Capítulo 1

Demasiado lejos

Era un día de mayo que anunciaba el verano, un día en que la gente de York se regocijaba al abrir las puertas para recibir el aire cálido y fresco y encontraba excusas para caminar junto al río bajo el sol o salir a pasear por los Strays para echar un vistazo a sus animales mientras pastaban. Lucie Wilton y su hijo adoptivo, Jasper, estaban encerrados en la botica y observaban las semillas que una dienta acababa de devolver. La tensión que había entre la boticaria y su joven aprendiz parecía consumir el aire. El gato de Jasper rasguñó el postigo cerrado, rogando que lo soltaran.

Jasper miró a Crowder y se dirigió hacia el postigo. Lucie le sujetó la mano.

Crowder puede esperar. Te distraes con mucha facilidad, ése es el problema. Si mantuvieras la mente en tu trabajo en vez de en las intenciones de los vecinos amables, no habrías cometido ese error.

Jasper se soltó violentamente de Lucie y se apartó el pelo liso color arena de la frente con un gesto nervioso.

—Granos de pimienta en lugar de semillas de mastuerzo. Es un error que cualquiera podría cometer. —Su tono era insolente.

Lucie reprimió el impulso de abofetearlo.

—Cualquier tonto puede diferenciarlos por su aroma y su dureza. No se me ocurre cómo pudiste cometer semejante error. Mírame cuando te hablo.

Jasper levantó la mirada hasta la de ella; luego bajó los ojos y encorvó los hombros.

—No volverá a suceder.

—Nunca debió suceder. Un boticario no puede cometer errores. ¿No te he dicho que si alguna vez no estás seguro…?

—Pensé que había cogido el tarro correcto…

—Porque estabas pensando en otra cosa en lugar de en la tarea que tenías delante. Coger el tarro equivocado… Ya sabes qué hay en cada uno. Tú los limpias. Tú los llenas.

—Juro que no volverá a suceder.

—Si pasara una vez…

—¡Lo juro! —gritó Jasper.

«Santo cielo, ojalá Owen estuviera aquí.» Desde que Jasper había cumplido doce años, se había alejado cada vez más de Lucie, al mismo tiempo que se acercaba a su marido, Owen Archer. Si bien Owen reprendía al niño con más frecuencia que Lucie, Jasper parecía respetar sus críticas, pero consideraba que las de Lucie eran injustas.

—Si Owen… —comenzó ella, pero terminó meneando la cabeza.

Jasper apretó los puños y levantó el mentón. Estaba sonrojado.

—Si el capitán estuviera aquí, ¿qué diría sobre Roger Moreton?

—¡Jasper!

—O sobre tu error… —Él se detuvo y bajó la mirada.

—La ictericia de Alice Baker —dijo Lucie en voz baja—. ¿Era eso lo que estabas a punto de decir?

Aunque los mechones lisos del niño le caían sobre la cara, Lucie pudo ver que estaba sonrojado.

—Quería decir…

—Mejor que no digas nada. —Lucie no necesitaba que nadie alimentara su sentimiento de culpa por el estado de la mujer.

Alguien golpeó la puerta. Temerosa de que María de Skipwith ya hubiera hablado del error del niño, Lucie tomó el pergamino lleno de semillas y se lo entregó a Jasper.

—Lleva esto al taller y separa los granos de pimienta.

Jasper miró la mezcla con horror.

—¿Cómo voy a encontrarlos todos?

—No es para dárselos a la señora Skipwith —dijo Lucie—. Es para que fijes en tu mente el aspecto, el sabor, el aroma y la textura de un grano de pimienta.

Jasper se encogió de hombros y se dirigió al taller arrastrando los pies. Crowder lo siguió pisándole los talones.

Lucie se acercó a la puerta y deseó encontrar al otro lado a un mensajero con noticias que le anunciaran el regreso de Owen. A últimos de enero, su marido había viajado al sur para reunirse con Geoffrey Chaucer en una misión en Gales para el duque de Lancaster. El anciano padre de Lucie, sir Robert d’Arby, había acompañado a Owen. Quería peregrinar a San David en acción de gracias a Dios por haberlos salvado de la reciente peste. Ninguno de ellos había regresado a York. Desde que se habían casado, Owen nunca había pasado tanto tiempo lejos de ella. Lucie no previó las dificultades que una ausencia tan prolongada podía causar. Y que lo más difícil iba a ser Jasper… Fue una sorpresa desagradable.

Lucie maldijo por lo bajo al encontrar la puerta cerrada con llave. No quería que algún cliente la oyera reñir a Jasper, pero la tienda cerrada podría provocar rumores. La señora Skipwith había dicho que no se preocupara por el error, entendía quejasper era simplemente un aprendiz, y además no había sufrido daños mayores, sólo algunos estornudos; no se lo diría a nadie, y el muchacho no volvería a hacerlo. Pero las lenguas hablaban a pesar de las mejores intenciones.

Afuera había un monje, con la túnica negra de un benedictino, la cabeza inclinada debajo de su cogulla.

Benedicte —dijo Lucie.

El monje levantó la cabeza. Era el hermano Michaelo, secretario del arzobispo de York y compañero de peregrinación de su padre. ¿Qué significaba que apareciera solo? El rostro patricio del monje estaba ojeroso; los ojos, tristes. «Santo Dios, por favor, que Owen esté bien.»

—Hermano Michaelo… No sabía que habíais vuelto. —Lucie se apartó para que pudiera entrar en la tienda.

Benedicte, señora Wilton. —El monje se inclinó al tiempo que entraba en la habitación.

Lucie echó un vistazo a la calle antes de cerrar la puerta.

—Venís solo.

—Sí. —Michaelo sacó un fajo de cartas de su bolsa—. El capitán Archer me las confió.

—¿Mi marido está bien?

El monje asintió.

—Lo dejé bien.

—Que Dios os bendiga por traérmelas —dijo Lucie, aunque sintió que el corazón se le encogía al tomar las cartas—. Entonces, ¿mi marido sigue en Gales?

—El capitán se propone salir estos días. Dios mediante, debería estar aquí antes de Corpus Christi.

Un mes. Aún tendría que esperar mucho. Pero ella ya había logrado aguantar mucho.

—¿Y mi padre? —Al partir, sir Robert d’Arby no gozaba de muy buena salud.

El hermano Michaelo bajó los ojos y se santiguó.

—Padre —susurró Lucie. Había creído que estaba preparada para aquello—. ¿Cuándo?

—El tercer día de la Pascua, señora Wilton.

Hacía más de un mes. Lucie también se santiguó. Comenzó a temblar. ¿Cuándo se había vuelto tan frío el cuarto?

—Siento mucho traeros semejante noticia —dijo Michaelo al tiempo que la agarraba del brazo y la ayudaba a llegar a un banco.

«No tendría que sorprenderme», pensó Lucie mientras oía cómo Michaelo se deslizaba detrás del mostrador y le servía agua de la jarra. Se sentó junto a ella y sostuvo la taza hasta que ella pudo cogerla.

—No debí alentarlo —dijo Lucie—. No estaba recuperado y hacía mucho frío cuando partieron a caballo, y luego la primavera fue muy húmeda. —Sir Robert se había resfriado el verano anterior y, a pesar de los cuidados de su hermana, no se había recuperado del todo. Lo peor había sido aquella tos incontrolable y la ronquera que la siguió.

—No podíais prever el clima, señora Wilton. —El monje extrajo un pañuelo aromatizado de su manga—. A sir Robert le resultó difícil el viaje. —Michaelo se llevó la mano a los ojos—. Pero nunca se quejó.

—¿Esas lágrimas son por mi padre? —preguntó Lucie. «¿Será posible que el ensimismado Michaelo derrame unas lágrimas por la muerte de mi padre?», pensó.

Michaelo levantó los ojos.

—He sentido una profunda desdicha todo el camino desde Gales. Sé que es egoísta por mi parte sentir lástima de mí mismo por la pérdida de mi amigo. Vuestro padre recibió la muerte con gozo y alivio. —La voz de Michaelo navegó por las olas de sus emociones—. Cuando hayáis leído las cartas, os hablaré sobre los últimos días de vuestro padre. Podríais encontrar consuelo al oírlo. Venid a verme cuando estéis lista. Estaré con Jehannes, arcediano de York. —Se puso en pie—. ¿Queréis que mande venir a alguien?

—Jasper está aquí.

—Estáis muy pálida.

La compasión del monje le llenó los ojos de lágrimas.

—Iré a veros a casa de Jehannes lo antes posible, mañana, si puedo. —El secretario del arzobispo hizo una inclinación, se volvió y partió en silencio.

«Si puedo.» Lucie se acercó hasta un taburete que había detrás del mostrador. Alice Baker y su ictericia, María de Skipwith y el error de Jasper, la desconfianza que Jasper sentía hacia Roger Moreton. Y además había perdido a su padre. Le ardían los ojos. Santo Dios, estaba tan cansada…

Necesitaba un hombro en el que apoyarse. Alguien que la consolara mientras lloraba por su padre. Necesitaba a Owen. Pero él no estaba allí. Su primera reacción fue ir a ver a su amable vecino, Roger Moreton, pero el tonto de Jasper había decidido que Roger estaba cortejándola. No se daba cuenta de que Roger era amable con todos, no sólo con ella.

Su padre ya no estaba. Tenía que ir a Freythorpe Hadden y darle la noticia a Filipa, hermana de su padre y ama de llaves desde hacía tiempo. ¿Podría cerrar la tienda por unos días? ¿Acaso Alice Baker comenzaría a hacer correr rumores acerca de la incompetencia de Lucie mientras ella no estaba para defenderse? La ictericia de Alice no era culpa de Lucie; la mayoría de la gente lo sabría. Durante la mayor parte de su vida de casada, Alice se había quejado de falta de sueño y palpitaciones. No pasaba una semana sin que apareciera en la tienda a comprar ingredientes nuevos para los remedios que ella misma se preparaba. Lucie suponía que había sido la escutelaria comprada recientemente, que, mezclada con algo más de los abarrotados estantes, había causado un exceso de los humores equivocados y le había puesto la piel y los ojos amarillos, y la orina del color pardo de la turba. La comadrona Magda Digby estaba de acuerdo con Lucie: escutelaria y valeriana no debían mezclarse. Magda prescribió una infusión de diente de león y verbena. Lucie le había hecho la mezcla a Alice, pero ¿quién sabía si la mujer la estaba bebiendo y lo que le habría agregado?

Sir Robert estaba muerto. Lucie notó las cartas que tenía en las manos. Las había olvidado. Tinta y pergamino. Quería que estuviera con ella Owen, no sus cartas.

—¿Quién era? —Jasper estaba de pie detrás de ella y volvía la cabeza a un lado y otro para ver qué tenía ella en el regazo.

—El hermano Michaelo. —Lucie notó que el muchacho tenía la nariz enrojecida y los ojos llorosos. Recordaría el castigo—. ¿Has encontrado todos los granos de pimienta?

—Me han hecho estornudar. —Se limpió la nariz.

—Qué bien. A la señora Skipwith le pasó lo mismo. ¿Te has esmerado?

Él asintió.

—¿Y él, qué quería?

Jasper despreciaba al hermano Michaelo. El secretario del arzobispo, en una ocasión, había puesto en peligro la vida de alguien a quien el niño había amado profundamente, el hermano Wulfstan, el viejo enfermero de la abadía de Santa María.

—El hermano Michaelo ha traído cartas de Owen —dijo Lucie—. Y… la noticia de la muerte de mi padre.

—¿Sir Robert? —susurró Jasper. Se santiguó—. Que Dios le conceda paz.

Lucie también se santiguó.

Contrito, Jasper dijo:

—Ve, lee las cartas. Yo puedo ocuparme de la tienda.

Lucie le apretó la mano, sintiéndose contenta por poder disfrutar de una tregua, por efímera que fuera.

—Tengo que leerlas y pensar en lo que debo hacer. Puedes buscarme en el jardín si me necesitas.

Él le dedicó una sonrisa ladeada.

—Si la señora Skipwith habló con alguien sobre mi error, habrá poco que hacer.

—A mí me dijo que no lo haría.

Cuando Lucie se puso de pie, Jasper dijo:

—Lo siento por ella. No volverá a suceder. Lo juro.

Lucie asintió y volvió a apretarle la mano. Él era joven e inevitablemente cometería equivocaciones. Quizá era demasiado dura con él. Pero el gremio no iba a tolerar errores más graves. Incluso ése podría ser castigado.

—Ahora mezcla las hierbas y especias correctas para la señora Skipwith. Cuando cerremos la tienda, puedes llevárselas. Por supuesto, no le cobraremos nada. Y sería sensato que le dieras las gracias. Puede haber hablado con el jefe del gremio y ponerte en apuros.

* * * * *

El jardín de la botica, que estaba detrás de la tienda, había sido la obra maestra del primer marido de Lucie, Nicholas Wilton. Allí no sólo crecían las hierbas que uno esperaba encontrar en semejante jardín, sino también muchas plantas exóticas nacidas de semillas que Nicholas había recogido. Lucie escogió un lugar entre las rosas, cerca de la tumba de Nicholas, lejos del ruido de los niños que jugaban. Pero no pensaba en su primer marido al mirar fijamente las cartas. Pensaba en Owen y sus dudas acerca de que sir Robert hiciera la peregrinación a San David. Owen había señalado las dificultades que planteaba semejante viaje, a la parte más lejana de Gales, incluso para un hombre joven y saludable. Habían partido cuando el invierno todavía les congelaba el aliento. ¿Acaso ella no había visto lo ppeligroso que podía resultar un viaje así para un hombre de casi ochenta años y con la salud debilitada? Lucie sabía que los argumentos de Owen eran sensatos. Pero cuando se enfrentó a su padre y vio el anhelo en sus ojos, no pudo prohibírselo. Y, a decir verdad, ¿tenía derecho a hacerlo? Lo único que quería sir Robert era llegar a San David. Lucie se dio cuenta con una punzada de dolor de que no sabía si su padre había llegado a la ciudad santa. El hermano Michaelo había dicho que sir Robert había fallecido en paz. Seguramente eso significaba que había logrado concluir la peregrinación. Fue esta pregunta sin respuesta la que por fin le hizo verter un mar de lágrimas. Lucie las dejó caer. Ni siquiera notó la presencia de Kate, la criada, hasta que le habló.

—He visto al hermano Michaelo —dijo Kate, de pie junto a Lucie, con una copa de cerveza—. Parecía muy solemne. Y luego he visto que llorabais. Espero que no le haya sucedido nada al capitán Archer.

Lucie tomó la copa.

—Se trata de sir Robert. Al final se lo llevó el frío.

—Oh, lo siento, señora. Era un hombre bueno. —La joven cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro—. ¿Esas cartas son del capitán? —Kate admiraba enormemente a la gente culta.

—Así es.

—¿Vendrá pronto?

—El hermano Michaelo dice que el capitán espera estar en casa para el Corpus.

Kate hizo una mueca.

—Aún falta mucho tiempo. Pero es bueno recibir sus cartas, ¿verdad?

—Lo es, Kate. Iba a leerlas ahora.

—Ah, claro. Debo regresar a mis tareas.

—No le digas nada a tu hermana sobre sir Robert delante de los niños.

La hermana mayor de Kate, Tildy, estaba con Gwenllian y Hugh cerca de la puerta de la cocina.

—Oh, no, señora Lucie. Vos debéis decírselo. Ni siquiera se lo contaré a mi hermana.

Lucie suspiró al mirar cómo Kate se iba deprisa. ¿Por qué últimamente todo parecía tan complicado? ¿Cuánto hacía que no se reía?

Roger Moreton la había hecho reír la noche anterior, durante la cena…, hasta que Jasper lo insultó. La animosidad del muchacho era injustificada. Ciertamente, Roger era viudo. Su mujer había fallecido al dar a luz —un bebé muerto— el otoño anterior. Pero su riqueza y su buena reputación lo convertían en la esperanza de todos los padres de jóvenes casaderas. La pregunta de quién sería su siguiente esposa era un tema que suscitaba grandes conjeturas en la ciudad. Roger no tenía necesidad de cortejar a una mujer casada.

Lucie bajó la mirada hacia las cartas que tenía en las manos. ¿Por dónde debía empezar? Desató el cordón que las mantenía juntas. Owen había puesto en cada una el lugar y la fecha para que ella pudiera leerlas en orden y, así, seguir su viaje. En la primera carta, mencionaba la tos de sir Robert y sus mareos. Cruzar los ríos había sido una empresa difícil a principios de la primavera, desde el país vecino hasta Carreg Cennen. En la carta había mucho sobre los sentimientos encontrados de Owen al regresar a su tierra, pero Lucie la leyó por encima hasta hallar noticias de su padre. Su marido escribía sobre constantes discusiones entre el hermano Michaelo y sir Robert, en las que el monje había participado con buen humor. Otra carta mencionaba los tiernos cuidados que el hermano Michaelo brindaba a su padre. El religioso asombraba a Lucie cada vez más. Desde que lo conocía, había sufrido una gran metamorfosis: había pasado de ser un sibarita interesado a convertirse en el servidor de confianza del arzobispo de York. Cambios prácticos, pensaba ella; seguía siendo un interesado. Pero aquella ternura hacia su padre era una transformación mucho más profunda. Dios había velado por sir Robert y le había concedido aquel compañero en su postrero viaje terrenal. En la última carta, Lucie encontró por fin las noticias que la calmaron. Su padre no sólo había llegado a San David, sino que había tenido una visión en la fuente de Santa Non. Esa visión le había concedido la absolución que había buscado a lo largo de muchas peregrinaciones. Sir Robert había muerto en paz, feliz. Gracias a Dios.

Durante un largo rato, Lucie permaneció sentada, con la cabeza inclinada y el montón de cartas en el regazo, recordando a su padre. Melisenda, su vieja gata, se acurrucó a sus pies. A lo lejos, Lucie oyó las voces de sus hijos.

Las campanas de la iglesia que llamaban a nonas arrancaron a Lucie de sus recuerdos. Debía regresar a la tienda. Reunió las cartas, las llevó al taller y las guardó en un estante que alguna vez había contenido platos y cucharas de madera. Lucie y Nicholas y, más tarde, Owen habían ocupado la vivienda que estaba detrás de la tienda. Pero en aquel momento habitaban en la preciosa casa del otro lado del jardín que sir Robert les había regalado en un intento de enmendar su anterior abandono. Lucie esperaba que su padre hubiera sabido, al final, lo mucho que ella lo había amado.

Jasper levantó la cabeza cuando Lucie entró en la tienda.

—¿Dice el capitán cuándo va a regresar?

—En su última carta decía que esperaba estar en casa dentro de un mes. Eso fue hace más de un mes. —Ella señaló con la cabeza el paquete que él estaba envolviendo—. ¿Es para la señora Skipwith?

—¿Quieres examinarlo?

—Debería.

Jasper lo desenvolvió. Lucie lo examinó con un palo de mezclar, no encontró nada inadecuado y se lo devolvió a Jasper.

—De todas maneras, para cuando ella haya cocido esto en grasa, será inútil —dijo Jasper con tristeza mientras volvía a doblar el pergamino y lo depositaba en el mostrador.

—Ella cree que si se pone un poco sobre las sienes, la ayuda a dormir.

Jasper bajó la cabeza.

Lucie detestaba verlo así.

—Voy a cerrar la tienda el tiempo que esté en Freythorpe Hadden. Debo informar a Filipa sobre la muerte de su hermano.

—Yo podría ir a Freythorpe.

—Tú te quedas aquí. Hace falta la delicadeza de una mujer.

Y necesito que te ocupes de la tienda y el jardín.

—Pero los caminos…

—¡Lleva el remedio a la señora Skipwith!

Jasper tomó el paquete.

—Y date prisa en volver. Tenemos mucho que hacer.

* * * * *

A la mañana siguiente, Lucie caminaba hacia Davygate cuando una figura encapuchada salió de detrás de la sombra que proyectaba el piso superior.

—¿Habéis encontrado la cura para mi ictericia? —le preguntó Alice Baker.

Lucie sintió que la sangre le subía a la cara y el corazón le latía con fuerza. Por carácter, no disfrutaba de los enfrentamientos.

—Ya os dije lo que pienso que la provoca y lo que deberíais hacer para curaros. —Le repitió el consejo con la esperanza de que aquella vez Alice lo oyera—. Tomad una infusión de verbena y raíz de diente de león. Nada más. Luego, ayunad durante dos días, bebiendo sólo agua y sin comer nada. Después de eso, comed moderadamente y no toméis medicinas.

—No habéis encontrado ningún antídoto. —Aquello era, por el tono que había empleado, una afirmación convertida en una acusación.

—Ese régimen es el remedio. Creo que habéis mezclado valeriana con escutelaria.

—Tened cuidado, Lucie Wilton. Podría arruinaros.

«Maldita desagradecida», pensó Lucie. Pero se limitó a decir:

—No puedo creer que queráis hacer eso, Alice.

Lucie levantó la mirada al oír una puerta que se abría y se cerraba al otro lado de la calle.

—Que Dios os acompañe, señora Baker, señora Wilton. —Roger Moreton sonrió al cruzar la calle desde su casa. Otro hombre lo seguía. Lucie devolvió la sonrisa a Roger; ¿cómo era posible que lograra estar allí cuando lo necesitaba?

—Señor Moreton. —Alice Baker lanzó una risita tonta, luego recordó su estado y se dio la vuelta para que su cara con ictericia quedara en sombras.

Roger era un hombre guapo, corpulento, con rasgos definidos. Siempre parecía estar encantado con la vida, sus ojos lanzaban chispas, era rubicundo.

—¿Podréis creerlo? —dijo Roger sin aliento—. Acabo de mencionar vuestro nombre, me he girado, y aquí estáis. ¿No es así, Harold?

—Así es.

—Que Dios os acompañe, caballeros, señora Wilton. —Alice se alejó deprisa.

Lucie no había reparado en el compañero de Roger. Miró al extraño a los ojos. Cielo santo, eran especialmente azules. Él le dedicó una reverencia extrañamente formal.

—¿Hablabais de mí? —le preguntó a Roger.

—Mentí. Esa terrible mujer… Insiste en culparos por su estupidez.

—Es difícil aceptar que uno es estúpido —dijo Lucie—. Pero os lo agradezco. Y a vos —dijo al extraño.

Este, a su vez, lanzó una mirada insegura a Roger.

—Perdonad mi descortesía, señora Wilton —dijo Roger enseguida—. Es Harold Galfrey. Va a ser el mayordomo de mi casa cuando me mude a San Salvador. —Aunque vivía solo, Roger acababa de comprar una gran casa en otra parroquia de la ciudad. Ello había aumentado los frenéticos rumores con respecto a su elección de la nueva señora Moreton.

Lucie nunca habría imaginado que aquel hombre era un mayordomo. Con su piel morena y su pelo aclarado por el sol, no parecía alguien que pasara los días encerrado, organizando una casa. Su físico tampoco concordaba con un hombre semejante. Sin embargo, su atuendo era apropiado para un mayordomo. Su ropa había sido escogida con ojo experto: con aquellos colores tan apagados no ofendería a nadie ni llamaría la atención hacia su persona.

—Sois afortunado de encontraros en la casa del señor Moreton —dijo.

—Sin duda, señora Wilton —replicó Harold.

—Debo irme ya. Tengo mucho que hacer antes de viajar al campo. —Necesitaba tiempo para hablar con el hermano Michaelo y también para disponer una misa de réquiem por su padre. Y, aunque había cerrado la tienda, esperaba que Jasper repusiera todo lo que faltaba. De modo que había mucho que discutir—. Gracias por rescatarme. Que Dios os bendiga en este día.

—¿Iros al campo? —preguntó Roger—. ¿Qué os lleva tan lejos?

Lucie se sintió culpable por haber mencionado el viaje, pues, conociendo a Roger, sabía que él querría enterarse de todo y ofrecerle su ayuda.

—Ayer recibí la noticia de la muerte de mi padre mientras estaba de peregrinación en Gales. Debo ir a Freythorpe Hadden a decírselo a mi tía.

—Que Dios lo tenga en su gloria —dijo Roger—. Debo hacer algo. Os acompañaré.

—Sois muy amable. Pero me quedaré varios días. No podéis dejar vuestros asuntos durante tanto tiempo.

Él asintió, frunciendo el entrecejo.

—Pero necesitáis alguien que os acompañe. —Se le iluminó el rostro—. Harold no tiene nada que hacer hasta que yo ocupe la casa nueva. Él irá con vos. —Roger parecía satisfecho con su idea.

Harold estaba perplejo.

Lucie no tuvo tiempo de quejarse.

—Gracias, señor Moreton. Consideraré vuestra oferta.