Capítulo 2

Plegarias sin respuesta

En lo alto de un acantilado que caía sobre el mar encrespado, los peregrinos se protegían contra la lluvia y el viento. Avanzaban a lo largo de un sendero que cruzaba una hondonada cubierta de hierba y rodeada por piedras bajas y antiguas, en medio de las cuales se erguía una pequeña capilla. Llevaban las cabezas inclinadas contra la tormenta, y las capas empapadas envolvían pesadamente sus cuerpos, mientras esperaban su turno frente a un pozo cubierto con un techo de piedra y situado en el punto más bajo de la vaguada. Uno a uno, los desaliñados peregrinos se arrodillaban, juntaban las manos para beber el agua o verterla sobre alguna llaga o malformación y rezaban a santa Non para curarse. Luego corrían hacia la capilla para descansar un momento sin dejar de rezar contra la tempestad.

Owen Archer observó a un hombre que se alejaba tambaleándose sobre las piedras bajas y resbaladizas que había en el borde del prado. Otro se inclinó para ayudarlo. El peregrino caído meneó la cabeza al levantarse, sin duda para expresar su vergüenza. A Owen le pareció raro que el hombre se sacudiera la ropa, pesada por el agua de lluvia. Si tenía tanto frío y estaba tan mojado como Owen —¿cómo no iba a estarlo?—, era imposible que notara que el césped le había mojado más las ropas.

Owen luchó contra la arrogante idea de que el Todopoderoso había preparado aquella tormenta para él, para reñirlo por pensar que podría sumergir la mano en la fuente de Santa Non, ddecir una plegaria y, con esa facilidad, recobrar la vista de su ojo izquierdo, como le sucedió al ciego que sostuvo a san David bajo el agua en su bautismo. Sin embargo, ¿acaso no era un signo de su fe que buscara el agua que había curado a muchos otros peregrinos con dolencias en los ojos? Seguramente, Dios escogería otra forma de enseñarle humildad.

El viaje de Owen al pozo de Santa Non era inoportuno, con toda seguridad. Había concebido el plan el día anterior, mientras se regocijaba bajo el clima cálido y soleado que había secado los charcos de los caminos y permitido que su pequeña comitiva avanzara ligera desde el castillo de Cydweli. Sus tres acompañantes habían hecho apuestas sobre cuántos días les habría llevado hacer el mismo viaje a sus camaradas, Jared y Sam, que habían partido de Cydweli dos semanas atrás bajo una lluvia torrencial que duró varios días. Los dos iban a arreglar los pasajes de Owen y sus hombres en un barco que saldría de Porth Clais, el puerto de San David. Un barco que zarparía rumbo a Inglaterra.

En realidad tenía pocas esperanzas de que sucediera un milagro. Nunca había dudado de la presencia de la mano de Dios en su ceguera parcial. Aquélla había sido su lección de humildad más difícil. Se había sentido muy orgulloso de su habilidad con el arco y de su capacidad para juzgar a los hombres. De esa manera se había equivocado con el malabarista bretón cuya amante lo había dejado ciego. Su propio orgullo lo despojó de su habilidad y su confianza en su juicio con un solo movimiento de cuchillo. No podía recordar nada que hubiera hecho en los años siguientes para ganarse el perdón por sus pecados pasados, con excepción de su servicio al arzobispo. Quizá debió quejarse menos, practicar más humildad. Sin embargo, ¿quién era él para pensar que podía predecir el juicio de Dios?

La lluvia había empezado a caer cuando la comitiva se acercaba a Santa Non. Pero como aquélla podía ser su última oportunidad de visitar la fuente, Owen insistió en quedarse. Desmontó, entregó sus riendas a Iolo y le ordenó que siguiera hasta la ciudad junto a Tom y Edmund. Él haría el camino a pie, como un verdadero peregrino. La lluvia entonces era sólo una llovizna.

Aquélla era una fuente sagrada. Había surgido de la tierra para marcar el lugar donde Non había dado a luz a David, el mayor santo de Gales. Su venida había sido predicha por san Patricio. San David había nacido allí, en aquella pradera, en medio de una terrible tempestad que protegió a su madre de las garras de Sant, el tirano arrogante que la había violado. Owen no recordaba si la leyenda decía que Sant deseaba reclamar el niño o si seguía deseando a la madre. En medio del dolor del parto, Non aferró una piedra en la que se había quedado grabada la huella de sus manos. La roca, partida en dos trozos, estaba enterrada detrás de la capilla.

¿Acaso era un buen augurio que Owen hubiera llegado al pozo en medio de una tempestad? ¿En un día como aquél su suegro había sido bendecido con una visión en las aguas sagradas?

A Owen le costó mantener la mente en san David y santa Non. Se preguntaba cómo estarían sus hombres en la ciudad. ¿Habrían encontrado los tres a Jared y a Sam? ¿Los esperaba un barco anclado en Porth Clais? Sin duda, ésa sería una buena noticia. Owen necesitaba tiempo para inspeccionar la tumba que había encargado para su suegro en la catedral de San David y asistir al funeral.

No era el único que estaba impaciente por regresar a Inglaterra. Tom y Edmund casi no habían hablado de otra cosa en el viaje desde Cydweli. Owen nunca había oído tantas alabanzas a York.

Iolo, el cuarto miembro de su compañía, se había mantenido callado todo el viaje. Era galés y se quedaría en Gales. Se había unido a la compañía de Owen en febrero, en el castillo de Kenilworth de Lancaster, adonde había sido enviado por Adam de Houghton, obispo de San David, el otoño anterior. El joven había estado encantado de encontrar una compañía que viajara hacia el oeste. Owen iba a echar de menos a Iolo, que tenía la extraña habilidad de aparecer cuando lo necesitaba. Era un buen luchador y mantenía su palabra.

Como si lo hubiera conjurado, Iolo apareció delante de él. Se elevó un murmullo de las personas que estaban detrás de Owen, que pensaban que el recién llegado estaba intentando colarse.

—Paz —les dijo Iolo en galés—. Vengo a ver a mi capitán y servirle en su regreso a la ciudad. —Al tiempo que Iolo se volvía hacia Owen se sacudió la lluvia de la capa.

—Podrías estar seco y caliente si hubieras obedecido mi orden de esperar en el palacio —dijo Owen.

—Algo parece no marchar bien, capitán. Pensé que podríais necesitarme.

Owen conocía a Iolo lo suficiente para aceptar su explicación.

—¿Encontraste a Sam y a Jared?

—Sí. Tienen malas noticias. El albañil Cynog se ha ahorcado.

Owen agachó la cabeza y se santiguó, aunque también murmuró una maldición. Había contratado al albañil para que esculpiera la tumba de sir Robert.

Un anciano peregrino amonestó a Owen por maldecir en aquel sitio sagrado.

—Y la tumba de sir Robert está sin terminar, sin duda —gruñó Owen con una mirada oscura hacia el peregrino que lo había reñido.

—No sé hasta dónde llegó Cynog —dijo Iolo—. Perdonadme. No era mi intención apartaros de vuestra plegaria. Puedo esperar. —Inclinó la cabeza.

Owen tenía todavía a nueve peregrinos por delante. Todos estaban chorreando y en fila, y sus ropas formaban charcos a su alrededor. Después de todo, podría haber esperado a un día sin lluvia… Quién sabía lo que iba a tardar en encontrar a otro albañil. Podría quedarse algún tiempo en San David. La cola adelantó un paso. El agua caía a chorros por la espalda de Owen. Se agachó hacia delante. El gesto le recordó a Cynog.

¿En quién estaría pensando? Cynog, un hombre amable con un don de Dios para convertir una piedra fría en algo bello. Owen recordó haberse preguntado si Cynog sentía el alma de la piedra, si era así como le daba vida. Se había ahorcado. Había hombres cuya muerte pocos lloraban, hombres que no habían ddejado una gran marca en esta tierra mortal. Pero no Cynog. Muchos lo llorarían. Aquellos que habían sido testigos de su don. ¿Qué le habría causado tanta desesperación para llevarlo a cometer un pecado que condenaría su alma a los fuegos del infierno para toda la eternidad?

Por fin le llegó el turno a Owen de descender a la fuente con techo de piedra. Se arrodilló, rezó por su alma y las de su familia. Y por el alma de Cynog. Luego, después de quitarse el parche de cuero del ojo izquierdo, Owen cogió agua clara y gélida con sus manos ya frías y se la llevó al párpado arrugado.

* * * * *

Tom, Sam, Jared y Edmund observaron decepcionados el parche de Owen cuando Iolo y él entraron en el gran vestíbulo del palacio del arzobispo.

—No he merecido un milagro —dijo simplemente—. Dadme una cerveza y hacedme sitio junto al fuego. Estoy empapado. Y no hay nada que mostrar.

Cuando Owen hubo saciado su sed y calentado su estómago con la cerveza, se sintió preparado para oír las noticias acerca de la muerte de Cynog.

—Encontraron a Cynog de madrugada, hace cuatro días, colgado de un roble entre las tumbas —dijo Jared. Alto, delgado, con pelo castaño salvajemente rizado, Jared era el chismoso del grupo.

—¿Qué pudo haber impulsado a un hombre como él a ahorcarse? —se preguntó Owen en voz alta.

—Algunos dicen que su dama se había buscado a otro —dijo Jared.

—Muchos dicen que no se mató —intervino el tímido Sam, con su voz suave—. En realidad, la mayoría así lo cree. —Mantuvo la mirada apartada de Jared al decirlo.

Owen se colocó más cerca del fuego e inclinó la cabeza hacia el muchacho.

—¿Por qué dicen eso?

—La cuerda estaba atada al árbol con un nudo marinero —dijo Sam—. Cynog no era un hombre de mar.

Iolo lanzó un resoplido.

—Estamos cerca del mar. Muchos por aquí saben hacer un nudo como ése. Yo sé hacerlo.

—Eres una maravilla —murmuró Jared.

La devoción de Iolo hacia Owen no había pasado inadvertida al resto de la compañía. Tampoco las conversaciones que ambos mantenían en galés y que los demás no entendían. Owen había pensado que Iolo acompañara a Jared a San David, por si hubiera sido necesario llevar a cabo en galés las negociaciones para obtener los pasajes en el barco. Pero no había valido la pena.

Jared acercó bruscamente su cara a la de Iolo.

—Si eres tan…

Owen se retiró del fuego para apartar a Jared.

—Estamos hablando de la muerte de un hombre. Si murió por su propia mano, ahora está ardiendo en el infierno. Pensad en ello. —Owen se volvió hacia Sam—. ¿Acaso Cynog estaba trabajando en la tumba de sir Robert cuando sucedió?

—Estaba prácticamente terminada —dijo Sam—. Pero os estaba esperando para que le aconsejarais sobre el rostro y las manos.

¿Qué había sucedido? Owen se había equivocado al perder el tiempo en Cydweli.

—Entonces tendré que encontrar otro tallador. ¿Cuándo zarpa nuestro barco?

—Pronto —dijo Jared—. El capitán Siencyn espera noticias de vuestra llegada.

Vuelta a casa. Tan cerca y, sin embargo… ¿Cómo podría enfrentarse a Lucie si no se quedaba a ver cómo se terminaba la tumba de su padre? Owen se desplomó en un banco junto al fuego.

—Dios no me sonríe hoy. —Era un día de penitencia.

Owen se había quedado en el castillo de Cydweli para esperar a un grupo proveniente del convento de Usk, con la esperanza de que su hermana, Gwenllian, estuviera en él. No la había visto desde su partida de Gales, hacía veinte años. Había observado con ansiedad la llegada del grupo, corriendo desde la torre para darles la bienvenida en el patio exterior. Detrás del sacerdote había una monja alta y pecosa, sonriente, esperando que él notara su presencia. Cuando Owen encontró su mirada, ella extendió los brazos y corrió a su encuentro.

—Dios es misericordioso —dijo entre lágrimas la hermana Gwenllian al abrazarlo.

—Gwen.

Más tarde, encontraron un momento para hablar.

Owen se sintió lleno de gozo al mirarla. Su hermano Morgan era muy débil, pero Gwen no. La amplia sonrisa de su hermana exhibía unos dientes sanos, su piel era inmaculada; su andar, erguido y desembarazado; su abrazo, tan fuerte como siempre.

—Pareces feliz, Gwen.

—Hermana Gwenllian, no lo olvides. —Ella rió—. ¿Te sorprende? ¿Creíste que me habían enviado a un convento contra mi voluntad?

En realidad, él lo creía así. Siempre había pensado que ella sería la clase de mujer que se casaría y llenaría la casa de niños pecosos.

—Morgan sólo me dijo que estabas en el convento. ¿Así que fuiste tú quien eligió dedicar la vida a Dios?

—Elegí la vida cómoda en un convento, en honor a la verdad. Mi devoción a Dios llegó más tarde.

—¿Y el convento es cómodo?

—No tanto como había imaginado, pero es una buena vida. Me siento bien. ¿Y tú, hermano? ¿Y tu pobre ojo? ¿Ves algo con él? ¿Fue una flecha enemiga? ¿O una disputa por una belleza? —Rió—. Oh, por supuesto, es lo que todos te preguntan. —Lo miró de arriba abajo—. El uniforme de Lancaster y una barba normanda… Sólo eres galés en la forma de hablar.

—En mi corazón, también.

—¿Te alegras de volver?

—Me alegra verte tan bien, Gwen. Y feliz.

Los días que siguieron se los pasaron conversando. Owen disfrutaba de los relatos de Gwen sobre la familia que él había dejado atrás hacía tanto tiempo. Y ella lo acosó con preguntas sobre su vida desde que se había ido para convertirse en arquero al servicio del viejo duque.

Había pensado que valía la pena retrasar el viaje, pero en aquel momento se maldecía por ello. Rogaba para que por lo menos el hermano Michaelo hubiera llegado a York con las cartas que había escrito. Pero ¿cómo habría recibido Lucie las noticias? ¿Cerraría la tienda y se permitiría un tiempo para llorar a su padre? Confiaba en que las cartas la hubieran encontrado bien. Y también a los niños.

Un sirviente estaba en el extremo del grupo con la actitud de alguien que espera que lo noten. Owen le preguntó qué buscaba.

El joven le rogó que lo perdonara por interrumpirlo, pero había sido enviado por el arcediano Rokelyn.

—Mi señor, el arcediano de San David, invita al capitán Archer a cenar con él.

Rokelyn era el segundo en mando en aquella ciudad santa. Owen dudó de que el arcediano deseara gozar de su compañía. ¿Qué debía hacer?

—Iré a verlo —contestó suavemente. El muchacho no tenía por qué pagar por el mensaje que traía.