Owen salió por la noche temprano. Hizo una pausa en el gran porche del palacio del obispo, sorprendido por la creciente penumbra. Había esperado un cielo de un suave color gris, un resto de luz del día. Pero aunque la tormenta había amainado hasta convertirse en una llovizna, las nubes cargadas de lluvia se acurrucaban cerca del horizonte, listas para engancharse en las torres del palacio o la catedral y dejar caer un torrente en el valle. El mundo olía a lana mojada, piedra húmeda, lodo, moho y musgo. Todo aquello encajaba con el estado de ánimo de Owen.
El guardián de la entrada se le acercó.
—Capitán, la casa del arcediano de San David…
—… está al otro lado de la puerta —gruñó Owen innecesariamente. El hombre quería ser útil.
—Sí. Entonces conocéis el camino. —El guardián volvió a su rincón.
—Excusad mi descortesía —dijo Owen. El hombre era galés, había hablado su propia lengua. Sin duda por ello no era más que un guardián y no un arcediano. O arzobispo—. He cabalgado mucho y estoy empapado. Pensaba descansar cómodamente junto al fuego con mis camaradas.
—Seguro que el arcediano Rokelyn os dará bien de comer —dijo el guardián con una sonrisa amable.
Engordarlo como un favor. Oh, sí. Eso lo sabían hacer los ingleses. Si Owain Lawgoch, sobrino nieto de Llywelyn el Último, llegara a aquella tierra para arrebatar el país del control inglés, ¿acaso aquel guardián galés lo apoyaría? ¿Abandonaría su librea y pelearía del lado de su gente? ¿O estaba demasiado cómodo en aquel gran porche, dando órdenes a los peregrinos ricos y comiendo la comida del obispo? ¿Temería terminar en una choza con techo de hierba durmiendo con sus ovejas si apoyaba al príncipe de los galeses?
Las botas de Owen resonaron cuando cruzó el patio enlodado. Sus ropas secas no evitaron que su piel recordara cuánto se había mojado aquel mismo día. Arrebujado en su capa, avanzó encorvado contra el viento neblinoso. No tenía que ir lejos, sólo unos pocos metros, pero su capa, el cuello y los hombros de su túnica estaban húmedos cuando golpeó la gran puerta de roble de la casa de Adam Rokelyn, arcediano de San David. Un sirviente abrió la puerta y, con una inclinación, indicó a Owen que entrara. Un criado galés, supuso Owen. Lo puso a prueba con el idioma. El criado le respondió en la misma lengua, con aspecto complacido, acompañó a Owen hasta una silla en el salón, cerca de un fuego humeante, y le sirvió una copa de vino. Por lo menos, podría volver a calentarse. Aunque no podía emborracharse. Había demasiadas cosas que no debía mencionar. Era una lástima. El exquisito vino se deslizó como seda por su garganta.
Le llegaron voces desde detrás de una puerta cubierta por un tapiz que tenía cerca. Pensando que podría resultarle beneficioso oír de lo que se discutía, acercó la silla.
—No sois la ley aquí.
—En ausencia del obispo, lo soy. Id a ocuparos de vuestro rebaño en Carmarthen. Y llevaos a esa comadreja vuestra, Simon, con vos.
—¿Quién sois para hablarme de esa manera? —A medida que la voz subía de tono por la furia, Owen identificó al que hablaba: William Baldwin, arcediano de Carmarthen.
—Silencio, por el amor de Dios. Estoy esperando a alguien. —Aquél debía de ser el arcediano Rokelyn.
Baldwin aceptó la advertencia y bajó la voz hasta que se convirtió en un murmullo. Rokelyn hizo otro tanto.
Como no deseaba que lo sorprendieran escuchando, Owen no se acercó más. Pero la discusión le interesaba. Los arcedianos eran allí políticamente poderosos, mucho más que en York. Aquélla no sólo era una importante ciudad eclesiástica, sino que la Iglesia la gobernaba por completo. El obispo Houghton era la ley, y en su ausencia, gobernaban los arcedianos. Owen supuso que Rokelyn tenía razón al considerarse el segundo del obispo, como arcediano del área, igual que Baldwin era el segundo en Carmarthen.
—Benedicte, capitán Archer. —Rokelyn apareció en la puerta, sosteniendo el tapiz para que Baldwin pasara. Rokelyn era un hombre robusto, con una cara muy común a excepción de su calvicie total: ni pestañas, ni cejas, ni cabello. Algo en su semblante lo hacía parecer un hombre carente de malicia. Owen sabía que era una falsa impresión; aunque no conocía bien a Rokelyn, sí sabía que un hombre sin malicia no se convertía en arcediano de San David.
Baldwin pasó junto a Rokelyn y saludó con un gesto a Owen.
—Espero que hayáis cumplido con vuestra tarea en Cydweli, capitán Archer. —Su profunda voz sonaba uniforme. Era lo opuesto a Rokelyn: de tez olivácea, con una gran cantidad de pelo oscuro.
Intercambiaron cortesías, y luego Baldwin se excusó y salió. Owen no se sorprendió después de lo que había oído.
—Me han dicho que hoy habéis estado en la fuente de Santa Non —dijo Rokelyn, aún con una sonrisa agradable.
¿Tenía espías en la fuente? ¿O se trataba de un simple chisme? Owen decidió que él también podía hacerse el perfecto inocente.
—Así es. Y si me hubiesen juzgado digno, esta noche podría estar delante de vos sin un parche. Pero como veis, no he recibido esa bendición.
Rokelyn puso una cara triste, pero luego su semblante se iluminó.
—Dicen que, incluso con un ojo menos, vuestro disparo es firme y certero. Quizá Santa Non no ha visto la necesidad de interceder por vos.
—En realidad, no había puesto ninguna esperanza en ello, pero me pareció absurdo no intentarlo.
Rokelyn le indicó con un gesto a Owen que se sentara junto al fuego. Dos sillas profusamente labradas, de respaldo recto, estaban allí medio enfrentadas, medio mirando al hogar. Unos almohadones bordados las hacían más cómodas. En medio de ambas había una mesa con bebidas. Rokelyn se instaló en una de las sillas con un suspiro de satisfacción.
—Cenaremos en un momento. He pensado que antes podríamos compartir este excelente vino mientras hablamos de asuntos fáciles, de vuestra familia. ¿La habéis encontrado bien?
—Una hermana y un hermano, sí. El resto está con Dios.
El arcediano expresó su compasión, habló de la misteriosa voluntad de Dios y luego pasó a explorar muchos otros temas, mientras Owen luchaba contra un peligroso sopor producto del largo camino de aquel día, la repentina calidez, el vino y las jarras de cerveza en el palacio. Se sintió agradecido cuando un criado los llamó a pasar a una mesa cargada de comida. Aún mejor, Owen se sentó lejos del fuego. Pronto, una corriente de aire enfrió sus botas empapadas. Eso bastó para mantenerlo despierto y alerta.
Rokelyn no fue al grano hasta que las galletas, las nueces y las frutas confitadas estuvieron sobre la mesa.
—Habréis oído que un albañil fue asesinado.
Owen casi se atragantó con una almendra confitada.
—¿Asesinado? Oí que se había ahorcado.
—Cynog —dijo Rokelyn—. ¿Acaso no estaba trabajando en una tumba para el padre de vuestra esposa?
Si podía hacer aquella pregunta, también conocía la respuesta. Owen tomó algunas galletas y se reclinó en su silla. Tenía que parecer sereno, aunque no le gustaba el rumbo de la conversación.
—Así es. Por ello mis hombres decidieron informarme de su muerte. —Rokelyn había mojado una servilleta en su vino y se limpiaba el mentón y el labio superior. Owen dejó que uno de los dulces finos y crujientes se le disolviera en la boca y luego observó:
—Ahora debo encontrar a otro albañil para terminar el trabajo.
Rokelyn se limpió las manos y dejó la servilleta a un lado.
—Habíais escogido el mejor albañil de San David.
—Sí. No encontraré a otro como él, creo. —Owen tragó otra galleta—. ¿Asesinado, decís? —Sacudió la cabeza.
—¿Quién os recomendó a Cynog?
¿Qué era aquello? ¿Acaso el arcediano también conocía la respuesta a aquella pregunta? Owen deseó que no.
—No lo recuerdo. ¿Fuisteis vos? —No tenía la menor intención de decirle que había sido Martin Wirthir, un viejo amigo cuya lealtad cambiaba cuando le convenía. Martin era a la sazón un espía al servicio del rey Carlos de Francia, que apoyaba la causa de Owain Lawgoch, el que debía ser el redentor de los galeses.
—Dejadme preguntároslo de otra manera —dijo el arcediano—. ¿Por qué Cynog?
—¿Existe alguna razón por la que no debiera escoger a Cynog?
—Alguien lo ahorcó, capitán. Uno no cuelga a otro por razones personales. Cuando se ahorca a un hombre, se hace para dar un escarmiento, una advertencia… Si hacéis esto, vosotros también seréis castigados. ¿Quién estaba usando a Cynog como ejemplo, y por qué? ¿Qué había hecho?
—Sí, ¿qué? —dijo Owen—. Me gustaba Cynog. Admiraba su trabajo. Nunca habría imaginado semejante muerte para él.
—¿Os sorprendería si os dijera que esta tarde los guardias han prendido al asesino de Cynog, y que está encerrado en la cárcel del obispo?
—¿Sorprenderme? Sí, e interesarme. ¿Qué tiene que decir en su favor?
—Afirma ser inocente. Eso no lo creo, pero sí que quizá es un ignorante… —Rokelyn meneó la cabeza—. Es posible. En realidad, no creo que sea un asesino, sino un verdugo. Y el verdugo pocas veces es quien tiene el propósito.
A Owen no le gustaron ni la expresión ni el tono del arcediano. Rokelyn lo estaba involucrando.
—Habéis pensado mucho en ello. —Rokelyn asintió, y Owen prosiguió—. Sin embargo, me resulta difícil imaginar por qué razón tendría alguien que matar o ejecutar a Cynog. Quizá porque todo lo que yo conocía del hombre era su magnífico trabajo sobre la piedra. —Lo cual era verdad. Martin Wirthir no había dicho nada sobre Cynog excepto que podría realizar una tumba digna de sir Robert.
El arcediano observó a Owen a través de sus párpados entornados.
—Piers el Marinero, el hombre que tenemos encerrado, es hermano del capitán Siencyn, con quien navegaréis dentro de poco.
De modo que aquélla era la conexión.
—Ha sido un día de malas noticias para mí.
—Noticias. —Rokelyn exhibió una mueca de desdén—. Me lo pregunto.
—¿Perdón?
El arcediano inclinó la cabeza hacia un lado.
—Un hombre que trabaja para vos es asesinado por el pariente de otro hombre con quien tenéis negocios. Desde donde estoy sentado, parecéis estar directamente implicado en todo esto. —Su tono era desapasionado, en absoluto emotivo, ni siquiera parecía emitir un juicio.
—Si estáis insinuando que he tenido algo que ver con todo esto, os recuerdo que he estado en Cydweli por orden de mi rey.
—Dos de vuestros hombres han estado aquí, en la ciudad —dijo Rokelyn razonablemente.
—¿De qué me estáis acusando? —preguntó Owen, dejando el juego de lado.
Rokelyn se inclinó hacia delante con los ojos completamente abiertos.
—Cynog apoyaba a Owain Lawgoch. ¿Lo sabíais?
—¿Cynog? —Owen lo ignoraba, pero pudo haberlo supuesto—. ¿Y creéis que fue ejecutado por ese motivo?
—Quiero que lo averigüéis.
—Debéis excusarme, pero no puedo hacerlo. He estado mucho tiempo lejos de mi hogar y de mis obligaciones con el aarzobispo Thoresby. Debo encontrar a alguien que termine el trabajo de la tumba de sir Robert, enterrarlo y luego tomar un barco a Inglaterra.
—De repente estáis ansioso por volver a vuestro hogar. ¿Por qué?
—No es repentino.
—Yo digo que sí. —Rokelyn chasqueó los dedos. Dos guardias del palacio entraron en la sala. Dios santo, ¿acaso el arcediano pretendía obligarlo a cooperar? Owen se puso en pie. Los hombres se le acercaron, con las manos sobre las dagas que llevaban al cinto. Owen dio un paso hacia ellos, pero se detuvo. ¿En qué estaba pensando? Eran dos contra uno. Ah, disfrutaría derribando a uno de ellos, pero acabaría tirado en el suelo, herido y humillado. Con la edad llega también cierto grado de sensatez. Se resistiría a Rokelyn de un modo más sutil. Levantó las manos con las palmas hacia delante, rió, meneó la cabeza y volvió a su asiento. Los guardias comenzaron a retroceder.
—Quedaos un momento —les dijo Rokelyn—. No me fío de esa manera de reír.
—Me río de mí mismo —dijo Owen—. Hace mucho tiempo ya que fui soldado, y sin embargo sigo olvidándolo.
—Ayudadme de buen grado o conoceréis de cerca a Piers, el acusado. ¿Qué preferís, capitán?
—A decir verdad, no parecéis necesitarme. Si Cynog apoyaba a Owain Lawgoch como decís, ¿acaso no resulta obvio que el marinero Piers lo ejecutó por traición contra el rey de Inglaterra?
Rokelyn se sonrojó violentamente.
—Esto no es un juego, capitán. Si os negáis a ayudarme, tendré todos los motivos para sospechar que estáis vinculado con la gente que está detrás de la muerte de Cynog. Al pueblo no le sería difícil creerlo.
Lo sería si conocieran los sentimientos de Owen hacia la causa de Owain Lawgoch.
—¿Por qué habría de contratarlo y después mandarlo matar antes de que hubiera terminado su trabajo? —Owen levantó una mano para detener la respuesta de Rokelyn—. No estoy jugando con vos, como tampoco he dicho que voy a ayudaros. Pero decidme algo: si Cynog era hombre de Owain Lawgoch, y vos sois hombre del rey, ¿por qué habría de importaros el motivo de su asesinato? Tenéis un traidor menos oculto en la ciudad.
—Nadie tiene derecho a imponer justicia en esta ciudad, sólo el obispo de San David o quienes actúan en su nombre. No me importa de qué lado estaba Cynog. Quiero a la persona que cree que puede tomar la ley por su propia mano. Debe ser detenido.
—Tenéis razón, desde luego. —Al día siguiente, Owen podría pensar en una forma de evitar todo aquello. Mientras tanto, pondría a Rokelyn a trabajáis—. Si acepto asistiros, ¿encontraréis un albañil que termine la tumba?
—Lo haré.
—Y si pierdo el barco de Siencyn, ¿encontraréis una forma, una forma cómoda, de viajar a Inglaterra?
—Cuando me hayáis satisfecho. Si lo hacéis.
Owen pasó por alto la última observación.
—Entonces estamos de acuerdo. Y ahora debería marcharme mientras me queden fuerzas para caminar hasta el palacio. Ha sido un día largo y agotador. —Se puso de pie.
—No intentéis dejar la ciudad —le advirtió Rokelyn.
—¿Y cómo podría hacerlo? —Owen hizo una pronunciada reverencia, luego se dirigió a la puerta. Al pasar junto a los guardias, éstos comenzaron a seguirlo. Owen se volvió de repente, con su pequeño cuchillo de comer en la mano—. No. Tenemos un trato sólo si no tengo escoltas. —Disfrutó de la sorpresa que vio en sus rostros. Un cuchillo tan pequeño no era algo que produjera temor y podrían quitárselo rápidamente. Pero era divertido haberlos sorprendido.
—Dejadlo ir —ladró Rokelyn.
Owen esperaba que el arcediano ordenara a los guardias que lo siguieran una vez que hubiera salido. Dio al sirviente galés las buenas noches en su propia lengua y salió a la noche de lluvia fría y viento. El sopor que había sentido se esfumó en un instante. Parpadeando una y otra vez, se puso la capucha y avanzó inclinado contra la tormenta. Luego se detuvo. A su derecha, debajo de los aleros que chorreaban agua, sintió, más que vio, una sombra que le resultaba familiar.
—Silencio, nos están siguiendo —susurró, acercándose a Iolo.
Acababan de salir de la luz del farol cuando apareció el primer guardia, bizqueando en la noche húmeda. El hombre miró a ambos lados, murmurando para sí. Owen no podía oírlo por encima del viento y la lluvia.
—¿Cuántos? —susurró Iolo.
—Dos.
Apareció el segundo, y enseguida comprendió que habían perdido a su hombre. Los dos comenzaron a discutir.
—¿Los atacamos? —preguntó Iolo,
—¿Para qué? Mejor será que nos quedemos detrás de ellos.
* * * * *
Era tarde y la mayoría de los huéspedes alojados en el gran salón se estaba disponiendo para pasar la noche. Iolo y Owen se quitaron sus capas empapadas y se abrieron camino hasta el fuego que había en el centro de la sala para extenderlas y secarse un poco antes de dirigirse a sus jergones. Los demás les hicieron sitio, porque estaban mojados o por sus rostros sombríos, Owen no lo sabía. Sam debía de estar observándolos. Avanzó entre la multitud soñolienta, con una bota de vino llena.
Iolo se la arrebató y bebió con ansiedad. La túnica húmeda le colgaba de forma desigual y las calzas le caían sobre los tobillos. Su pelo, que ya raleaba, parecía aún más escaso echado hacia atrás, lo cual hacía que su rostro anguloso y sus ojos pálidos tuvieran un aspecto siniestro. Owen se preguntó cuánto tiempo habría pasado debajo de aquellos aleros. Meneó la cabeza cuando Iolo le entregó la bota de vino.
—Ya he tenido bastante esta noche. Una matricaria con agua caliente me sentaría mejor.
Sam se desplomó, decepcionado.
—No sé dónde podría encontrar semejante bebida.
—Agua es lo único que necesito —dijo Owen. Cuando Sam salió a buscarla, Owen se volvió hacia Iolo—. Has sido un poco idiota al seguirme esta tarde, debes tener cuidado de no echar a perder tus oportunidades de conseguir un puesto en esta ciudad.
—Tengo otros planes para mi futuro. No os vendrá mal una sombra. Iré a York con vos.
—¿Cuándo lo has decidido?
—Hoy. Aunque llevo mucho tiempo pensándolo.
—Ah, York no es ningún paraíso. Espantosamente frío en invierno. La ciudad está atestada y apesta a gente y a bestias.
—He estado en Londres. No puede ser peor.
—Es más fría.
Iolo no parecía impresionado.
—Iolo, me honras con tu oferta. Pero eres joven. Puedes forjarte una vida propia aquí, en tu país.
—Estoy decidido.
¿Cómo habría inspirado tanta lealtad en el muchacho? Era joven, a pesar de los ángulos cincelados de su rostro y sus afiladas habilidades.
—En York siempre serías un extranjero, igual que yo. Aunque sólo sea eso, nuestra forma de hablar nos aparta del resto. Lo sé. Y por eso te lo advierto.
—He estado entre los ingleses —le recordó Iolo—. Sé cómo es.
—Pero sólo fue durante un tiempo. Siempre lo supiste. Mira con cuánta rapidez te ofreciste para nuestra misión, ansioso por una oportunidad de volver a tu hogar. ¿Qué ha sucedido?
—He encontrado a un hombre honorable a quien servir.
Si pensaba así, era un hombre afortunado. Y para Owen representaba una gran carga poder demostrarlo.
—Pero deseabas volver a Gales.
—El obispo me ordenó que regresara a la primera oportunidad que se me presentara, aunque no antes de tomar nota de todo lo que pudiera de la casa del duque.
A Iolo podría irle bien al servicio del ambicioso Adam de Houghton. Owen no dudaba de que aquel obispado no era la mejor posición que Houghton podía alcanzar.
—¿Deseaba que siguieras a su servicio?
—Si yo estaba de acuerdo. —Iolo se echó atrás su escaso pelo con su mano de dedos largos.
—¿Y te gustaría abandonar esto para servirme a mí?
—Sí. Y con mucho placer. Vos me necesitáis. Deseo serviros.
Ciertamente, a Owen le sería de mucha utilidad allí. Y, en ocasiones, en York, cuando Thoresby lo involucrara en negocios complicados. Pero la mayoría de las veces llevaba una vida tranquila, dedicado a ayudar a Lucie en la botica, supervisar las reparaciones en el palacio de Bishopthorpe y buscar cosas en que ocupar el tiempo de los criados del arzobispo. ¿Qué haría Owen con Iolo? ¿Acaso Thoresby lo aceptaría como criado? Si Thoresby no lo hacía, Owen no era lo bastante importante para tener un escudero. ¿Qué pensaría Lucie?
Y luego estaba el asunto de la sed de sangre de Iolo. El joven tenía tendencia a la agresividad. Owen había descubierto enseguida que debió dejar bien claro que deseaba que sus víctimas vivieran.
—La mayor parte de mi tiempo en casa es aburrida.
—Mantendría a raya a sus criados.
Sin duda. Y en una constante rebelión. ¿Qué pensaría Alfred al ser desplazado de su posición como segundo de Owen?
—¿Y Owain Lawgoch? Es una persona a la que sí que le vendría bien un hombre como tú. Si yo tuviera la libertad de optar por él, lo haría.
Los pálidos ojos de Iolo buscaron el rostro de Owen.
—¿De verdad? Yo diría que si de verdad pensarais de esa manera, encontraríais los medios para hacerlo.
—Eres joven y libre. Yo tengo responsabilidades.
—Luchar por nuestro príncipe legítimo sería un orgulloso legado para vuestros hijos.
—Si ganáramos.
Iolo sacudió la cabeza.
—Palabras de un tendero y asistente del arzobispo. Nunca creí que iba a oír una cosa semejante de vos.
Owen tampoco había pensado que pudiera decir semejante cosa. ¿Acaso su amor por Lucie y los niños lo había ablandado?