvenida, señora Wilton. —Michaelo estaba demacrado, pero sus ojos irradiaban paz—. ¿Cómo puedo ayudaros?

—Esperaba… no deseo preocuparos con más preguntas, pero ha ocurrido algo y vos sois el único que podría ayudarme.

—¿De qué se trata?

—He oído rumores sobre mi esposo… —Se le quebró la voz.

—Suplicaba por que no los oyerais.

—Os lo ruego, hermano Michaelo, decidme si hay algo de verdad en ellos. —Le temblaban las piernas por el esfuerzo de mantener la voz firme.

—Venid. Salgamos al jardín.

El cielo vespertino aún estaba azul, aunque el jardín se encontraba sumido en sombras, y sus colores se habían suavizado hasta adquirir matices grises. Era pequeño. Se sentaron sobre una roca baja.

La breve caminata y el aire fresco ayudaron a Lucie a recobrar su compostura.

—Owen escribió que le resultaba difícil regresar a su país. Doloroso.

—Así le pareció. Pero esas emociones no lo convierten en un traidor.

—¿Qué es lo que no deseáis decirme?

Michaelo se inclinó ante ella.

—Sois la hija de vuestro padre. Él también sabía ver cuándo le ocultaba algo.

—Cómo hija de mi padre, os pido que seáis directo conmigo.

—El capitán se quejaba no sobre su gente, sino sobre la forma en que nosotros, los ingleses, los tratamos —comenzó Michaelo—. No les permitimos tener dignidad. Damos por sentado que son inferiores, poco inteligentes y, sin embargo, también los llamamos traidores.

—¿Mi esposo habló abiertamente de esto?

—Sus sentimientos a veces eran claros, aunque sólo habló de ellos con los de nuestro grupo, el señor Chaucer, sir Robert…

—¿Cómo lo recibió mi padre?

—Se preocupó y le recordó al capitán cuál era su deber.

—¿Creéis que mi esposo podría dejarse tentar por ese Owain Lawgoch? —Lucie lo preguntó con un susurro.

—Vuestro esposo no es un traidor —dijo Michaelo con firmeza—. Se aseguró la guarnición en Cydweli y llevó ante la justicia a un hombre que traicionó a nuestro rey.

Lucie se sintió consolada.

—Escribió que un viejo amigo lo ayudó en su trabajo. Dijo que vos podríais decirme quién fue.

Michaelo bajó la cabeza.

Lucie sintió un nudo en el estómago. Si era quien creía… Owen no lo nombró por si acaso las cartas eran leídas por la persona equivocada.

—¿Quién era?

—Martin Wirthir.

Lucie se santiguó.

—Gracias a Dios. —No era un traidor, sino un pirata—. Habéis tranquilizado mi mente.

Michaelo emitió un extraño ruido y se llevó la mano a la frente.

—En la actualidad, Wirthir es un agente del rey de Francia. Y está en Gales reuniendo dinero para Owain Lawgoch.

—Santo cielo.

—Pero hasta donde yo sé, se juntaron sólo para atrapar al asesino. Wirthir no tiene lealtades personales.

—¿Estáis seguro de ello?

Michaelo se volvió hacia ella.

—Señora Wilton, vuestro padre encontró la gracia de Dios en San David. Cuando sir Robert dejó de preocuparse por el capitán, yo también lo hice. Al oír los rumores ayer, sentí dudas. Pero hoy, con mucha oración y ayuno, veo todo con más claridad. Y digo que el capitán no es un traidor. Vuestro padre sabía que no lo era.

La luz de los ojos del monje y la fuerza de su voz llevaron a Lucie a inclinar la cabeza y pedirle la bendición.

—Mi señora, no soy digno del honor que me brindáis.

—Oráis, ayunáis, os flageláis, habéis sido amable con mi padre… ¿Qué más puede pediros Dios?

—No sé si hago esto por Dios o por mí mismo. —Pero hizo la señal de la cruz sobre ella y la bendijo.

Cuando Lucie se volvió a reunir con Thoresby y Jehannes, éstos estaban de pie junto a la mesa discutiendo planes para la feria del día de Lammas.

El arzobispo la estudió cuando ella se acercó, sus ojos estaban en sombras inescrutables.

—Parecéis seria, señora Wilton. ¿No ha podido tranquilizaros Michaelo?

—Ha sido muy amable, eminencia. Y parece convencido de la inocencia de mi esposo.

—Excelente.

Jehannes sonrió e hizo una seña a los criados para que trajeran la comida.

—Venid, huéspedes míos, fortalezcámonos con el pollo relleno de mi cocinera.

Más tarde, a Lucie le costó recordar la charla que se desarrolló durante la cena, ya que tenía la mente ocupada en la breve conversación que había mantenido con Michaelo. Estaba muy seguro de que sir Robert se había percatado de los sentimientos de Owen. ¿Por qué Lucie sentía más incertidumbre que nunca? ¿Era por Martin Wirthir? Era un hombre encantador y persuasivo. ¿No podría convencer a Owen de que sus hombres lo necesitaban? Sin embargo, Owen nunca había estado de acuerdo con la ética de Martin. No haría nada sólo porque Martin se lo dijera. Y, en realidad, Martin no parecía un hombre que se comprometiera con ninguna causa. ¿Acaso lo que la afligía era la descripción de Michaelo de cómo trataban a los galeses? ¿Cómo podía soportarlo Owen, que no era alguien que diera la espalda y huyera de lo que lo enfurecía?

Thoresby notó su preocupación y le hizo muchas preguntas sobre el ataque a Freythorpe.

Aquella noche, más tarde, Lucie se despertó de un leve sueño y sus pensamientos volvieron a su conversación con el arzobispo. No se había mostrado impresionado por el relato de las acciones de Harold después del ataque.

—Me alegro de que haya sido de ayuda. Pero podría tener otro motivo además de la buena voluntad. —Thoresby no sugirió cuál podría ser éste.

A Lucie no se le ocurrió ninguno. Estaba cansada de que todos los hombres la tomaran por tonta. Hasta Jasper, con lo joven que era. ¿Por qué todos desconfiaban de quienes la ayudaban?

Pero ¿y Owen? ¿Cómo podía ella conocer sus sentimientos? Sus cartas. Las había leído rápidamente, en busca de novedades sobre su padre. Quizá podría deducir algo de ellas. Se puso de pie y cruzó el cuarto de puntillas, esperando no despertar a Filipa, que había descansado tranquilamente toda la tarde y la noche.

—¿Lucie? —Filipa se incorporó, aferrando las sábanas contra su cuerpo.

Lucie maldijo en silencio, pero se acercó a Filipa y le recogió el pelo que se le había salido de la gorra blanca.

—Duérmete. Es medianoche.

—¿Por qué estás despierta?

Filipa parecía tranquila. El sueño la había ayudado.

—He comido y bebido demasiado. Se me ha ocurrido releer las cartas de Owen. Cuando leo sus palabras, me imagino su voz.

Filipa se incorporó más.

—¿Entiendes todo lo que lees?

—Entiendo las palabras. Pero a veces el significado está oculto.

—¿Acaso todos los que leen entienden las palabras?

—Si leen bien, sí. ¿Hay algo que quieres que te lea?

—No.

—Entonces vuelve a dormirte. Es medianoche.

Cuando Lucie comenzó a ponerse de pie, Filipa le tocó el brazo.

—Hay algo. —Tenía la cara en sombras. Por la ventana entraba un poco de luz—. Debo saber qué dice el pergamino. Debo saber si todo esto se debe a mi debilidad.

—¿Qué pergamino?

—Mi esposo, Douglas, decía que era suyo, pero se lo habían confiado. No se lo dieron para que se lo quedara. Murió muy pronto después de eso. Demasiado joven. No era un buen hombre. Y, sin embargo, yo lo amaba. —Se secó los ojos con las sábanas.

Era lo máximo que Filipa le había dicho a Lucie sobre su esposo.

—¿Dónde está el pergamino?

—En mi casa.

—¿Nadie te dijo lo que decía?

—Nunca se lo enseñé a nadie excepto a mi hermano, que dijo que no tenía que preocuparme. Pero lo he hecho. No fue la bebida lo que arruinó a mi Douglas, ¿sabes? Es lo que pensaba mi hermano, pero no es verdad. Douglas era amargo. Su familia había perdido la casa durante los ataques de los escoceses. Y a nadie le importó. Ni al rey ni al arzobispo. A nadie.

—¿Qué crees que dice el pergamino?

—El padre de Douglas se murió de pena. Todo lo que le había dejado a Douglas estaba perdido. Tan rápidamente. Todavía había tierras, pero mucho se había quemado. El ganado, la casa, todo perdido. —Filipa suspiró—. Su madre murió muy pronto después de ello. No recuerdo cómo. ¿Estaba enferma?

—Tía Filipa, ¿y el pergamino?

Filipa levantó la mirada hacia Lucie. Le tocó el mentón.

—Eres más fuerte que tu madre. Todo va a ir bien. —Volvió a recostarse.

—Querías que te leyera algo.

—No sé dónde está.

Lucie no recordaba ningún pergamino misterioso. ¿Estaría en el tesoro? Sin embargo, recientemente lo había registrado. Por lo que sabía, los ladrones sólo se habían llevado dinero y quizá un libro de cuentas. Había olvidado aquello. No recordaba qué años abarcaba, pero no era reciente. ¿Podría haber estado oculto allí?

—¿Dónde lo guardabas? —preguntó Lucie.

—En muchos sitios —dijo Filipa, somnolienta—. Demasiados sitios. He traído este problema a tu casa. Soy demasiado vieja para ser útil. —Comenzó a sollozar.

Lucie la rodeó con el brazo y le acarició la frente con suavidad, como hacía con sus hijos cuando despertaban en medio de la noche.