La casa del arzobispo en Bishopthorpe estaba muy ajetreada con las actividades de la primavera. Los hombres se arrastraban por las alcantarillas para hacer reparaciones. Un vidriero y su asistente se estaban ocupando de una de las ventanas del salón. Varios criados trabajaban de rodillas en el jardín de rosas, agregando grava nueva a los senderos. Otro equipo de trabajadores plantaba lentisco en el jardín de la cocina.
John Thoresby había salido para calentarse las entumecidas articulaciones bajo el sol. No había esperado encontrar tanta actividad, aunque era cierto que él mismo había ordenado que todas las tareas comenzaran cuando el clima amainara. Pero resultaba aburrido que se hicieran todas a la vez cuando él estaba en casa. Ya era hora de que Owen Archer regresara de Gales y reanudara sus obligaciones como mayordomo de Bishopthorpe. Aquel hombre sabía llevar las tareas del puesto con lógica y cortesía. Thoresby sospechaba que el obispo de San David había descubierto los talentos de Archer. Adam de Houghton era muy codicioso. Sólo había que ver la forma en que coqueteaba con Lancaster, incluyéndolo en sus ardides piadosos para reunir a los vicarios en un colegio con el fin de poder tenerlos controlados. Houghton tenía intención de que algún día lo nombraran lord canciller. Ojalá se conformara con eso y no intentara quedarse con Archer. Thoresby había enviado a un mensajero a Gales para reclamar a su hombre en términos muy claros diciéndole que Alice Baker había causado problemas y otras cosas que lo llevarían a casa. La petición del duque de que Archer reclutara arqueros para su campaña de Francia había sido razonable y, en realidad, ¿cómo podía Thoresby negárselo cuando su propósito era la defensa del reino? Pero seguramente Archer ya habría llevado a cabo aquella tarea. No era posible que fray Hewald, su mensajero, ya le hubiera entregado la carta, pero por lo menos ya debía de encontrarse de camino a Cydweli.
Thoresby gruñó ante el molesto martilleo. Quizá estuviera más tranquilo en los jardines junto al río. Se alejó de la casa. Al pasar por el cobertizo del jardinero, oyó un ruido extraño, un resuello. Simon, el jardinero, había sufrido varios ataques de catarro durante la húmeda primavera. El último le había durado mucho y le había provocado una fiebre que los había tenido a todos muy preocupados. Thoresby empujó la puerta para abrirla porque se le ocurrió que el jardinero podía haberse puesto enfermo otra vez.
Simon levantó la mirada y una maldición murió en sus labios al reconocer al intruso. Estaba enterrado hasta los codos en un baño hediondo de lodo y estiércol, y lo amasaba como un pan.
—¡Eminencia! —Comenzó a retirar los brazos. El barro se le quedaba pegado a ellos—. El lodo apestoso proporciona rosas fragantes.
—No te detengas, Simon. —Por un momento, Thoresby se imaginó que aquel hombre iba a llevarse aquellas inmundas manos al rostro. El olor era muy intenso. El arzobispo se protegió la boca y la nariz con el antebrazo—. Simplemente me llamó la atención el ruido. No quería molestarte.
—Vuestra eminencia es siempre bienvenido —dijo Simon—. Pero no os culpo por retiraros. Mi buena esposa nunca ha logrado acostumbrarse al olor del estiércol. Esta tarde me enviará al río a lavarme antes de dejarme poner un pie en casa.
—¿No calienta agua para ti?
Simon lanzó una risita.
—Mi buena mujer tiene muchas bocas que alimentar y vestir, y no más horas en el día que nosotros, ¿no?
—No, por supuesto que no. —Si conocieran la moderación, quizá no tendrían tantos niños—. Que Dios os proteja a todos —dijo Thoresby al marcharse.
Una vez fuera, el hombre se detuvo a respirar una bocanada de aire fresco, y en esas oyó que un caballo entraba al trote en el patio. El día anterior, un caballo al galope le había llevado la noticia de que una banda de forajidos había atacado Freythorpe Hadden. ¿Habría más malas noticias? Un seto alto le bloqueaba la visión. Curioso, Thoresby retrocedió hasta la parte más alta del camino. El jinete era el hermano Michaelo. Su secretario regresaba por fin. Excelente. Sin duda, desearía hablar con Thoresby de inmediato, pero el arzobispo quería disfrutar del día. Reanudó su búsqueda de un lugar tranquilo bajo el sol. Aquella noche sería perfecta para hablar con Michaelo.
* * * * *
Después de mucho pensarlo, Lucie envió una nota a Roger Moreton en la que le sugería que su mayordomo, en lugar de él mismo, la acompañara a ver al gobernador al día siguiente. Harold actuaría como testigo de su relato y luego podría volver a la casa. Roger expresó decepción en su respuesta, pero aceptó que Harold era la mejor opción. Informaría a su mayordomo de su misión.
* * * * *
La tarde era lo suficientemente fría para encender un fuego en el salón, pero el aire seguía siendo tan dulce que Thoresby dio instrucciones a los criados para que pusieran una mesa y sillas cerca de una ventana abierta. El hermano Michaelo no llevaba mucho tiempo sentado cuando pidió permiso para acercar su silla al fuego, lejos del aire vespertino. Thoresby hizo una señal al criado que estaba detrás de él para que lo hiciera. No dudaba de la queja de su secretario. Estaba en los huesos. El anterior secretario de Thoresby, Jehannes, a la sazón arcediano de York, pensaba que el hermano Michaelo estaba muy afectado por su viaje a Gales. Jehannes había cenado con el arzobispo el día anterior.
—Durante su breve estancia en York, lo encontré muy apagado, y pasaba la mayor parte de su tiempo rezando —había dicho Jehannes.
Pero Thoresby notó que Michaelo aún se arreglaba sus mangas cuidadosamente confeccionadas, asegurándose de que estuvieran bien colocadas sobre los brazos de la silla. Estaba delgado, y parecía que lamentaba la muerte de sir Robert d’Arby. Pero Thoresby no veía un hombre santo delante de él.
—Os habéis tomado vuestro tiempo para regresar —dijo el arzobispo.
El hermano Michaelo echó un vistazo al criado, luego a la jarra de vino y las copas.
—Sería un honor para mí servir a vuestra eminencia. —Levantó una ceja en dirección al criado.
Interesante. Tendría algo que decir que no deseaba que los criados oyeran. Thoresby despidió al hombre con un gesto.
—Acompañé a la señora Wilton a Freythorpe Hadden para que hablara con la señora Filipa sobre los últimos días de sir Robert. —Michaelo hizo una pausa con una mirada interrogante, como si estuviera pidiendo permiso tardíamente.
Thoresby le hizo una seña para que continuara.
—Tuvimos dificultades —comenzó Michaelo, y procedió a explicarle todo lo que había pasado con los forajidos de Freythorpe Hadden. Con razón Michaelo parecía exhausto.
—La señora Wilton tiene la intención de denunciar el hecho ante el gobernador —concluyó el monje.
—¿Decírselo a Chamont? —dijo Thoresby—. ¡Ja! Bien poco hará él. Puede que ni siquiera esté en su residencia del castillo de York.
El hermano Michaelo le entregó una carta.
—De la señora Wilton.
Thoresby la leyó rápidamente, preocupado por lo bien que los ladrones conocían la casa. Se alegró de que ella tuviera la sensatez de regresar a York. Unos cuantos criados era una petición lógica. Por supuesto, se lo concedería a la madre de sus ahijados.
—Enviaré a algunos hombres de inmediato —dijo, dejando la carta a un lado—. ¿Está a salvo ella en York?
Michaelo hizo una mueca ante la pregunta.
—Eso supuse, pero si vuestra eminencia lo duda… Quizá debiéramos hablar con el alguacil. —Se levantó para servir vino.
—Los alguaciles reaccionan cuando el daño ya está hecho. Necesito a Archer aquí.
—Estoy seguro de que la señora Wilton piensa lo mismo, eminencia.
¿Sarcasmo? Thoresby levantó la mirada hacia su secretario cuando éste le entregó una copa de vino. Miraba hacia abajo con una expresión inescrutable. ¿Qué importaba? El arzobispo depositó la copa sobre la mesa, se levantó y se dirigió a la ventana. Qué dulce era el aire de la tarde; qué efímero era aquel momento. Permaneció allí un rato, respirando, pensando. El relato de Michaelo y la carta de Lucie lo preocupaban. El asalto no parecía un delito común. Se volvió y vio que Michaelo se servía otra copa de vino.
—Lo que me preocupa es la casa del guarda —dijo Thoresby.
Michaelo levantó la mirada con una expresión sorprendida.
—Con la muerte de sir Robert, la señora Wilton es ahora dueña de la propiedad, y después de ella, lo será Hugh. No hay dudas acerca de ello, ¿no es verdad? ¿Acaso sir Robert mencionó algún problema? Parientes que puedan reclamar la propiedad, antiguos enemigos…
—Ninguno, eminencia. —Michaelo extrajo un pañuelo de la manga y se secó la alta frente—. Pero no pensé en preguntarlo. —Su cara tenía una expresión de preocupación.
Thoresby restó importancia a su inquietud.
—En realidad, no es algo que uno pregunte a un amigo moribundo. —Tenía una incómoda sospecha sobre la preocupación de Michaelo por la familia de sir Robert d’Arby—. Habéis cambiado mucho con respecto a sir Robert.
—Sentía el mayor respeto y admiración por él.
—Pocas veces habíais mostrado tanto afecto hacia un anciano. —Jóvenes apuestos u hombres que pudieran favorecer sus ambiciones, sí.
Michaelo se levantó bruscamente de su silla; la indignación teñía sus mejillas.
—¡Eminencia! No he roto mis votos. ¡Y cómo se puede pensar semejante cosa de sir Robert!
—Volved a sentaros, Michaelo. No ha sido mi intención ofenderos, aunque no puede pareceros extraño que en ocasiones me lo pregunte. La carne no es insensible. Sin embargo, se puede luchar contra el demonio. Pero simplemente me preguntaba qué esperabais ganar con vuestra devoción. —Suspiró cuando vio que el monje se movía, inquieto, lleno de indignación—. ¡Sentaos!
Michaelo lo hizo.
—Ha sido una opinión poco meditada. Perdonadme. —Michaelo no dijo nada—. ¿Estamos en paz? —preguntó Thoresby—. ¿Podemos continuar?
Michaelo levantó apenas la cabeza y volvió a dejarla caer con el mentón sobre el pecho.
Thoresby lo tomó como un asentimiento poco entusiasta y melodramático. Algunas cosas no habían cambiado.
—Enviaré a Alfred y a Gilbert a Freythorpe Hadden. Archer les enseñó a pensar, lo cual es útil en estas circunstancias, aunque inconveniente en otras.
Michaelo levantó la cabeza.
—¿Deseáis que vaya con ellos?
—No. Enviaré a uno de los criados con el mensaje. Tenemos cartas que escribir. Al gobernador y a Archer. Ya había mandado llamar al capitán, pero esto debería hacerlo venir antes.
Michaelo se relajó.
—¿Vuestra eminencia ha mandado llamar al capitán?
—¿Se os ocurre un momento peor para que esté lejos de su familia?
Michaelo inclinó la cabeza, como si estuviera meditando.
—Es muy amable de vuestra parte.
—La amabilidad no tiene nada que ver con ello. —Thoresby se adelantó—. ¿Quién es ese Harold Galfrey? Decís que ha sido mayordomo. ¿De tierras tan extensas? Freythorpe Hadden es una gran responsabilidad. Ese hombre deberá desempeñar muchas más funciones que Archer como mi mayordomo. ¿Es competente?
—Sé poco sobre él, eminencia. Un respetable mercader de York, Roger Moreton, lo contrató como su mayordomo, con la recomendación de John Gisburne.
—Gisburne. Su recomendación no tiene peso para mí. Todo lo contrario, a decir verdad.
—He oído rumores con respecto a Gisburne. Pero la señora Wilton confía en la opinión del señor Moreton. De verdad es muy respetado.
—Quizá lo sea, pero si acepta la recomendación de Gisburne, probablemente sea un idiota cuando se trata de contratar hombres. No creo que la señora Wilton hiciera suficientes preguntas cuando aceptó la oferta de Moreton. Debo investigar a Harold Galfrey.
Michaelo puso expresión de dolor.
—¿Qué sucede?
—Fui yo quien instó a la señora Wilton a que considerara a Galfrey como su mayordomo temporal, eminencia. Soy yo quien hace demasiadas pocas preguntas.
—Una bonita cortesía, Michaelo. Comamos, luego nos ocuparemos de las cartas.
* * * * *
La mañana llevó el caos a la casa de Lucie. Gwenllian temía que Lucie pensara desaparecer durante unos cuantos días más y se aferró a su falda cuando quiso salir de la casa a reunirse con el gobernador. Filipa regañó a Lucie por no poner límites a la niña. Jasper anunció demasiado tarde que el jefe del gremio los había visitado mientras Lucie estaba de viaje. Deseaba discutir las acusaciones de Alice Baker. Quería ver a Lucie cuanto antes. Harold llegó a la casa mientras Lucie estaba en la cocina intentando que Jasper repitiera lo que había dicho el jefe del gremio. Filipa dijo que el niño simplemente estaba tratando de protegerla de las habladurías. Jasper insistió en que no le estaba ocultando nada, sólo que no recordaba todo lo que el jefe del gremio, Thorpe; había dicho. Harold se llevó a Gwenllian al jardín.
Cuando por fin Lucie se reunió con ellos allí, Gwenllian estaba provocando a Crowder con una cuerda a la que había atado un ramito de nébeda. Harold estaba repantigado en un banco, tratando de hacer cunas con una cuerda. Parecía descansado y alegre.
Lucie trató de no notar la calidez de sus sorprendentes ojos azules cuando se sentó a su lado.
—Creo que voy a volverme loca antes del atardecer —dijo.
—He visto a la esposa del panadero y oí los chismes —dijo Harold—. Nadie cree que os hayáis equivocado. Todos saben que Alice Baker piensa que es alquimista.
—Lo que importa es lo que crea el gremio. Hay miembros que piensan que nunca debí ser aceptada, y que ciertamente no merezco el honor de ser llamada maestra. Para ellos no basta con no permitirme entrar en las reuniones y ceremonias por ser mujer. —¿Por qué estaba confiándole todo aquello a un mayordomo? Lucie se puso de pie y se sacudió la falda—. ¿Vamos a ver al gobernador? —Estaba a mitad de camino de la casa cuando se dio cuenta de que Harold no la había seguido. Se volvió y lo encontró de pie junto al banco, con las manos tras la espalda, observándola con aire incierto. Lucie retrocedió—. ¿Qué sucede?
Con expresión incómoda, sin mirarla a los ojos, él dijo:
—Os ruego que no os ofendáis, pero he pedido al señor Moreton que lleve una carta al gobernador de mi parte.
¿Acaso Harold deseaba evitarla? Sintió que una oleada de calor le invadía el rostro y se alegró de que él no la viera. ¿Se daría cuenta de que ella se había vestido con cuidado, para él? ¿Y de que esperaba ansiosa la caminata a través de la ciudad, con él?
—¿Por qué? —preguntó, y su voz fue un susurro inapropiado.
Él la miró a los ojos.
—Deseo irme cuanto antes a Freythorpe Hadden. Estoy intranquilo… Desperté con la sensación de que tenía que regresar lo antes posible.
Lucie escudriñó su rostro para ver si estaba disimulando. Parecía sincero, lo cual la hizo estremecerse.
—¿Qué teméis que haya sucedido en vuestra ausencia?
—Espero que no haya pasado nada más, pero me he dado cuenta, tarde, del peligro al que nos enfrentamos. Tuve poco tiempo de pensar en ello hasta anoche. Y luego… —Se pasó la mano por el pelo—. Pensé en lo que podría haber sido, ¿lo veis? Si el guarda y su familia hubieran estado en la casa cuando los forajidos provocaron el incendio…
—¿Dónde estaban Walter y su familia?
—En la cocina, cenando.
—Dios los protegió.
—Pensad en cómo se sentirán hoy los que se quedaron allí. Deben de sobresaltarse cada vez que oyen un ruido.
—Debéis ir, por supuesto. Yo… —Lucie le tocó la mano, conmovida por su preocupación—. Os lo agradezco.
El puso la otra mano sobre la de ella, se la apretó, se acercó un paso, le levantó la mano y se la besó, mirándola profundamente a los ojos todo el tiempo.
El calor que invadió el cuerpo de Lucie con el beso de Harold le advirtió que diera un paso atrás, que recordara dónde estaba, quién era. Ella retiró la mano.
—Y ésta es la otra razón por la que debo marcharme rápidamente —dijo Harold—. Perdonadme. —Se volvió hacia Gwenllian, llamándola.
La niña se acercó corriendo. Harold la alzó en el aire y le dio vueltas, haciendo que sus rizos bailaran. Ella lo abrazó cuando él la dejó en el suelo.
—Tengo que irme. Tu madre me ha ordenado que vaya a defender su castillo.
—¿Qué castillo?
—Freythorpe Hadden. Es un enorme castillo.
Gwenllian parecía decepcionada.
—¿Volverás?
—¡Por supuesto que sí!
Lucie acercó a Gwenllian hacia ella y la abrazó mientras observaba a Harold alejarse del jardín y se recordaba que aquel hombre no era rival para Owen.
* * * * *
Roger Moreton apareció unos momentos después, vestido con el uniforme de su gremio, para impresionar al gobernador con su posición, supuso Lucie. Después de todo, para ella podría ser más útil que Harold. Quizá, lo que era más importante, ella no tendría que cuidar su comportamiento hacia Roger.
—¿Os importa el cambio de planes? —preguntó Roger, que obviamente estaba leyendo algo en la expresión de Lucie.
—En absoluto. —Con un abrazo y un beso, Lucie se apartó de Gwenllian, que se alejó corriendo en busca de Crowder. Lucie se puso de pie, sonriendo.
—Es muy amable de vuestra parte que dejéis el trabajo para acompañarme.
—Me alegro de hacerlo. —Extrajo una carta de su bolsa—. Harold escribió lo que advirtió, cosas que vos no visteis. Esperaba que resultaran útiles.
—Entonces estamos bien preparados. ¿Salimos?
Hablaron poco mientras atravesaban las multitudes en Thursday Market, por Feasegate; cruzaron Coney y Ousegate hasta Nessgate. Lucie estaba preocupada por Filipa; la había dejado paseando por la sala, murmurando para sí, sin notar la presencia de Lucie o de Roger. ¿Acaso su deterioro había empeorado con el impacto de los acontecimientos recientes, o había estado igual durante todo el invierno? Los criados no se lo habían dejado muy claro.
—Parece que Harold os ha prestado un gran servicio —dijo Roger, mirando a Lucie con una expresión extraña, quizá de preocupación. ¿Acaso podía leer su mente?
—Sin duda, sí. Que Dios os bendiga por ofrecérmelo.
—Umm.
¿Qué estaba pensando él? ¿Quizá se daba cuenta de lo que ella sentía? ¿De lo que sentía Harold? Tenía que saberlo.
—Estáis muy lejos.
—Perdonadme, yo… —Roger se detuvo en medio de Nessgate—. Espero que no os ofendáis, pero me tomé la libertad de hablar con Camden Thorpe sobre las acusaciones de Alice.
Aquella intromisión había ido mucho más lejos de lo que Lucie jamás se hubiera imaginado. Se quedó muda un momento, empapándose de sus palabras. El enojo pronto reemplazó a la preocupación.
—¿Habéis hablado con el jefe de mi gremio? —Dos hombres que pasaban por allí la miraron. Lucie se dio cuenta de lo alto que había hablado y bajó la voz—. ¿Qué derecho teníais? ¿Creéis que soy una niña que no puede hablar por sí misma?
Roger miró a su alrededor, nervioso por la escena que había provocado.
—Quizá deberíamos seguir caminando.
—No. No hasta que me deis una explicación.
—Estáis enojada. Camden dijo que así sería. Me aconsejó que no os dijera nada y me prometió no comentar nada. Pero yo quería que lo supierais. Siento haberme inmiscuido. No estuvo bien. Os pido que me perdonéis.
—¿Qué os hizo defenderme ante el jefe de mi gremio? ¿Qué podríais decir? ¿Acaso sois boticario, habéis adquirido el conocimiento necesario para discutir mi inocencia?
—Sólo pensé que una palabra de un mercader colega…
—¿Una palabra? —Lucie no podía creer su ingenuidad.
Roger bajó la cabeza.
—A él le pareció tan inapropiado como a vos.
—¿Vais a hacer lo mismo con el gobernador?
—Os juro que no abriré la boca.
¿Qué pensaría el jefe del gremio sobre su relación con Roger? Santo cielo, qué hombre tan tonto. Pero al ver su pesar, Lucie contuvo su ira.
—Vuestra intención era ser un buen amigo, lo sé. Pero ahora habéis puesto las cosas más difíciles para mí.
—Os lo repito, él sabe que vos no sabíais nada sobre mi visita.
Lucie sacudió la cabeza. No le quedaba la energía necesaria para discutir.
—¿Estáis seguro de que podréis manteneros callado durante esta reunión?
—Lo juro. Esperaré fuera si así lo preferís.
—No será necesario. —Su ira estaba desapareciendo. Alice Baker había causado el problema de Lucie con el gremio, no Roger—. Pero nunca os perdonaré si rompéis vuestra promesa.
Con expresión de alivio, Roger hizo una reverencia y le ofreció el brazo para que ella se lo cogiera.
—Castlegate se inundó con las lluvias. Va a estar resbaladizo.
Hablaron poco mientras se abrían paso por la calle enlodada hacia el castillo de York. Lucie se preguntó si todos los castillos estarían tan atestados de gente. Este albergaba a numerosos oficiales del rey, incluyendo al jefe de la Casa de la Moneda, a los dos custodios del Cambio, a los dos custodios del Real Sello Mercante en York, al custodio del Fossfishpond, al custodio del bosque de Galtres y al gobernador, que era el representante real en el condado. También albergaba una cárcel. Lucie siempre se sentía observada por algún agravio desconocido cuando accedía a aquel patio interior. Trató de no hacer caso a todo el ajetreo que se desarrollaba a su alrededor, en un intento de ordenar sus pensamientos. Pero se dio por vencida cuando Roger la condujo a través de una multitud que observaba un azotamiento, junto a guardias armados que rodeaban varios carros que eran descargados en el Tesoro Público, a través del humo de los hornos de acuñación, hasta la sala del gobernador, que otrora había pertenecido a los templarios. En la puerta, Lucie retiró su mano del brazo de Roger y se acomodó el velo. Deseaba causar una buena impresión en John Chamont, el gobernador, para que viera que no se estaba quejando por un simple robo de baratijas.
El asistente del gobernador escuchó su breve relato con rostro solemne, lo cual la alentó. Luego la hizo pasar a la cámara del gobernador.
En el instante en que Lucie entró, supo que estaba perdiendo su tiempo. John Chamont estaba sentado tras una gran mesa exquisitamente labrada sobre la cual se paseaban un niño y un cachorro. Una mujer elegantemente vestida con sedas y terciopelos y un velo de gasa estaba sentada en el rincón, detrás del gobernador, discutiendo algo con una criada. La señora Chamont, supuso Lucie.
El asistente anunció a Lucie y a Roger. La señora Chamont siseó una orden. La criada cogió al niño con un brazo y al cachorro con otro y salió deprisa de la sala pasando junto al asistente y a los visitantes. Luego la señora Chamont se puso de pie, saludó con la cabeza a Lucie y a Roger y siguió a la criada con paso lento y majestuoso.
John Chamont frunció el entrecejo al mirar hacia la puerta y luego a Lucie.
—¿Señora Wilton, boticaria? —Llamó a su asistente a su lado. Este se acercó corriendo. Después de mucho intercambiar susurros, dio un paso atrás y Chamont levantó la mirada—. Ah. —Asintió mirando a Lucie—. Venís por los forajidos que atacaron Freythorpe Hadden. —Expresó su pesar—. Su eminencia el arzobispo me escribió sobre esto, expresando su preocupación. Sois afortunada por los amigos que tenéis.
—He venido a deciros lo que sé. Y el hombre que me está ayudando con las responsabilidades de mi mayordomo me ha proporcionado información que puede ser útil. —Le entregó la carta de Harold y el gobernador se la pasó al asistente, que esperaba detrás de él.
—Os informaremos si los forajidos son arrestados —dijo Chamont con una sonrisa benigna.
El asistente se inclinó ante el gobernador y luego rodeó la mesa en dirección hacia Lucie y Roger.
—¿No deseáis oír mi informe?
—Mi asistente os tomará declaración. —El gobernador hizo una seña a su asistente indicándole la puerta y se alisó su elegante túnica al tiempo que se ponía de pie.
—¿Es éste el alcance de vuestras obligaciones? —estalló Lucie—. ¿Recibir cartas y hacer promesas vanas?
—Señora Wilton, ¿qué más puedo prometeros? No creo que se deba temer otro ataque. Esos forajidos nunca regresan.
Roger dio un paso adelante con el rostro rojo de ira.
—Si me perdonáis, señor, unos simples ladrones no causan tantos daños. —Lucie nunca había oído tanta frialdad en su voz.
Chamont no lo notó.
—Muy desafortunado. Pero fue un accidente, estoy seguro. Con el incendio querían asustaros, aunque causó más daños de los previstos.
—¿Esos incendios son comunes? —preguntó Lucie.
Chamont sacudió la cabeza.
—Los cobertizos muchas veces se incendian para crear confusión. Lo importante es que vuestras pérdidas pudieron haber sido mucho peores. Vuestras criadas no fueron violadas, vuestro mayordomo va a recuperarse. Otros no han sido tan afortunados.
—Afortunados —repitió Lucie con incredulidad.
El gobernador, de pronto, se fijó en ella; su mirada era sorprendentemente intensa y nada cordial.
—Me maravilláis, señora Wilton. Tratáis este tema como si temierais que hubiera un enemigo en particular detrás del ataque a Freythorpe Hadden. ¿Es así? ¿Tenéis algún problema?
Aquel cambio brusco la había tomado desprevenida, y supuso que aquélla era la intención de Chamont.
—No tengo enemigos. —Seguramente, Alice Baker no se atrevería a tanto.
Él la miró un momento como si temiera su respuesta, pero dijo:
—Entonces no hay nada que temer, puesto que uno siempre conoce a sus enemigos.
Lucie había visto su agudeza, sabía que no era tan simple. Sólo era un consuelo conveniente.
Chamont sacudió la cabeza.
—En cuanto a los bienes, vajilla de plata y oro, joyas, sedas costosas, ganado, tapices de todo el condado… ¿Cuántos hombres necesitaría para recuperar todos esos tesoros? Por supuesto, si apreso a los forajidos. Estoy seguro de que se trata del trabajo de una banda pequeña. Es posible que descubra su guarida. Y si lo hago, lo sabréis de inmediato. Os lo prometo, señora Wilton.
—Es un gran consuelo —dijo Lucie. No veía la necesidad de ser cortés. Fuera amable o no, a Chamont no le importaba.
Como si estuviera de acuerdo, el gobernador le dedicó una inclinación.
Lucie y Roger se retiraron. Cuando salieron al patio del castillo, Roger sugirió que caminaran hasta el prado de San Jorge, donde convergían los ríos Foss y Ouse.
Lucie, que se sentía oprimida por la experiencia y el desagradable vapor de los hornos de acuñación y por el agobio de la multitud que volvía a reunirse alrededor de otro azotamiento, aceptó de buen grado la caminata. Los ríos no siempre olían bien al bajar de la ciudad. Transportaban los desechos que ésta producía junto con los de las curtidurías y las carnicerías, pero en ocasiones, en su confluencia, el aire era más fresco. Y el cielo abierto con toda certeza le levantaría el ánimo.
—Cuando semejante hombre acepta el título de gobernador, sólo piensa en el prestigio, no en la responsabilidad —dijo Roger.
—Me gustaría estar en silencio, Roger —dijo Lucie.
—Por supuesto. Pero… ¿os habéis vuelto a enfadar porque he hablado durante la reunión?
Lucie le apretó el brazo.
—En absoluto. Vuestro enojo quizá no lo haya conmovido, pero yo lo he apreciado. —Al pasar ante los molinos y el campo donde Owen entrenaba a los hombres del lugar en la práctica del arco, Lucie meditó sobre la pregunta del gobernador acerca de posibles enemigos. ¿Sería posible que sir Robert tuviera enemigos de los que ella no supiera nada? ¿Y Owen? Seguramente, en su trabajo para el arzobispo, Owen habría encolerizado a alguien alguna vez. Pero ¿cómo podía descubrir a semejante enemigo? El río la hizo pensar en Magda Digby. La Mujer del Río había aceptado ir a Freythorpe Hadden. En aquel momento, Lucie tenía otro motivo para visitarla.
Pero antes debía vérselas con Camden Thorpe y las acusaciones de Alice Baker.
Estaban en el límite de los campos, como en la proa de un barco, con la excepción de que el agua fluía junto a ellos en la dirección contraria. La brisa del río era fresca y húmeda, el sol calentaba ya un poco allá arriba, y abajo la tierra aún estaba húmeda. Lucie se sintió atrapada entre el invierno y el verano. Cerró los ojos y levantó la cara hacia el cielo.
—Parecéis contenta —dijo Roger.
—En este momento siento la gracia de Dios —dijo Lucie—. Ruego para que sea una señal de que pronto comprenderé lo que ha ocurrido.
* * * * *
El jefe del gremio, Camden Thorpe, tenía una sólida casa de piedra en la puerta de San Salvador. Lucie y Owen conocían bien a la familia: Gwenllian llevaba el nombre de la señora Thorpe, su madrina. Los almacenes de Camden estaban a un lado de la casa y en el medio había un pequeño patio donde Gwen Thorpe lograba convencer a varios árboles para que crecieran. También había conseguido que la hiedra trepara por las paredes de los almacenes. Era un ambiente encantador.
Lucie se separó de Roger en Thursday Market, ya que prefería enfrentarse sola al jefe del gremio.
Una criada abrió la puerta y, al reconocer a Lucie, corrió a buscar a su señora antes de que Lucie pudiera preguntar por Camden.
Una mujer corpulenta y guapa llegó ruidosamente a la puerta; uno de sus hijos menores iba correteando torpemente tras ella.
—Que Dios te bendiga, Lucie. Debes perdonar a Mary. No sabe que éstas no son horas de que vengas a sentarte a charlar conmigo. Por supuesto, buscas a Camden. Está en el almacén del otro lado del patio. —Puso una mano sobre la de Lucie—. La muerte de tu padre es una gran pérdida. Que Dios le dé paz. Asistiré al réquiem mañana.
El hecho de que la señora Thorpe se tomara la molestia de salir de su casa era un signo de su buena amistad. Tenía muchos hijos y mucho personal, así como dos aprendices de su esposo y varios criados que trabajaban en el almacén, y a todos les tenía que dar de comer. Y como jefe del gremio y regidor, el señor Thorpe recibía invitados con frecuencia.
—Será un consuelo tenerte allí —dijo Lucie.
—Ve, entonces, dile lo tonta que es Alice Baker. Todos lo sabemos. Luego, si tienes tiempo, regresa para que te dé algunos pasteles para mi ahijada y su hermanito.
El trato amistoso de Gwen suavizó el humor de Lucie. Al cruzar el patio hacia los almacenes, sintió menos que iba a reunirse con un adversario.
Su buen humor se desvaneció cuando oyó que la voz de Camden se elevaba iracunda. Dos criados estaban acurrucados sobre un tonel y el olor a vino llenaba el ambiente. Lucie comenzó a retroceder, pensando que sería más fácil si lo encontraba de mejor humor. Pero Camden notó que uno de los criados levantaba la mirada al verla y se volvió para ver quién había presenciado su arranque.
—¡Señora Wilton! —Camden sonrió mientras caminaba hacia ella—. ¿Qué pensaréis de mí? Mi humor tiene justificación, os lo aseguro. Pero no quisiera que pensarais que soy un gruñón. —Era un hombre del tamaño de un oso con cejas espesas y nariz aguileña.
—Siento mucho interrumpiros en este momento. Pero Jasper me ha dicho esta mañana que habíais estado en nuestra casa.
—No me molestáis, señora. Venid, alejémonos de este par de torpes y escapemos del triste perfume del vino derramado. —La condujo hasta un pequeño cuarto separado del área más amplia con paneles de madera. El olor del vino no era tan penetrante allí, pero aun así era fuerte. Camden hizo una seña a Lucie para que se sentara en la única silla de respaldo alto de la habitación. Él se instaló en un banco y se tomó un momento para calmarse, refregándose la frente y tocándose el mentón, un antiguo hábito de cuando llevaba barba—. Es culpa mía, me temo. Soy impaciente. Mis aprendices lo habrían logrado sin problemas. Pero tuve que pedirles que cambiaran el tonel de posición.
—¿Es una gran pérdida? —preguntó Lucie.
—¿Sabéis? La causa de mi pesar no es ésa, sino la calidad. Un magnífico vino francés que estaba guardando para la boda de mi Celia. Dios santo, soy un viejo tonto.
No era tan viejo y en absoluto tonto, pero Lucie entendió que la pérdida era mucho mayor que simplemente el vino. Era un padre amoroso que deseaba que el día de la boda de su hija mayor fuera perfecto. Y sólo faltaba un mes para la ceremonia.
—¿No hay tiempo para reemplazarlo?
Camden se tocó el mentón.
—Conseguiré otro buen vino francés. De hecho, tengo otros. Pero ése… —Sacudió la cabeza y luego, de repente, se enderezó y se palmeó los muslos—. Basta de quejas. Desearéis oír mi opinión sobre las acusaciones de Alice Baker. —Bajó la mirada y observó el suelo durante un momento. Respiraba profundamente; era un hombre de gran tamaño.
Lucie escuchó sus inspiraciones medidas, preguntándose si eran más o menos agitadas que de costumbre. Sintió que estaba de regreso en el convento, esperando un castigo por una travesura.
—Creo que sé lo que sucedió —dijo con voz demasiado débil.
Camden la miró a través de las cejas.
—Yo también. Y el resto de la ciudad. Alice Baker piensa que si una pizca basta para curar a la mayoría de la gente, lo que ella necesita es una palada. Cree que es una criatura delicada, acechada por demonios en cada órgano y articulación. Oh, sí, conozco a Alice Baker.
—Es posible, pero la ictericia no se produce por una dosis superior de algo —dijo Lucie—. Ella mezcló cosas equivocadas. —Le explicó la teoría de Magda Digby y el remedio que había recomendado—. Pero no puedo forzarla a que me obedezca. —Oyó el tono defensivo en su propia voz.
Y también Camden, que le hizo un gesto para que se calmara.
—No os acuso de nada. Simplemente quería conocer los detalles para poder saber cómo defenderos si alguien trata de acusaros.
—¿Todavía no lo ha hecho nadie?
—Hubo algunos rumores entre los miembros del gremio, pero principalmente los que viven fuera de la ciudad y no conocen a la señora Baker. Y, por supuesto, hubo muchas discusiones sobre su color. —Le brillaron los ojos—. En realidad, no es un tono tan malo.
Lucie se mordió el labio, temiendo echarse a llorar.
—No puedo deciros lo aliviada que estoy.
—Lo veo en vuestros ojos, amiga mía. Vamos, tomemos algún refresco con Gwen. Siento náuseas por el aroma de ese vino precioso.
* * * * *
De camino hacia su casa, Lucie se detuvo en la iglesia de San Salvador. Se arrodilló delante de la capilla de Nuestra Señora, apoyó la cabeza sobre sus manos y por fin, bajo la tenue luz de las velas, se sintió lo suficientemente sola para permitirse llorar. Eran unas lágrimas de alivio, dolor, temor y remordimiento, no importaba. Se sintió purgada cuando por fin se puso de pie y cogió su paquete de pasteles para los niños.