Capítulo 3

Freythorpe Hadden

Al final, el nuevo mayordomo de Roger Moreton acompañó a Lucie a la propiedad de su padre. York era un hervidero de rumores sobre forajidos que asaltaban los caminos, y Lucie tuvo que aceptar que, aunque Harold Galfrey no tenía un entrenamiento militar, su aspecto era lo bastante imponente para resultar amenazador. Su presencia tranquilizó a Tildy, que nunca viajaba de buena gana, pero que estaba decidida a ayudar a su ama en aquella difícil situación. Lucie le había confiado que temía que Filipa sufriera un colapso al recibir la noticia. Aunque su tía siempre había sido una mujer robusta, estaba envejeciendo y adoraba a su hermano. Lucie podía confiar en que su criada iba a mantener el orden en la casa de Freythorpe mientras ella se ocupaba de su tía. El grupo que partió de York también incluía al hermano Michaelo, que amablemente se había ofrecido a explicarle a Filipa todo lo que le había dicho a Lucie. Su oferta no requería ni sacrificio ni permiso del arzobispo, puesto que desde Freythorpe Hadden podía seguir su camino a Bishopthorpe, donde residía el arzobispo Thoresby.

Era un precioso día de primavera. Lucie deseaba poder disfrutar de la cabalgata. Ese pequeño viaje supondría un momento de descanso en medio de sus obligaciones. Ya habría suficientes lágrimas en Freythorpe. Desde que le habían dado la triste noticia, había despertado en ella un anhelo de ver a su padre una vez más para poder expresarle cuánto había disfrutado de su ccompañía en sus últimos años. Se lo había dicho al partir, pero se preguntaba si habría sido suficiente. Giró la cara hacia el sol que brillaba sobre nubecillas redondas. Una suave brisa hizo temblar las hojas primaverales contra el cielo azul y blanco. Las praderas ya estaban floreciendo. Los labriegos cantaban en los campos.

—El día de hoy trae la bendición de Dios —dijo.

—Ciertamente Dios está sonriendo en la tierra —dijo Harold junto a ella.

Lucie se sobresaltó. No se había dado cuenta de que cabalgaba tan cerca.

—¿Teméis que me caiga del caballo?

Él exhibió una sonrisa vacilante, como inseguro de que fuera apropiada para un mayordomo.

—En realidad, señora Wilton, parecíais tan absorta en vuestros pensamientos, que temí que prestarais poca atención a vuestra montura.

—¿Acaso parezco una amazona inexperta?

—En absoluto. Disculpadme.

Cabalgaron en silencio durante un rato.

—Yo soy la que debe disculparse —dijo Lucie—. Estaba preparándome para la tarea que tengo por delante. Será difícil para mi tía.

—Todo ello será más difícil con la presencia de un extraño.

—No debéis pensar de esa manera. Estáis aquí a petición mía, y os lo agradezco.

—Os he sido impuesto.

—Soy perfectamente capaz de rechazar un ofrecimiento del señor Moreton.

Harold sonrió, más tranquilo. Lucie volvió a centrar sus pensamientos en su tía. Filipa había enviudado a los pocos años de haberse casado. Llegó a Freythorpe Hadden como resultado de una invitación de su hermano, que entonces era soltero y necesitaba a alguien que lo representara en una finca que rara vez visitaba. Había sido una mujer de espalda recta y fuerte, con los pies firmes en el suelo y la determinación de ordenar a su gusto el mundo que la rodeaba. Por lo que Lucie sabía, a Filipa no le había quedado nada de su matrimonio. Recordaba que sir Robert había mencionado al esposo de su hermana sólo una vez, refiriéndose a él como un hombre demasiado aficionado a la cerveza. El único hijo de Filipa había muerto el mismo año que su esposo. Pero Dios había cuidado de ella. Cuando sir Robert llevó a la madre de Lucie a Freythorpe Hadden, Amelie no arrebató el control de la propiedad de las manos de Filipa. Durante cuarenta y cinco años, Filipa había administrado la propiedad y, si ella lo deseaba y podía, Lucie no pensaba cambiar la situación. No tenía ninguna intención de abandonar su botica ni su casa en la ciudad para vivir en Freythorpe, y su hijo Hugh, heredero de la propiedad, sólo era un bebé.

En efecto, Lucie esperaba que su tía quisiera seguir ejerciendo de señora de Freythorpe. Sería difícil encontrar a otra persona en quien ella pudiera confiar tanto. Pero por otra parte tenía que aceptar cualquier decisión que su tía tomara. Tenía mucho que agradecer a la hermana de su padre, incluyendo su vida en York. Filipa había alentado el matrimonio de Lucie con el boticario Nicholas Wilton, ya que creía que la esposa de un respetado miembro de un gremio de York, capacitada para ayudar a su marido en la tienda, tendría una viudez más segura que la de un caballero, que probablemente hubiera sido el futuro de Lucie.

Envuelta en un manto de melancolía, Lucie observó que Harold adelantaba su caballo y se inclinaba para hablar con Tildy. Era un hombre considerado. Roger Moreton había sabido escoger.

Poco antes de que el grupo llegara a las tierras de sir Robert, el hermano Michaelo preguntó si Lucie necesitaba descansar y refrescarse. Ella declinó su ofrecimiento, ansiosa por llegar a la finca.

El hermano Michaelo le echó una mirada a Harold.

—¿Qué sabéis de ese hombre?

—Sólo que Roger Moreton lo ha contratado como mayordomo de su casa por recomendación de John Gisburne.

—¿John Gisburne? ¿El hombre que cree que una persona debe ser juzgada por sus hechos y no por sus lazos de familia? ¿De modo que ha visto trabajar a este hombre?

Gisburne era miembro de la clase de mercaderes ricos de York, que luchaba por arrebatar el gobierno de la ciudad a las antiguas familias gobernantes. Estaba demostrado que la pelea iba a ser larga. Trece años atrás, la elección de Gisburne como gobernador había sido vetada por el alcalde, John Langton, miembro de las familias antiguas. Con el tiempo, la animosidad entre los dos grupos había ido en aumento, y en ocasiones algunos de sus encuentros en las calles habían acabado con violencia. Después de cada estallido, las dos partes radicalizaban más sus posturas. El partido de Gisburne, por razones obvias, predicaba que un hombre debía ser juzgado por lo que hacía, no por a quién conocía o de quién era pariente.

—Supongo que John Gisburne vive según el credo que profesa —dijo Lucie.

Michaelo parecía dudar.

—A pesar de su discurso sobre el hombre común, Gisburne prefiere cenar con nobles y clérigos influyentes. Espera llegar a ser elegido alcalde, como sabréis.

—Lo había oído.

—Roguemos por que, en efecto, juzgue a los hombres por sus acciones. Por una vez sería útil.

—¿Encontráis alguna razón para desconfiar de Harold Galfrey?

—Quizá sea una queja insignificante, pero no tiene aspecto de mayordomo. Hubiera dicho que era un soldado.

—Mejor para nuestros propósitos.

—Tenéis razón, por supuesto. Pero observadlo cuando volváis a la ciudad, cuando yo no esté con vos.

—¿Acaso mi padre os pidió que cuidarais de mí?

—Él hubiera querido que expresara mi preocupación.

—Os lo agradezco. Pero os aseguro que la opinión del señor Moreton es de confianza.

—Perdonadme, no era mi intención arrojar dudas sobre el juicio de Roger Moreton.

Para cuando el grupo llegó a la casa del guarda en la entrada de Freythorpe Hadden, ya habían alertado al mayordomo, Daimon, que estaba listo para desafiar o recibir a los cuatro recién llegados. El alivio de su rostro joven e imberbe alarmó a Lucie.

—¿Esperabas problemas?

El muchacho mencionó que hacía poco una banda de forajidos había asaltado una granja cercana y había herido a varios de sus habitantes.

Deus juva me —murmuró Michaelo, santiguándose.

—No me mostraría tan receloso si no fuera porque hace dos días algunos trabajadores del campo vieron en un árbol a un hombre que observaba la casa. Huyó cuando se vio descubierto. Tenía un caballo rápido atado cerca —explicó Daimon—. Sí, espero problemas, señora Wilton.

El rostro agradable de Daimon no se prestaba a una mirada amenazadora, pero era un hombre musculoso y sostenía la espada en la mano con un aire de fiera tranquilidad. Serviría, pensó Lucie. Se parecía mucho a su padre, Adam, el antiguo sargento de sir Robert y mayordomo de la finca hasta el final de sus días. Los problemas, en general, se habían alejado de Adam.

—Sois afortunada por tener hombres tan alerta que os cuidan, señora Wilton —dijo Harold.

Daimon lanzó una mirada a Harold y asintió lacónicamente.

—Dicen que, desde la peste, las bandas de forajidos han aumentado —dijo Tildy.

Daimon le ofreció una pequeña inclinación.

—No ha sido muy sensato salir en la situación actual. Pero sed bienvenida a Freythorpe, señora Matilda. —Y le dedicó una sonrisa.

—Bueno… —murmuró el hermano Michaelo, viendo cómo estaban las cosas entre Tildy y Daimon.

Lucie sintió deseos de imitar al hermano Michaelo, pero se contuvo cuando el joven mayordomo se volvió hacia ella.

—Señora Wilton, por favor, entrad y dad una agradable sorpresa a vuestra tía.

Cuando Tildy desmontó en el patio delantero de la casa, Daimon le hizo un gesto para que se apartara del resto. Con los ojos fijos en el suelo y la voz demasiado baja para ser oídos, habló con urgencia a la joven. Tildy, también con la cabeza gacha, la meneó una vez. Lucie los observó con interés, preguntándose qué era lo que había sucedido entre ellos el verano anterior, cuando había enviado a su criada a la finca con Gwenllian y Hugh para protegerlos de la peste. Cuando Tildy se apartó de Daimon, Lucie notó que otro par de ojos la seguía. Bueno, Harold también podía encontrarla atractiva, ¿no? Tildy tenía unos enormes ojos pardos, la frente alta, los labios como capullos y la piel del color de la rosa marfil del jardín de Lucie. Para ser una joven de veinte años que había nacido en la pobreza, era sorprendente que conservara todos los dientes y, excepto por una marca de nacimiento color rojo vino que tenía en la mejilla izquierda, su cutis era perfecto. Pero Daimon no tuvo necesidad de enfurecerse con Harold cuando éste dirigió la vista hacia Tildy. La criada no se había sonrojado tan encantadoramente como cuando él la había mirado.

Lucie se acercó al joven mayordomo.

—Traigo noticias tristes, Daimon. ¿Se encuentra mi tía lo bastante bien para oírlas?

Daimon se sonrojó.

—La señora Filipa está lo bastante bien para mantener ocupados a los sirvientes —dijo y bajó la voz—. Hablaré con vos más tarde, señora Wilton. Cuando lo dispongáis.

—Ya me he imaginado que querrías hablar conmigo —dijo Lucie, y se dirigió a la casa, tomando a Tildy por el codo y empujándola hacia delante.

Para cuando el grupo de Lucie entró en el salón, los sirvientes ya habían instalado una mesa plegable cerca del fuego y habían llevado para los viajeros jarras de cerveza y vino y una comida fría. Lucie miró a su alrededor buscando a su tía.

—Iré a avisar a la señora —dijo una criada, con una reverencia.

—No —dijo Lucie—, será mejor que yo hable con ella a solas. —La criada le indicó que se dirigiera a una esquina alejada de la sala y protegida con un biombo.

—¿Ya no duerme en el piso de arriba?

—No, señora —contestó la joven.

Lucie se detuvo a mitad de camino. El tapiz de la sala se había roto, y alguien lo había reparado con las puntadas inexpertas de un niño que está aprendiendo a coser. El desgarro tenía el largo de un brazo desde un lado del tapiz hacia adentro.

—¿Qué ha sucedido aquí? —dijo Lucie para sí.

Junto a ella, Daimon dijo en voz baja:

—Debo advertiros, señora, de que la señora Filipa no se ha encontrado muy bien últimamente.

—¿Lo desgarró ella? ¿O lo reparó?

—Ambas cosas, creo.

¿A qué se debían aquellas puntadas tan torpes? Y en el tapiz preferido de Filipa, una de las pocas cosas que le quedaban de su dote.

La alcoba era un espacio amplio rodeado de mamparas de madera tallada. Lucie golpeó el biombo más cercano a la pesada cortina que hacía las veces de puerta.

—¿Tía? Soy Lucie.

Se oyó un pequeño grito, y luego unos pies que se arrastraban. Lucie abrió la cortina. Filipa estaba allí, con un brazo extendido para abrazar a su sobrina.

—¡Mi adorada niña!

—Tía Filipa… —Lucie se sorprendió al ver los hombros huesudos de su tía. Retrocedió un paso y vio que la ropa le colgaba muy suelta en su cuerpo alto. Y se apoyaba en un bastón—. No estás bien. No lo sabía.

—Siempre estás deseando probar tus remedios conmigo, niña. —Filipa le palmeó la mano—. Pero no creo que tengas un remedio para la vejez, ¿no es así? ¿Ha venido mi hermano contigo?

Lucie sacudió la cabeza.

La sonrisa de Filipa se desvaneció.

—Cuéntame —susurró.

Lucie miró a su alrededor. El ambiente estaba iluminado por dos lámparas de aceite a cada lado de la gran cama de Filipa. A los pies había un arcón y en una esquina que formaban las mamparas, un banco. Lucie llevó a su tía hasta este último y le repitió el relato de Owen sobre la muerte de sir Robert.

Filipa se santiguó con una mano temblorosa y suspiró como si estuviera agotada.

—El hermano Michaelo está aquí —dijo Lucie—. Él estuvo con mi padre hasta el final. Se ha ofrecido a contarte todo lo que desees saber acerca del viaje y de su muerte.

Filipa bajó la mirada hasta las manos, que tenía como sin vida sobre el regazo.

—Tantos años de peregrinación —dijo con tristeza—. Bueno, así es como quería morir. —Sollozaba en silencio, con la cabeza gacha.

Tildy apareció en el umbral con una copa de vino. Ante un asentimiento de Lucie, la puso entre las manos de Filipa. La anciana mujer levantó la copa, pero se detuvo antes de llevársela a los labios y volvió a bajarla.

—Padre tuvo una visión en la fuente de Santa Non —dijo Lucie—. Vio a mi madre y ella le sonrió.

Filipa dejó a un lado la copa, sin haber llegado a beber de ella, extrajo un pañuelo de su manga y se secó los ojos.

—Estoy agradecida de que Dios por fin haya concedido el deseo a Robert. Quizá yo también tendría que ir de peregrinación. —Lucie estaba a punto de preguntarle qué favor quería conseguir con ello, pero su tía dijo de repente—: Me gustaría hablar con el hermano Michaelo.

—¿No necesitas descansar un rato?

—Eso es lo que yo debería preguntarte a ti, querida —dijo Filipa. Entregó la copa a Lucie—. Estoy segura de que lo necesitas más que yo.

Lucie estaba cansada. Y sedienta. Aceptó la copa de buena gana.

—Tu padre no esperaba regresar —dijo Filipa—. Debí recordarlo y no preguntarte si él te acompañaba. —Tomó el bastón. Lucie la ayudó a ponerse en pie—. He sufrido una apoplejía —añadió Filipa—. No es tan mala como otras, gracias a Dios, pero me obliga a apoyarme en este bastón.

Caminaba lentamente, empujando la pierna izquierda hacia delante en lugar de levantarla, y se negaba a aceptar el brazo de Lucie para apoyarse.

Cuando se reunieron con los demás viajeros en el salón, Lucie presentó a Harold Galfrey. Filipa le dio la bienvenida, luego se volvió hacia el hermano Michaelo y lo invitó a reunirse con ella y Lucie junto al fuego. En cuanto los tres estuvieron sentados, Filipa preguntó:

—¿Sufrió mucho mi querido Robert?

Con suavidad, Michaelo le habló de los últimos días de sir Robert. Filipa lo escuchó en silencio, haciéndole una pregunta de tanto en tanto. Lucie la encontró extrañamente tranquila. Pero cuando el relato del monje terminó, Filipa, con voz tan baja que Lucie casi no pudo oírla por encima del chisporroteo del fuego y el murmullo de los sirvientes, dijo:

—¿Qué voy a hacer sin él? ¿Adónde iré? —Filipa parecía anciana, frágil, asustada.

Lucie abrazó a su tía.

—Esta es tu casa. Pero también puedes quedarte conmigo en York. El tiempo que quieras.

No hubo respuesta. Filipa no lloraba. Aceptó con rigidez el abrazo de su sobrina, pero mantuvo las manos en su regazo. Cuando Lucie se apartó, Filipa permaneció sentada muy quieta, observando fijamente el fuego.

* * * * *

Lucie despertó en un cuarto oscuro y extraño. Alguien susurró suavemente. Se incorporó y poco a poco fue recordando dónde se encontraba. Estaba durmiendo en la alcoba con su tía Filipa y Tildy, todas en la gran cama, Lucie en el medio.

—Señora —susurró Tildy junto a ella—, es vuestra tía. Murmura en sueños. El verano pasado también caminaba dormida. Gwenllian me dijo que su tía abuela también era sonámbula.

—¿Qué está murmurando?

—No lo sé, no he podido oírlo. Los tablones del suelo crujen demasiado allí arriba. Pero algunos de los sirvientes esta tarde comentaban que habla con su esposo muerto, Douglas Sutton.

—¿Hay que despertarla? —preguntó Lucie.

—Mi madre siempre decía que no debemos despertar a los que caminan dormidos. Muchas veces mueren cuando se los arranca del mundo de los sueños.

Lucie lo dudaba, pero decidió no despertar a su tía. La noche siguiente se mudaría al piso de arriba. No había querido dejar sola a su tía después de darle tan tristes noticias. Pero al parecer su presencia no le ofrecía ningún consuelo.

Filipa había comentado que la debilidad la había sorprendido después de la partida de sir Robert.

—¿Por qué no me hizo saber que estaba enferma?

—Es una mujer orgullosa —dijo Tildy.

Lucie sabía que, aparte de consolar a su tía, había poco que ella pudiera hacer. Nicholas, el primer esposo de Lucie, también había sufrido una repentina apoplejía. Tenía terribles dolores de cabeza. Pero Dios, por lo menos, parecía haberle ahorrado a Filipa aquel sufrimiento. Aquello era lo más difícil de soportar: ver padecer a un ser querido y ser incapaz de ayudarlo.

* * * * *

Por la mañana, recordando el comentario de Tildy sobre los sirvientes que murmuraban, Lucie logró hablar tranquilamente con Daimon.

—¿Acaso mi tía está provocando habladurías entre los criados?

Daimon cambió el peso de su cuerpo al otro pie y frunció el entrecejo.

—No me gusta decirlo, señora, pero la señora Filipa ha estado últimamente muy extraña. Murmura para sus adentros, se niega a comer, fija los ojos en un punto en el aire como si viera algo que nosotros no vemos…

—Tildy sabía que ella se paseaba y murmuraba de noche, pero el resto… ¿llegó con la enfermedad?

Daimon asintió.

—¿Qué hay de lo que murmura? ¿Podéis entender algo de lo que dice?

—Yo no. Pero la cocinera dice que habla con un hombre llamado Douglas y a veces lo llama esposo. —Daimon levantó los hombros, los dejó caer y sacudió la cabeza—. Mi madre hablaba de esa manera durante su enfermedad, pero con una hermana suya que había muerto hacía tiempo.

—¿Su comportamiento molesta a los demás?

—Nos preocupamos por ella, eso es todo. Ella es una señora estricta, pero justa.

—¿Creéis que lo ve?

Daimon se miró las manos.

—Ella le habla, señora. Si lo ve, no puedo saberlo.

—Gracias, Daimon.

Él volvió a cambiar el peso de su cuerpo.

—Señora Wilton, debo explicar mi conducta en el patio cuando llegasteis.

—Me he estado preguntando qué hay entre tú y Tildy.

—Me gustaría casarme con ella. Pero ella no me acepta.

—¿De verdad?

¿Y los rubores de Tildy? ¿Y la calidez de su voz cuando hablaba de él?

—Dice que vuestros hijos son muy jóvenes, y su familia está demasiado lejos. Y que no es lo suficientemente buena para ser la esposa de un mayordomo.

Demasiados argumentos. Podían dar un respiro a Tildy, pero ¿lograrían poner a una joven en contra de los impulsos de su corazón? Lucie supuso que la verdad era otra completamente distinta.

—¿Estás seguro de que la amas?

—Sí, señora. No pienso en otra mujer. De verdad.

Daimon parecía tan triste que Lucie lo creyó.

—¿Quieres que hable con ella? ¿Que la convenza de que es libre de seguir lo que le dicte su corazón?

—No, señora, aunque os agradezco la buena intención. Pero podría tomarlo a mal si pensara que alentáis mi deseo. No creo que Tildy fuera feliz a menos que se acercara a mí por su propia voluntad.

El pobre joven se alejó como un condenado. Lucie lo observó cruzar el patio hacia los establos. Debía haber algo que ella pudiera decirle a Tildy.

—¿Vuestro mayordomo ha estado preocupándoos? —dijo Harold a su lado.

—Dios misericordioso —dijo Lucie, sobresaltándose—. ¿Cómo podéis aparecer tan silenciosamente?

—Me resulta muy útil cuando deseo sorprender a algún criado comportándose de forma indebida.

Ella se volvió a mirarlo, no le gustaba cómo sonaban sus palabras. Creía que si se trataba a los sirvientes con justicia, se podía confiar en ellos.

—El hermano Michaelo dice que salisteis de madrugada. ¿Habéis ido a visitar a algún arrendatario? ¿Conocéis a alguien por aquí?

Harold negó con la cabeza.

—Me gusta pasear por la mañana. ¿Os ha dado Daimon una mala noticia?

—No. Nada de eso. Simplemente tiene un corazón roto que podría curarse con algunos cuidados.

—Ah. ¿Vais a perder a vuestra niñera?

—Puede que no. Ella lo ha rechazado.

—¿Ha prometido su corazón a otro?

—No lo sé. Me pareció que estaba claro que amaba a Daimon.

—Quizá está jugando con él.

—No va con ella. No, aquí hay algo que no está bien. Debo descubrir el motivo con discreción. No digáis nada a nadie.

Harold hizo una reverencia, otro de sus gestos extrañamente formales.

—No diré nada.

—Sois un hombre bueno, Harold. El señor Moreton es afortunado.

* * * * *

Por la tarde, cuando las sombras se alargaban y una brisa agradable agitaba los árboles, Lucie estaba dando un paseo por el jardín. Encontró a Filipa sentada en un banco a la entrada del laberinto de tejos. Era extraño ver a su tía tan ociosa. Lucie se acercó a ella.

—Ven a York para la misa de réquiem de mi padre en la catedral, tía, y quédate conmigo un tiempo.

Filipa no contestó enseguida, aunque tomó la mano de Lucie y se la apretó.

—¿Has oído algo sobre el extraño que espiaba la casa? —preguntó Filipa de repente.

—Daimon me lo contó. Piensa que fuimos imprudentes al venir cabalgando con tantos salteadores sueltos.

—Ha habido peores tiempos. Cuando el rey de Escocia, Robert Bruce, usó el norte para tratar de obligar a nuestro rey a que abandonara el territorio escocés. Escoceses por doquier. Y franceses, dijeron, ansiosos por usar a nuestros enemigos para debilitarnos.

—¿Acaso tu Douglas luchó contra los escoceses?

Filipa cambió de postura en el banco y se volvió para poder ver el rostro de Lucie. Bajo la luz clara, Lucie vio que la piel de su tía parecía un arrugado pergamino. Siempre había tenido los ojos profundos, pero en aquel momento parecían hundidos.

—¿Por qué me preguntas sobre Douglas Sutton?

«Porque está en mi mente», pensó Lucie.

—Nunca me has hablado mucho de él. Siento curiosidad. Los escoceses arrasaron toda la tierra. ¿No vivías entonces más al norte, en los valles cercanos a Escocia?

Filipa estudió el rostro de Lucie durante un rato más, luego dejó caer la mirada sobre sus manos inmóviles.

—Me estoy haciendo vieja, Lucie, querida. Me vuelvo inútil. Sería una carga para tu atareado hogar.

—En absoluto. Kate tiene mucho que aprender y Tildy está ocupada con los niños.

—Quizá…

Lucie tomó las manos de su tía y le giró las palmas hacia arriba.

—Aún están encallecidas. No creo que seas inútil. —Besó a su tía en la mejilla, luego se puso de pie—. No te quedes mucho rato aquí fuera. La tarde ya enfría las sombras.