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Ética y ley

1. Ley natural

En las sociedades primitivas la religión, la moral, la ley, las costumbres, los modales existen como un todo no diferenciado.[77] Los límites entre estas instituciones o categorías son nebulosos e indefinidos. Sus respectivos ámbitos se distinguen solo gradualmente. Durante generaciones, no solo la ética conserva una base teológica, sino también la jurisprudencia, que fue parte de la teología durante dos siglos, antes de la Reforma.

Es la doctrina de la ley natural la que empieza a ilustrar lo relativo a la fusión y separación de los campos de la ética, la ley y la teología. Con la teoría del derecho natural los griegos pusieron un fundamento moral teórico a la ley. Los juristas romanos convirtieron el derecho natural en ley natural, y procuraron descubrir el contenido de esta ley natural y ponerlo en relieve. La Edad Media puso a la ley natural un fundamento teológico. En los siglos XVII y XVIII se obvió este fundamento y se sustituyó, al menos parcialmente, por un fundamento racional. A finales del siglo XVIII, Kant trató de sustituir el fundamento racional por un fundamento metafísico.[78]

Pero ¿qué es la ley natural y cómo surgió este concepto? En las manos de los abogados romanos, las teorías griegas sobre lo que era correcto por naturaleza y lo que era correcto por convenio o promulgación derivaron en la diferencia entre ley por naturaleza y ley por costumbre o promulgación. Las reglas basadas en la razón eran ley por naturaleza. Lo correcto o lo justo por naturaleza se convirtió en ley por naturaleza o ley natural. De esta manera comenzó la identificación de lo legal y lo moral, característica esta de los pensadores de la ley natural desde entonces.[79]

En la Edad Media el concepto de ley natural fue identificado con el de ley divina. La ley natural procedía inmediatamente de la razón, pero, en última instancia, de Dios. Según Tomás de Aquino, era una reflexión de la «razón de la sabiduría divina que gobierna el universo entero». Pensadores posteriores no vieron conflicto entre ley natural y ley divina. Según Grocio, por ejemplo, ambas se basaban en la razón eterna y en la voluntad de Dios, que solo desea la razón. Esta es también la visión de Blackstone. La misma se refleja en la visión de jueces americanos, como, por ejemplo, el juez Wilson, quien nos dice que Dios «está bajo la gloriosa necesidad de no contradecirse a sí mismo».[80]

El concepto de ley natural ha jugado un papel importante tanto respecto a la confusión como al progreso legal. La confusión se deriva de su desafortunado nombre. Cuando la ley natural es identificada con las «leyes de la naturaleza», se llega a suponer que el pensamiento humano no puede tener ninguna parte en su formación o creación. Se presume que preexiste. Simplemente es función de nuestra razón descubrirla. De hecho, muchos escritores que han escrito sobre la ley natural soslayan totalmente la razón. No es necesaria. Sabemos lo que es la ley natural —o al menos parecen saberlo ellos— mediante un conocimiento intuitivo directo.

Esto despertó la ira de Bentham. Él sostuvo que la doctrina de la ley natural era simplemente uno de los «artilugios para evitar la obligación de apelar a cualquier parámetro externo, y para convencer al lector de que aceptara el sentimiento u opinión del autor como una razón en sí misma… Una gran multitud habla continuamente de la ley de la naturaleza; luego manifiestan sus sentimientos sobre lo que es correcto y lo que es incorrecto: estos sentimientos, usted debe entenderlo, son capítulos y secciones de la ley de la naturaleza… El más imparcial y abierto de todos ellos es el hombre, que hablando claro, dice: soy del número de los elegidos. Ahora bien, el mismo Dios se cuida de informar a sus elegidos sobre lo que es correcto. Con tan buen resultado que no solamente se limitan a conocerlo, sino que hasta realizan el esfuerzo que sea necesario para practicarlo. Así es que, si algún hombre quiere saber lo que es correcto y lo que es incorrecto, no tiene otra cosa que hacer que venir a mí».[81]

Sin embargo, si pensamos en la ley natural como simplemente un nombre poco apropiado para la ley ideal —o «la ley como debería ser»—, y si, además, tenemos la humildad o la precaución científica para suponer que no sabemos intuitiva o automáticamente qué es dicha ley, pero que se trata de algo que debe ser descubierto y formulado por experiencia y razón; y que podemos mejorar constantemente nuestros conceptos, sin alcanzar nunca el carácter definitivo o la perfección, entonces tenemos un instrumento poderoso para reformar continuamente la ley positiva. Estos eran, de hecho, la hipótesis y el método implícitos del mismo Bentham.

2. El derecho consuetudinario

La ley positiva y la moral «positiva» son ambas resultado de un largo crecimiento histórico. Crecieron juntas, como parte de una tradición y costumbre no diferenciadas que incluía la religión. Pero la ley tendió a secularizarse y a independizarse de la teología antes que la ética. También se hizo más definida y explícita. El derecho consuetudinario angloamericano, en particular, se desarrolló a través de costumbres de decisiones judiciales. Los jueces individuales comprendieron, implícitamente —si no de manera explícita—, que la ley y su aplicación deben ser seguras, uniformes y previsibles. Ellos trataron de solucionar los casos individuales de acuerdo a sus «méritos»; pero reconocieron que su decisión respecto de un caso debe ser «consistente» con su decisión respecto de otro, y que las decisiones de una corte deben ser consistentes con las de otras, de modo que no puedan ser revertidas fácilmente mediante apelación.

Buscaron, por tanto, la conformación de reglas generales, según las cuales pudieran ser abordados y resueltos los casos particulares. Para conformar estas reglas generales se apoyaron en analogías, tanto con sus propias decisiones anteriores como con las decisiones anteriores de otras cortes. Por lo general, los abogados litigantes no impugnaban la existencia o validez de estas reglas. No negaron que los casos deberían resolverse de acuerdo con precedentes establecidos. Pero trataron de descubrir y citar las analogías y precedentes que favorecieran su criterio particular. El abogado de una parte sostendría que el caso de su cliente era análogo al caso anterior Y, no al X, y que, por tanto, debería resolverse conforme a la regla B, no a la regla A, mientras el abogado de la otra parte argumentaría lo contrario.

De esta manera, sobre la base de los precedentes y del razonamiento analógico, se desarrolló el gran cuerpo del derecho consuetudinario. Por supuesto, hubo en ello al principio una gran reverencia al mero precedente en sí, indistintamente de que el mismo fuera racional o irracional. Pero era claro que constituía una muestra de racionalidad útil respetar el precedente en sí mismo: esto sirvió de base para aplicar la ley de una manera segura, uniforme y previsible. También había, incluso en las primeras etapas, y posteriormente cada vez más, un elemento de racionalidad útil en las decisiones particulares. Al tratar de resolver un caso, tomando en cuenta los pros y los contras en torno al mismo, un juez probablemente consideraría no solamente los probables efectos prácticos de su decisión particular, sino también los probables efectos prácticos de otras decisiones parecidas en torno a otros casos. Así, el derecho consuetudinario se fue conformando tanto por inducción como por deducción: al resolver casos particulares los jueces fueron dando lugar a la conformación de reglas generales; es decir, a reglas que se aplicarían en casos parecidos; y cuando llegara a ellos un nuevo caso concreto, buscarían la regla general preexistente y más relevante de acuerdo con la cual sería más apropiado y justo resolverlo.

Así, los jueces hicieron la ley y la aplicaron. Pero el derecho consuetudinario adolecía de un amplio margen de incertidumbre. Cuando los precedentes entraban en conflicto y las analogías eran discutibles, los litigantes no podían saber de antemano por cuál precedente o analogía se guiaría un juez en concreto. Cuando la regla general o el principio se habían conformado sobre la base de declaraciones vagas o inconsistentes, nadie podría saber de antemano qué forma de la regla aceptaría un determinado juez como válida o determinante. ¿Cómo podrían protegerse los hombres contra decisiones caprichosas o arbitrarias? ¿Cómo podrían saber de antemano si sus acciones eran legales o si los contratos y acuerdos en los que participaban serían considerados válidos? Ante esta perspectiva se impuso la necesidad de una ley escrita y más explícita.

Pero la ley en conjunto —el derecho consuetudinario y el derecho escrito—, consistía en un cuerpo de reglas generales —y hasta de «reglas generales para conformar la regla general», de acuerdo con la cual resolver un caso particular— en crecimiento estable y cada vez más consistente. El intento de hacer estas reglas generales más precisas y consistentes, y descubrir una base utilitaria para ellas o construirlas sobre tal base, condujo al desarrollo de la filosofía de la ley y a la ciencia de la jurisprudencia.

Los tratadistas de jurisprudencia estaban más o menos divididos en dos escuelas: la analítica y la filosófica. «La jurisprudencia analítica rompió completamente con la filosofía y con la ética… El modelo ideal del jurista analítico era un sistema de preceptos legales lógicamente consistentes y lógicamente interdependientes… Suponiendo una separación de poderes exacta, lógicamente definida, el jurista analítico sostenía que la ley y la moral eran distintas, no relacionadas, y que a él solo le preocupaba la ley»…[82]Por otra parte, «a lo largo del siglo XIX los juristas filosóficos dedicaron la mayor parte de su atención a la relación de la ley con la moral, la relación de la jurisprudencia con la ética».[83]

Sin embargo, hay aquí una ironía. Mientras la mayor parte de los tratadistas de jurisprudencia se han preocupado por las relaciones de la ley con la ética, procurando hacer las normas legales consecuentes con las exigencias éticas y descubrir lo que la jurisprudencia tiene que aprender de la ética, los moralistas no se han esforzado para nada por descubrir lo que podrían aprender de la jurisprudencia. Y así han supuesto tácitamente que mientras la ley es algo creado y desarrollado por el hombre, que debe ser perfeccionado por él, la ética es algo creado por Dios y dado a conocer al hombre por intuición. La gran mayoría de los tratadistas de ética han supuesto algo similar. Incluso los moralistas evolutivos y los utilitaristas no se han preocupado de ver qué podrían aprender estudiando la ley y la jurisprudencia.

Y —lo más extraño de todo— esto era cierto hasta de Jeremy Bentham, que hizo importantes contribuciones tanto a la jurisprudencia como a la ética, y cuyo libro más famoso se titula, significativamente, Introduction to the Principles of Morals and Legislation. Sin embargo, también él estuvo principalmente preocupado por lo que la legislación tenía que aprender de la moral, o mejor dicho, por lo que ambas tenían que aprender del principio de utilidad o el principio de la mayor felicidad, y no por la gran lección que la filosofía ética tenía que aprender de la jurisprudencia y de la ley: la importancia y la necesidad de reglas generales.

Sin embargo, Bentham nos legó un símil revelador: «La legislación es un círculo con el mismo centro que la filosofía moral, pero su circunferencia es más pequeña».[84] En 1878 Jellinek subsumió la ley en la moral del mismo modo, al declarar que la ley era una ética mínima, o que solo era una parte de la moral: la parte que tenía que ver con las condiciones indispensables del orden social. Al resto de la moral, deseable, pero no indispensable, lo llamó «un lujo ético».[85]

3. El relativismo de Anatole France

La gran lección que la filosofía moral tiene que aprender de la filosofía legal es la necesidad de adherirse a reglas generales. También tiene que aprender la naturaleza de dichas reglas. Estas deben ser, además de generales, ciertas, uniformes, regulares, previsibles e iguales en su aplicación. «Las reglas sobre la propiedad, el comercio, la seguridad de las adquisiciones y de cualquier otra transacción, en una sociedad de organización económica compleja, pueden y deben ser de aplicación general y absoluta».[86] «La misma concepción de la ley implica ideas de uniformidad, regularidad y previsibilidad».[87]

Nadie ha descrito la ley mejor que F. A. Hayek, en su libro The Constitution of Liberty. Según él, debe estar libre de arbitrariedad, privilegio o discriminación. Debe aplicarse a todos, y no simplemente a personas o grupos particulares. Debe ser cierta. Debe consistir en la imposición de reglas conocidas. Estas reglas deben ser generales y abstractas, en lugar de específicas y concretas. Tan claras que las decisiones de las cortes sean previsibles. En resumen, la ley debe ser cierta, general e igual para todos.[88] «El contraste verdadero con un reinado del estatus es el reinado de leyes generales e iguales; de reglas que son las mismas para todos».[89] «Como funcionan de acuerdo con las expectativas que crean, es fundamental que sean aplicadas siempre, independientemente de que las consecuencias, en algún caso particular, parezcan o no deseables».[90] Las leyes verdaderas deben ser «conocidas y ciertas… El punto más importante es que las decisiones de las cortes puedan ser predecibles».[91]

Cuando estos requisitos se cumplen, los requisitos de la libertad también se cumplen. Como dijo John Locke: «El fin de la ley no es abolir o limitar la libertad, sino conservarla y ampliarla… Ya que la libertad es no tener limitaciones ni sufrir violencia de parte de otros, algo que no puede existir donde no hay ley».[92]

«La libertad de los hombres bajo un determinado gobierno es tener una regla permanente según la cual vivir, común a cada miembro de la sociedad, y promulgada por el poder legislativo erigido legalmente; una libertad que me permita seguir mi propia voluntad en todas las cosas donde dicha regla no la prescribe, y no estar sujeto a la voluntad inconstante, incierta y arbitraria de otro hombre».[93]

Cuando la justicia se representa como una matrona ciega que preside los tribunales, no significa que sea ciega a la realidad del caso concreto, sino a la riqueza, la posición social, el sexo, el color, la apariencia, la simpatía u otras circunstancias que rodean a las partes en litigio. Significa que se reconoce y acepta que la justicia, la felicidad, la paz y el orden solo podrán establecerse, a largo plazo, por el respeto a reglas generales más que por respetar los «méritos» de cada caso particular. Esto es lo que Hume quiere decir cuando insiste en que la justicia requerirá a menudo que un hombre bueno y pobre sea obligado a pagarle dinero a un hombre rico y malo, si, por ejemplo, el pago se relaciona con una deuda legítima. Y esto es lo que los defensores de una «justicia» ad hoc —una «justicia» que solo considera los «méritos» específicos del caso particular ante la corte, y no lo que el alcance de la regla de aquella decisión implicaría— nunca han entendido. Casi todo el peso de los escritores y los intelectuales de los últimos dos siglos, en su respuesta a las preguntas tanto legales como morales, ha apuntado en esta dirección ad hoc. Su actitud se resume en la famosa mofa irónica de Anatole France: «La igualdad majestuosa de la ley que prohíbe tanto al rico como al pobre dormir bajo los puentes, pedir en las calles y robar el pan».[94]

Pero ni Anatole France ni ninguno de los que abogan por una justicia ad hoc se han molestado nunca en aclarar qué reglas o guías, aparte de sus propios sentimientos inmediatos, aplicarían en lugar de la igualdad ante la ley. ¿Decidirían en cada caso de robo sobre cuánto «necesitaba» el ladrón la cosa robada o cuán poco la «necesitaba» su dueño legítimo? ¿Calificarían de ilegal solo que un hombre rico le robe a un hombre pobre, pero de legal que alguien le robe a otro más rico que él? El mismo Anatole France, en su magnánima postura, ¿habría considerado correcto que alguien lo plagiara o pirateara sus escritos, con la única condición de que el pirata o plagiario pudiera mostrar que no era todavía tan próspero o conocido como Anatole France?

La tesis sostenida por Thomas Huxley de que no solo es ilegal, sino inmoral, para un hombre robar un pan, incluso estando hambriento, les parece una declaración victoriana, cruel y escandalosa, a todos nuestros relativistas éticos «modernos», a todos los teóricos ad hoc que se enorgullecen de su «compasión» peculiar. Pero nunca han sugerido ellos qué reglas deberían sustituir a las reglas generales que deploran, o cómo deberían determinarse las excepciones. La única regla general que parecen realmente tener en mente es una que rara vez se atreven a manifestar: que cada uno debería ser una ley para sí mismo, y que cada uno debería decidir por sí mismo, por ejemplo, si su «necesidad» es lo bastante grande, o la de su víctima lo bastante pequeña, como para justificar el robo a la misma.

4. Círculo interno y externo

Antes de terminar esta discusión sobre la relación entre la ley y la ética, regresemos al símil de Bentham según el cual la ley es un círculo con el mismo centro que la filosofía moral, pero con una circunferencia menor, y a la conclusión similar de Jellinek, según la cual la ley es una «ética mínima». Tratemos de ver exactamente dónde termina el radio del círculo legal menor y por qué termina allí.

Podemos hacer esto con unas ilustraciones concretas. La primera es la del profesor que dijo: «Muchachos, sean puros de corazón o los azotaré».[95] El punto es que la ley solo puede funcionar mediante sanciones —castigo, resarcimiento, prevención forzosa— y, por lo tanto, solo puede asegurar la moralidad externa de las palabras y las acciones.

La segunda ilustración es la de un joven atlético, con una cuerda y un salvavidas a mano, que se sienta en la banca en un parque, a la orilla de un río, y ve impasiblemente cómo un niño se ahoga, aunque hubiera podido evitarlo sin el menor peligro.[96] La ley ha rechazado que en tales casos se tenga alguna responsabilidad. Como dijo Ames, «Él no le quitó nada a una persona en peligro; simplemente no dejó que un extraño se beneficiara de una ventaja… La ley no obliga a la benevolencia a un hombre respecto de otro. Se deja a la conciencia de uno elegir ser o no un buen samaritano».[97]

Este razonamiento legal es también apoyado a causa de ciertas dificultades prácticas de la prueba. Supongamos que hay más personas en la orilla, y cada una sostiene que otra está en una posición mucho mejor para efectuar el rescate. O supongamos que tomamos la pregunta más amplia, lanzada por Dean Pound: «Si Juan Pérez está indefenso y hambriento, ¿debería demandar a Henry Ford o a John D. Rockefeller?».[98] Esto eleva la pregunta sobre la dificultad para responder en quién recae el deber de ser el buen samaritano.

Pero, si pasamos por alto estas dificultades prácticas, y volvemos a nuestra ilustración original sobre el hombre que está sentado solo en una banca y deja tranquilamente que el niño se ahogue, sabiendo que no hay ninguna otra persona de quien pueda llegarle ayuda alguna, excepto de él, no cabe pregunta alguna respecto a cuál sería el juicio de la moral de sentido común sobre su acto. El caso es suficiente para ilustrar la esfera, mucho más amplia, de la ética comparada con la ley.[99] La moral demanda una benevolencia activa más allá de la requerida por la ley. Pero cuánto y hasta dónde se extienda esta es asunto que se tratará en otro capítulo.