Prefacio a la 2.ª edición

Quiero expresar mi gratitud al Institute for Humane Studies por hacer posible esta nueva edición.

No se han introducido en ella cambios en relación con la edición original de 1964, excepto para corregir algunos errores tipográficos. Esto no quiere decir que mis ideas sobre la ética no hayan sufrido ningún cambio en los últimos nueve años, sino solo que estos no han sido lo suficientemente importantes como para justificar la reescritura de la obra y una nueva redacción de la misma.

Los filósofos morales cambian de opinión a menudo. Las ideas de Bertrand Russell sufrieron cambios tan frecuentes y radicales que en 1952 les escribió a dos antologistas (Sellers y Hospers), que reimprimieron un ensayo suyo, publicado en 1910: «No estoy completamente satisfecho con ninguna de las opiniones sobre ética a las que he logrado llegar, y por eso me he abstenido de escribir nuevamente sobre el tema». (Después, sin embargo, volvió a escribir).

Yo no tengo que reportar giros tan violentos. No puedo pensar, por ejemplo, en modificar mis opiniones, tal como fueron resumidas en el capítulo final. Sin embargo, si estuviera escribiendo el libro nuevamente, no hay duda de que introduciría cambios de énfasis y modificaría algunos puntos de menor importancia. Al discutir el objeto fundamental de la ética, utilizaría la palabra «felicidad» con menos frecuencia y la sustituiría más a menudo por «satisfacción» o «bienestar», o incluso por la palabra «bien». De hecho, dedicaría menos atención a tratar de especificar el objeto fundamental de la conducta. Como la cooperación social es el gran medio para alcanzar casi todos nuestros fines individuales, puede pensarse que esta constituye el objetivo moral que debe alcanzarse.

Si en alguna parte hubiera escrito una oración que parezca implicar que los individuos son, o deberían ser, siempre impulsados por motivos exclusivamente egocéntricos o eudemónicos, ahora la modificaría o la eliminaría. Enfatizaría más aún de lo que lo hago en la sección ¿Interés propio contra moral?, en el capítulo 14, que las reglas ideales de la moral son aquellas que están mejor proyectadas para servir al interés de todos en el largo plazo. Habrá ocasiones en que estas reglas demandarán a un individuo un verdadero sacrificio de sus intereses inmediatos y en que, si ellas así lo requieren, tal sacrificio deberá hacerse por la necesidad dominante de mantenerlas intactas. Este principio moral no es diferente del principio legal, universalmente reconocido, de que un hombre debe cumplir un contrato válido, aun cuando le resulte costoso hacerlo. Las reglas de la moral constituyen un contrato social tácito.

¿Es o no «utilitarista» la filosofía moral defendida en estas páginas? En el sentido de que todas las reglas de conducta deben ser juzgadas por su tendencia a conducir hacia resultados sociales deseables, más que indeseables, cualquier ética racional debe ser utilitarista. Pero, cuando se usa esta palabra, parece que a menudo trae a la mente de los lectores un punto de vista específico de algunos escritores del siglo XIX, si es que no una mera caricatura del mismo. Me pareció muy desalentador que, en una revista calificada de académica, mis ideas fuesen presentadas como «utilitarismo puro» (no sé exactamente qué pueda significar eso), a pesar de que yo había apuntado (capítulo 33, subtítulo Cooperatismo), quizá con un poco de buen humor, que probablemente existen más de trece clases de «utilitarismo», y que, en todo caso, había rechazado inequívocamente el utilitarismo ad hoc «clásico» implícito en Bentham, Mill y Sidgwick, y adoptado, en cambio, un «utilitarismo de reglas» como lo planteó antes Hume. La reseña recién citada solo refuerza la convicción que expresé (también en el capítulo 33, subtítulo Cooperatismo) de que el término utilitarismo empieza a durar más que su utilidad en la discusión ética. Yo he denominado a mi sistema propio cooperatismo, término este que parece ser suficientemente descriptivo.

HENRY HAZLITT

Agosto, 1972