Cooperación social
El objetivo último de la conducta de cada uno de nosotros, en cuanto individuos, es maximizar la propia felicidad y el propio bienestar. Por tanto el esfuerzo que cada uno de nosotros realice, como miembro de la sociedad, debe concretarse en inducir y persuadir a todos los demás para que actúen, a fin de maximizar la felicidad y el bienestar duraderos de la sociedad en conjunto, y hasta, si fuera necesario, impedir por la fuerza que alguien actúe en sentido contrario, pues la felicidad y el bienestar de cada uno se promueven observando la misma conducta con la que se promueven la felicidad y el bienestar de todos. A la inversa: la felicidad y el bienestar de todos se promueven observando la conducta con la cual se promueven la felicidad y el bienestar de cada uno. En el largo plazo, los objetivos del individuo y de la «sociedad» (considerada esta palabra como el nombre que cada uno de nosotros damos al conjunto de todos los individuos) se unen y tienden a coincidir.
Podemos formular esta conclusión de otra forma: el objetivo de cada uno de nosotros es maximizar la propia satisfacción; y cada uno de nosotros reconocemos que la propia satisfacción puede maximizarse mejor cooperando con otros y contando con la cooperación de ellos. Por consiguiente, la sociedad misma puede definirse como la combinación de los individuos en un esfuerzo cooperativo.[33] Si tenemos presente esto, no hay ningún mal en decir que, así como el objetivo de cada uno de nosotros es maximizar su propia satisfacción, el de la «sociedad» es maximizar la satisfacción de cada uno de sus miembros; o, si esto no puede lograrse completamente, tratar de reconciliar y armonizar tantos deseos como sea posible y minimizar la insatisfacción o maximizar la satisfacción de tantas personas como sea posible en el largo plazo.
Así, en nuestro objetivo se prevé continuamente tanto el estado presente de bienestar como el estado futuro de bienestar; la maximización tanto de la satisfacción presente como de la satisfacción futura.
Pero esta formulación del objetivo último nos hace avanzar solo un poquito hacia un sistema de ética.
Fue un error de la mayoría de los utilitaristas más antiguos, así como de los primeros moralistas, suponer que, si ellos pudieran encontrar y definir alguna vez el objetivo último de la conducta, el gran summum bonum, su misión estaría consumada. Parecían así caballeros medievales, dedicando todos sus esfuerzos a la búsqueda del Santo Grial y suponiendo que, una vez encontrado, su tarea habría concluido.
Sin embargo, incluso suponiendo que hemos encontrado, o hemos tenido éxito en enunciarlo, el objetivo «último» de la conducta, no tenemos más acabada nuestra tarea que si hubiéramos decidido ir a Tierra Santa. Debemos saber la manera de llegar allí. Debemos conocer los medios y la forma de obtenerlos.
¿Por qué medios vamos a lograr el objetivo de nuestra conducta? ¿Cómo sabremos con qué conducta tendremos la mayor probabilidad de conseguir este objetivo?
El gran problema de la ética es que no hay dos personas que encuentren su felicidad o satisfacción exactamente en las mismas cosas. Cada uno de nosotros tiene su propio conjunto peculiar de deseos, sus propias valoraciones particulares, sus propios fines intermedios. La unanimidad en los juicios de valor no existe y probablemente nunca existirá.
Esto parece constituir un dilema, un callejón sin salida lógica, del que los escritores éticos más antiguos lucharon para escapar. Muchos de ellos pensaron que habían encontrado la salida en la doctrina de que los objetivos últimos y las reglas éticas eran conocidos por «intuición». Cuando surgía el desacuerdo sobre estos objetivos o reglas, trataban de superarlo consultando sus propias conciencias individuales y guiándose por sus propias intuiciones privadas. Esta no era una buena salida. Sin embargo, hay un camino para escapar.
El camino radica en la cooperación social. Para cada uno de nosotros, la cooperación social es el gran medio con el que alcanzar casi todos nuestros fines. Por supuesto, la cooperación social no es para cada uno de nosotros el fin último, sino un medio. Este planteamiento tiene la gran ventaja de que no se requiere ninguna unanimidad en cuanto a los juicios de valor para hacerla funcionar.[34] Pero es un medio tan central, tan universal, tan indispensable para la realización prácticamente de todos nuestros otros fines, que hay poco daño en considerarla como un fin en sí misma, e incluso en tratarla como si fuera el objetivo de la ética. De hecho, precisamente porque ninguno de nosotros sabe exactamente lo que proporcionaría la mayor satisfacción o felicidad a otros, la mejor prueba de nuestras acciones o reglas de acción es el grado hasta el que con ellas se promueven una cooperación social que permite mejor a cada uno de nosotros perseguir nuestros propios fines.
Sin la cooperación social, el hombre moderno no podría haber conseguido la más mínima fracción de los fines y satisfacciones que con ella ha conseguido. La misma subsistencia de la inmensa mayoría de nosotros depende de ella. No podemos tratar la subsistencia como despreciablemente material e indigna de nuestra atención moral. Mises nos lo recuerda: «Incluso los fines más sublimes no pueden ser buscados por gente que no haya satisfecho primero las necesidades de su cuerpo animal».[35] Philip Wicksteed lo ha dicho más concretamente: «Un hombre no puede ser ni santo, ni amante, ni poeta, a menos que haya tenido algo que comer».[36]
El gran medio de la cooperación social es la división y la combinación del trabajo. La división del trabajo aumenta enormemente la productividad de cada uno y, por lo tanto, la productividad de todos. Esto se ha reconocido casi desde que la economía empezó a considerarse como ciencia. Reconocerlo así es, en efecto, el fundamento de la economía moderna. No es una mera coincidencia que la formulación de esta verdad se encuentre en la primera oración del primer capítulo del gran libro La riqueza de las naciones de Adam Smith, publicado en 1776: «La mayor mejora de los poderes productivos del trabajo, y la mayor parte de la habilidad, destreza y juicio con los cuales este es dirigido o aplicado, parecen haber sido efectos de la división de trabajo».
Adam Smith pone a continuación el ejemplo «de una empresa casi insignificante, en la que la división del trabajo ha sido tomada muy en cuenta: se trata del negocio de la fabricación de alfileres». Cuenta que «un trabajador no educado en este negocio (que la división del trabajo ha hecho un negocio diferenciado), ni familiarizado con el uso de la maquinaria empleada en él (a cuyo descubrimiento la misma división del trabajo ha dado probablemente lugar), podría escasamente, a pesar de poner en ello la mayor diligencia, hacer un alfiler al día, y seguramente nunca veinte». Dada la forma como el trabajo se ha desarrollado (estamos en 1776), nos dice: «Un hombre saca el alambre, otro lo endereza, un tercero lo corta, un cuarto lo afila, un quinto lo esmerila por un extremo, para lograr la cabeza». Así sucesivamente, de modo que «la ocupación importante de hacer un alfiler se divide, de esta manera, aproximadamente en dieciocho operaciones distintas». Cuenta como él mismo conoció «una pequeña factoría de esta clase, donde solo trabajaban diez hombres» y aun así «podrían hacer entre todos más de cuarenta y ocho mil alfileres en un día. Cada uno, por lo tanto, haciendo una décima parte de cuarenta y ocho mil alfileres, podría considerarse como fabricando cuatro mil ochocientos alfileres en un día. Pero si hubieran trabajado todos por separado e independientemente, y sin que ninguno hubiera sido educado en este negocio peculiar, ellos seguramente no podrían haber hecho veinte cada uno, quizás ni uno siquiera al día; es decir, seguramente, ni la ducentésima, quizás ni la cuatromilésimoctogésima parte de lo que actualmente son capaces de realizar, como consecuencia de una división y combinación apropiadas de sus operaciones diferentes».
Smith prosigue mostrando, a base de ilustraciones adicionales, cómo «la división del trabajo… en el grado que pueda introducirse, se traduce, en cada situación, en un aumento proporcional de los poderes productivos del trabajo»; y cómo «la separación de oficios y empleos diferentes parece haber ocurrido a consecuencia de esta ventaja».
Él atribuye este gran aumento de la productividad a «tres circunstancias diferentes: primero, el aumento de destreza en cada trabajador particular; segundo, el ahorro del tiempo que comúnmente se pierde en pasar de una clase de trabajo a otro; finalmente, la invención de un gran número de máquinas, que facilitan y reducen el trabajo, permitiendo a un hombre hacer la tarea de muchos». Estas tres «circunstancias» se explican después detalladamente.
«La gran multiplicación de producciones en todas las artes, originadas en la división del trabajo» —concluye Smith— «da lugar, en una sociedad bien gobernada, a esa opulencia universal que se derrama hasta las clases inferiores del pueblo».
Pero esto lo lleva a formularse una pregunta adicional, de cuya respuesta trata en su segundo capítulo. «Esta división del trabajo, que tantas ventajas implica, no es en principio efecto de ninguna sabiduría humana, que prevé y quiere aquella opulencia general a la que dicha división conduce. Es la necesaria, aunque muy lenta y gradual, consecuencia de una cierta propensión de la naturaleza humana, que no tiene en mente tan grande utilidad: la propensión a permutar, trocar e intercambiar una cosa por otra».
Al entender el origen de la división del trabajo sobre la base de una inexplicable «propensión a permutar, trocar e intercambiar», como a veces parece sostener en su argumento siguiente, Adam Smith se equivocó. La cooperación social y la división del trabajo descansan sobre el reconocimiento (aunque a menudo implícito, más bien que explícito) del individuo de que tal división promueve su propio interés: o sea, de que la labor realizada de acuerdo con la división del trabajo es más productiva que el trabajo aislado. De hecho, el propio argumento siguiente de Adam Smith, en el capítulo II, claramente lo reconoce así:
En una sociedad civilizada [el individuo] necesita a cada instante la cooperación y asistencia de la multitud… El hombre reclama en la mayor parte de las circunstancias la ayuda de sus semejantes y en vano puede esperarla sólo de su benevolencia. La conseguirá con mayor seguridad interesando en su favor el egoísmo de los otros y haciéndoles ver que es ventajoso para ellos hacer lo que les pide. Quien propone a otro un trato le está haciendo una de esas proposiciones: Dame lo que necesito y tendrás lo que deseas, es el sentido de cualquier clase de oferta; y así obtenemos de los demás la mayor parte de los servicios que necesitamos. No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas.
«Sólo el mendigo», indica Smith en la ampliación del argumento, «depende principalmente de la benevolencia de sus conciudadanos; pero no en absoluto», ya que «con el dinero que un hombre le da, él compra alimento», etc.
«Es por trato, por trueque y por compra», sigue Adam Smith, «que recibimos la mayor parte de los servicios mutuos que necesitamos, es esta misma inclinación a negociar la que al principio da lugar a la división del trabajo. En una tribu de cazadores o pastores, un individuo, pongamos por caso, hace arcos y flechas con más rapidez y destreza que ningún otro. Frecuentemente los intercambia por ganado o piezas de caza con sus compañeros; y al final descubre que de esta manera puede adquirir más ganado y más piezas de caza que si él mismo saliera al campo a capturarlos. Es así como, siguiendo su propio interés, se dedica casi exclusivamente a hacer arcos y flechas, convirtiéndose en una especie de armero». Smith continúa explicando cómo surgen otros especialistas.
En resumen: cada uno de nosotros, persiguiendo nuestro propio interés, descubrimos que podemos ser más efectivos a través de la cooperación social. La creencia de que hay un conflicto básico entre los intereses del individuo y los de la sociedad es insostenible. La sociedad no es más que el nombre que le damos a la combinación de los esfuerzos de los que cooperan con un fin determinado.
Veamos un poco más de cerca la base motivacional de este gran sistema de la cooperación social, a través del intercambio de bienes o servicios. Acabo de usar la frase «interés propio», después del ejemplo de Adam Smith, cuando habla de los «propios intereses», el «amor propio» y las «ventajas» del carnicero y el panadero. Pero deberíamos procurar no suponer que la gente entra en estas relaciones económicas de unos con otros simplemente porque cada uno busca sólo su ventaja «interesada» o «egoísta». Veamos cómo un economista agudo replantea la esencia de esta relación.
La vida económica, escribe Philip Wicksteed, «consiste en todo ese complejo de relaciones en las que entramos con otra gente, y nos prestamos nosotros o nuestros recursos a la promoción de sus objetivos, como un medio indirecto de fomentar los nuestros».[37] «Por procesos directos e indirectos de intercambio, o la alquimia social cuyo símbolo es el dinero, las cosas que tengo y las que puedo hacer son transmutadas en las cosas que quiero y en las que podría hacer».[38] La gente coopera conmigo en la relación económica «no principalmente, o no únicamente, porque estén interesados en mis objetivos, sino porque tienen ciertos objetivos propios; y así como yo descubro que solo puedo asegurar la consecución de mis objetivos asegurando la cooperación con ellos, también ellos descubren que solo pueden realizar los suyos asegurando la cooperación de otros, y que yo me encuentro en la posición, directa o indirectamente, de poner esta cooperación a disposición de ellos. Por tanto, una gran diversidad de nuestras relaciones con otros integran un sistema de ajuste mutuo, por el cual promovemos los objetivos de cada uno simplemente como una forma indirecta de promover los nuestros».[39]
Hasta ahora, quizá el lector no haya descubierto ninguna diferencia sustancial entre la postura de Wicksteed y la de Adam Smith. Sin embargo, hay una muy importante. Yo participo en una relación económica o comercial con usted, para el intercambio de bienes o servicios por dinero, principalmente para promover mis objetivos, no los suyos, y usted, por su parte, participa en ella principalmente para promover sus objetivos, no los míos. Pero esto no significa que alguno de nuestros objetivos sea necesariamente egoísta o egocéntrico. Yo podría contratar sus servicios como impresor, para publicar, a mi costa, un folleto en el que demandara mayor consideración con los animales. Una madre que compra comestibles en el mercado irá donde pueda conseguir la mejor calidad o el precio más bajo, y no para ayudar a algún tendero en particular; sin embargo, en la compra de comestibles puede tener en mente las necesidades y gustos de su marido o de sus hijos más que sus propias necesidades o sus gustos. «Difícilmente podríamos concluir que, cuando Pablo de Tarso se hospedó en casa de Aquila y Priscila, en Corinto, y trabajó con ellos fabricando tiendas, lo hiciera por motivos egoístas… La relación económica o el nexo comercial son igualmente necesarios para desarrollar la vida del campesino y el príncipe, el santo y el pecador, el apóstol y el pastor, el más altruista y el más egoísta de los hombres».[40]
Al llegar a este punto, el lector podría estarse preguntando si este es un libro de ética o de economía. Pero he enfatizado esta cooperación económica porque tiene un relieve tan importante en nuestra vida diaria. Juega, de hecho, un papel mucho más grande en nuestra vida diaria del que la mayor parte de nosotros somos capaces de suponer. La relación de empleador y empleado (no obstante las ideas falsas y la propaganda de los socialistas marxistas y los sindicatos) es esencialmente una relación cooperativa. Cada uno necesita al otro para lograr sus propios objetivos. El éxito del empleador depende de la diligencia, la habilidad y la lealtad de sus empleados; los empleos y los ingresos de los empleados, del éxito del empleador. Incluso la competencia en el campo económico, tan comúnmente considerada por socialistas y reformadores como una forma de guerra económica,[41] es parte de un gran sistema de cooperación social, que promueve la continua invención y mejora de productos, la reducción de costos y precios, la multiplicación de opciones diversas y el aumento del bienestar de los consumidores. La competencia por los trabajadores eleva constantemente los salarios, y la competencia por los empleos mejora el desempeño y la eficiencia. La verdad es que los competidores no cooperan directamente unos con otros, pero cada uno, al competir por el favor de terceros, procura ofrecer más ventajas a estos terceros de las que su rival puede ofrecer. Así, cada uno promueve el sistema completo de la cooperación social. La competencia económica es simplemente el resultado de los esfuerzos individuales por alcanzar la posición más favorable en este sistema de la cooperación, y debe existir en cualquier modo concebible de organización social.[42]
La cooperación económica, como he dicho, abarca un ámbito mucho más grande de nuestra vida diaria del que la mayor parte de nosotros somos capaces de entender, e incluso del que estamos dispuestos a admitir. El matrimonio y la familia son, entre otras cosas, una forma no solo biológica, sino también económica, de cooperación. En las sociedades primitivas, el hombre cazaba y pescaba, mientras la mujer preparaba los alimentos. En la sociedad moderna, el marido es todavía responsable de la protección física y el suministro de alimento a la esposa y a los hijos. Cada miembro de la familia gana en esta cooperación, y es en gran parte sobre el reconocimiento de esta ganancia económica mutua, y no simplemente sobre las alegrías del amor y el compañerismo, sobre el que se asientan más sólidamente los fundamentos de la institución del matrimonio.
Pero, aunque las ventajas de la cooperación social sean económicas en un muy alto grado, no son únicamente económicas. A través de la cooperación social promovemos todos los valores —directos e indirectos, materiales y espirituales, culturales y estéticos— de la civilización moderna.
Algunos lectores verán alguna semejanza, y otros pueden suponer incluso una identidad, entre el ideal de la cooperación social y el ideal de Kropotkin de la «ayuda mutua».[43] Ciertamente hay una semejanza. Pero la cooperación social me parece no solo una frase mucho más apropiada que la ayuda mutua, sino un concepto mucho más apropiado y preciso. Casos típicos de cooperación ocurren cuando dos hombres reman en un barco o en una canoa en lados diferentes, cuando cuatro hombres levantan y trasladan un piano o un cajón aplicando sus manos a esquinas opuestas, cuando un carpintero contrata a un ayudante, cuando una orquesta interpreta una sinfonía.
No vacilaríamos en decir que cualquiera de estas actividades es una tarea cooperativa o un acto de cooperación, pero deberíamos dudar de calificarlos a todos como ejemplos de «ayuda mutua». La «ayuda» implica asistencia gratuita: los ricos ayudando a los pobres, los fuertes ayudando a los débiles, el superior compasivo ayudando al inferior. También parece implicar el carácter de un acto desordenado y esporádico, más bien que el de una cooperación sistemática y continua. La frase «cooperación social», por otra parte, parece cubrir no solo todo lo que la expresión «ayuda mutua» conlleva, sino el mismo objetivo y la base de la vida en sociedad.[44]