Lucie no pudo conciliar el sueño después de la aventura matutina de su tía. Y cuanto más tiempo estaba junto a ella, mirando fijamente la vela que había dejado encendida para calmarlas a ambas, más se preocupaba. Finalmente, se dio por vencida y pensó que serviría más si relevaba a Tildy para que pudiera descansar. Al buscar su ropa, Lucie vio por primera vez las manchas de sangre de su vestido y su pañuelo. Le dio la vuelta a este último y trató de ocultar las partes manchadas; luego se cubrió el vestido con un delantal. Guardaría la ropa limpia para el viaje.
El salón estaba en silencio, iluminado sólo por el fuego y una pequeña lámpara sobre la mesa, junto al jergón de Daimon. La gente aún estaba en la cama. Tildy se encontraba sentada junto al joven mayordomo, hablándole en voz baja, explicándole el daño que habían causado los asaltantes y lo que habían robado.
—Me suplicó que se lo contara —dijo con una mueca culpable cuando Lucie se acercó a ellos.
—Por supuesto que querrías enterarte —dijo Lucie a Daimon—. Sé que te enorgulleces de la función que tienes aquí. Ahora Tildy debe descansar un poco, ¿verdad?
Daimon estuvo de acuerdo.
Aunque Tildy se tambaleó del cansancio al ponerse de pie, se alejó a regañadientes.
—No me dejaréis dormir todo el día, ¿no?
—No puedo prescindir de ti tanto tiempo —dijo Lucie.
Aquella mañana, Daimon no parecía tan bien como la noche anterior. Tenía fiebre, aunque no era alarmante. La herida de la mano se le había hinchado durante la noche y no olía bien. Lucie pasó un largo rato abriéndola para que supurara, y luego la cubrió con una pasta de glasto que Filipa siempre tenía a mano para reducir las hinchazones.
Mientras Lucie trabajaba, le preguntaba a Daimon sobre personas que se habían marchado de la propiedad o habían sido recientemente castigadas.
—Aquí nadie ha sido tratado tan mal para que tome represalias. —La voz de Daimon era débil.
Lucie se sintió culpable por tener que hacerlo hablar, pero ¿en quién más podía confiar?
—No puedes estar seguro de conocer los sentimientos de todos, Daimon. Dime quién podría estar descontento.
Una vez que Daimon entendió que cualquier desaire podría causar que una persona se volviera contra su amo, la lista de personas resultó bastante larga. Dos mozos de cuadra que no convencieron a sir Robert; el joven hijo de Nan, la cocinera, y su novia, una criada de la cocina, cuyas bromas se habían vuelto maliciosas y peligrosas; un techador que creía que lo habían engañado; varios criados menores que no resultaron lo suficientemente buenos para Filipa.
—El techador no podía saber dónde se encontraba el tesoro —dijo Lucie.
—Los sirvientes hablan. Él coqueteaba con todas las mujeres.
—¿Alguna de esas personas sigue aquí?
—La criada de la cocina. Uno de los mozos. El techador aún trabaja en la región.
—¿Y el hijo de Nan?
—Nadie lo sabe con certeza. Si la cocinera lo sabe, no lo dirá.
—No recuerdo que tuviera un hijo.
—Ninguno de nosotros lo sabía hasta que se presentó aquí un día. Señora Wilton, si tenéis razón, ¿está Matilda a salvo aquí? No puedo protegerla.
—Buscaré ayuda hasta que estés bien, Daimon. Te lo debo. —Le habló de su plan—. Lo único que necesitas es descansar y recuperarte.
—¿Habéis pedido a Matilda que se quede conmigo?
—La señora Filipa le pidió que se ocupara de la casa en su ausencia. Tildy aceptó. Lo decidió ella misma.
—¿Planeaba quedarse antes de que me hirieran?
—Sí. ¿No te lo dijo?
—No.
—Sé bueno con ella, Daimon.
—Si tengo la oportunidad.
El hermano Michaelo entró en el salón con una de sus alforjas. Un criado instaló una mesa debajo de una de las grandes ventanas del lado sur del salón, luego procedió a limpiarla bajo la supervisión de Michaelo.
—Debo dejarte un momento —dijo Lucie a Daimon—. Pero estaré aquí en el salón si me necesitas.
Él se dejó caer sobre las almohadas y cerró los ojos. Había una leve sonrisa en su rostro.
Michaelo tenía listos el papel y la tinta.
—No necesitáis redactar la carta, señora Wilton. Si simplemente me decís lo que deseáis transmitir…
Lucie asintió, pero no comenzó hasta que no hubo criados cerca. Luego le explicó su objetivo. A juzgar por la mirada sorprendida del monje, supo que a éste le parecía una petición exagerada. Pero aun así él se abocó a la tarea.
Lucie comenzó a ponerse de pie.
—Os lo ruego, quedaos un momento —dijo Michaelo—. Tendré preguntas.
Lucie se sentó en silencio y se quedó observando la cabeza inclinada de Michaelo y escuchando cómo su pluma raspaba lentamente el papel. En aquel momento, Harold entró en el salón; su tabardo y sus calzas estaban cubiertos de lodo. Se inclinó ante ella y se dirigió hacia la cocina.
Michaelo levantó la cabeza.
—¿Cómo advertisteis que los asaltantes estaban familiarizados con la casa?
Ella se lo explicó. Él asintió.
—Tengo lo que necesito. —Volvió a inclinarse sobre la carta. Al cabo de un rato, le pidió que la leyera y la firmara. Ella lo hizo, satisfecha de su tacto y la gracia de sus palabras.
Lucie estaba sentada junto al fuego, arreglando jarros y cuencos de medicinas en una bandeja, cuando Harold regresó. Tenía la piel rosada de habérsela refregado, el pelo echado hacia atrás, y había reemplazado su tabardo enlodado por una camisa suelta de lino.
—¿Tengo ahora menos aspecto de alguien que retoza con los cerdos?
Lucie no estaba preparada para los sentimientos que su aspecto suscitó en ella, el destello de su pelo rubio sobre el cuello moreno, la forma en que se rizaba, húmedo, en la nuca.
—Parecéis… limpio. Que Dios os bendiga por todo lo que habéis hecho.
—No podía hacer menos. —Sus ojos sostuvieron la mirada de ella durante un momento, aquellos ojos terriblemente azules, y Lucie sintió una oleada de calor bajo la mirada de él. Sólo fue un momento. Luego él hizo un gesto con la cabeza en dirección al sitio donde estaba acostado Daimon—. ¿Cómo está esta mañana?
—No tan bien como esperaba.
Lucie comenzó a ponerse de pie con la bandeja en las manos. Harold se levantó para ayudarla. Sus manos tocaron brevemente las de ella, sus miradas se encontraron, luego él le cogió la bandeja.
—¿Dónde la pongo?
Lucie indicó una pequeña mesa cerca de Daimon y comenzó a alejarse. Deseaba romper aquella tensión que había entre ellos y que empezaba a ahogarla.
Harold se le acercó y caminó a su lado mientras ella se dirigía hacia la despensa.
—Perdonadme por sobrepasar mis límites, pero teniendo en cuenta el estado de Daimon, ¿puedo sugeriros que me dejéis quedarme para organizar la guardia de la propiedad hasta que él se recupere?
«¿Y perderte un viaje por el campo conmigo?» El solo hecho de haber pensado aquello tendría que haberla llevado a decir que sí. «Manteneos lejos de mí.» Pero aquélla no era la forma de tomar semejante decisión. Ya había resuelto cómo proteger la propiedad.
—No hay necesidad. —No pensó que fuera necesario hablarle de su plan.
—Como queráis.
¿Y si Thoresby se negaba? Se volvió hacia Harold cuando llegaron a la puerta de la despensa.
—Habéis sido de gran ayuda. Y os agradezco vuestra oferta. Es posible que todavía os necesite.
—Sólo tenéis que pedírmelo.
Ella se llevó el dorso de la mano a la mejilla mientras lo miraba alejarse y sintió que el rubor seguía allí. Qué aspecto de tonta debía de tener.
Prendió una pajita en la lámpara de alcohol de quemar de la despensa para encender, a su vez, la lámpara del tesoro. El pequeño cuarto parecía igual que la noche anterior. Nadie había puesto orden en él. Lucie se dedicó a ordenar los libros de cuentas. Pronto descubrió que faltaba uno. Encendió una segunda lámpara y buscó en el suelo, detrás del cofre. Del exterior llegó un fuerte estruendo. Alguien gritó. Lucie oyó gente que corría. Se levantó la falda y apagó las lámparas.
—Es la casa del guarda —le dijo Michaelo cuando ella corrió junto a él cruzando el salón y salió por la puerta—. Que Dios nos ayude. El piso superior se ha hundido.
Era peor que eso. A un lado del arco de entrada, la pared externa se había resquebrajado debajo del techo quemado y la grieta se estaba ensanchando, lo que hacía que la pared de adobe y cañas se inclinara hacia dentro. Dos hombres trataban de empujar un carro inestable lejos de allí, pero cuando la pared se estremeció y crujió, abandonaron el carro y echaron a correr. Con un gran temblor, una enorme sección de la pared se desplomó en el patio. Los escombros cayeron como lluvia sobre el carro e hicieron que perdiera su precario equilibrio. Se volcó de lado, y, con la fuerza, sillas, barriles, una cama y utensilios caseros salieron volando hacia Jenny, la esposa del guarda, que luchaba por coger en brazos a su pequeño hijo y arrastrar un saco fuera del camino. Lucie corrió al patio, gritando una advertencia, pero Jenny estaba demasiado lejos para oírla por encima del estruendo. Luego, de repente, milagrosamente, Harold apareció en el lado opuesto del patio, junto a los establos, y levantó a la madre y al niño justo a tiempo, a la vez que apartaba el saco a un lado con una patada. Lucie corrió a reunirse con ellos en los establos, esquivando un barril que rodaba. Tomó al niño de los brazos de Jenny mientras Harold depositaba a la madre en el suelo. Ella se desplomó contra él, sollozando.
Para entonces, el patio estaba lleno de sirvientes y arrendatarios que corrían de aquí para allá, recogiendo lo que podían de la casa de Jenny y Walter, chocando unos con otros mientras iban a buscar ganchos y palos para echar abajo la tambaleante pared. Al otro lado del patio, en la puerta del salón, Filipa se retorcía las manos.
Lucie llevó al niño a su tía y se lo entregó.
—Llévalo adentro. Traeré a Jenny.
—¡Mi cama! —sollozó Jenny mientras cruzaba el patio dando tumbos. Lucie la llevó al interior, susurrándole con palabras tranquilizadoras que iba a tener una cama nueva, una mucho mejor.
El pequeño, que aullaba en los impacientes brazos de Filipa, extendió los suyos hacia su madre. Ella corrió hacia su hijo, se lo arrebató a Filipa y se sentó en un banco junto al fuego para amamantarlo.
—Mujer desagradecida —murmuró Filipa.
Lucie deseó poder arreglar un poco a su tía, pero no había tiempo. Los criados necesitaban que los calmaran, que les dieran instrucciones.
—Seguramente habrá heridos, tía. Necesitarás tus medicinas, trapos limpios, agua caliente.
Filipa caminó con dificultad hacia la cocina.
Lucie se volvió hacia Daimon, que estaba incorporado tratando de llamar la atención de alguien.
—¿Qué ha ocurrido?
Ella se lo explicó.
—Jenny, Walter y el niño están a salvo. Descansa, Daimon. Te necesitamos entero.
* * * * *
Por la tarde, Lucie se sentó con Daimon, agradecida por tener un momento de tranquilidad. Había enviado a Tildy, a quien le resultaba imposible descansar, a encargarse de la preparación de un alojamiento para Jenny y Walter. Daimon había sugerido una casucha, desocupada desde el verano anterior, donde había vivido una anciana que había muerto de la peste. No podrían mudarse hasta unos días después. Primero tenían que disipar los peligrosos aires de la plaga mediante un fuego de junípero y luego habría que airearla.
El momento tranquilo de Lucie fue eso: un momento. Estaba preparando una tisana para Daimon cuando éste miró por encima del hombro de ella y cerró los ojos con un suspiro.
—¿Qué tienes? ¿Te duele? —preguntó Lucie.
—Mamá. Esperaba que no se enterara de que estaba herido.
Lucie había olvidado a la madre de Daimon. Después de la muerte de su padre, su madre se había mudado a una cabaña a cierta distancia de la finca. Lucie no había pensado en avisar a Winifred de las heridas de su hijo.
—Señora —dijo Winifred con voz suave, inclinando apenas la cabeza; su impecable griñón blanco crujió con el movimiento—. Que Dios os bendiga por el cuidado que habéis brindado a mi hijo. —Era una mujer pequeña, de piel pálida y ojos grandes y oscuros. Un criado cargaba con su lana y su rueca.
—Lo hirieron cuando defendía la propiedad —dijo Lucie—. Era…
—Era su obligación. —Winifred se arrodilló junto a su hijo y le revisó el vendaje de la frente. Entonces levantó la mirada hacia Lucie con un gesto acusador y dijo que estaba húmedo.
—Mamá, la señora Wilton sabe lo que hace —gimió Daimon.
—He apretado la herida para bajar la hinchazón —dijo Lucie—. ¿Os gustaría estar un rato a solas? —Se levantó de su asiento y se lo ofreció a Winifred, que se sentó. Se alisó la falda de su vestido gris, le dio las gracias a Lucie y siguió examinando a su hijo.
Lucie pensó en emplear el tiempo en buscar algo que comer y se dirigió a la despensa. Algo de pan, queso y cerveza le sentaría bien.
Sarah, la criada de la cocina, estaba en el cuarto, ocupada en colgar hogazas frescas en un armazón de mimbre fuera del alcance de los ratones. Parecía tener prisa por terminar su trabajo cuando Lucie llegó. Sarah era la que se divertía con las bromas del hijo de la cocinera. Era una joven corpulenta y pesada, que sudaba y resollaba continuamente. Las gracias que la salvaban eran una risa contagiosa y sus manos de dedos largos, que parecían pertenecer a otro cuerpo. No era mucho para robar el corazón a un hombre. ¿Qué habría visto en ella Joseph, el hijo de Nan? Daimon decía que era guapo, aunque no joven. La presencia de Sarah en la despensa recordó a Lucie que tanto Sarah como Joseph debían de conocer la situación del tesoro.
—No te des prisa por mí —dijo Lucie—. ¿Ha podido la cocinera hornear algo esta mañana?
—Dijo que tendríamos algo para comer —murmuró Sarah.
—¿Su hijo Joseph se parece a ella? —preguntó Lucie.
Las mejillas rubicundas de Sarah se oscurecieron y ocultó la cabeza detrás de uno de los armazones.
—Es moreno como ella, señora.
—¿Durante cuánto tiempo lo han despedido?
—No lo han despedido. Se fue él para convertirse en soldado. —Se alejaba lentamente hacia la puerta.
—¿Lo has visto desde entonces?
Sarah sacudió la cabeza al tiempo que extendía la mano a sus espaldas para abrir el pestillo y liberarse. El sudor oscurecía el pañuelo que llevaba en la cabeza.
—No hay motivos para que tengas miedo —dijo Lucie mientras se movía hacia la puerta y arrinconaba a Sarah—. Háblame de Joseph.
Sarah volvió a sacudir la cabeza.
—No debo hablar de él. La cocinera me lo hizo jurar.
—Yo soy tu señora, Sarah. Y la de la cocinera.
Lucie insistió, haciéndole preguntas pacientemente, hasta que la joven comenzó a hablar. Joseph había sido criado por el primo de Nan, un tabernero que entrenó al joven como mozo de cuadra. Pero el muchacho no aceptaba la crítica de sus superiores. De vez en cuando, las correas de las monturas aparecían rotas, o los caballos recibían purgas. Joseph decía que eran bromas. Su tío le ordenó abandonar los establos. Llegó a Freythorpe pensando en convertirse en mozo de la propiedad. Pero pronto descubrió que sólo Sarah se reía de sus bromas. Adam, el mayordomo, le dejó bien claro que no le confiaría los caballos y se propuso averiguar por qué el hombre había dejado la taberna.
—¿Por qué crees que no debes hablar de él?
—No lo sé.
—¿Intentó gastarle alguna broma a Walter, el guarda? —A Lucie se le ocurrió que Walter podría haber sido el blanco del daño que habían causado a su casa.
Sarah sacudía la cabeza.
—¿No tenía problemas con Walter?
—No, señora. Su madre, Adam, el mayordomo, los otros mozos… Con ellos bromeaba, no con los demás.
Su madre, el mayordomo y los pobres muchachos que trabajaban con él. Lucie se apartó de la puerta.
—Ya puedes irte. Y no temas, Sarah, no le mencionaré esto a la cocinera.
Cuando Lucie volvió al salón, oyó a Winifred que agradecía a Tildy los cuidados que había prestado a su hijo. No era el momento de entrar. Se deslizó por la puerta trasera y fue al jardín de la cocina. El hermano Michaelo estaba sentado en el borde de un banco hacia el que se dirigió Lucie, respirando con dificultad. Tenía un balde de agua a los pies.
—Debo limpiarme el polvo y las cenizas —explicó cuando Lucie se acercó a él. Tenía hollín en la tonsura y olía a cenizas húmedas.
—¿Habéis estado ayudando en la casa del guarda?
—Sí. Aunque no puedo decir si he sido de gran ayuda.
La modestia le sentaba bien.
—Os agradezco todo lo que habéis hecho, hermano Michaelo. Mi padre fue bendecido con los amigos que tenía.
Él inclinó la cabeza.
—¿Habéis visto a Harold?
—Todavía está en el patio, ayudando a despejar los escombros. —Michaelo comenzó a ponerse de pie, luego cambió de idea—. Perdonadme si parezco entrometido, señora Wilton, pero ¿qué pensáis hacer? ¿Os iréis tal como estaba planeado?
—No puedo quedarme. Mis hijos y mi trabajo están en la ciudad. Ruego para que los criados y los arrendatarios entiendan que no estoy huyendo de los problemas. De buena gana me quedaría hasta que todo estuviera en orden, pero ¿cómo puedo hacerlo?
—Vuestra gente lo entenderá. Pero, si puedo sugeríroslo, podríais pedir a Harold que regresara una vez que os haya escoltado hasta la ciudad. Ha trabajado mucho junto a los hombres y parecen confiar en él. No encuentro defectos en las decisiones que ha tomado o la forma en que ha procedido.
—Habéis cambiado vuestra opinión sobre él.
—Antes no estaba seguro con respecto a él. Dios me ha dado la oportunidad de juzgarlo por sus actos. Es la mejor forma de conocer a un hombre. Y ahora no le haré la guerra. Simplemente creí…
—Os agradezco vuestro consejo, hermano Michaelo. Hablaré con Harold.
Michaelo parecía aliviado.
—Por mi parte, instaré a su eminencia a que envíe por lo menos a dos hombres armados de inmediato.
* * * * *
El hermano Michaelo se marchó a la mañana siguiente con gratitud y recelo. La casa del guarda, sin techo, quemada y destrozada, arrojaba un manto de penumbra sobre el patio. Aquello marcaría los días de los habitantes de Freythorpe Hadden hasta que fuera reparada o demolida. Era un recuerdo indeleble del horror de dos noches atrás y del día anterior, cuando el piso superior había cedido. ¿Quién no daría gracias a Dios por haber sido llamado a otro lugar? ¿Acaso su alivio al marcharse era la causa de su recelo? ¿Una sensación de culpa? ¿O era la imagen de sir Robert que se le presentaba todo el tiempo, con su mano sobre la cabeza de Michaelo, pidiéndole que incluyera a la señora Wilton en sus plegarias? Incluirla en sus plegarias era fácil. Sin embargo ¿tendría que hacer algo más? Llevaba la carta para el arzobispo en la que le pedía protección; aquello era algo más. ¿En quién más se podría confiar para que convenciera al arzobispo Thoresby del peligro evidente del ataque? ¿Y qué significaba dejar a la señora Wilton en manos de Harold Galfrey? ¿Acaso un hombre solo podría llevarlos a salvo a York? Michaelo no tenía ningún tipo de duda de que, una vez en la ciudad, ella se encontraría a salvo, pero rogaba para que los forajidos no atacaran a los tres viajeros en el camino.
Agregó una plegaria por sí mismo. Viajar solo era temerario en el mejor de los casos.
* * * * *
Después de dos días de sol y buen tiempo, el cielo se nubló; la brisa era fría y amenazaba lluvia. Lucie se refregó las manos para calentárselas mientras esperaba en el establo a Ralph, el mozo al que su padre había castigado. Aún tenía que ensillar su caballo. Por fin apareció el chico; estaba puliendo una hebilla con un trapo suave y murmuraba para sí. Cuando vio a Lucie, se incorporó y le aseguró que su caballo estaría ensillado de inmediato.
Ella había resuelto hablarle como lo había hecho con Sarah, con la esperanza de poder averiguar, por sus reacciones a las preguntas de ella, si aún albergaba malos sentimientos hacia su familia. O hacia la de Walter.
Lucie hizo un gesto con la cabeza en dirección a la hebilla.
—Sir Robert habría estado complacido con ese lustre.
—Oh, sí, al amo, que en paz descanse, le gustaba que su montura y sus riendas brillaran.
—Lo echas de menos, ¿no?
—Sí, señora.
—Pero no siempre ha sido así.
Ralph desvió la cabeza.
—Ya lo habéis oído. Sí, al principio todo lo que yo hacía estaba mal. Huí de aquí. Envió a Adam, el mayordomo, tras de mí. Me dio unos buenos latigazos. Luego me preguntó si me interesaba aprender a hacer las cosas bien. Dicen que no muchos amos se habrían molestado por mí.
Lucie le creyó.
—Siento mucho todo el problema, señora —dijo.
—Que Dios te bendiga. —No parecía un hombre con motivos para atacar a su familia, estaba contento con la vida que llevaba.
* * * * *
Cuando el pequeño grupo salió cabalgando del patio de Freythorpe, Lucie se volvió una y otra vez para mirar la casa del guarda destruida. Había pedido al hermano Michaelo que rezara por ella, para que Dios le revelara el pecado por el que la castigaba tanto, y a todos sus inocentes arrendatarios con ella. Los forajidos no eran los sargentos de Dios, le había asegurado él. No atacaban siguiendo una orden divina. Entonces, ¿por qué le había sucedido todo aquello en medio de los muchos problemas que ya tenía?
Quizá porque había sentido la aflicción de Lucie, Filipa se había levantado en silencio y vestido con sensatez y, después de dar algunas instrucciones a Tildy, había empaquetado sus cosas y se había subido al asiento del carro para esperar a sus acompañantes. Su postura era erguida y alta y mantenía a sus demonios alejados. Cuando Lucie fue a subir a su lado, ella negó con la cabeza.
—Tú siempre has preferido el lomo de un caballo. Yo también lo preferiría si mis huesos me lo permitieran. Prometo permanecer atenta y controlar al burro.
Lucie sintió los ojos de Harold sobre ella cuando el mozo la ayudó a montar. ¿Se preocuparía por ella como ella se preocupaba por Filipa? Era un pensamiento desagradable.
La casa del guarda la siguió acechando al salir y, de hecho, Harold tenía razón cuando le dijo:
—Debéis mirar hacia delante, señora Wilton. La casa del guarda puede volver a construirse. Daimon va a recuperarse. Y el gobernador podría demostrar que sirve para algo y devolveros lo que perdisteis.
Los ojos azules y la sonrisa cálida de Harold no fueron suficientes para alegrarla. Pero le resultaba reconfortante pensar que él supervisaría las reparaciones y se lo dijo. Dios no la había abandonado por completo.
Cabalgaron juntos la mayor parte del trayecto en un silencio afable.
* * * * *
A pesar de todo, para Lucie fue un feliz regreso a casa. El jardín resonó con los gritos alegres de los niños cuando la vieron a ella y a su tía abuela Filipa. Jasper declaró que la había echado de menos.
Mientras Lucie contaba a un asombrado Jasper todos los problemas que había tenido en los días anteriores, Harold cruzó la calle y se dirigió a la casa de Roger Moreton para discutir su regreso a Freythorpe Hadden. Roger volvió corriendo con Harold tras él. No se quedaría satisfecho sólo con prestar a Harold, también se ofrecía para contratar a un albañil para que reconstruyera la casa del guarda, a sus expensas.
—Conozco a un excelente albañil. Una casa de piedra es lo que necesitáis. Que sea mi regalo para vos y Owen.
Lucie se negó. No podía aceptar semejante oferta. Pero aceptaría su compañía de buen grado cuando ofreciera su informe al gobernador al día siguiente.
Una vez que Roger se hubo ido, Filipa empezó a quejarse de un polvo invisible sobre la mesa hasta que Lucie le preguntó qué la afligía.
—Pensé que eras audaz al cabalgar tan afablemente con el mayordomo. Pero ahora veo que no es nada en comparación con la forma en que te comportas con su amo.
Lucie envió a Jasper a la tienda a hacer un ungüento para Harold, que tenía una dolorosa ampolla en la pierna. Cuando el joven se fue, Lucie se volvió hacia su tía.
—Decir semejante cosa delante de Jasper… ¿Cómo has podido?
—Tiene edad suficiente para oír esas cosas.
—¿Qué? ¿Mentiras? ¿Cosas que imaginas? ¿No se te ha ocurrido preguntarme primero qué sentía por ambos hombres?
—Están claros tus sentimientos. Un vecino no ofrece esos regalos.
—Cuando la esposa de Roger Moreton estaba enferma, Tildy y yo nos turnamos para cuidarla. Vi lo mal que estaba y mandé llamar a Magda. Roger estaba destrozado, no sabía qué hacer. Él no olvida, tía. —Lucie se dio cuenta de que estaba demasiado furiosa, casi escupía las palabras, y se volvió, tratando de calmarse—. Has abierto una herida entre Jasper y yo que acababa de curarse con mucho esfuerzo —dijo con suavidad—. No sé por qué querrías hacer una cosa así.
Filipa no contestó enseguida. Lucie la oyó quitarle el polvo al banco, arreglarse la falda y sentarse.
—Kate descuida este cuarto. El aire está viciado; los bancos, llenos de polvo, y abajo… mira las telarañas.
Lucie se volvió hacia su tía, pero al instante distinguió en su cara aquella mirada lejana. Parecía inútil discutir con ella, pero, por Dios, ¿cuánto más podría soportar? Las personas eran amables con Lucie en ausencia de su esposo; ¿tenía que rechazarlas? Se escapó a la tienda. Jasper estaba envolviendo el ungüento.
—¿Estás demasiado cansado para llevar un mensaje a Magda Digby? —le preguntó Lucie. La Mujer del Río vivía en una pequeña isla de pleamar río arriba, más allá de la abadía de Santa María. Jasper le aseguró que nunca estaba cansado para visitar a Magda, aunque la marea estuviera alta y tuviera que remar—. Explícale todo lo que te he contado sobre el ataque y las heridas de Daimon. Pregúntale si estaría dispuesta a viajar para verlo. De ser así, iré a verla mañana para decirle lo que he hecho por él. —Jasper tomó el ungüento para Harold y salió alegremente a la bulliciosa calle.