Al igual que otros muchos pensadores, Herbert Spencer escribió su primer libro sobre moral, The Data of Ethics, acuciado por un sentimiento de urgencia. En el prefacio de ese volumen, escrito en junio de 1879, le decía a sus lectores que se apartaba del orden establecido originalmente para los volúmenes en su System of Synthetic Philosophy porque «indicios, repetidos en los últimos años con creciente frecuencia y claridad, me han mostrado que la salud puede fallar permanentemente, incluso aunque la vida no termine, antes de que llegue a la última parte de la tarea que me he impuesto».
«Es de esta última parte de la tarea», continuaba, «de la que considero que todas las partes precedentes son subsidiarias». Y siguió diciendo que, desde su primer ensayo, escrito en 1842 y titulado The Proper Sphere of Government, «mi último propósito, subyacente a todos mis propósitos inmediatos respecto a la conducta, ha sido encontrar una base científica para los principios del bien y del mal».
Además, él consideraba el establecimiento de reglas de buena conducta con una base científica como «… una necesidad apremiante. Ahora que los preceptos morales están perdiendo la autoridad que les daba su supuesto origen sagrado, la secularización de la moral se vuelve imperativa. Pueden suceder pocas cosas más desastrosas que la decadencia y muerte de un sistema normativo que ya no resulta apropiado, antes que se haya desarrollado otro sistema normativo más apto para reemplazarlo. La mayoría de quienes rechazan el credo actual parecen suponer que el órgano de control provisto por este puede ser desechado sin peligro y dejar un vacío, sin que lo llene ningún otro órgano de control. Mientras tanto, aquellos que defienden el credo actual sostienen que, en ausencia de la guía que este provee, no puede existir ninguna otra: piensan que la única guía posible son los mandamientos divinos».
Los temores de hace más de ochenta años de Spencer en gran parte se han materializado en buena medida, y, en parte al menos, por las mismas razones que él expresó. Juntamente con el deterioro de la fe religiosa, se ha producido un deterioro de la moral. Ello se pone de manifiesto en todo el mundo en el incremento del crimen, el aumento de la delincuencia juvenil, el creciente recurso a la violencia para resolver disputas económicas y políticas internas, el deterioro de la autoridad y la disciplina. Y sobre todo se ve, en sus formas más agudas, en el ascenso del comunismo, esa «religión de la inmoralidad»,[1] entendida ya como doctrina, ya como una fuerza política mundial.
Ahora bien, el deterioro contemporáneo de la moral es, por lo menos en parte, resultado del deterioro de la religión. Probablemente haya millones de personas que creen, junto con Ivan Karamazov en la novela de Dostoyevsky, que de acuerdo con el ateismo «todo es permitido». Y muchos incluso dirán, con su medio hermano Smeyerdakov, que tomó el asunto únicamente al pie de la letra, que «si no hay Dios eterno, tampoco existe la virtud ni necesidad alguna de ella». El marxismo no solo es beligerantemente ateo, sino que busca destruir la religión porque cree que la misma es el «opio de los pueblos»: es decir, porque apoya una moral «burguesa» que desaprueba el engaño, la mentira, la traición, la ilegalidad, la confiscación, la violencia, la guerra civil y el asesinato sistemático, que el comunismo considera necesarios para derrocar o destruir al capitalismo.
Hasta qué punto la fe religiosa sea una base necesaria de la ética lo examinaremos más adelante. Aquí yo tan solo quiero señalar que, a lo largo de la historia, por lo menos una gran parte de las reglas y costumbres morales han tenido siempre un fundamento secular. Esto es cierto no solo de las costumbres morales, sino también de la ética filosófica. Basta mencionar los nombres de moralistas precristianos tales como Confucio, Pitágoras, Heráclito, Demócrito, Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos y los epicúreos, para caer en la cuenta de hasta qué punto es cierto lo que digo. Hasta los religiosos de la Edad Media, representados notablemente por Santo Tomás de Aquino, le debían más de su teoría ética a Aristóteles que a San Agustín.
Pero, dado que la costumbre moral y la teoría moral pueden tener una base autónoma, o parcialmente autónoma aparte de cualquier fe religiosa específica, ¿cuál es esta base y cómo se la descubre? Este es el problema central de la ética filosófica. Schopenhauer lo resumió así: «Predicar la moral es fácil, darle un fundamento es difícil».
Tan difícil, en efecto, que parece casi imposible. Esa sensación casi de desesperanza ha sido expresada elocuentemente por Albert Schweitzer, uno de los grandes líderes morales de nuestro siglo:
¿Tiene algún sentido, sin embargo, arar por milésima segunda vez un campo que ha sido arado ya mil y una veces? ¿Acaso todo lo que se podría decir sobre la moral no ha sido dicho ya por Lao-Tse, Confucio, Buda y Zaratustra; Amós e Isaías; Sócrates, Platón y Aristóteles; Epicuro y los estoicos; Jesús y Pablo; los pensadores del Renacimiento, del «Aufklärung» y del Racionalismo; Locke, Shaftesbury y Hume; Espinoza y Kant; Fichte y Hegel; Schopenhauer, Nietzsche y otros? ¿Hay alguna posibilidad de ir más allá de estas convicciones contradictorias del pasado a nuevas creencias que tendrán una influencia más fuerte y perdurable? ¿Podrá reunirse el núcleo moral de los pensamientos de todos estos hombres en una idea de lo moral, que uniría todas las fuerzas a las que ellos apelan? Debemos confiar en que así sea, si es que no vamos a abandonar la esperanza sobre el destino de la raza humana.[2]
Parecería enormemente presuntuoso, después de esta lista de grandes hombres, escribir otro libro más sobre ética, si no fuera por dos consideraciones: primero, la moral es principalmente un problema práctico; segundo, se trata de un problema que todavía no ha sido resuelto satisfactoriamente.
No es un menosprecio a la ética reconocer francamente que los problemas que ella plantea son principalmente prácticos. Si no fueran prácticos, no tendríamos ninguna obligación de resolverlos. Incluso Kant, uno de los más puros entre los teóricos, reconocía la naturaleza esencialmente práctica del pensamiento ético, en el mismo título de su trabajo principal sobre la ética: La crítica de la razón práctica. Si perdemos de vista esa meta práctica, el primer peligro es que podamos enredarnos en preguntas sin respuesta, como: ¿Para qué estamos aquí? ¿Cuál es el propósito de la existencia del universo? ¿Cuál es el destino último de la humanidad? El segundo peligro es que podemos caer en la mera trivialidad o el diletantismo, y nos encontremos con una conclusión como la de C. D. Broad:
No podemos aprender a actuar correctamente, apelando a la teoría ética de la acción correcta, como no podemos jugar bien al golf, apelando a la teoría matemática de la pelota que se usa en este deporte. De ese modo, el interés de la ética es casi completamente teórico, lo mismo que el interés de la teoría matemática del golf o del billar… La salvación no lo es todo. Y tratar de entender en términos generales lo que uno resuelve en detalle divagando sin rumbo fijo es una gran diversión para aquellas personas a las que les gusta tal cosa.[3]
Una actitud así conduce a la esterilidad. Lo lleva a uno a seleccionar los problemas equivocados como los más importantes, y no brinda ningún parámetro para comprobar la utilidad de una conclusión. Debido a que tantos escritores éticos han tomado una actitud similar, se han perdido a menudo en problemas puramente verbales y con frecuencia se satisfacen con soluciones puramente retóricas. Uno se puede imaginar cuán poco se habría progresado en las reformas legales, la jurisprudencia o la economía, si se hubieran abordado simplemente problemas puramente teóricos, que apenas eran como «una gran diversión para las personas a quienes les gusta tal cosa».
El menosprecio del «simple sentido práctico», tan de moda en la actualidad, no era compartido por Emmanuel Kant, quien precisó: «Ceder ante cada capricho de la curiosidad, y no permitir que nuestra pasión por la investigación sea restringida por nada que no sean los límites de nuestra habilidad, muestra una avidez mental no impropia de la erudición. Pero es la sabiduría la que tiene el mérito de seleccionar, entre los innumerables problemas que se nos presentan, aquellos cuya solución es importante para la humanidad».[4]
Pero el avance de la ética filosófica no ha sido decepcionante solo porque tantos escritores han perdido de vista sus metas prácticas últimas. También se ha retardado por la excesiva premura de algunos de los principales escritores de ser «originales»: de rehacer completamente la ética de un solo golpe; ser nuevos legisladores, compitiendo con Moisés; «reevaluar todos los valores» con Nietzsche; o agarrarse, como Bentham, a alguna prueba única y demasiado simplificada, como la del placer-y-dolor, o la de la mayor felicidad, y empezar a aplicarla de una manera demasiado directa y radical a todos los juicios morales tradicionales, desechando de plano aquellos que no parecen conformarse inmediatamente con la nueva revelación.
Podemos tener un progreso más sólido, creo yo, si al principio no somos muy precipitados o muy ambiciosos. En este libro no emprenderé una larga discusión en torno a la controvertida pregunta sobre si la ética es o puede ser una «ciencia». Es suficiente señalar que la palabra «ciencia» se utiliza en la actualidad con una amplia gama de significados, y que la lucha por aplicarla a cada rama de la investigación y el estudio, o a cada teoría, es principalmente una lucha por obtener prestigio, y un intento de atribuir precisión y certeza a las conclusiones propias. Me contentaré con señalar que la ética no es una ciencia, en el sentido con que esa palabra se aplica a las ciencias físicas, a la determinación de asuntos de hechos objetivos, o al establecimiento de leyes científicas que nos permiten formular predicciones exactas. Pero la ética tiene los elementos para ser llamada ciencia, si por ello entendemos una búsqueda sistemática, conducida de acuerdo con reglas racionales. No es un mero caos. No es solo una cuestión de opinión, en la que el criterio de una persona es tan bueno como el de cualquier otra; o en la que una declaración es tan verdadera o tan falsa, o carece tanto de sentido, o es tan imposible de verificar como cualquier otra; o en la que ni la inducción racional, ni la deducción, ni los principios de la investigación o de la lógica tienen algo que ver. Si por ciencia, en resumen, entendemos simplemente la investigación racional, orientada a obtener una serie de deducciones y conclusiones, unificada y sistematizada, entonces la ética es una ciencia.
La ética tiene la misma relación con la psicología y la praxeología (teoría general de la acción humana) que la medicina con la fisiología y la patología, o que la ingeniería con la física y la mecánica. Carece de poca importancia llamar a la medicina, a la ingeniería y a la ética ciencia aplicada, ciencia normativa o arte científico. La función de cada una es tratar, de manera sistemática, una clase de problemas que necesitan ser resueltos.
Que la ética sea o no calificada de ciencia es, como he dejado entrever arriba, más que otra cosa un problema semántico; un conflicto por elevar o reducir su prestigio y la seriedad con que debe ser tomada. Pero la respuesta que nosotros demos tiene consecuencias prácticas importantes. Quienes insisten en su derecho al título, y al uso de la palabra «ciencia» en su sentido más estricto, es probable que no solo reclamen para sus conclusiones una inflexibilidad y certeza que no puedan ser discutidas, sino que sigan métodos seudocientíficos, en un esfuerzo por imitar a la física. Es probable que quienes le niegan a la ética el título de cualquier forma concluyan (o ya concluyeron): o que los problemas éticos no tienen sentido ni respuesta y que «lo posible es lo correcto»; o, por el otro lado, que ya conocen todas las respuestas por «intuición», o por un «sentido moral», o por revelación directa de Dios.
Convengamos entonces, provisionalmente, en que la ética es, por lo menos, una de las «ciencias morales» (en el sentido que John Stuart Mill utilizó la palabra), y en que si no es una «ciencia» en el sentido exacto y más restringido, es, por lo menos, una «disciplina»; por lo menos, una rama del conocimiento o estudio sistematizado; por lo menos, lo que los alemanes llaman un Wissenschaft.[5]
¿Cuál es el objeto de esta ciencia? ¿Cuál nuestra tarea frente a ella? ¿Cuáles las preguntas que intentamos contestar?
Empecemos con los objetivos más modestos y luego continuemos con los más ambiciosos. Nuestro objetivo más modesto es encontrar cuál es realmente nuestro código moral no escrito; cuáles son realmente nuestros juicios morales tradicionales, «espontáneos» o de «sentido común». Nuestro siguiente objetivo debe ser preguntar hasta qué punto estos juicios forman un todo consistente. Donde sean inconsistentes, o parezcan serlo, debemos buscar algún principio o criterio que los armonice, para decidir entre ellos. Después de dos mil quinientos años y miles de libros, existe una enorme probabilidad de que no sea posible una teoría de la ética completamente «original». Probablemente, todos los primeros grandes principios han sido, por lo menos, sugeridos. El progreso en la ética es probable que consista más en definición, precisión, y clarificación, armonización, generalidad y unificación de la misma.
Un «sistema» de ética, entonces, significaría un código o un conjunto de principios que forman un todo consistente, coherente e integrado. Pero, para llegar a esta coherencia, debemos buscar el criterio último, por el cual todas las acciones o reglas de acción deben ser probadas. Debemos llegar a esto tratando simplemente de explicitar lo que estaba solamente implícito, hacer consistentes reglas que solo eran inconsistentes, tornar definitivas o precisas reglas o juicios vagos o indefinidos, unificar lo separado y completar lo que solo se mostraba parcialmente.
Si encontramos este criterio moral básico, esta prueba del bien o del mal, quizás entonces nos veamos obligados a revisar por lo menos algunos de nuestros juicios morales anteriores, y a reevaluar por lo menos algunos de nuestros valores anteriores.