Largo plazo frente a corto plazo
No hay ningún conflicto irreconciliable entre los intereses del individuo y los de la sociedad. Si lo hubiera, la sociedad no podría existir. La sociedad es el gran medio a través del cual los individuos persiguen y realizan sus fines. Y dado que no es más que otro nombre con el que se designa la combinación de los individuos para cooperar entre sí, la sociedad es también el medio con el que cada uno de nosotros promueve la consecución de los objetivos de otros como una forma indirecta de alcanzar los nuestros. En una mayoría abrumadora de casos esta cooperación es voluntaria. Son solo los colectivistas quienes presumen que los intereses del individuo y de la sociedad (o el Estado) son fundamentalmente opuestos, y que el individuo solo puede ser llevado a cooperar en la sociedad mediante coacciones draconianas.
La verdadera distinción que debe hacerse, sobre todo en aras de la claridad ética, no es entre el individuo y la sociedad, ni siquiera entre «egoísmo» y «altruismo», sino entre intereses de corto plazo e intereses de largo plazo. Esta distinción se hace constantemente en la economía moderna.[45] En ella se basan en gran parte los economistas para condenar las políticas de aranceles, subsidios, fijación de precios, control de alquileres, subsidios agrícolas, imposiciones sindicales, financiación del déficit e inflación. Quienes dicen en tono burlón que «en el largo plazo todos estaremos muertos»[46] son tan irresponsables como los aristócratas franceses, cuyo lema era après nous le dèluge (después de nosotros, el diluvio).
La distinción entre intereses de corto plazo e intereses de largo plazo ha estado siempre implícita en los juicios éticos de sentido común, especialmente en los concernientes a la ética prudencial. Pero rara vez ha recibido un reconocimiento explícito, y menos aún con esas palabras.[47] El moralista clásico que estuvo más cerca de formularlo sistemáticamente fue Jeremy Bentham. Y lo hace no comparando intereses de corto plazo con intereses de largo plazo, o las consecuencias de las acciones a corto plazo con las consecuencias de las mismas a largo plazo, sino comparando cantidades mayores o menores de placer o de felicidad. Así, en su esfuerzo por juzgar acciones comparando las cantidades o «valores» de los placeres que proporcionan o que de ellas resultan, mide estas cantidades por la «duración» (gradualmente, hasta siete grados) y por «la intensidad».[48] Una postura típica suya, en su Deontology, es esta: «¿No es la moderación una virtud? Sí, sin duda lo es. Pero ¿por qué? Porque, al contener el placer durante un tiempo, después lo eleva a un nivel que deja, en general, una adición mayor a la reserva de felicidad».[49]
Los motivos de sentido común relativos a la moderación y otras virtudes prudenciales son con frecuencia malentendidos o ridiculizados por los escépticos éticos:
Tengamos vino y mujeres, alegría y risa;
sermones y soda el día después.
Así cantó Byron. Lo que esto significa es que los sermones y la soda son el pequeño precio que se paga por la diversión. También Samuel Butler generalizó con cinismo la distinción entre moralidad e inmoralidad, en cuanto dependen simplemente del orden de precedencia entre placer y dolor: «La moral surge dependiendo de si el placer precede o sigue al dolor. Así, es inmoral emborracharse, porque el dolor de cabeza viene después de la bebida, pero, si el dolor de cabeza viniera primero y la embriaguez después, sería moral emborracharse».[50]
Cuando hablamos seriamente, por supuesto que para nada se cuestiona si el dolor o el placer son primero, sino cuál excede al otro en el largo plazo. Las confusiones que resultan de no entender este principio conducen no solo, por una parte, a los sofismas de los escépticos éticos, sino también, por la otra, a las falacias de los escritores antiutilitaristas y de los ascetas. Cuando los antiutilitaristas atacan no simplemente el cálculo del dolor-placer de los benthamitas, sino hasta el principio de la mayor felicidad, o la maximización de las satisfacciones, se podrá concluir que casi invariablemente suponen, de manera tácita o expresa, que los estándares utilitaristas solo toman en consideración las consecuencias inmediatas o de corto plazo. Su crítica es válida solo cuando se aplica a formas burdas de las teorías hedonista y utilitarista. Más adelante volveremos a un análisis más largo de esto.
Otra forma de confusión conduce al resultado opuesto: las teorías y criterios del ascetismo. El criterio utilitarista, aplicado consistentemente, solo pregunta si una acción (o, más exactamente, una regla de acción) tenderá a conducir, en el largo plazo, a un exceso de felicidad y de bienestar o a un exceso de infelicidad y de malestar, a todos aquellos a quienes afecta. Uno de los grandes méritos de Bentham fue que intentó aplicar el criterio a fondo y consistentemente. Aunque no fuera totalmente exitoso, porque había varios instrumentos importantes de análisis de los cuales carecía, fueron notables el grado de éxito que tuvo y la firmeza con que mantuvo este criterio.
Respecto a los intereses del bienestar a largo plazo del individuo, le resulta necesario al mismo hacer ciertos sacrificios a corto plazo o sacrificios aparentes. Debe poner ciertas restricciones inmediatas a sus impulsos, a fin de prevenirse frente a arrepentimientos posteriores. Debe aceptar una cierta privación hoy, ya sea con el fin de cosechar una mayor compensación en el futuro o de prevenirse contra una privación mayor en ese mismo futuro.
Pero, debido a una asociación confusa, los ascetas concluyen que la restricción, privación, sacrificio o dolor a los que uno debe someterse a veces en el presente por el futuro, es algo virtuoso y digno de elogio en sí mismo. El ascetismo fue cáusticamente definido por Bentham como «aquel principio que, como el principio de utilidad, aprueba o desaprueba cualquier acción, según la tendencia que parece tener de aumentar o disminuir la felicidad del sujeto cuyo interés está en juego, pero de una manera inversa: aprobando acciones en cuanto que tiendan a disminuir su felicidad, y desaprobándolas en cuanto que tiendan a aumentarla».[51] Y continúa: «Es evidente que cualquiera que repruebe cualquier mínima partícula de placer como tal, sea cual fuere la fuente de que se deriva, es por tanto un partidario de los principios del ascetismo».[52]
Es posible un juicio más favorable si damos del ascetismo otra definición. Como Bentham mismo explicó, el término ascetismo proviene etimológicamente de una palabra griega que significa ejercicio. Bentham continúa: «Las prácticas por las cuales los monjes procuraron distinguirse de otros hombres fueron denominadas ejercicios. Estos ejercicios consistían en una gran variedad de artilugios que tenían para atormentarse».[53]
Sin embargo, si rechazando esta definición, pensamos en el ascetismo como en una forma de atletismo, análogo a lo que los atletas o los soldados practican para endurecerse contra una posible adversidad, o contra probables pruebas de fuerza, coraje, valentía, esfuerzo y resistencia en el futuro; o incluso como un proceso de restricción para refinar «el sabor intenso del placer esporádico», entonces el ascetismo es algo que sirve a un objetivo utilitarista y hasta hedonista.
La confusión del pensamiento seguirá mientras sigamos usando la misma palabra, ascetismo, en ambos sentidos. Solo podemos evitar la ambigüedad atribuyéndole nombres diferentes a cada situación o a cada caso.
Voy a rechazar la tentación semántica de aprovechar el prestigio moral tradicional del ideal ascético utilizando el término ascetismo solo en el sentido «bueno» de una disciplina, o de una restricción previsora asumida para maximizar la felicidad en el largo plazo. Si hiciera esto, me sentiría obligado entonces a usar exclusivamente alguna otra palabra —como flagelantismo, por ejemplo— en el sentido «malo» de mortificación o autotormento. Nadie puede constituirse en dictador del uso de las palabras. Solo puedo decir, por lo tanto, que, en vista del uso tradicional, pienso que sería más honesto y menos confuso limitar la palabra ascetismo al sentido antiutilitarista, antihedonista, antieudemonista de abnegación y autotormento, por el propio bien, y elegir otra palabra, que podría ser autodisciplina, o incluso acuñar una palabra nueva, como disciplinismo,[54] para referirse a la doctrina que propugna la abstinencia y la restricción, no por sí mismas, sino solo en cuanto sirven como medios para aumentar la felicidad en el largo plazo.
La distinción entre la consideración de las consecuencias en el corto y en el largo plazo es tan básica, y se aplica tan frecuentemente, que uno podría justificarse por tratar de hacerla, por sí misma, el fundamento completo de un sistema de ética, y decir, sin más, que en esencia la moral no consiste en la subordinación del «individuo» a la «sociedad», sino en la subordinación de objetivos inmediatos a objetivos de largo plazo. El principio del largo plazo es un fundamento necesario, si no suficiente, de la moral. Bentham no logró verter el concepto (que se ha explicitado principalmente por la economía moderna) exactamente en estas palabras, pero se acercó a él insistiendo constantemente en la necesidad de considerar las consecuencias futuras, lo mismo que las presentes, de cualquier forma de conducta, y en su intento de medir y comparar «cantidades» de placer, no solo en términos de «intensidad», sino también de «duración». Muchos esfuerzos se han hecho por precisar la diferencia entre placer y felicidad. Uno de ellos es el que se fija en la diferencia entre una satisfacción momentánea y una satisfacción permanente, o al menos prolongada, entre el corto y el largo plazo.
Quizás este sea el momento más apropiado para advertir al lector contra algunas malas interpretaciones posibles del principio del largo plazo. Cuando se nos pide que tomemos en cuenta las probables consecuencias de una acción o regla de acción equis en el largo plazo, no significa que debamos desatender, ni siquiera que podamos justificar desatender, sus probables consecuencias a corto plazo. Lo que realmente se nos pide que tomemos en consideración son las consecuencias netas totales de una acción o regla de acción equis. Se justifica que sopesemos el placer de la bebida de esta noche frente al dolor de cabeza de mañana, el placer de la cena de esta noche frente al dolor de la indigestión de mañana o el inoportuno aumento de peso, el placer de las vacaciones de este verano en Europa frente al precario saldo de nuestra cuenta bancaria en el próximo otoño. No deberíamos ser engañados por el término «largo plazo» hasta suponer que el placer, la satisfacción o la felicidad deban ser valorados solo de acuerdo con su duración: su «intensidad», «certeza», «proximidad», «fecundidad», «pureza» y «grado» también cuentan. En cuanto a esta introspección Bentham estaba en lo cierto. En los raros casos de conflicto, es la regla de acción que promete más satisfacción, antes que simplemente una satisfacción más larga, o una mayor satisfacción futura, la que deberíamos seguir. No necesitamos valorar la satisfacción futura probable por encima de la satisfacción presente. La única razón por la que es necesario hacer un esfuerzo especial para mantener el costo futuro en mente, en el momento de la tentación es que nuestra naturaleza humana es demasiado propensa a ceder ante el impulso presente y a olvidar el costo del futuro. Si realmente el placer inmediato pesa más que el probable costo futuro, entonces rechazar un placer no es más que un puro ascetismo o un acto de autoprivación. Constituir esto en una regla de acción no aumentaría la felicidad, la reduciría.
En otras palabras, si aplicamos el principio del largo plazo, debemos hacerlo con una cierta dosis de sentido común. Debemos limitarnos a la consideración del largo plazo relevante: el finito y razonablemente cognoscible largo plazo.
Este es el grano de verdad en la cínica máxima de Keynes de que «en el largo plazo todos estaremos muertos».[55] Sin duda, ese largo plazo podemos ignorarlo justificadamente. No podemos penetrar en la eternidad.
Sin embargo, ningún futuro, ni siquiera los cinco minutos que siguen a nuestro presente, es seguro, y en ningún momento podemos hacer otra cosa que actuar sobre probabilidades (aunque, como veremos, respecto a una determinada conducta o a equis regla de acción, algunas probabilidades sean más probables que otras). Hay gente capaz de preocuparse por el destino de la humanidad mucho más allá de la probable duración de su propia vida.
El principio del largo plazo presenta todavía otro problema. Consiste en el valor que deberíamos vincular a dolores y placeres futuros, comparados con los presentes. En su lista de las siete «circunstancias» (o, como él más tarde las llamó, «elementos» o «dimensiones»), según las cuales deberíamos valorar un dolor o un placer, Bentham incluye estas: «3. Su certeza o incertidumbre»; y «4. Su proximidad o lejanía». Ahora bien: un dolor o un placer remotos tienden a ser menos seguros que uno cercano. De hecho, se piensa ampliamente que su incertidumbre está en función de su lejanía. Pero la pregunta que hacemos ahora es hasta qué punto se justificaba que Bentham supusiera que deberíamos darle menos valor a un dolor o placer remotos que a uno cercano, aun cuando se desatendiera el elemento de certeza o incertidumbre, o como en la lista de Bentham, se tratara como una consideración separada.[56]
La mayoría de nosotros no podemos evitar valorar un bien proyectado en el futuro menos que ese mismo bien considerado en el presente. Valoramos la cena de hoy, por ejemplo, más que una cena similar imaginada a un año plazo. ¿Estamos en lo «correcto» o estamos en lo «incorrecto» al hacerlo así? Es imposible contestar la pregunta planteada de esa manera. Todos nosotros «subvaloramos» un bien vislumbrado en el futuro, comparado con ese mismo bien considerado en el presente. Esta «subvaloración» es tan universal que se puede cuestionar si se trata de una subvaloración en absoluto. Económicamente, el valor de algo es aquel en que ha sido valorado. Es el valor para alguien. No se puede pensar en un valor económico independientemente de quien valora. ¿Es el valor ético completamente diferente del valor económico? ¿Existe el valor ético «intrínseco» de un bien (como muchos moralistas se empeñan en pensar) aparte de que alguien haga o haya hecho la correspondiente valoración del mismo? Más tarde discutiré este punto con mayor amplitud.[57] Aquí solo estamos ocupados ahora con la pregunta de cómo «deberíamos» valorar bienes o satisfacciones futuros, comparados con los presentes.
Cuando vemos el valor relativo que realmente les adjudicamos, concluimos que en el mundo económico se ha calculado una «tasa de interés» que es, en efecto, el promedio, o promedio compuesto, de la tasa de descuento que la comunidad aplica en el mercado a bienes futuros, comparados con bienes presentes. Cuando la tasa de interés es el 5%, $1.05 no valdrán dentro de un año más que $1 hoy, o dentro de un año $1 no valdrá más que aproximadamente 95 centavos hoy. Si un individuo (en necesidad desesperada) valora $2 dentro de un año en no más que $1 hoy, quizás tengamos derecho a decir que subvalora el futuro, comparado con los bienes presentes. Pero que, simplemente porque hay una tasa de interés o una tasa de descuento en el tiempo, tengamos derecho a decir que la comunidad económica en conjunto «subvalora» el futuro, es algo muy dudoso. Las comunidades subdesarrolladas tienen una tasa más alta de descuento respecto del tiempo futuro que las comunidades desarrolladas. Los pobres tienden a valorar de una manera relativa más alta que los ricos los bienes presentes. Pero ¿podemos decir que la menor valoración que la humanidad en conjunto hace de los bienes futuros comparados con los bienes presentes es una valoración «equivocada»?
Por mi parte, no haré un esfuerzo mayor por contestar esta pregunta en el campo ético del que hago por contestarla en el campo económico. Lo más que podemos hacer es juzgar la valoración que hace el individuo en comparación con la que hace la comunidad entera. Sí podemos decir, sin embargo, que cualquier acción basada en una subestimación o subvaloración de las consecuencias futuras causará menos felicidad total que otra basada en una estimación o valoración más justa de tales consecuencias.
La diferencia entre consecuencias a corto plazo y las de largo plazo era implícitamente, aunque no expresamente, la base del sistema ético que Bentham presentó en su Deontology. En esta obra clasifica todas las virtudes bajo los dos encabezados principales de Prudencia y Beneficencia. Luego los divide en cuatro capítulos, bajo los títulos de «Prudencia con uno mismo», «Prudencia hacia fuera», «Benevolencia eficiente negativa» y «Benevolencia eficiente positiva».
Es esta consideración de las consecuencias de largo plazo la que atribuye a la prudencia un papel mucho más importante en la ética del que comúnmente se suponía que tiene. Así lo sugiere el encabezado de Bentham «Prudencia hacia afuera». La felicidad de cada uno de nosotros depende de nuestros semejantes y de nuestro acuerdo y cooperación con ellos. Nadie puede desatender la felicidad de los demás sin correr el riesgo de perder o menoscabar la propia.
En resumen: La distinción entre los efectos de la conducta a corto y a largo plazo es más válida que las comparaciones tradicionales entre los intereses del individuo y los intereses de la sociedad. Cuando el individuo actúa en sus propios intereses de largo plazo, tiende a actuar también en el interés a largo plazo de la sociedad entera. Cuanto más largo sea el plazo que consideramos, más probable será que los intereses del individuo y de la sociedad se identifiquen. La conducta moral está en el interés de largo plazo del individuo.
Reconocer esto es vislumbrar la solución de un problema moral básico, que de otra forma parece implicar una contradicción. Las dificultades que surgen cuando esto no se reconoce claramente pueden verse en el siguiente pasaje de otro escritor:
Los diversos sistemas morales son sistemas de principios, cuya aceptación por cada uno pareciera exigir la anulación del interés propio en pro del interés de todos, aunque seguir las reglas de la moralidad no sea, por supuesto, idéntico a seguir el interés propio. Si lo fuera, no podría haber ningún conflicto entre una moralidad equis y el interés propio, y ninguna razón para obedecer reglas que anulen el interés propio… La respuesta a la pregunta «por qué ser moral» es, por tanto, esta: deberíamos ser morales porque ser moral es seguir reglas estatuidas para anular el interés propio, siempre y cuando sea el interés de todos la razón de que cada uno deje a un lado su propio interés.[58]
Sin embargo, si enfatizamos la distinción entre intereses de corto y de largo plazo, la solución a este problema resulta mucho más simple y no implica ninguna paradoja. Entonces volveríamos a escribir el pasaje anterior así: Los sistemas morales son sistemas de principios, cuya aceptación por cada uno, anulando los dictados aparentes del interés propio inmediato, implica el interés a largo plazo de todos. Deberíamos ser morales porque ser moral es seguir reglas que descuidan el interés propio aparente en el corto plazo, y han sido establecidas para promover nuestro verdadero interés propio de largo plazo, así como el interés de otros que son afectados por nuestras acciones. Es solo desde un punto de vista cortoplacista como los intereses del individuo parecen estar en conflicto con los de la «sociedad», y viceversa.
Las acciones o reglas de acción no son «correctas» o «incorrectas» en el sentido que lo es una proposición en física o matemáticas, sino oportunas o inoportunas, aconsejables o poco aconsejables, provechosas o dañinas. En resumen, en ética el criterio apropiado no es la «verdad», sino la sabiduría. Adoptar este concepto es, en efecto, volver al concepto de los antiguos. La petición moral de Sócrates es la petición para conducir nuestras vidas con sabiduría. Los Proverbios, del Antiguo Testamento, no hablan normalmente de virtud o de pecado, sino de sabiduría o insensatez. «La sabiduría es lo principal; por lo tanto, alcanza sabiduría… El temor del Señor es el principio de la sabiduría… Un hijo sabio hace feliz a un padre, pero un hijo insensato es la carga de su madre… Como un perro retorna a su vómito, así el insensato a su locura».
Reservaremos para capítulos posteriores la ilustración y aplicación detallada del principio del largo plazo. Aquí todavía estamos interesados por los fundamentos epistemológicos o teóricos de la ética más que por su carácter de guía práctica, casuística o detallada. Pero es posible dar ahora el siguiente paso, de lo teórico a lo práctico. Una de las implicaciones más importantes del principio del largo plazo (que, extrañamente, Bentham dejó de reconocer de manera expresa) es que debemos actuar no tanto intentando, por separado y en cada caso, pesar y comparar las consecuencias específicas probables de una decisión o curso de acción moral, en comparación con otro, sino actuando según alguna regla o conjunto de reglas generales establecidas. A esto es a lo que se refiere actuar de acuerdo a principios. No son las consecuencias (imposibles de conocer de antemano) de un acto específico las que tenemos que considerar, sino las consecuencias probables en el largo plazo, de seguir una determinada regla de acción.
Por qué y cómo es esto así lo veremos en el siguiente capítulo.