Sería seguramente mal visto, sobre todo respecto a un tema que ha ocupado tanto la atención de las mentes más brillantes del mundo, a lo largo de veinticinco siglos, que un escritor presumiera de mucha originalidad. Tal atribución sería, además, más presuntuosa tratándose de ética que en relación con cualquier otro tema, ya que, como yo mismo puntualizo en mi introducción, cualquier sistema ético que propusiera una «nueva valoración de todos los valores (tradicionales)» estaría seguramente equivocado.
Aun así, el progreso en el ámbito de la ética es posible por las mismas razones que lo ha sido en otras ramas del saber y del pensamiento. «Un enano ve más lejos que un gigante, si está erguido sobre los hombros del gigante». Debido a que nosotros nos alzamos sobre los hombros de nuestros grandes predecesores, y nos beneficiamos de sus introspecciones y soluciones, no es irracional esperar que podamos formular respuestas más satisfactorias, por lo menos a ciertas preguntas sobre ética, que las que ellos fueron capaces de dar. Este progreso consistirá probablemente en lograr más claridad, precisión, rigor lógico, unificación e integración con otras disciplinas.
En principio, yo mismo fui inducido a escribir este libro por la convicción de que la economía moderna había encontrado respuestas a los problemas sobre valores individuales y sociales, que la mayoría de los filósofos morales contemporáneos todavía parecen ignorar del todo. Estas respuestas no solo arrojan una gran luz sobre algunos de los problemas centrales de la ética, sino también nos permiten analizar mejor los méritos morales comparativos del capitalismo, el socialismo y el comunismo de lo que muchos especialistas en ética han sido capaces de hacerlo hasta la fecha.
Sin embargo, una vez que decidí escribir este libro, y empecé a pensar y a leer más sobre los problemas de la ética, me fui impresionando progresivamente frente a lo mucho que la teoría ética tenía también que aprender de lo que en jurisprudencia se había descubierto ya. No solo es cierto que la ley impone una «ética mínima»; que «la ley es un círculo con el mismo centro que la filosofía moral, pero con una circunferencia más pequeña». También lo es que la jurisprudencia ha descubierto métodos y principios para resolver problemas legales, que pueden ser extremadamente esclarecedores, cuando se aplican a los problemas éticos. El punto de vista legal lleva, entre otras cosas, al reconocimiento explícito de la inmensa importancia de actuar estrictamente de acuerdo con las reglas generales establecidas. Por eso yo he intentado presentar aquí una «teoría unificada» de la ley, la moral y los buenos modales.
Finalmente, me molestaba cada vez más la falsedad de la antítesis, tan comúnmente formulada por los filósofos morales, entre los intereses del individuo y los intereses de la sociedad. Cuando los intereses, bien entendidos, del individuo se consideran en el largo plazo, se puede concluir que están en armonía con, y casi coinciden —si es que no completamente, hasta el punto de llegar a identificarse con ellos— con los intereses de largo plazo de la sociedad misma. Reconocer esto nos lleva a reconocer lo conducente a la cooperación social como el gran criterio de la rectitud de las acciones, porque la cooperación social voluntaria es el gran medio para alcanzar no solo nuestros fines colectivos, sino también casi todos nuestros fines individuales.
Por otro lado, me deprime que la mayoría de quienes en los últimos treinta, e incluso sesenta, años han pretendido escribir con seriedad sobre ética (si comenzamos con los Principia Ethica de G. E. Moore) hayan mostrado una excesiva preocupación casi solamente por el análisis lingüístico. He comentado esto (en las secciones 7 y 8 del capítulo 23) de manera solo suficiente para resaltar por qué la mayor parte de esta quisquillosidad y logomaquia no es más que una digresión de la verdadera tarea de la ética.
En un campo tan frecuentemente surcado como el de la ética, la deuda intelectual de uno hacia los escritores anteriores consiste en ser tan extenso como para que los reconocimientos específicos parezcan casuales y arbitrarios. Pero los escritores antiguos de quienes más he aprendido son los utilitaristas británicos, empezando con Hume y pasando por Adam Smith, Bentham, Mill y Sidgwick. El más grande de ellos es Hume, cuya insistencia en la utilidad de actuar estrictamente de acuerdo con reglas generales fue tan extrañamente pasada por alto por casi todos sus sucesores, utilitaristas clásicos. Mucho de lo mejor, tanto en Adam Smith como en Bentham, parece poco más que una elaboración de las ideas expresadas antes y más claramente por Hume.
Mi mayor deuda con un escritor vivo (como creo que será evidente por las específicas citas que hago de su trabajo) es la que tengo con Ludwig von Mises, cuyas observaciones éticas desafortunadamente no han sido desarrolladas en profundidad, sino aparecen como breves pasajes incidentales en el ámbito de sus grandes contribuciones a la economía y a la «praxeología». Entre los filósofos morales contemporáneos, he aprendido mucho, incluso cuando no estaba de acuerdo con ellos, de Sir David Ross, Stephen Toulmin, A. C. Ewing, Kart Baier, Richard B. Brandt, J. O. Urmson y John Hospers. En el trazo de las relaciones entre la ley y la ética, mis fuentes principales han sido Roscoe Pound, Sir Paul Vinogradoff y F. A. Hayek.
Me siento profundamente endeudado tanto con el profesor von Mises como con el profesor Hospers (adicionalmente a la ayuda que recibí de sus escritos), por leer amablemente mi manuscrito, y brindarme sus críticas y sugerencias. Cualesquiera defectos que mi libro pueda tener aún, y no obstante lo muy corto que yo haya quedado en apreciar el valor de algunas de sus críticas, o en hacer las correcciones adecuadas, estoy seguro de que este es un libro mucho mejor de lo que sería sin su generosa ayuda.
Una pregunta que se le puede ocurrir a ciertos lectores muy al principio, y que debe perseguir a muchos de los que escriben sobre ética en algún momento, durante el transcurso de su estudio y composición, es esta: ¿Para qué sirve la filosofía moral? Un hombre puede saber qué es lo correcto y, sin embargo, no hacerlo. Puede saber que una acción es equivocada, pero carecer de la fuerza de voluntad para refrenarse. Yo solo puedo ofrecer a la teoría ética la defensa que John Stuart Mill hace en su Autobiography de la utilidad de su System of Logic: «Cualquiera que sea el valor práctico de una verdadera filosofía de estas cosas, apenas será posible exagerar los daños que puede causar una filosofía falsa».
HENRY HAZLITT
Diciembre, 1963