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Satisfacción y felicidad

1. El papel del deseo

La doctrina moderna de la ética eudemónica se formula de manera diferente. Por lo general no se expresa en términos de placeres y dolores, sino de deseos y satisfacciones. Así, evita algunas de las controversias psicológicas y verbales planteadas por las teorías de placer-dolor, que son más antiguas. Como vimos en el capítulo 3, todos nuestros deseos particulares pueden coincidir en el deseo generalizado de sustituir un estado menos satisfactorio por otro más satisfactorio. Según Locke, el hombre actúa porque siente alguna «inquietud»[19] e intenta eliminarla en la medida de lo posible.

Por lo tanto, argumentaré en este capítulo en defensa por lo menos de una forma de la doctrina del «eudemonismo psicológico». Muchos filósofos morales modernos se oponen directamente a doctrinas superficialmente similares, bajo el nombre de «hedonismo psicológico» o «egoísmo psicológico». Consideraremos aquí la crítica hecha por un filósofo moral más antiguo, Hastings Rashdall.

Criticando el «hedonismo psicológico», sostuvo Rashdall que el mismo descansaba en una gran «histerología»: una inversión del orden verdadero de la dependencia lógica; un trastrocamiento de la causa y el efecto:

El hecho de que una cosa sea deseada implica sin duda que la satisfacción del deseo traerá necesariamente placer. Hay indudablemente placer en la satisfacción de todo deseo. Pero eso es muy diferente de afirmar que el objeto es deseado porque se piensa como algo placentero y en la medida en que se piensa como placentero. De acuerdo con una frase estereotipada, la psicología hedonista entraña una «histerología»: es decir, pone la carreta adelante del caballo. En realidad, la satisfacción imaginada es creada por el deseo, no el deseo por la satisfacción imaginada.[20]

Pero, al hacer esta crítica, Rashdall se vio obligado a conceder algo: el que los hombres realmente tratan de satisfacer sus deseos, cualesquiera que sean. «En realidad, la satisfacción de cada deseo produce necesariamente placer, y por consiguiente, en la idea se concibe como agradable antes de que la acción para satisfacerlo se realice. Esa es la verdad que subyace a todas las exageraciones y tergiversaciones de la psicología hedonista».[21]

Tenemos aquí una base positiva más firme que la antigua psicología del placer-dolor, sobre la cual podemos construir. El filósofo alemán Friedrich Heinrich Jacobi (1743-1819) manifestó: «Al principio queremos o deseamos un objeto no porque sea agradable o bueno, sino que lo llamamos agradable o bueno porque lo queremos o deseamos; y lo hacemos así porque nuestra naturaleza sensual o suprasensual así lo requiere. No hay, por tanto, ninguna base para reconocer lo que está bien y es digno de ser anhelado fuera de la facultad con lo que se lo desea; es decir, el deseo original y el anhelo en sí mismos».[22] Pero todo esto fue dicho mucho antes por Spinoza en su Ética (parte III, prop. IX): «En ningún caso nos esforzamos por algo, o anhelamos, o añoramos, o deseamos algo porque lo juzguemos como bueno, sino que juzgamos una cosa como buena porque nos esforzamos por ella, la anhelamos, la añoramos o la deseamos».

Bertrand Russell, cuyas opiniones sobre la ética se han sometido a muchos cambios menores y han sufrido al menos una gran revolución, se ha decidido finalmente por este punto de vista, como se revela en dos libros publicados con casi treinta años de diferencia.

Comencemos con la primera afirmación:

Hay una opinión, defendida, por ejemplo, por el doctor G. E. Moore, en el sentido de que «bueno» es una noción indefinible y que sabemos a priori ciertas proposiciones generales sobre las clases de cosas que son buenas por sí mismas. Se sabe que tales cosas, como la felicidad, el conocimiento, la apreciación de la belleza, son buenas, según el doctor Moore; también que deberíamos actuar para promover lo bueno y evitar lo malo. Antes yo mismo sostuve esta opinión, pero acabé abandonándola, movido en parte por la lectura de Wind of Doctrine del señor Santayana. Ahora pienso que lo bueno y lo malo se derivan del deseo. No quiero decir de una manera simplista que lo bueno sea lo deseado, porque los deseos de los hombres entran en conflicto, y lo «bueno» es, a mi parecer, principalmente un concepto social, diseñado para encontrar la solución a este conflicto. El conflicto, sin embargo, no surge solo entre los deseos de hombres diferentes, sino entre deseos incompatibles de un mismo hombre en tiempos diferentes, o incluso, al mismo tiempo.[23]

Russell pregunta entonces cómo los deseos de un solo individuo pueden armonizarse entre sí, y cómo, de ser posible, los deseos de individuos diferentes pueden armonizarse entre sí también.

En Human Society in Ethics and Politics, publicada en 1955, vuelve al mismo tema:

Al decir conducta «correcta», me refiero a aquella que, en su balance, producirá probablemente más satisfacción que insatisfacción, o menor insatisfacción respecto a la satisfacción, y que, en tal estimado, la pregunta sobre quién disfruta de la satisfacción o sufre la insatisfacción debe considerarse irrelevante… Digo «satisfacción» en lugar de «placer» o «interés». El término «interés», tal como es comúnmente empleado, tiene una connotación demasiado estrecha… El término «satisfacción» es lo suficientemente amplio como para abarcar todo lo que le llega a un hombre con la realización de sus deseos, y estos deseos no necesariamente tienen alguna conexión con uno mismo, salvo que uno los sienta. Uno puede desear —por ejemplo, a mí mismo me ocurre— que se descubra una prueba para el último teorema de Fermat, y puede alegrarse si le otorgan a un brillante matemático joven una subvención suficiente para permitirle buscar esa prueba. La gratificación que uno sentiría en este caso habría que denominarla de satisfacción, y no tanto interés propio satisfecho, como suele entenderse comúnmente.

La satisfacción, en el sentido que le doy a la palabra, no es exactamente lo mismo que el placer, aunque esté íntimamente relacionada con él. Algunas experiencias tienen una calidad satisfactoria, que va más allá de su mero placer; otras, al contrario, aunque sean muy placenteras, no conllevan ese sentimiento peculiar de realización, al que yo llamo satisfacción.

Muchos filósofos han sostenido que los hombres siempre e invariablemente buscan el placer, y que incluso cuando realizan la mayoría de sus actos altruistas tienen este fin en mente. Yo creo que esto es un error. Es cierto, desde luego, que, independientemente de lo que usted pueda desear, conseguirá un cierto placer cuando alcance su objetivo, pero a menudo el placer se debe al deseo, no el deseo al placer esperado. Esto se aplica sobre todo a los deseos más simples, como el hambre y la sed. La satisfacción del hambre o la sed produce placer, pero el deseo de alimento o bebida es directo, y no es, excepto en un gastrónomo, un deseo del placer que el alimento y la bebida puedan proporcionar.

Se acostumbra entre los moralistas impulsar lo que se conoce como «altruismo» y representar la moral como consistiendo principalmente en la propia abnegación. Esta postura, me parece a mí, se suele adoptar por no percatarse de la amplia variedad de deseos posibles. Pocos de los deseos de la gente se concentran totalmente en ellos mismos. De esto hay pruebas abundantes en el predominio de los seguros de vida. Cada hombre actúa necesariamente por sus propios deseos, independientemente de lo que puedan ser, pero no hay razón alguna por la cual tales deseos deban ser todos egocéntricos. Tampoco es siempre cierto que los deseos que conciernen a otras personas se traducirán en mejores acciones que aquellos otros que son más egoístas. Un pintor, por ejemplo, podría ser impulsado por el afecto familiar a pintar cuadros por dinero, pero podría ser mejor para el mundo si pintara obras maestras y dejara a su familia sufrir las incomodidades de una pobreza relativa. Debe admitirse, sin embargo, que la inmensa mayoría de la humanidad tiene una tendencia a favor de sus propias satisfacciones, y que uno de los objetivos de la moral es disminuir la fuerza de esa tendencia.[24]

2. ¿«Felicidad» o «bienestar»?

Así, los códigos de moral tienen su punto de partida en los deseos, decisiones, preferencias y valoraciones humanas. Pero el reconocimiento de esto, importante como es, nos ayuda a avanzar solo un pequeño trecho hacia la construcción de un sistema ético, o incluso a una base para evaluar reglas y juicios éticos existentes.

Daremos los siguientes pasos en los capítulos que siguen. Antes de que lleguemos a esos capítulos, que estarán principalmente dedicados al problema de los medios, preguntémonos si podemos dar alguna respuesta satisfactoria a la pregunta sobre los fines.

No será suficiente decir, como algunos filósofos morales modernos lo han hecho, que los fines son «plurales» y totalmente inconmensurables. Con esto se evade completamente uno de los problemas más importantes de la ética. El problema ético, como se presenta en la práctica en la vida diaria, es precisamente qué curso de acción «deberíamos» tomar: precisamente, qué «fin», entre otros «fines» contrarios, deberíamos perseguir.

Por ejemplo, afirman frecuentemente los filósofos morales que, aunque la «felicidad» pueda ser un elemento del fin último, la «virtud» también es un fin último, que no puede ser subsumido bajo la «felicidad» o resuelto en ella. Pero supongamos que un hombre encara un problema, con una decisión en la que, según él, un curso de acción determinado tendería más a promover la felicidad (y no necesaria o simplemente solo la suya, sino también la de otros), mientras otro curso de acción contrario sería el más «virtuoso». ¿Cómo puede él resolver su problema? Una decisión racional solo puede ser tomada sobre alguna base común de comparación. O la felicidad no es un fin último, sino un medio para alcanzar algún fin ulterior, o la virtud no es un fin último, sino un medio para alcanzar algún fin ulterior. Y esto, ya sea que la felicidad deba ser valorada en términos de su tendencia a promover la virtud, o la virtud en términos de su tendencia a promover la felicidad, o las dos en términos de su tendencia a promover algún fin ulterior, más allá de ambas.

Una confusión que se ha interpuesto en el camino a la hora de solucionar este problema ha sido el empecinamiento de los filósofos morales de subrayar el —según ellos— agudo contraste entre «medios» y «fines», y luego suponer que aquello que pueda demostrarse que es un medio para conseguir algún fin ulterior debe ser simplemente un medio, y no puede tener ningún valor «en sí mismo»; o, como ellos lo expresan, no puede tener ningún valor «intrínseco».

Más tarde veremos en detalle que la mayor parte de cosas o valores objeto de la búsqueda humana son tanto medios como fines; que una cosa puede ser un medio para conseguir un fin próximo que, a su vez, es un medio para conseguir algún fin adicional que, por su parte, puede ser también un medio para conseguir otro fin ulterior; que estos «medios-fines» llegan a ser valorados no solo como medios, sino como fines en sí mismos; en otras palabras, adquieren no solo un valor derivado o «instrumental», sino cuasi«intrínseco».

Pero aquí debemos dejar sentada categóricamente una de nuestras conclusiones provisionales. En todo momento hacemos no lo que nos proporciona el mayor «placer» (usando la palabra en su connotación habitual), sino lo que nos da mayor satisfacción (o menor insatisfacción). Si actuamos bajo la influencia de ciertos impulsos, o del miedo o la cólera o la pasión, hacemos lo que nos da la mayor satisfacción momentánea, sin tomar en cuenta las consecuencias que tendrá en el futuro. Si actuamos tranquilamente después de reflexionar, hacemos lo que pensamos que probablemente nos dará la mayor satisfacción (o la menor insatisfacción) en el largo plazo. Pero, cuando juzgamos moralmente nuestras acciones (y, sobre todo, cuando juzgamos moralmente las acciones de otros), la pregunta que hacemos o deberíamos hacer es esta: ¿Qué acciones o reglas de acción promoverían más la salud, la felicidad y el bienestar, en el largo plazo, del agente individual?, o si hay conflicto, ¿qué reglas de acción promoverían más la salud, la felicidad y el bienestar, en el largo plazo, de la comunidad entera o de toda la humanidad?

He usado el enunciado largo «salud, felicidad y bienestar» como el equivalente más cercano a la eudemonía de Aristóteles, que parece incluir las tres. Y lo he usado porque algunos filósofos morales creen que la felicidad, incluso si representa la felicidad más duradera de la humanidad, es un objetivo demasiado estrecho o demasiado innoble. A fin de evitar disputas estériles sobre palabras, yo debería estar dispuesto a llamar al objetivo último simplemente «lo bueno» o «el bienestar». No podría haber entonces ninguna objeción basada en que este objetivo último, este summum bonum, este criterio abarcador de todos los medios u otros fines, no fuese suficientemente inclusivo o noble. No tengo ninguna objeción seria contra el uso del término bienestar para referirse a este objetivo último, aunque prefiero el término felicidad, que se sostiene a sí mismo como suficientemente inclusivo, pero que, aún así, es más específico. Dondequiera que use la palabra felicidad por sí sola, cualquier lector puede añadir silenciosamente y/o bienestar, si piensa que la adición es necesaria para aumentar la comprensión o la nobleza del objetivo.

3. El placer no puede ser cuantificado

Antes de abandonar la materia de este capítulo, parece razonable tratar de responder algunas objeciones contra la visión eudemónica que en él se presenta.

Una de ellas tiene que ver con la relación que dice el deseo al placer, la presunta falacia de histerología, mencionada al inicio del capítulo. Sospecho que la gente que hace el mayor hincapié en esta falacia es culpable de una confusión de ideas. Su posición se pone de manifiesto en esta forma: «Cuando tengo hambre, deseo alimento, no placer». Pero esta declaración depende, para poder ser convincente, de una ambigüedad de la palabra «placer». Si sustituimos «placer» por satisfacción, la declaración se torna susceptible: «cuando tengo hambre, deseo alimento, no la satisfacción de mi deseo». Lo que está implicado aquí no es un contraste entre dos cosas diferentes, sino solo entre dos modos diferentes de declarar la misma cosa. La declaración: «cuando tengo hambre, deseo alimento» es concreta y específica; en cambio, la declaración: «deseo satisfacer mis deseos» es general y abstracta. No hay ninguna antítesis. Según el ejemplo, el alimento es simplemente el medio específico de satisfacer un deseo específico.

Aún así, desde el tiempo del obispo Butler, este punto ha sido objeto de dura controversia. Tanto los hedonistas como los antihedonistas olvidan frecuentemente que tanto la palabra «placer» como la palabra «satisfacción» son simplemente abstracciones. Un placer o una satisfacción en general no existen separados de un placer o una satisfacción específica. El «placer» en general no puede separarse o aislarse de placeres o fuentes de placer específicos, como si fuera una especie de jugo homogéneo puro.

Tampoco puede el placer ser medido o cuantificado. La tentativa de Bentham de cuantificar el placer fue ingeniosa, pero terminó en fracaso. ¿Cómo puede uno medir la intensidad de un placer, por ejemplo, contra la duración de otro? ¿O la intensidad del «mismo» placer contra su propia duración? ¿Qué disminución de la intensidad es exactamente igual a exactamente qué aumento de la duración? Si se responde que el individuo decide esto, siempre que toma una decisión, entonces se está diciendo que es su preferencia subjetiva la que realmente cuenta, no la «cantidad» de placer que recibe.

Los placeres y satisfacciones pueden compararse en términos de más o menos, pero no pueden cuantificarse. Así, podemos decir que son comparables, pero, en otro respecto, no podemos llegar a decir que son mensurables. Podemos decir, por ejemplo, que preferimos ir esta noche a oír la sinfónica que a jugar al bridge, que es quizá el equivalente a decir que ir esta noche a oír la sinfónica nos daría más placer que ir a jugar al bridge. Pero no podemos decir sensatamente que preferimos ir esta noche a oír la sinfónica 3.72 veces más que a ir a jugar al bridge (o que nos daría 3.72 veces más placer).

Así, cuando decimos que un individuo «trata de maximizar sus satisfacciones», debemos ser cuidadosos y no olvidarnos de que usamos el término «maximizar» metafóricamente. Es una forma elíptica de decir: «tomar en cada caso la acción cuya ejecución parece prometernos los resultados más satisfactorios». No podemos usar legítimamente aquí el término «maximizar» en el sentido estricto en que se utiliza en matemáticas, para significar la suma más grande posible. Ni las satisfacciones ni los placeres pueden ser cuantificados. Solo pueden compararse en términos de más o menos. Para decirlo de otra manera: pueden compararse ordinalmente, no cardinalmente. Podemos hablar de nuestra primera, segunda y tercera elección. Podemos decir que esperamos conseguir más satisfacción (o placer) haciendo A que haciendo B, pero nunca podemos decir exactamente cuánto más.[25]

4. Sócrates y la ostra

Al comparar placeres o satisfacciones entre sí, es legítimo decir que uno es más o menos que el otro, pero es simplemente confuso decir, con John Stuart Mill, que uno es «más alto» o «más bajo» que el otro. A este respecto Bentham fue mucho más lógico, cuando escribió: «Siendo la cantidad de placer igual, tan buena es la tachuela como la poesía». Cuando, tratando de eludir esta conclusión, Mill insistió en que los placeres deberían ser medidos por «la calidad… como por la cantidad»,[26] abandonó, en efecto, al placer en sí mismo como el estándar de guía de la conducta y apeló a algún otro estándar, no especificado claramente. Ello implicaba que valoramos los estados de conciencia por alguna otra razón distinta de que resulten agradables o no.

Si abandonamos el «placer» como estándar y lo sustituimos por satisfacción, resulta claro que si la satisfacción que brinda es el estándar de conducta y Juan Pérez consigue más satisfacción de jugar al ping-pong que de leer poesía, entonces él se justifica jugando al ping-pong. Uno puede decir, si así lo desea, siguiendo otra vez a Mill, que probablemente preferiría la poesía, si tuviera «experiencia en ambas» actividades. Pero eso está lejos de ser seguro. Depende de qué tipo de persona sea Pérez, cuáles sean sus gustos, cuáles sus capacidades físicas y mentales, y cuál su humor en ese momento. Insistir alguien en que debería leer poesía en lugar de jugar al ping-pong (aunque este último le proporcione un placer intenso y la poesía simplemente lo aburra o irrite), con base en que si juega al ping-pong y renuncia a la poesía, se ganará su desprecio, es apelar al esnobismo intelectual más que a la moral.

De hecho, Mill causó mucha confusión en el ámbito de la ética cuando escribió: «Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser Sócrates insatisfecho que un tonto satisfecho. Y si el tonto o el cerdo son de opinión diferente, es porque solo conocen el lado de la pregunta que a ellos respecta. Los otros sujetos de la comparación conocen ambos lados».[27]

Ahora bien: se puede dudar de que los otros sujetos de la comparación conozcan ambos lados. Un hombre inteligente nunca ha sido cerdo, y no sabe exactamente cómo se siente un cerdo o cómo se sentiría él si fuera un cerdo: él podría tener entonces preferencias de cerdo, cualesquiera que estas fueran.

En todo caso, Mill ha introducido simplemente un elemento irrelevante. Apela a nuestro esnobismo, a nuestro orgullo o a nuestra vergüenza. Anadie que lea algo de filosofía le gustaría confesar que preferiría ser un hombre ordinario en lugar de un genio; y no digamos que preferiría ser un cerdo a ser un hombre ordinario. Se espera que el lector diga: «¡mil veces, no!».

Pero esta no es la cuestión. Si nos plegamos al tema, entonces contestaremos: Es mejor ser Sócrates satisfecho que Sócrates insatisfecho. Mejor ser un ser humano satisfecho que un ser humano insatisfecho. Mejor ser un tonto satisfecho que un tonto insatisfecho. Hasta mejor ser un cerdo satisfecho que un cerdo insatisfecho.

Cada uno de estos sujetos, estando insatisfecho, es por lo general capaz de iniciar alguna acción que lo haría menos insatisfecho. Las acciones que lo harían menos insatisfecho en el largo plazo, suponiendo que no fuesen a costa de otras personas (o cerdos), serían las más apropiadas que él podría iniciar. La decisión de iniciar tales acciones es una opción real.

La decisión referida por Mill no lo es. Ni un ser humano ni un cerdo, indistintamente de sus propios deseos, pueden cambiar su estado animal por otro. Tampoco un tonto puede hacerse un Sócrates simplemente por un acto de decisión, ni Sócrates convertirse en un tonto porque sí. Pero los seres humanos son, por lo menos, capaces de elegir las acciones que parecen más aptas para proporcionarles la mayor satisfacción en el largo plazo.

Si un idiota es feliz quedándose boquiabierto ante la televisión, pero se sentiría miserable tratando de leer a Platón o a Mill o a G. E. Moore, sería cruel, y hasta estúpido, tratar de obligarlo a hacer lo último, simplemente porque se piensa que esas lecturas harían feliz a un genio. Difícilmente podría considerarse más «moral» para un hombre común torturarse o aburrirse leyendo libros intelectuales, en lugar de novelas policíacas, si las últimas le proporcionaran verdadero placer. La vida moral no debería confundirse con la vida intelectual. La vida moral consiste en seguir el curso que conduce al individuo a la mayor felicidad duradera alcanzable en su caso, y a cooperar con otros hasta donde lo permitan las capacidades que realmente tiene, en lugar de las que podría desear tener o pensar que «debería» tener.

Sin embargo, los filósofos morales apelan a este parámetro críptico y esnobista una y otra vez. En una de sus muchas fases como filósofo moral, Bertrand Russell repitió en cierta ocasión el argumento de Platón de que la ostra siente placer sin tener conocimiento del mismo. Imagine ese monótono placer tan intenso y prolongado como quiera. ¿Lo elegiría usted? ¿Es ese su bien? Santayana contestó:

Se espera que el lector británico, lo mismo que la juventud griega ruborizada, conteste instintivamente: ¡No! Esto es un argumento ad hominem (y no puede haber ninguna otra clase de argumento en la ética). Pero el hombre que da la respuesta requerida no lo hace tanto porque tal respuesta sea evidente, que no lo es, cuanto porque él es la clase requerida de hombre. Él está impresionado por la idea de parecerse a una ostra. Sin embargo, el placer invariable, sin memoria o reflexión, sin la tediosa mezcla de imágenes arbitrarias, es justamente lo que el místico, el voluptuoso y quizás la ostra encuentran que está bien… La imposibilidad frente a la cual las personas intentan satisfacerse con un placer puro como un objetivo radica en su deseo de imaginación; o, mejor dicho, en que son dominadas por una imaginación exclusivamente humana.[28]

Llevemos el argumento de Santayana un paso más adelante. Presumamos que el filósofo moral preguntó: «Suponga que usted podría obtener más placer, tanto inmediatamente como en el largo plazo, del que usted obtiene ahora al ver las obras de Shakespeare, pero sin haber leído, visto u oído nunca una obra de Shakespeare, y permaneciendo completamente ignorante del trabajo de ese dramaturgo. ¿Elegiría usted este placer mayor?». Cualquier amante de Shakespeare contestaría probablemente que no. ¿Pero no será esto simplemente porque él no creería en esa alternativa hipotética? ¿Porque él simplemente no podría imaginarse a sí mismo obteniendo el placer proporcionado de Shakespeare sin leer o ver las obras shakesperianas? Difícilmente puede concebirse el placer como una abstracción pura, separada de un placer particular.

El antihedonista puede responder triunfalmente que, si la gente rechaza sustituir una clase de placer por otro, o una calidad de placer por otro, es porque han hecho algún otro tipo de prueba, aparte de la «cantidad» de placer. Pero se le debería indicar que la prueba que él aplica a placeres específicos intelectuales o «más altos» podría aplicarse, con la misma clase de resultados, a placeres específicos sensuales, carnales o «inferiores». Situémonos frente a un voluptuoso y hagámosle este planteamiento: «Suponga que, por algunos otros medios, usted podría conseguir más placer del que obtendría de dormir con la mujer más seductora del mundo, pero sin tener este privilegio: ¿elegiría usted este mayor, pero incorpóreo, placer?». Cualquier libertino a quien hicieran esta pregunta probablemente contestaría también con un no enfático. La razón sería básicamente la misma que la del amante de Shakespeare. La gente no puede imaginar o creer en un placer puramente abstracto, sino solo en un placer concreto.

Cuando a un hombre le piden que se imagine a sí mismo sintiendo placer, aunque privado de todas las fuentes presentes del mismo —de todas las cosas o actividades que aquí y ahora le brindan placer— naturalmente se considerará incapaz de sentirse así. Es como pedirle que se imagine enamorado, pero no de alguien en concreto.

La respuesta resulta más clara cuando abandonamos la palabra «placer» y la sustituimos por satisfacción. No hablamos generalmente de la «cantidad» de satisfacción, como nos vemos tentados a hacerlo con «placer», sino solo de más o menos satisfacción. Tampoco hablamos de la «calidad» de tal satisfacción. Simplemente preguntamos si este o aquel objeto o actividad nos dan más o menos satisfacción que otros. Reconocemos, además, que personas diferentes encuentran satisfacción en cosas diferentes, y que la misma persona que hoy encuentra satisfacción en una actividad puede encontrarla mañana en otra totalmente distinta. Ninguno de nosotros elige permanentemente o siempre placeres «más altos» frente a placeres «más bajos», o viceversa. Incluso el asceta más convencido se detiene para comer o para satisfacer otras necesidades corporales. Y el más devoto admirador de las tragedias shakesperianas puede saborear una buena comida justo antes de ir al teatro.

En el capítulo 18 volveremos a una discusión más completa del problema de «la tachuela contra la poesía».

5. Eudemonismo psicológico

Anuncié al inicio de este capítulo que argumentaría en defensa de por lo menos una forma de la doctrina del «eudemonismo psicológico».

Algunos antihedonistas (entre quienes podría citar otra vez a Hastings Rashdall[29] como un ejemplo excepcional) han adoptado lo que parece ser una hábil forma de librarse del argumento hedonista. Primero procuran mostrar que el «hedonismo psicológico» no puede explicar nuestros verdaderos motivos al actuar. Entonces señalan que, mientras el «hedonismo ético» es todavía posible, resulta ridículo sostener que es deber de alguien buscar el propio placer incluso si no siempre lo quiere.

Esta refutación descansa en una serie de falacias, que se ponen notoriamente de manifiesto cuando abandonamos la palabra «placer», con sus connotaciones especiales, y en cambio hablamos de «satisfacción» o «felicidad».

Aun a riesgo de repetirnos, examinemos algunas de las principales falacias en el ataque contra el hedonismo psicológico:

1. La suposición de que «placer» se refiere solo, o principalmente, al placer sensual o carnal. Casi no hay ningún escritor antihedonista que no haga, al menos tácitamente, esta suposición. Por eso parece aconsejable a los eudemonistas abandonar las palabras «hedonista» y «placer», y en su lugar hablar de «satisfacción» o «felicidad». Dondequiera que encontremos la palabra «placer» debemos estar atentos contra su ambigüedad, pues lo mismo puede significar: (1) placer sensual que (2) un apreciado estado de conciencia.[30]

2. La negativa a ver que la posición hedonista o eudemonista puede ser declarada negativamente. Los antihedonistas acusan a los hedonistas de argumentar, por ejemplo (y algunos errados hedonistas realmente lo hacen), que un hombre se hace mártir voluntariamente porque piensa que el «placer» del martirio predominará sobre el dolor. Más bien él acepta el martirio (cuando podría evitarlo), porque prefiere la agonía física de la tortura, quema o crucifixión a la desgracia o angustia espiritual de rechazar a su Dios, o sus principios, o traicionar a sus amigos. No está eligiendo «placer» de ninguna clase; está eligiendo lo que considera una agonía menor.

3. Los antihedonistas (sobre todo Rashdall, que le dedica muchas páginas) tratan de refutar el hedonismo refiriéndose a lo que llaman la falacia «histerológica». Cito a Rashdall otra vez: «La psicología hedonista explica el deseo por el placer, mientras que, de hecho, el placer debe su existencia completamente al deseo».[31] Y otra vez: «[el hedonismo] hace de la “satisfacción” esperada la condición del deseo, mientras que el deseo es realmente la condición de la satisfacción».[32]

Aquí el contraste entre «deseo» y «satisfacción» es de dudosa validez. Se trata de una diferencia verbal más que psicológica. Es simplemente tautológico decir que lo que realmente deseo es la satisfacción de mis deseos. Es verdad que no trataré de satisfacer un deseo, a menos que ya lo tenga. ¡Pero es la satisfacción del deseo, más bien que el deseo en sí mismo, lo que deseo! La objeción de Rashdall se reduce a la trivialidad de que deseamos un placer solo porque lo deseamos. Decir que busco la satisfacción de mis deseos es otra forma de decir que deseo la «felicidad», pues mi felicidad consiste en satisfacer mis deseos.

4. Otra objeción al hedonismo es la que se origina con el obispo Butler. Esta declara que lo que quiero no es «placer», sino alguna cosa específica. Cito otra vez la oración referida hace poco: «Cuando tengo hambre, deseo alimento, no placer». Ya hemos indicado que en ella simplemente se enfatizan los medios específicos por los cuales busco la satisfacción de un deseo específico. No hay ninguna antítesis real aquí: solo una opción entre la declaración concreta y abstracta de la situación.

5. Los antihedonistas procuran desacreditar el hedonismo psicológico, indicando que un hombre a menudo rechaza realizar la acción que parece prometer el placer más inmediato o más intenso. Pero esto no demuestra nada en absoluto sobre el hedonismo psicológico ni, especialmente, sobre el eudemonismo psicológico. Esto puede significar nada más que el hombre busca su mayor placer (o satisfacción o felicidad) en el largo plazo. «Mide» el placer o la satisfacción o la felicidad por la duración, así como por la intensidad.

6. El argumento final contra el hedonismo o eudemonismo psicológico es que los hombres actúan con frecuencia bajo la influencia de meros impulsos, pasión o enojo, y no hacen las cosas calculadamente para proporcionarse el máximo placer, satisfacción o felicidad. Esto es cierto. Pero también lo es que, en sus momentos de calma, es su felicidad duradera lo que busca cada hombre.

Replanteemos y resumamos esto. Es verdad que los hombres no procuran maximizar una mera abstracción, o cierto jugo homogéneo llamado «placer». Buscan la satisfacción de sus deseos. Y a esto es a lo que nos referimos cuando decimos que buscan la «felicidad».

El intento de un hombre de satisfacer alguno de sus deseos puede entrar en conflicto con la satisfacción de otro. Si, en un momento de impulso o pasión, intenta satisfacer un deseo simplemente momentáneo, puede hacerlo solo a costa de renunciar a una satisfacción mayor y más duradera. Por lo tanto debe elegir entre los deseos que quiere satisfacer; debe procurar reconciliarlos con los deseos contrarios de otros, así como con sus propios deseos contrarios. En otras palabras, debe tratar de armonizar sus deseos y maximizar sus satisfacciones en el largo plazo.

Esta es la reconciliación del eudemonismo psicológico y ético. Un hombre no puede actuar de tal modo que siempre maximice su propia felicidad duradera. Puede tener una visión corta o una voluntad débil, o ser esclavo de sus pasiones momentáneas. Pero, incluso así, es un eudemonista psicológico, pues, en sus momentos de calma, desea maximizar sus propias satisfacciones o su felicidad en el largo plazo. Debido a esto el argumento ético puede alcanzarlo y convencerlo. Si alguien puede mostrarle exitosamente que ciertas acciones que satisfacen alguna pasión momentánea, o aparentan promover algún interés propio inmediato, reducirán su satisfacción total en el largo plazo, su razón aceptará nuestro argumento y procurará enderezar su conducta.

Esta no es necesariamente una apelación al mero «egoísmo». La mayor parte de las personas sienten simpatía espontánea por la felicidad y el bienestar de otros, en particular de su familia y sus amigos, y serían incapaces de encontrar mucha satisfacción o felicidad para sí mismos, si no fueran compartidas por al menos los más cercanos a ellos, e incluso por toda la comunidad. Buscarían su propia satisfacción y felicidad mediante actos de bondad y amor. Hasta a individuos completamente «egoístas» se les logra convencer de que pueden promover mejor sus propios intereses duraderos a través de la cooperación social, y de que no pueden conseguir la cooperación de otros si ellos mismos no contribuyen generosamente con lo propio.

De hecho, incluso el individuo más egocéntrico, necesitando no solo ser protegido contra la agresión de otros, sino deseando la cooperación activa de los demás, descubre que va a favor de su propio interés defender y promover una serie de reglas morales (y también legales) que prohíban el rompimiento de las promesas hechas, hacer trampas, robar, agredir, asesinar y, adicionalmente, también un conjunto de reglas morales que prescriban la cooperación, el servicio y la bondad con los semejantes.

La ética es un medio más que un fin último. Tiene valor derivado o «instrumental» más que valor «intrínseco» o final. Una ética racional no puede construirse simplemente sobre la base de lo que «deberíamos» desear, sino sobre la base de lo que deseamos realmente. Cada uno desea sustituir un estado menos satisfactorio por otro más satisfactorio. Pascal dijo: «La vida ordinaria de los hombres se parece a la de los santos. Unos y otros buscan satisfacción y se diferencian solo por el objeto en el que la ponen». Cada uno desea su propia felicidad duradera. Esto es verdadero, aunque solo sea porque es tautológico. Nuestra felicidad duradera es simplemente otro nombre que le ponemos a lo que realmente deseamos para el largo plazo.

Esta es la base no solo de las virtudes prudenciales, sino también de las sociales. Va en el interés duradero de cada uno de nosotros practicar tanto las virtudes sociales como las prudenciales y, por supuesto, hacer que todos los demás las practiquen.

Aquí está la única respuesta persuasiva, a la pregunta: «¿Por qué debería yo actuar moralmente?». Un deber ser siempre tiene como base un ser o un será y de ellos emerge.