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La necesidad de reglas generales

1. La contribución de Hume

David Hume, probablemente el más grande de los filósofos británicos, hizo tres contribuciones principales a la ética. La primera fue la formulación y la aplicación consistente de «el principio de la utilidad».[59] La segunda, su consideración de la compasión. La tercera, no menos importante que las otras, indicar no solo que debemos adherirnos inclaudicablemente a las reglas generales que rigen la acción, sino por qué es esencial esto para asegurar los intereses y la felicidad de la humanidad y del individuo.

Sin embargo, resulta desconcertante en la historia del pensamiento ético que esta tercera contribución haya sido tan a menudo pasada por alto, y no solo por escritores subsecuentes de la escuela utilitarista, incluido Bentham, sino hasta por historiadores de la ética, cuando hablan del mismo Hume.[60] Quizás una razón de ello sea que Hume, cuando habla sobre moral en su A Treatise of Human Nature (1740), dedica solo unos pocos párrafos a este punto. Y en su Inquiry Concerning the Principles of Morals, publicada doce años más tarde (en 1752) —que en su autobiografía calificó de «incomparablemente el mejor» de todos sus escritos históricos, filosóficos o literarios— le dedicó menos espacio aún. Pero incluso así, es tan importante y tan central, que todo el espacio y el tiempo que dediquemos a comentarlo parecerá poco.

Comencemos con la propia exposición que del principio y de sus motivos hace Hume en Treatise:

Un solo acto de justicia es frecuentemente contrario al interés público; y si existiese solo, sin ser seguido por otros, podría ser, en sí mismo, muy perjudicial para la sociedad. Cuando un hombre de mérito, de disposición caritativa, restituye una gran fortuna a un avaro, o a un intolerante sedicioso, actúa justa y loablemente; pero la verdadera víctima es el público. Cada acto individual de justicia, considerado aparte, no conduce más al interés privado que al público; y es fácilmente comprensible que un hombre pueda empobrecerse en un solo momento de integridad, y tener razón para desear que, en cuanto a aquel simple acto, las leyes relativas a la justicia deberían haber sido suspendidas en el universo al menos en aquel momento. Pero, dado que los actos aislados de justicia pueden ser contrarios al interés público o privado, es seguro que el plan o esquema completo es muy propicio, o incluso absolutamente necesario, tanto para el sostén de la sociedad como para el bienestar de cada individuo. Es imposible separar el bien del mal. La propiedad debe ser estable y fijada por reglas generales. Aunque en un principio el público sea la víctima, este mal momentáneo será ampliamente compensado por la persistencia estable de la regla, y por la paz y el orden que ello genera en la sociedad. Incluso cada persona individual debe sentirse ganadora al hacerse balance, pues sin justicia la sociedad se ve obligada a disolverse inmediatamente, y cada uno caerá en una condición salvaje y aislada, infinitamente peor que la peor situación que pueda ser posible suponer en la sociedad. Por consiguiente, cuando los hombres han tenido la suficiente experiencia para observar que —independientemente de cualquiera que pueda ser la consecuencia de cualquier acto individual de justicia realizado por una sola persona— todo el sistema de acciones en el que la sociedad entera concurre es infinitamente ventajoso para el todo y para cada parte, no pasa mucho tiempo sin que la justicia y la propiedad se impongan. Todos los miembros de la sociedad son sensibles a este interés: cada uno expresa este sentido a sus semejantes junto con la resolución que ha tomado de ajustar sus acciones al mismo, a condición de que los otros hagan igual. Ya no es más un requisito inducir a cualquiera de ellos a realizar un acto de justicia, para quien tiene la primera oportunidad. Esto se convierte en un ejemplo para otros. Así, la justicia se establece ella misma por una especie de convención o acuerdo: es decir, por un sentido de interés, que se supone es común a todos, y donde cada acto individual se realiza con la expectativa de que los otros actuarán lo mismo. Sin este acuerdo, nadie habría soñado nunca que existiera una virtud como la justicia, ni habría sido inducido a conformar sus acciones con ella. Considerado cualquier acto en particular, mi justicia puede ser perniciosa en todo sentido. Solo suponiendo que otros imitarán mi ejemplo, puedo ser inducido a practicar esta virtud, pues solamente esa combinación puede hacer ventajosa la justicia, o darme a mí mismo un motivo para conformarme con sus reglas.[61]

Unas treinta páginas más adelante, Hume observa: «La avidez y la parcialidad de los hombres traerían rápidamente el desorden al mundo, si no fueran refrenadas por algunos principios generales e inflexibles. Por consiguiente, fue con miras a esta inconveniencia que los hombres establecieron aquellos principios, y han consentido en controlarse a sí mismos por reglas generales, no alteradas por el rencor y el favor, o por visiones particulares de interés privado o público».[62]

Una docena de años después, Hume retorna al tema en su Inquiry Concerning the Principles of Morals, aunque lamentablemente lo hace menos central de su argumento que en el trabajo anterior. En el cuerpo de Inquiry Concerning the Principles of Morals solo encontramos una o dos referencias breves, en una sola oración, a «la necesidad de reglas, dondequiera que los hombres tengan cualquier intercambio unos con otros».[63] Solo cuando llegamos a la conclusión volvemos a encontrar, por segunda vez, una breve referencia a la necesidad de «rendir homenaje a las reglas generales».[64] Y solo cuando llegamos a los apéndices encontramos un análisis más amplio, aunque limitado a dos o tres páginas:

La ventaja que resulta [de las virtudes sociales de justicia y fidelidad] no es consecuencia de cada acto individual, sino del sistema completo, en el que ha concurrido toda o la mayor parte de la sociedad. La paz y el orden generales son los apoyos de la justicia, o no apropiarse de las posesiones de otros; pero el respeto particular al derecho particular de un ciudadano individual puede, con frecuencia, considerado por sí mismo, producir consecuencias perniciosas. El resultado de los actos individuales es aquí, muchas veces, directamente opuesto al resultado de la totalidad de las acciones; y el primero puede ser muy dañino, mientras que el segundo es ventajoso en el más alto grado. Las riquezas heredadas de un padre son un instrumento perverso en manos de un mal heredero. En algún caso, el derecho de sucesión puede resultar perjudicial. Su beneficio surge solo de la observancia de la regla general, y es suficiente si compensa todos los males y molestias que se derivan de caracteres y situaciones particulares.[65]

Hume habla entonces de «reglas generales, inflexibles y necesarias para apoyar la paz y el orden generales en la sociedad», y continúa:

Todas las leyes de la naturaleza que regulan la propiedad, así como todas las leyes civiles, son generales y consideran solamente algunas circunstancias esenciales del caso, sin tomar en cuenta los caracteres, situaciones y conexiones de la persona interesada, o cualquier consecuencia particular que pueda resultar de la determinación de estas leyes en cualquier caso particular que se ofrezca. Ellas privan, sin escrúpulos, a un hombre caritativo de todas sus posesiones, si han sido adquiridas por equivocación, sin título válido, para entregarlas a un avaro egoísta, que ya ha amontonado inmensas reservas de riqueza superflua. La utilidad pública requiere que la propiedad sea regulada por reglas generales inflexibles; y aunque tales reglas sean adoptadas como mejor sirven al mismo fin de la utilidad pública, es imposible prevenir con ellas todas las privaciones particulares o hacer que resulten consecuencias benéficas de cada caso individual. Es suficiente que el plan completo sea necesario para apoyar a la sociedad civil y, debido a ello, el bien, en general, subsista por encima del mal.[66]

2. El principio en Adam Smith

Sería imposible exagerar la importancia de este principio, tanto en la ley como en la ética. Más tarde pondremos de manifiesto que, entre otras cosas, él solo puede reconciliar lo que es verdadero en algunas controversias tradicionales de la ética: por ejemplo, la antigua disputa existente entre el utilitarismo benthamiano y el formalismo kantiano, entre relativismo y absolutismo, y hasta entre la ética «empírica» y la «intuitiva».

La mayor parte de los comentaristas de Hume ignoran completamente el punto. Incluso Bentham, que no solo tomó el principio de utilidad de Hume, sino que lo bautizó con el engorroso nombre de utilitarismo —que subsistió—,[67] pasó por alto, para todos los propósitos prácticos, esta calificación vital. Es natural buscar algún rastro de la influencia del principio de las reglas generales de Hume en Adam Smith, su admirador y joven amigo durante doce años y —al menos en algunos aspectos doctrinales— también su discípulo. (Muchos de los puntos de vista sobre comercio, dinero, interés, el equilibrio y la libertad del comercio, impuestos y crédito público, tratados en The Wealth of Nations, habían sido tratados ya por Hume en sus Essays, Moral, Political and Literary, publicados unos treinta años antes). De hecho, Adam Smith incorporó el principio de las reglas generales en su Theory of Moral Sentiments (1759), concretamente en la parte III, capítulos IV y V. Él lo dice de manera elocuente:

Nuestras observaciones continuas sobre la conducta de otros nos conducen sin darnos cuenta a formular, para nuestro propio uso, ciertas reglas generales sobre lo que es adecuado y apropiado hacer o evitar…[68] El respeto a esas reglas generales de conducta es lo que se denomina apropiadamente «sentido del deber», un principio de las máximas consecuencias en la vida humana, único por el cual la mayoría de los hombres son capaces de regir sus acciones…[69] Sin este respeto sagrado a las reglas generales, no hay ningún hombre en cuya conducta se pueda confiar mucho. Es esto lo que constituye la diferencia más esencial entre un honorable hombre de principios y un sujeto despreciable. El primero se adhiere en todas las ocasiones, firmemente y con resolución, a sus máximas, y conserva durante toda su vida un nivel de conducta uniforme. El otro actúa variable y accidentalmente, según el nivel de su humor, su inclinación o su interés…[70] De la observancia tolerante de estos deberes [justicia, verdad, castidad, fidelidad] depende la misma existencia de la sociedad humana, que se reduciría a nada, si la humanidad no fuera generalmente respetuosa con aquellas importantes reglas de conducta.[71]

Pero, a pesar de esta enfática formulación del principio, Adam Smith hace una calificación dudosa, que es, de hecho, inconsistente con él. Nos dice —al parecer en contradicción con Hume— que «originalmente no aprobamos o condenamos acciones particulares, porque, después de examinadas, puedan resultar de acuerdo o ser inconsistentes con una cierta regla general. La regla general, al contrario, se conforma partiendo de la experiencia de que, en determinadas circunstancias, todas las acciones de una cierta clase son aprobadas o desaprobadas de alguna manera».[72] Continúa manifestando que «el hombre que primero vio cometer un asesinato» no tendría que reflexionar, «para concluir que tal acción era horrible», que había sido violada «una de las reglas más sagradas de la conducta».[73] Y se vuelve irónico a costa «de varios autores muy eminentes» —¿Hume entre ellos?— que «articulan sus sistemas como si hubieran supuesto que los juicios originales de la humanidad, en cuanto a lo correcto o lo incorrecto, habían sido formulados como las decisiones de un tribunal jurídico: primero, considerando la regla general y, en segundo lugar, preguntándose si la acción particular sometida a consideración había sido comprendida correctamente».[74]

Smith simplifica demasiado el problema y no reconoce su propia inconsistencia. Si, desde el principio de los tiempos, siempre hubiéramos reconocido al instante —solo al verlas, oírlas o hacerlas— qué acciones eran correctas y cuáles incorrectas, no tendríamos necesidad de formular reglas generales y disponernos a cumplirlas, a menos que la regla general fuera: hacer siempre lo correcto y nunca lo incorrecto. No tendríamos ni siquiera necesidad de estudiar o discutir sobre ética. Podríamos prescindir de todos los tratados al respecto y abstenernos hasta de cualquier discusión de problemas éticos específicos. Toda la ética podría resumirse en la regla anterior. Incluso de los diez mandamientos sobrarían nueve.

3. Redescubrimiento en el siglo XX

Lamentablemente, el problema es más complicado. Es cierto que nuestros actuales juicios éticos sobre algunas acciones son instantáneos: parecen basarse en el aborrecimiento del acto en sí mismo, y no en alguna consideración sobre sus consecuencias (aparte de aquellas que parecen inherentes al acto mismo, como el sufrimiento del torturado o la muerte del asesinado), o en algún juicio en el sentido de que implican la violación de una regla general abstracta. Sin embargo, la mayor parte de estos juicios instantáneos, en efecto, pueden estar en parte o principalmente basados en el hecho de que se está violando una regla general. Podemos ver con horror a otro coche que se aproxima velozmente hacia nosotros por el lado izquierdo de la carretera (que es el que le corresponde), aunque no haya nada intrínsecamente incorrecto en conducir por el lado izquierdo del camino, y todo el peligro se derive de violar una regla general. De hecho, no menos que en la ley, en nuestros juicios privados tratamos de decidir de acuerdo con qué regla general deberíamos actuar o de acuerdo con qué regla general debería clasificarse un determinado acto. Los tribunales deben decidir si un acto equis es asesinato en primer grado, homicidio sin premeditación, o legítima defensa. Si un paciente tiene una enfermedad incurable, el doctor a quien piden tranquilizarlo debe decidir si debe decirle una mentira, o ahorrarle un sufrimiento inútil. Cuando tratamos de decidir (si es que alguna vez lo hacemos conscientemente) si decimos o no a nuestra anfitriona que no podemos recordar una tarde anterior tan maravillosa, lo que estamos tratando de decidir es si esto sería un perjurio, un acto de hipocresía o el cumplimiento de un deber que las formas corteses suelen reclamarnos.

A veces, decidir según qué regla debe clasificarse un acto puede significar un problema difícil. F. H. Bradley estaba tan impresionado con esto que hasta lamentó cualquier esfuerzo por solucionar el problema «mediante una deducción reflexiva», e insistió en que solo debe hacerse esto «mediante una subsunción intuitiva que ignora que se trata de una subsunción». Y argumentaba: «Ningún acto en el mundo tiene ningún aspecto que merezca ser subsumido bajo una buena regla; por ejemplo, robar en economía, preocuparse por las propias relaciones, protestar contra las malas instituciones, hacerse justicia uno mismo, etc.», y razonar sobre esta materia conduce directamente a la inmoralidad. (Ethical Studies, págs. 196-197). Pienso que no deberíamos tomar muy en serio un argumento tan oscurantista. Seguido rigurosamente condenaría todo razonamiento sobre ética, incluso el del propio Bradley. El problema de decidir según qué regla debe ser clasificado un acto es algo que nuestros tribunales y jueces deben resolver mil veces al día, y no por «subsunción intuitiva», sino razonando sobre lo que se sostendrá en la apelación. En ética este problema no suele presentarse muy a menudo, pero cuando se presenta es porque nuestras «subsunciones intuitivas» entran en conflicto.

La necesidad de reconocerle inflexibilidad a las reglas generales es simple. Incluso los calificativos que se le den deben ser pensados de acuerdo con esas mismas reglas. Cualquier «excepción» que se haga en este sentido no debe ser caprichosa, sino susceptible de ser declarada por la propia regla, de formar parte de ella, y de ser personificada por ella. En resumen: incluso aquí debemos ser guiados por la generalidad, la previsibilidad, la certeza, y la no decepción de expectativas razonables.

El gran principio que Hume descubrió y formuló fue que, mientras la conducta debería ser juzgada por su «utilidad» —es decir: por sus consecuencias, por su tendencia a promover la felicidad y el bienestar— no son los actos específicos los que deberían ser juzgados así también, sino las reglas generales de acción. Son solo las consecuencias probables a largo plazo de estas reglas, y no de los actos específicos, las que pueden ser razonablemente previstas. F. A. Hayek lo expresó así:

Es cierto que la justificación de cualquier regla particular de la ley debe ser su utilidad… Pero, hablando en general, solo la regla en su conjunto debe justificarse así, no cada una de sus aplicaciones. La idea de que cada conflicto, sea de la ley o de la moral, debería decidirse de la manera que parecería más oportuna a alguien que pudiera prever todas las consecuencias de tal decisión, implica negar la necesidad de cualquier regla. «Solo una sociedad de individuos omniscientes podría dar a cada persona completa libertad para sopesar cada acción particular sobre bases utilitaristas generales». Un utilitarismo «tan extremo» conduce al absurdo; y solamente lo que se ha llamado utilitarismo «restringido» tiene, por lo tanto, alguna importancia para nuestro problema. Sin embargo, pocas creencias han sido más destructivas del respeto a las reglas de la ley y de la moral que la idea de que la regla es vinculante solo si el efecto beneficioso de observarla puede ser reconocido en cada caso particular.[75]

El principio de actuar de acuerdo con reglas generales ha tenido en la ética una historia curiosa. Dicho principio está implícito en la ética religiosa (los diez mandamientos), en la ética «intuitiva» y en la ética del «sentido común»: en los conceptos de «hombre de principios» y «hombre de honor»; es formulado explícitamente por Hume, el primer utilitista; luego es pasado casi completamente por alto por Bentham, el utilitarista clásico, y solo parcialmente vislumbrado por Mill; ahora, prácticamente en la década pasada, ha sido descubierto de nuevo por un grupo de escritores.[76] Ellos le han dado el nombre de utilitarismo de reglas, en contraste con el utilitarismo de hechos —más antiguo— de Bentham y de Mill. La primera denominación me parece excelente (aunque yo preferiría utilitismo de reglas, expresión un poco menos incómoda), pero la propiedad de esta segunda es más cuestionable. En ambos casos son las consecuencias probables de un acto las que se juzgan: en el primero son las consecuencias probables del acto como una instancia [efecto, consecuencia] de seguir una regla; y en el segundo, las consecuencias probables de un acto considerado en sí mismo, aparte de cualquier regla general. Quizás un nombre mejor fuera utilitismo ad hoc.

En cualquier caso, a menudo habrá una diferencia profunda en nuestro juicio moral, según el criterio que apliquemos. No hay bases para que los niveles del utilitismo directo o ad hoc no sean, necesariamente y en cada caso, menos exigentes que los del utilitismo de reglas. De hecho, pedirle a alguien que cada vez que actúe haga aquello «que contribuirá más que cualquier otro acto a la felicidad humana» (como algunos utilitaristas más antiguos pensaron) es imponerle una elección opresiva e imposible. Es imposible para cualquiera saber todas las consecuencias que un acto equis tendrá cuando se lo considera aislado. Sin embargo, no le resultará imposible saber cuáles serán las consecuencias probables de seguir una regla generalmente aceptada, pues tales consecuencias probables son ya conocidas, como resultado de toda la experiencia humana. Son los resultados de la experiencia humana previa los que han conformado nuestras reglas morales tradicionales. Cuando al individuo se le pide simplemente que siga alguna regla aceptada, las cargas morales que pesan sobre él no son imposibles de soportar. Los remordimientos de conciencia que puedan sobrevenirle si su acción no tiene las consecuencias más benéficas son también soportables. No es la menor de las ventajas de que todos actuemos según reglas morales comúnmente aceptadas que nuestras acciones sean previsibles por otros, y las de los demás previsibles por nosotros, con la consecuencia adicional de que así seremos más capaces de cooperar unos con otros, ayudándonos mutuamente a perseguir nuestros fines individuales.

Cuando juzgamos un acto por mero utilitismo ad hoc, es como si preguntáramos: ¿Cuáles serían las consecuencias de este acto, si pudiera ser considerado aislado, como un acto único aquí y ahora, sin las consecuencias propias de un acto precedente o de un ejemplo para otros? Si esto fuera así, estaríamos desatendiendo deliberadamente las que pueden ser sus consecuencias más importantes.

En la persecución de las implicaciones adicionales del principio de actuación según reglas generales, debemos considerar la relación total entre la ética y la ley.