Capítulo 8

En el bosque

Era una mañana de niebla y aroma a tierra húmeda, y Owen se encaminó a la catedral. Rokelyn había enviado un mensaje en el que le recomendaba al albañil Ranulf de Hutton para terminar la tumba de sir Robert. Owen deseaba hablar con él antes de aceptarlo.

El alojamiento de los albañiles estaba en el extremo norte de la catedral, más allá del área trazada para los claustros y el colegio de Santa María. Ranulf no estaba allí; sólo había dos oficiales que preparaban piedras para el claustro. Su charla se detuvo cuando Owen se acercó. Asintieron a modo de saludo, pero permanecieron en silencio y sin sonreír, claramente incómodos con su presencia. Cuando Owen les preguntó, uno de ellos respondió:

—Encontraréis al señor Hutton en la nave, está reparando un ornamento cerca de la tumba del obispo Gower.

Owen les agradeció la información y los dejó en paz. La comunidad era muy cerrada para trabajos como el que estaba realizando Owen. Todos conocían la misión con la que él llegaba. Y, que Dios lo ayudara, quizá se habían enterado de las insignificantes quejas de Owen sobre su vida privada. ¿Por qué Cynog había hablado de él?

Las botas de Owen susurraron en las losas de color marrón y marfil cuando entró en la catedral, mientras se apartaba de la línea de peregrinos que avanzaban hacia el santuario de San David. Las losas eran preciosas, hechas y colocadas tan artísticamente como las de las magníficas abadías cistercienses de Fountains y Rielvaux, en Yorkshire.

En la nave, cerca del coro, el albañil estaba de pie en un andamio bajo que tenía dos lámparas a cada lado de la labor en piedra en la que estaba trabajando. Se encontraba muy cerca de la pared y tenía la cabeza inclinada, mientras pasaba los dedos a lo largo de la superficie de algunas molduras talladas con sencillez. Sus manos eran anchas y de dedos chatos y le faltaba una falange del índice de la mano izquierda.

—Esta iglesia está construida sobre un pantano —dijo el albañil cuando notó la presencia de Owen abajo—. Es húmeda y se hunde continuamente, siempre hay que reemplazar piezas.

Owen apenas pudo distinguir una de las juntas de la piedra, aunque sí los límites de la sección que estaba examinando Ranulf.

El albañil se volvió hacia Owen al tiempo que se sacudía el polvo de las manos. Cynog había sido un hombre delgado, de mediana edad, con cara y ojos expresivos que siempre parecían estar bien abiertos por una sorpresa. Tenía manos de huesos finos y delicados con los dedos largos y afilados de un músico. Ranulf era patizambo y barrigón, con unas enormes orejas que le sobresalían de la gorra y parecían agrietadas por el frío húmedo de la catedral.

—No debo quejarme. Es un trabajo bueno y abundante, sin apuros. Pero a veces me pregunto quién fue el necio que la construyó aquí.

—Pensé que la historia era que Dios dijo a san David que la edificara precisamente en este lugar —dijo Owen.

—Sí, bueno, eso dicen. El buen Señor estaba pensando en los albañiles, supongo. Nunca nos faltará trabajo. —Ranulf se rascó la gorra—. Pero no habéis venido aquí a discutir el emplazamiento, ¿verdad? —Bajó del andamio y resultó ser una cabeza más bajo que Owen. Se quitó la gorra y se rascó el pelo graso con el muñón de su dedo índice.

—No es tan inconveniente como vuestra cicatriz, capitán Archer —dijo, al ver la dirección de la mirada de Owen—. Es sólo parte de un dedo que desapareció.

—Perdonadme. —Owen se sintió incómodo. Él mismo detestaba que la gente le mirara mucho su cicatriz.

—Y no, no obstaculiza mi trabajo. —Ranulf se rodeó el cuerpo con los brazos y se estremeció dramáticamente—. Por la sangre de Cristo, hace frío aquí dentro. Si tenemos que hablar, salgamos donde los muchachos están mezclando la argamasa. Tienen un fuego encendido que me revivirá los dedos de las manos y los pies. Soy un hombre más agradable cuando tengo el cuerpo caliente.

Pero resultó que sólo era agradable cuando hablaba de la tumba, y lo hacía con verdadera ansiedad. No tenía muchos deseos de alejarse de ese tema.

—Conocí a sir Robert, sí. —Miró a Owen a través de los ojos entrecerrados y meneó la cabeza—. Estáis sorprendido. Un albañil y un caballero, ¿qué tenemos en común? —Se refregó las manos sobre el fuego—. Magníficos mentón y mejillas. Nariz agradable, larga y fina. Puedo sacar algo de eso. —Sonrió como si ya estuviera admirando el fruto de su trabajo.

—¿Cómo conocisteis a sir Robert?

—Me observó trabajar en los florones de un techo. Admiró mi trabajo. ¿Veis? Debisteis elegirme a mí desde el principio. Él me habría elegido a mí.

A Owen le gustó.

—Y la tumba ya estaría terminada —añadió Ranulf con un resoplido de satisfacción.

—Acerca de Cynog…

Ranulf lo silenció con una mueca y sacudió la cabeza.

—No hablaré de él. Está muerto. Dejadlo en paz.

—Sólo me preguntaba…

Ranulf volvió a sacudir la cabeza.

—Nada de Cynog. Mirad, capitán Archer, al arzobispo Rokelyn no le importa Cynog. Esta investigación satisface la ambición del arcediano, no la memoria de Cynog. Él desea organizar una gran captura, quizá la de uno de los traidores. Entonces el obispo Houghton lo recordará cuando lo ascienda a su siguiente puesto y estará satisfecho de llevarse al arcediano con él. Dejemos descansar en paz a Cynog.

—Hay gente que cree que un hombre asesinado no descansa en paz hasta que se conoce quién lo asesinó.

—Tenéis a Piers. No se me ocurre otra persona que pueda ser más culpable.

—Entonces decidme. ¿Por qué lo hizo Piers? ¿Es un traidor?

Ranulf movió los pies y sacudió los brazos para entrar en calor.

—No sé nada. Y no seguiré hablando de los muertos.

Owen no deseaba insistir tanto y lograr que Ranulf perdiera la paciencia. Hizo al albañil algunas preguntas más sobre su trabajo, luego se declaró complacido con la recomendación de Rokelyn. Con un apretón de manos, Ranulf aceptó comenzar a trabajar al día siguiente. Acordaron que si tenía algún problema, enviaría un mensaje a Owen con el guardián del palacio.

—¿Me haríais un favor con respecto a Cynog? —preguntó Owen.

Ranulf murmuró una maldición.

—Quisiera saber cómo encontrar a sus padres.

El albañil hizo una mueca.

—¿Con qué fin?

—Para oír de ellos cualquier motivo que puedan imaginar para la muerte de su hijo.

—¿Iréis solo?

—Con uno de mis hombres, eso es todo.

Ranulf meditó un momento, al parecer hablando consigo mismo. Por fin dijo:

—No veo problema en ello. —Describió a Owen una granja no demasiado distante de la ciudad, a un día de distancia si salían temprano—. Aunque a pie sería más fácil. A los caballos no les va muy bien en las colinas rocosas.

Owen se lo agradeció.

—¿Diréis a sus padres que oramos por ellos? —preguntó Ranulf cuando Owen se alejaba.

Owen asintió. ¿Cuál debía ser su próximo paso? Era demasiado tarde para ir a la granja de los padres de Cynog. Debería dejarlo para el día siguiente. También consideró la posibilidad de ir a Clegyr Boia a buscar a Martin. Cruzó Llechllafar mientras meditaba sus siguientes movimientos. Pero Dios decidió por él. Entre los peregrinos que se arremolinaban en la entrada sur de la catedral había un hombre por el que Owen sentía cada vez más curiosidad: el padre Simon. El vicario alto y rubio estaba apartado de los demás y observaba a Owen mientras éste se acercaba. Era un hombre apuesto.

—El Señor esté con vos, maestro emplazador —dijo Owen al llegar junto a él.

Las rubias cejas del padre Simon se unieron en un gesto de confusión.

—¿Emplazador? No tenemos ninguno en San David.

—Os ruego que me perdonéis. Pensaba que vos teníais ese título aquí.

El vicario se ruborizó y sus pálidos ojos se achicaron cuando se alejó todavía más de la multitud de peregrinos.

—Creo que queréis insultarme, capitán, pero no logro entender el porqué. ¿De qué manera os he ofendido?

—Ayer me seguisteis a Porth Clais. Hoy habéis intimidado al marinero Piers después de llenarlo de cerveza.

—¿Eso os ofende? —Simon extendió los brazos y sonrió torcidamente—. Muy bien, ayer temía que intentarais escaparos. Sabía que el arcediano Rokelyn os había ordenado quedaros.

—Estoy cada vez más confundido. ¿Sois o no el secretario del arcediano Baldwin más que del arcediano Rokelyn?

La sonrisa desapareció.

—¿Qué queréis de mí, capitán?

—¿Con qué autoridad interrogasteis a Piers?

—Con la mía. —Simon se puso tieso al decirlo—. El marinero es una abominación en nuestra sagrada ciudad. Como lo es el demonio que ordenó la ejecución.

—Sin duda. Por ello, el arcediano Rokelyn desea que investigue. No hay necesidad de que vos lo hagáis.

—Sólo deseo agilizaros las cosas.

—Os lo agradezco. Podéis asistirme ocupándoos de vuestro trabajo y dejándome a mí ocuparme del mío —dijo Owen—. Piers podría haber colaborado más conmigo de haber sido yo su primer visitante hoy.

—Os hacéis ilusiones.

El arcediano Baldwin apareció en la puerta de la catedral precedido de dos criados que apartaban a los peregrinos.

—¿Debo esperar toda la mañana? —preguntó Baldwin a Simon. Echó un vistazo a Owen y su expresión se endulzó—. Benedicte, capitán Archer. ¿Estáis bien?

Owen hizo una inclinación al arcediano.

—Sí, padre. Benedicte. No me he dado cuenta de que estaba distrayendo al padre Simon de sus obligaciones.

—Sería difícil hacerlo, capitán —dijo Baldwin, elevando los ojos al cielo y meneando la cabeza.

Simon se ruborizó y apartó la mirada.

—Vamos, Simon. —Cuando los dos clérigos desaparecieron dentro de la catedral iluminada con velas, los peregrinos avanzaron corriendo hacia la puerta abierta.

Owen tomó el sendero hacia la puerta de San Patricio. Aquel momento no parecía peligroso para buscar a Martin. Pensó en la incomodidad de Simon. Desdeñaba la piedad presumida del vicario, pero Owen no era mejor que él, ocupado en descubrir asesinos y en hacer durante todo el día preguntas que nadie se dignaba contestar.

Ojalá Owen tuviera la edad de Iolo y fuera libre. Servir a Owain Lawgoch, luchar por una causa justa, apoyar a un hombre de linaje antiguo y noble. No había mentido a Iolo al decirle que lo hubiera hecho. Podría ser útil a Lawgoch, ya que, por más que le disgustara conocer las maquinaciones del arzobispo Thoresby, le habían enseñado mucho sobre la corte y la vasta casa del duque de Lancaster. Pero Lucie, Gwenllian, Hugh… ¿Cómo podía abandonarlos? ¿Sería posible que ellos se fueran con él, que Lucie entendiera su necesidad de sentir que él había escogido su propio camino?

Una vez fuera del portón, caminó a lo largo de los muros de la ciudad hasta que éstos doblaron hacia la puerta noroeste, luego se desvió a través de la maleza hacia la colina en donde el jefe irlandés, Boia, había construido su fuerte. Como llevaba en ruinas mucho tiempo, sus endebles cimientos y sus sótanos llenos de maleza atraían a los amantes y a otras personas que no deseaban ser vistas. Owen subió a la colina y encontró un lugar suficientemente alto donde sentarse durante un rato para alertar al vigía de Martin.

¿Sería posible que pudiera cambiar su existencia? ¿Que Dios lo hubiera llevado hasta allí, en aquel momento, para mostrarle la tarea para la que se había estado preparando durante toda su vida? ¿Acaso el Señor lo había conducido hasta allí? ¿O había elegido el desvío equivocado en algún punto del camino? ¿Tendría que haber escogido a Juan de Gante, que sucedió a Enrique de Grosmont como duque de Lancaster? ¿Debió seguir siendo capitán de arqueros después de perder el ojo? Él había querido dejar aquella vida porque pensaba que no era segura. ¿Había sido un acto cobarde?

Una gaviota voló cerca para estudiarlo mientras estaba sentado. Un cuervo llegó para declarar intrusa a la gaviota.

Owen permaneció mirando al infinito. Se preguntaba cómo podría enterarse de los propósitos de Dios.

* * * * *

Con el permiso del arcediano de San David, Iolo y Owen salieron temprano la mañana siguiente. Rokelyn no había tratado de ocultar su decepción al ver que Owen aún no tenía ninguna respuesta para él.

—Ésta es una comunidad pequeña. Habréis tenido tiempo de hablar con todos.

—Si hubieran querido hablar. Todos saben qué busco. Cuando me acerco a ellos, bajan la mirada y se quedan mudos.

—¿No sucede lo mismo en York?

—York es mucho más grande. Pero nunca es fácil.

—¿Y creéis que sus padres hablarán con vos?

—Si hubieran asesinado a mi hijo, yo cooperaría con cualquiera que intentara encontrar a su asesino.

A Rokelyn no le pareció suficiente.

—Sin duda los padres de Cynog son personas sencillas. No estarán acostumbradas a confiar en extraños.

—Creo que confiarán en mí.

Con el mentón apoyado sobre la mano, Rokelyn meditó un momento.

—Entonces id —dijo después de un largo silencio—. Y que el Señor os proteja. Venid a verme en cuanto regreséis.

Edmund, Tom, Jared y Sam se quedaron en San David con los oídos alerta. Sabían la ruta que Iolo y Owen iban a tomar para llegar a casa de los padres de Cynog y cuándo era razonable que regresaran. Había habido algunos murmullos sobre la elección de Iolo hasta que Owen les dijo que los padres de Cynog sólo hablaban galés.

* * * * *

Tom estaba sentado en el patio del palacio del obispo, observando a los peregrinos de alta alcurnia que se reunían para hacer los recorridos diarios de santuarios y pozos. Algunos vestían atuendos oscuros pero elegantes; otros, túnicas ordinarias de peregrino. Muchos hablaban galés. Trató de entender las pocas palabras que había aprendido durante su viaje, pero el idioma era demasiado escurridizo para él. Jared estaba sentado a su lado, ocupado en extraer lentamente un clavo de la suela de una de sus botas. Un movimiento en los escalones que conducían al ala este del obispo llamó la atención de Tom. ¿Alguien que visitaba al prisionero? Un hombre ceñudo y de aspecto tosco hablaba con el padre Simon. El extraño asentía y asentía, el padre Simon inclinaba la cabeza, como si no creyera lo que le decía. De pronto, un movimiento brusco del hombre obligó al padre Simon a retroceder un paso. Un guardia se les acercó. El padre Simon lo despidió con un gesto, se inclinó apenas ante el extraño, luego comenzó a subir los escalones. El otro permaneció en su lugar un momento, el mentón sobre el pecho, luego levantó la cabeza y se llevó una mano a los ojos para examinar el patio.

Tom le dio un codazo a Jared para llamar su atención.

—¿Quién es?

Jared lanzó una maldición cuando su bota se le resbaló y el clavo lo lastimó.

—Mira lo que has hecho. —Levantó un dedo—. ¡Está sangrando!

—No veo más que suciedad. —El extraño había descendido los escalones y se estaba abriendo paso a través de la multitud hacia su posición privilegiada cerca de los establos—. ¿Conoces a ese hombre que se dirige hacia nosotros?

Jared se metió el dedo mugriento en la boca y levantó la mirada.

—Es el capitán Siencyn. Dudo que esté buscándonos.

Pero Siencyn fue directamente hacia Jared.

—Tengo que ver a tu capitán, muchacho. Llévame a donde se encuentre.

—El capitán Archer no estará en la ciudad durante todo el día.

—¿Por qué hoy? ¿Por qué ha tenido que irse hoy?

—Es igual que cualquier otro día. Le diré que queréis hablar con él.

Siencyn murmuró una maldición y comenzó a alejarse, pero de repente se giró con una expresión feroz.

—Asegúrate de recordarlo, muchacho.

—Parecía preocupado —dijo Tom mientras observaba al hombre, que se abría paso hacia la casa del guarda—. Me pregunto qué habrá descubierto en la cárcel. O de qué se habrá enterado por el padre Simon.

—¿El emplazador?

—Sí. Estaban hablando.

—Simon sólo es un entrometido. Más bien creo que el capitán no debe de sentirse muy contento con la situación de su hermano, y Piers no debe de estar precisamente muy amable en este momento.

* * * * *

Iolo y Owen viajaron hacia el este desde San David y se internaron en las tierras más altas y boscosas. A pesar de la advertencia de Ranulf acerca de los caballos en las partes más empinadas, Owen prefirió cabalgar. Por lo menos, los animales cargarían con parte de la comida y las capas que llevaban por si el tiempo cambiaba. Y, si sufrían un accidente, con alguno de ellos.

—Esperáis problemas —había dicho Iolo cuando conducían los caballos desde los establos del palacio.

—Así es.

Aun así, al alejarse de la ciudad e internarse en un robledal al pie de una suave colina, Owen se encontró canturreando entre dientes. Era bueno escapar de los ojos de San David. Estudió a Iolo mientras cabalgaban por el campo abierto. Había una tensión en su cara angulosa que nunca desaparecía, ni siquiera mientras dormía. De no ser por la rapidez con que Iolo se movía, habría pensado que se trataba simplemente de una ilusión óptica. Y, sin embargo, hasta un gato se relaja a veces. Era como si siempre estuviera listo para atacar. Insistía en su decisión de regresar a York con Owen. ¿Qué pensaría Lucie de él?

Al poco tiempo de salir comenzaron a ascender, esta vez a través de unas rocas sobre las cuales decidieron hacer avanzar a sus caballos. Ambos estaban incómodos, tratando de protegerse la espalda. Cuando cruzaron y llegaron otra vez al bosque, se detuvieron junto a un arroyo.

Iolo se quitó el gorro y se refregó la calva mientras su caballo bebía. Su pelo castaño claro estaba húmedo donde el gorro lo había cubierto, y sudaba aunque hacía frío en las colinas.

—Una vez me quedé dormido cuando debía estar atento a la llegada de un zorro en la granja de mi tío —dijo Iolo—. El zorro me despertó al pasar junto a mí a tanta velocidad que no lo vi, pero lo olí, apestaba a muerte. Durante mucho tiempo después de aquello, cualquier cambio en el olor de un cuarto me despertaba. —Cayó de rodillas, juntó las manos y bebió un gran trago, luego sumergió la cabeza y se sacudió como un perro.

Owen se arrodilló y se mojó la cara con agua fresca.

—¿Me estás diciendo que hueles problemas?

—No estoy seguro. Quizá estoy oliendo mi propio miedo. O el vuestro. —Iolo lanzó un gruñido al ponerse de pie y tomó sus riendas—. Dios no nos dio el conocimiento del zorro; debemos aprenderlo.

—Dios nos pone constantemente a prueba.

Iolo montó.

—Y no nos atrevemos a quejarnos, por temor al fuego eterno del infierno.

Owen también montó.

—Tu vida no es para quejarse.

—Últimamente no.

Cabalgaron hacia los árboles.

Aunque el sendero era lo bastante ancho para que pasara un carro modesto, los árboles, frondosos a mediados de mayo, oscurecían el camino. La distancia entre los claros era mayor. Donde las ramas eran más bajas, tanto que les tocaban los sombreros, ambos volvieron a desmontar.

Iolo miró a su alrededor, cauteloso.

Owen lo imitó. Sentía que los miraban. La sensación era mucho más fuerte que antes.

Iolo levantó la mano para advertir a Owen que no se moviera, luego lentamente se acurrucó para no convertirse en un blanco por encima del lomo de su caballo. Owen hizo otro tanto.

—¿Cuánto falta hasta que podamos volver a cabalgar? —susurró Iolo.

—No estoy seguro.

—¿Nos retiramos?

—No.

Iolo asintió. Estaba con él.

Se acurrucaron allí durante un largo rato, escuchando. Pero no oyeron nada. Por fin se pusieron de pie y siguieron adelante, llevando a sus caballos de las riendas.

Owen estaba a punto de sugerir que volvieran a detenerse a escuchar, cuando sintió una presencia detrás de él. Extrajo su cuchillo y se giró. Levantó el brazo izquierdo para desviar el arma de su atacante, pero su embestida atravesó el aire. Alguien dijo algo en galés acerca de los caballos. El atacante de Owen volvió a desaparecer entre las sombras. ¿Debía ir tras él? Iolo gritó. Owen se dio la vuelta bruscamente. Los caballos habían desaparecido. Su amigo y un hombre con las piernas descubiertas luchaban en el camino, los dos trataban de alcanzar un cuchillo que Iolo debía de haber lanzado a su adversario. Owen lo agarró, pero su atacante, que había regresado, hizo otro tanto por atrás. El hombre dio un tirón demasiado fuerte. Owen gritó de dolor y se volvió pensando en asesinarlo. Pero se encontró con dos hombres. Tenía el brazo derecho herido y retorcido, y no le respondía con rapidez. Owen sintió un dolor agudo y caliente en un costado y luego cayó.

Con la misma velocidad con que los habían atacado, los hombres desaparecieron. Alguien gritó a lo lejos. Owen esperaba haber herido a uno de ellos. Pero lo dudaba.

Giró sobre su cuerpo y se tocó el lado derecho debajo de las costillas. Estaba pegajoso de sangre, al igual que el brazo derecho. Pero el dolor era mucho peor casi a la altura del hombro. Rezó para que no estuviera roto.

Iolo gimió.

—¿Estás herido?

Iolo no contestó.

Owen se sentó, maldiciendo de dolor.

Iolo estaba tirado en el camino.

—Mi pie o mi tobillo, algo allí abajo arde. Y no tenemos caballos. —Se incorporó y se apoyó sobre los codos.

Owen se levantó, presionándose el brazo derecho contra el costado para tratar de detener la sangre de la herida por encima de la cintura y mantener la articulación inmóvil. Se dejó caer junto a Iolo.

—Podrían habernos matado.

—¿Tenéis una herida en el brazo?

—Y otra en el costado, pero no es tan grave que me impida caminar. —Owen puso la mano sobre el tobillo derecho de Iolo—. ¿Éste?

—No, el otro.

Cuando Owen lo tocó, Iolo se estremeció.

—Si lo que querían era retrasarnos, lo han logrado —murmuró Iolo—. ¿Cómo voy a caminar así?