Capítulo 5

Seis jinetes

Las campanas de la catedral de York tronaban en lo alto cuando Lucie se arrodilló en la nave, con la cabeza inclinada, tratando de oír la ceremonia que tenía lugar en el coro. El repiqueteo y la mampara lo dificultaban. Y su propio llanto. ¿Por qué se habrían llevado el cuerpo de su padre al altar mayor, al que tenía prohibida la entrada? Y Jasper, ¿qué estaba haciendo allí adentro?

—Está haciendo sus votos, por supuesto —dijo su padre.

Lucie se volvió y encontró a su padre sentado junto a ella. Llevaba su mortaja como una túnica con capucha.

—Pero tú estás muerto. Yaces en el féretro junto al altar mayor.

Sir Robert le tomó la mano. La suya estaba fría y seca.

—Te he oído llorar. Quería reconfortarte. Es bueno que tu hijo adoptivo tome sus votos. ¿Por qué no compartes su alegría?

—No me lo dijo. ¿Y por qué hoy?

—Espera unirse a Owen en San David. Va a acompañarme.

—San David. Tú has muerto en San David.

Sir Robert asintió.

—Así es.

—No puedes estar aquí. ¿Y por qué Jasper habría de ir allí? No lo entiendo.

—A Jasper le pareció que no te importaría. Tienes a Roger Moreton.

—¡Eso no es verdad! —gritó Lucie, despertándose.

Se incorporó, empapada en sudor, temblando cuando la manta se deslizó de su cuerpo y su piel húmeda entró en contacto con el frío aire matinal. ¿O fue el sueño lo que la hizo estremecerse? Hablar con el cadáver de su padre… ¿habría sido un sueño o una visión? ¿Acaso había hecho a Jasper tan infeliz que él se había decidido a hacer los votos? ¿O todo aquello no tenía nada que ver con el error de él, la reprimenda de ella y las sospechas del muchacho con respecto a Roger? ¿Acaso ella no había estado escuchando a Jasper? ¿Quería realmente tomar los votos? En los últimos días estaba muy difícil, siempre dispuesto a acusarla de entrometida cuando ella le preguntaba en qué estaba pensando o adonde había ido. Lucie se arrodilló en el suelo frío y oró pidiendo comprensión.

Más tarde, ya vestida, recordó las últimas palabras de su padre en el sueño. Roger Moreton. Con toda certeza, eso sí era parte de un sueño, no una visión. Sin embargo, la presencia de su padre había sido muy real. ¿Y San David? ¿Acaso Owen no iba a regresar de allí?

Aún temblorosa por el sueño, Lucie corrió hacia el hogar, junto a su tía, que estaba sentada ante una pequeña mesa plegable colocada frente al fuego.

Lucie se acurrucó cerca de la chimenea para calentarse las manos.

—¿Te has levantado hace mucho? —preguntó.

Filipa no contestó.

—Está ausente, señora —dijo Tildy, colocando un cuenco de caldo sobre la mesa—. Daimon dice que sucede con frecuencia. Venid, calentaos con esto.

Los ojos de Filipa parecían nublados. Sus manos estaban como muertas sobre su regazo. Sonrió apenas, como divertida.

Tildy se retiró.

Lucie sorbió su caldo y esperó. Por fin, preocupada por la mirada tan imperturbable de su tía, pronunció su nombre.

Filipa parpadeó y lentamente dirigió su atención a Lucie.

—Espero que mi inquietud no te impidiera dormir anoche. —Parecía no darse cuenta de que Lucie llevaba sentada allí algún tiempo. Siguió charlando y le comunicó a Lucie que había rresuelto regresar a York con ella al día siguiente, para asistir a la misa de réquiem por sir Robert, y luego permanecer un tiempo en la ciudad—. Hasta que me sienta más en paz.

—Me alegro.

—Pero me preocupa cómo se van a comportar los criados sin su ama en la casa. ¿Permitirías que Tildy se quedara y se ocupara de las cosas?

—¿Tildy? ¿Quedarse? —Lucie se obligó a concentrarse—. Pero ya has estado de viaje antes para visitarnos, y los criados se las han arreglado bien en esas ocasiones.

—Por unos días. Sin embargo, esta vez es posible que esté ausente durante más tiempo, a menos que hayas cambiado de idea. —Al terminar, Filipa dejó caer la mirada del rostro de Lucie, como si temiera lo que pudiera ver allí.

—¡No he cambiado de idea, tía! Sólo se trata de… de Tildy. —Permitiría a la joven tratar de vivir la vida que Daimon le proponía. Pero podría dar a Daimon falsas esperanzas. ¿Y la responsabilidad moral que Lucie tenía hacia Tildy? ¿Debía dejarla sola con un joven que la pretendía?—. No sabes lo que me pides —dijo.

—No. Supongo que no.

¿Y cómo podría? Lucie le contó a Filipa la historia de Daimon y Tildy.

Filipa se animó, parecía ser la misma de siempre cuando se llevó las manos a las caderas y meneó la cabeza.

—No veo el problema. Pregúntaselo a Tildy, ella es lo bastante mayor para decidir por sí misma.

* * * * *

En la cocina, detrás de la sala, Tildy estaba sentada en un banco alto y examinaba el tapiz que había extendido sobre una mesa plegable. Daba golpecitos en el suelo con un pie, irritada, y murmuraba para sí, en ocasiones soplándose un mechón de pelo suelto de la cara. Por las mangas arremangadas y la cofia torcida, Lucie supuso que a Tildy le había costado trabajo bajar la pieza de la pared. Tildy levantó la mirada, vio a Lucie allí y sacudió la cabeza.

—Da pena ver algo tan precioso roto como si fuera un harapo. ¿Cómo pudo Daimon pensar que su señora hizo semejante cosa? —Levantó una esquina—. Muchas veces habéis hablado de los colores de este tapiz.

A Lucie siempre le había parecido un tapiz alegre, por la risa de las tres doncellas mientras fabricaban sus guirnaldas.

—¿Puedes remendarlo bien? ¿Lo suficiente para que no se note en la penumbra?

Tildy hizo una mueca con su bonita cara.

—Podría reemplazar la pieza de sostén para que lo sujete, pero con el tiempo se volverá a estropear. No me imagino qué aspecto tendrá cuando el señor Hugh traiga a su novia al salón.

¿Al cabo de veinte años? ¿Treinta?

—Quizá debería llevármelo a la ciudad y ver si hay una forma mejor de remendarlo.

—Yo lo haría, señora. Es algo demasiado bonito para echarlo a perder.

—Me lo llevaré por la mañana. Mi tía ha decidido regresar a York conmigo, ¿lo sabías?

—Me alegro. Su corazón revivirá con los niños.

—Pero está preocupada por dejar la casa sin un ama.

—Aquí tiene a buena gente.

—Ella esperaba que tú te quedaras y lo supervisaras todo.

—¿Yo? ¿Quedarme? —Tildy sacudió la cabeza—. Pero no puedo hacerlo. ¿No sabe que estoy a cargo de los niños? La última vez que me quedé aquí, lo hice por ellos.

—Lo sabe. Sólo te lo pide como un favor. Pensé que tendrías que decidirlo tú misma.

Tildy parecía sorprendida.

—¿Yo?

—Es una petición razonable.

Tildy bajó la mirada hacia el tapiz desgarrado durante un rato y siguió moviendo el pie. Un mechón de pelo se deslizó por debajo de la cofia y se rizó sobre su mejilla. Intentó apartárselo de la cara con un soplido, pero fue en vano. Se quitó la cofia, echó atrás la cabeza, la sacudió, volvió a ponérsela, se la ató debajo del mentón y miró a Lucie.

—¿Qué haríais vos?

—En realidad, no puedo decirlo. No quiero que sientas que tienes que hacerlo por mi tía. Y tampoco, si deseas intentar llevar adelante una casa, que te sientas responsable por Gwenllian y Hugh. Filipa, Kate y yo nos arreglaremos hasta que regreses. Debes consultarlo con tu corazón, Tildy.

—Es una casa muy grande, señora Lucie. Una gran responsabilidad para alguien como yo.

—No dudo de que te las vas arreglar muy bien. Pero ¿quieres hacerlo?

Tildy no dijo nada, pero el golpeteo de su pie se volvió más insistente.

—También podrías tener más tiempo para conocer mejor a Daimon —dijo Lucie—. O familiarizarte con él.

Tildy se ruborizó.

—¿Lo sabéis?

—Sé lo que vi en el patio, lo que veo en vuestros ojos. —Lucie sacudió la cabeza cuando Tildy quiso hablar—. Confío en ti, Tildy. Y quiero que tú misma elijas lo que quieres hacer.

—Podría intentar administrar la casa.

—Habla con la señora Filipa, entonces. Está impaciente por decirte lo que le gustaría que hicieras. Quizá eso te ayude a decidirte.

* * * * *

Después de la cena, Filipa llamó a Tildy y a Daimon. Era hora de dar las instrucciones finales referentes al gobierno de la propiedad mientras ella no estuviera. Lucie, que estaba sentada cerca con el hermano Michaelo y Harold, notó la frecuencia con que la conversación de Filipa cambiaba del asunto que estaban tratando a recuerdos de su hermano. En aquel momento, Filipa relataba las historias de sir Robert sobre el sitio de Calais. Lucie sonrió al oír la forma en que exageraba el papel de su padre.

De pronto, la puerta del salón se abrió con violencia.

—Se acerca una tormenta —dijo Filipa. Se volvió hacia Tildy y comenzó a indicarle cómo asegurar la casa en una tempestad de viento.

Pero no era una tormenta. Un sirviente entró tambaleándose y jadeando.

—Jinetes armados. Seis. En la casa del guarda.

—Dios misericordioso —exclamó Lucie—. ¡Daimon!

El joven mayordomo ya se había puesto de pie de un salto y había cogido su cinturón con la espada. Luchó por abrochárselo mientras se dirigía a la puerta. Tildy se levantó para seguirlo, pero Lucie la sujetó. Ya se oían gritos en el patio.

También Filipa se había levantado con un grito y se dirigía arrastrando un pie hacia la puerta trasera de la casa. El hermano Michaelo fue tras ella.

—Venid, señora Filipa —exclamó por encima del ruido de los gritos de los hombres en el exterior—. Estaréis mejor aquí dentro, junto al fuego. Los hierros candentes son buenas armas, si hiciera falta.

—Debo ocuparme de otras cosas —gritó Filipa, tratando de deshacerse de él.

Lucie envió a Tildy a reunir a las sirvientas en la despensa. Vio que Harold había sacado la espada y estaba de pie junto a la puerta de la casa.

—No hace falta que os quedéis a proteger la puerta —dijo Lucie—. Nosotras ya nos las arreglaremos. Ayudad a Daimon.

Harold hizo una seña hacia Michaelo y Filipa.

—Vuestra tía está muy angustiada.

—¡Como es normal! El hermano Michaelo la calmará.

—¿Tenéis una daga?

—Tenemos una cocina llena de armas. ¡Id!

—Atrancad la puerta detrás de mí —dijo Harold mientras levantaba la espada y se internaba en la oscuridad.

Cuando Lucie llegó a la puerta, vio humo más allá del patio. ¿Qué estaba ardiendo? ¿La casa del guarda? Dos hombres luchaban cerca de la puerta. Lucie la empujó y la atrancó. Dios santo, ¿qué habría pasado si ellos no hubieran estado aquella noche allí? Observó a Filipa, que aún discutía con el hermano Michaelo. ¿Adónde pensaba ir?

—Son los espías —siseó Filipa—. Ellos lo saben.

Lucie encontró la mirada preocupada de Michaelo.

—¿Los forajidos se han enterado de que sir Robert ha muerto? Es posible. Pero ¿y nuestro mayordomo? ¿Por qué iban a atacar una casa ocupada?

Algo golpeó contra la puerta exterior. Un hombre gritó. Tildy salió corriendo de la despensa.

—¡Es Daimon!

—El salón no es seguro —dijo Michaelo—. ¿Hay sótano en la casa?

—El laberinto —exclamó Filipa—. Debemos ir al laberinto.

—La criada de la cocina ha visto jinetes cerca del laberinto —dijo Tildy.

—La capilla —dijo Lucie—. Vamos, tía. Tildy, ve a buscar a los demás. Hermano Michaelo, tratad de llegar al patio para ver si Daimon necesita ayuda. —Lucie tomó a su tía firmemente de la mano y se dirigió a la capilla, en el extremo opuesto de la casa. Aunque sentía las rodillas débiles, estaba decidida a mantener a Filipa tan a salvo como pudiera.

* * * * *

—Por vos, sir Robert. No haría esto por nadie más —murmuró Michaelo mientras se aseguraba de que su daga estuviera floja en su vaina. Luego tomó una antorcha de la pared y se dirigió a la puerta de la casa, que chirrió—. Santa María, madre de Dios, tened misericordia de este pecador —susurró Michaelo mientras trataba de quitar la tranca a la puerta; pero la presión del otro lado dificultaba su movimiento. Si ponía la antorcha en el aplique junto a la puerta y usaba ambas manos para aflojar el seguro, estaría momentáneamente desarmado cuando cayera el que estaba haciendo fuerza del otro lado. Se encogió al pensar en el peso de la puerta y el cuerpo contra ella. El cuello se le bañó en sudor. Razonó consigo mismo diciéndose que tenía su daga; pero ésa es un arma de astucia y no de fuerza. Sin embargo, ¿qué opción tenía?

Michaelo dejó la antorcha, llevó ambas manos a la tranca, la empujó contra la puerta y trató de desplazarla hacia un lado. No se movió. Dio un paso atrás, se restregó las manos, inspiró profundamente, aferró la tranca y volvió a intentar desplazarla. Se movió algunos centímetros, luego se detuvo. Puso todo su cuerpo para contrarrestar la fuerza ejercida contra la puerta, pero de repente el peso aflojó, y la cerradura se deslizó con facilidad. El monje inspiró profundamente para aquietar los fortísimos latidos de su corazón, dejó la tranca a un lado, tomó la antorcha y abrió la puerta. Un cuerpo cayó adentro. Michaelo pensó que iba a ahogarse con sus propios latidos. Se obligó a acercar la antorcha al cuerpo que tenía a sus pies.

Daimon. La sangre le cubría la cabeza. Parte de su túnica estaba quemada. Michaelo sujetó al joven mayordomo con su mano libre por un hombro de su túnica y lo arrastró al interior del salón. Luego se arrodilló junto a él y le tomó el pulso. Deo gratias. Estaba vivo. En aquel momento, Daimon trató de abrir los ojos, parpadeó ante la brillante luz de la antorcha y murmuró algo ininteligible.

—No trates de moverte —dijo Michaelo—. Debo ocuparme de la puerta, luego iré a buscar ayuda.

Echó un vistazo al exterior. La lucha parecía haberse detenido. Hizo una pausa con la puerta a medio cerrar. Una espada brillaba en el lodo del patio. ¿Para qué dejar un arma a los forajidos? Michaelo corrió a buscarla. Pero fue demasiado lento. Alguien se acercó por detrás y lo golpeó. Michaelo cayó de bruces y soltó la antorcha. Alcanzó a ver unos pies con botas que pasaban corriendo, una mano que arrebató la antorcha, y otra, la espada. Luego las botas continuaron hacia los establos.

Se incorporó sobre un brazo y miró el patio a su alrededor. Al encontrarse solo, se atrevió a ponerse de pie. Dios Santo, le dolía mucho la cadera. Volvió cojeando a la puerta del salón y descubrió que se había cerrado tras él. Estaba seguro de que Daimon no había podido hacerlo. Empujó. Volvió a empujar con más fuerza. No podía creerlo. Atrancada desde el interior. Golpeó la puerta, gritando:

—¡Señora Wilton! ¡Tildy! Soy el hermano Michaelo. ¡Dejadme entrar! —Pegó el oído a la puerta, no oyó nada. Quizá estaban muy ocupadas asistiendo a Daimon. Oró por que así fuera. Sin embargo, ¿por qué no respondían?

Se volvió, se apoyó en la puerta, inspiró profundamente y dejó que sus ojos se acostumbraran más a la oscuridad. Sobre la casa del guarda se elevaban nubes de humo. No debía ir en aquella dirección. ¿Por la parte de atrás? ¿Debía comprobar si habían atrancado la puerta trasera de la casa?

* * * * *

Lucie y Tildy habían logrado llevar a Daimon a la capilla antes de que los extraños entraran corriendo por la puerta de la casa. Mientras Lucie cerraba el portón de la pequeña iglesia, vio a tres figuras que entraban en la casa; una llevaba un farol no del todo cerrado.

—¡Van a incendiar la casa! —anunció una criada.

—Lo han matado —gimió Tildy, inclinándose sobre Daimon.

Lucie las hizo callar y se apoyó en la puerta, en un intento por saber hacia dónde se habían ido las tres figuras. Pero los muros eran demasiado gruesos.

—Déjame ir a verlos —susurró Filipa al lado de Lucie—. Les daré lo que quieren.

—Ayuda a Tildy con Daimon.

—Pero…

Lucie se cruzó de brazos y se colocó delante de la puerta de la capilla.

—Encárgate de Daimon.

* * * * *

Cuando Michaelo dio la vuelta a la casa, oyó el relincho de un caballo. Entonces se aplastó contra la pared y escudriñó la oscuridad. Pero no vio a nadie. De modo que esperó. De pronto apareció una línea de luz que se ensanchó e iluminó a un hombre con tres caballos. Dos hombres llegaron desde la casa y se apresuraron a reunirse con él. Sin cruzar palabra, todos montaron y se alejaron.

Michaelo se santiguó y corrió hacia la puerta. Cuando llegó a ella, estaba cerrada. Intentó abrirla y lo logró con facilidad. La luz de las antorchas le dio la bienvenida. Atravesó la casa corriendo y llegó a la capilla, donde encontró a todas las mujeres a salvo en su interior. Y a Daimon, que respiraba, aunque con dificultad.

Enseguida, Harold y los criados entraron, todos ellos sucios, sudando, la mayoría con heridas leves y todos parloteando a la vez.

Michaelo les explicó que había visto a los jinetes en la parte trasera.

Harold propuso rastrear los bosques.

Lucie aceptó que aquello haría que todos se sintieran más seguros, aunque sospechaba que los forajidos no iban a ser tan tontos como para quedarse allí.

Hizo una mueca, se volvió a Michaelo y lo llevó a un lado. El monje olió en ella la sangre del joven mayordomo. Su vestido y su pañuelo estaban manchados. Esperó que no deseara que ayudara a Daimon. Como enfermero era un inútil.

—He visto que tres hombres entraban en la casa —dijo Lucie—. Pero vos habéis mencionado sólo a dos.

—¿Teméis que uno de ellos se haya quedado en el interior?

—Quizá.

Michaelo no había pensado en ello. Los tres hombres no habían vacilado esperando a otro antes de marcharse. Tres hombres. Por supuesto.

—El que estaba esperando con los caballos… era uno de ellos. Debió de salir antes.

Lucie no parecía convencida.

—Me llevaré a algunos criados y registraré la casa.

—Os acompaño.

—Prefiero que os quedéis cuidando a Filipa. Y, cuando vayáis a Bishopthorpe, ¿llevaréis una carta a su eminencia en mi nombre?

He ahí un servicio que proporcionaría de buena gana.

—Os la escribiré si así lo deseáis.

—Sé escribir. —La voz de Lucie expresaba la frialdad del orgullo.

—También su eminencia sabe escribir. Como la mayoría de los hombres que emplean a secretarios. Pero tengo buena letra. Es la única habilidad en la que sobresalgo.

Lucie sonrió.

—Perdonadme. Creí que dudabais de mi capacidad. ¿Queréis que nos reunamos mañana por la mañana?

—Tendré listas la tinta y mis plumas. —Sentía mucha curiosidad sobre lo que ella podría decirle al arzobispo Thoresby.

Michaelo, Filipa y Tildy permanecieron en la capilla atendiendo a Daimon, mientras Lucie escogió a algunos criados para registrar la casa. La puerta del salón había resistido bien. Se habían llevado parte de la vajilla de plata y un tapiz, el estropeado, que Tildy había enrollado y guardado en un armario. Pobre Filipa. Primero el desgarro, luego aquello. Los ladrones debieron de pensar que el rollo contenía algo de valor. El tapiz podría venderse a un buen precio a no ser por el roto. Luego Lucie se dirigió al tesoro, un pequeño cuarto sin ventanas dentro de la despensa, donde se guardaban en un gran cofre las cuentas de la propiedad y la caja con dinero. La puerta estaba entreabierta. Permaneció inmóvil, tratando de oír algún sonido revelador. Nada. Habían entrado en la despensa y luego en el tesoro. Habían arrancado el cerrojo del cofre. La caja con dinero no estaba, y las cuentas, que en general se guardaban ordenadamente en un estante sobre el cofre, estaban desparramadas, como si los ladrones hubieran esperado descubrir más tesoros entre ellas. Las ordenaría más tarde. Antes deseaba ver el resto de la casa. Lo que más la inquietaba, mientras seguía adelante, era que el tesoro era un cuarto que sólo los miembros de la casa conocían. Los sirvientes, por supuesto, sabían de su existencia porque uno debía atravesar la despensa para llegar a aquel cuarto. Pero los huéspedes de la casa no tenían conocimiento de él, y los extraños tardarían un buen rato en encontrarlo. Los ladrones habían estado en la casa muy poco tiempo. Y el farol cerrado… habían necesitado poca luz para abrirse paso. Lo cual significaba que tenían un aliado en la casa, o que uno de ellos o más habían vivido o trabajado alguna vez allí. Michaelo le había preguntado si temía que uno de los ladrones pudiera estar todavía en la casa. Sin embargo, ¿cómo podría identificar a aquella persona si era parte del personal?

La partida de Harold regresó mucho después de la medianoche. Faltaban un caballo y varios corderos, el incendio en la casa del guarda estaba bajo control pero había destruido el techo. Deberían esperar hasta el día siguiente para hacer una evaluación del resto de los daños causados al edificio. No encontraron extraños en la propiedad, pero como precaución se organizó una guardia nocturna.

Lucie dio las gracias a los hombres y los envió a la cocina para que tomaran cerveza.

Harold se quedó con ella.

—Tenéis sombras bajo los ojos —le dijo a Lucie—. ¿Qué puedo hacer para que os vayáis a descansar?

—Ayudar a Daimon a ir al salón. Tildy y yo le hemos puesto un jergón junto al fuego. —Cuando Harold se alejó, Lucie vio un desgarro en sus calzas, un borde de su túnica quemado. Caminaba con dificultad, como si estuviera mortalmente cansado—. Harold —le dijo suavemente. Él se volvió—. Dios os bendiga por todo lo que habéis hecho esta noche —dijo. Él le sonrió, agotado, y reanudó lo que estaba haciendo. Lo observó mientras ayudaba a Daimon a ponerse de pie. El pobre joven estaba demasiado mareado para caminar. Harold lo levantó y cargó con él hasta el jergón. El musculoso Daimon parecía ser ingrávido para Harold.

—Es fuerte —dijo Tildy al lado de Lucie.

Lucie, que ya tenía otras cosas en la cabeza, confió a su criada sus sospechas de que los forajidos pudieran tener un cómplice en la casa.

—No lo comentes con nadie. Advierte a Daimon.

—¿Creéis que podrían regresar?

—No lo sé. ¿Por qué unos ladrones se arriesgan tanto por un caballo, dos corderos, parte de una vajilla de plata, un tapiz desgarrado y una cantidad modesta de dinero?

—¿Se han llevado el tapiz?

—Estaba cerca de la vajilla.

Tildy hizo una mueca.

—Bueno, me gustaría ver la cara que ponen cuando vean el desgarro.

Tenía la manga y la falda manchadas de la sangre de su amado y los hombros encorvados por el cansancio. Tildy era uuna joven fuerte que podía ver el lado humorístico de algo aquella noche. Lucie lo apreció, pero no pudo sonreír, porque tenía la certeza de que seguían en peligro.

—Estoy cansada. Y tú también debes de estarlo. Encárgate de Daimon, luego trata de dormir un poco. Mañana tendrás que ser tanto señora de la casa como mayordomo.

—¿Todavía tenéis la intención de cabalgar hasta York por la mañana?

—Sí. ¿Preferirías volver conmigo? —Tildy debía escoger. Lucie no iba a obligarla a quedarse allí si tenía miedo.

—No. Aquí me necesitan. Debo cuidar de Daimon hasta que se ponga bien.

Lucie observó a la joven alejarse apresurada. Con sus tiernos cuidados, el joven mayordomo se recuperaría pronto, pensó Lucie. Sin embargo, ¿estaría Tildy a salvo en esa casa? Si bien Daimon había contestado a sus preguntas con sentido, no podría protegerla. Decía que cuando levantaba la cabeza vendada, sentía algo extraño en el estómago, lo cual era preocupante aunque no sorprendente con una contusión en la cabeza. Además de la herida, tenía el hombro izquierdo dislocado e hinchado, un profundo corte en la palma de la mano izquierda y algunas quemaduras leves. Si el arzobispo Thoresby le concedía lo que pedía, los dos podrían estar a salvo allí. Sin embargo, ¿y si se negaba?

Pero por el momento tenía que acostar a su tía. La pobre mujer estaba sentada con el mentón sobre el pecho y roncaba suavemente. Cuando Lucie la despertó, Filipa se aferró a su manga.

—¿Cómo está? ¿Quieres que me quede sentada a su lado?

—Tildy está ahora con Daimon.

Filipa parecía confundida.

—¿El hijo de Adam, el mayordomo? ¿Está mal?

—¿Con quién creías que estaba, tía?

—Nicholas. ¿No has estado con él? ¿No hay nadie con él?

Michaelo, que estaba rezando, levantó los ojos y dirigió a Lucie una mirada compasiva.

Filipa había ido a ayudar a Lucie a cuidar a su primer esposo durante el final de su enfermedad.

—Nicholas murió hace tiempo, tía. Estás en Freythorpe Hadden. Daimon es tu mayordomo.

—Por supuesto que sí. Ya lo sabía —replicó bruscamente Filipa, y comenzó a juguetear con su toca torcida y arrugada.

—Vamos a dormir, tía. Tenemos mucho que hacer mañana. Esta noche Tildy se ocupará de Daimon.

—Es una buena muchacha, Tildy.

La sonrisa calmada de Filipa preocupó a Lucie más que su confusión. Su tía había estado a cargo de aquella casa durante tantos años… No era natural que sonriera así después de los acontecimientos de aquella noche.

Cuando cruzaron el salón, Tildy estaba inclinada sobre el jergón de Daimon, cubriéndolo con más mantas.

—Tildy, esta noche me quedaré aquí abajo con la señora Filipa. Podré oírte si me llamas.

Tildy asintió, pero no desvió la mirada de Daimon.

Lucie despertó hacia el amanecer, sorprendida por haberse dormido. Filipa no estaba en la cama. Se vistió a toda prisa y corrió al salón. Tildy dormitaba en una silla junto a Daimon. Michaelo dormía sobre un jergón más allá de la luz del fuego. Dos criados estaban tumbados junto a él. Harold debía de estar de guardia. Lucie examinó la capilla. Vacía. ¿Dónde estaría su tía? Cuando Lucie era una niña, su tía le había dicho que corriera al laberinto si algún extraño la asustaba. Se perderían entre los altos tejos, y ella tendría tiempo de correr en dirección opuesta. Había hablado del laberinto la noche anterior. Lucie se internó deprisa en el pálido amanecer. El olor a cenizas húmedas le recordó la casa destruida del guarda. Hizo una pausa, aguzando el oído. Lentamente caminó hacia el laberinto, aún prestando atención. Al acercarse a la entrada, oyó voces provenientes del interior. O de más allá. Contuvo la respiración. De niña solía pararse allí, de aquella manera, tratando de oír a su madre. Sintió un escalofrío. Las voces se volvieron más altas.

—Os lo prometo, señora Filipa —estaba diciendo Harold—. Será nuestro secreto. Pero ahora debéis descansar. El aire matinal no os va a sentar bien.

Lentamente, Harold y Filipa emergieron del laberinto, la mano de ella apoyada en el brazo de él. Ver a su tía no consoló a Lucie. Su tocado estaba torcido y roto. Su cabello fino y blanco le caía alrededor de la cara en mechones grasientos. Tenía los ojos desorbitados y oscuros, como los de un gato que llega de una caza nocturna. Unas manchas de suciedad en las mejillas y la nariz hacían juego con su dobladillo retorcido y enlodado. Aquélla no era la Filipa que había criado a Lucie.

—¡Tía Filipa! ¿Qué ha sucedido?

—Me he caído en el laberinto —dijo Filipa, levantando la mirada hacia Harold.

Él asintió.

—La he oído gritar.

—¿Por qué estabas en el laberinto? —preguntó Lucie.

—Quería ver si aún es posible atravesarlo por el camino correcto.

—¿Por qué no iba a serlo? El verano pasado enseñaste a Gwenllian a encontrar la salida.

—Lo había olvidado.

Cuánto de su olvido sería actuación, se preguntó Lucie mientras los seguía al salón. Agradeció que Filipa quisiera recostarse. Lucie necesitaba un momento para cerrar los ojos y calmar su corazón.