El placer como fin
La doctrina de que el placer es el único bien último y el dolor el único mal es al menos tan vieja como Epicuro (341-270 a. C.). Pero desde el principio esta doctrina ha sido denunciada como herética por la mayor parte de los moralistas ortodoxos o ascéticos, de tal manera que casi desapareció, hasta que volvió a ser rescatada en los siglos XVII y XVIII. El escritor que entonces la formuló, de la manera más estricta, elaborada y sistemática, fue Jeremy Bentham.[8]
Si podemos juzgarlo por el número de referencias hacia él y hacia sus doctrinas en la literatura sobre el tema —aunque en la mayor parte de los casos se trate de críticas sañudas, o burlonas—, Bentham ha sido el moralista más discutido e influyente de los tiempos modernos. Por tanto puede resultar provechoso comenzar con un análisis de la doctrina hedonista como él la plantea.
Su declaración más conocida (y también la más auténtica)[9] se encuentra en Principles of Morals and Legislation. Los párrafos con que se inicia ese libro son valientes y cautivadores.
La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos, el dolor y el placer. Solo a ellos les corresponde señalar lo que deberíamos hacer y determinar lo que haremos. Por una parte, el patrón de correcto e incorrecto y, por otra, la concatenación de causas y efectos, están sujetos a su trono. Ellos nos gobiernan en todo lo que hacemos, lo que decimos y lo que pensamos: cada esfuerzo que podamos hacer para liberarnos de este sometimiento sólo servirá para demostrarlo y confirmarlo. De palabra, un hombre puede pretender liberarse de su imperio, pero, en la realidad, permanecerá sujeto todo ese tiempo a él. El principio de utilidad reconoce este sometimiento y lo asume como el fundamento de aquel sistema, cuyo objeto es construir el tejido de la felicidad, a través de la razón y la ley. Los sistemas que intentan cuestionarlo tratan con sonidos en lugar de sentidos, con el capricho en lugar de la razón, con la oscuridad en lugar de la luz.
Debe subrayarse que en la segunda oración de este párrafo Bentham no establece ninguna diferencia entre lo que ha llegado a conocerse desde entonces como la doctrina del hedonismo psicológico (siempre realizamos la acción que esperamos nos proporcione el mayor placer) y la doctrina que ha llegado a conocerse como el hedonismo ético (siempre deberíamos realizar la acción que nos causará el mayor placer o felicidad). Pero dejemos para un capítulo posterior la tarea de desenredar este nudoso problema.
Bentham continúa:
El principio de utilidad es el fundamento del presente trabajo… Por principio de utilidad se entiende aquel que aprueba o desaprueba cada acción en absoluto, según la tendencia que parezca tener a aumentar o disminuir la felicidad del sujeto cuyo interés está en cuestión… Digo de cada acción en absoluto y, por lo tanto, no solo de cada acción de un particular, sino también de cada medida de gobierno. Por utilidad se entiende aquella propiedad de cualquier objeto por la cual el mismo tiende a producir beneficio, ventaja, placer, bien o felicidad (todo esto, en el caso presente, llega a la misma cosa) o (lo que llega otra vez a la misma cosa) prevenir contra el daño, el dolor, el mal o la infelicidad al sujeto cuyo interés se considera: si el sujeto es la comunidad en general, entonces la felicidad de la comunidad; si un individuo particular, entonces la felicidad de aquel individuo.[10]
Bentham modificó más tarde sus ideas, o al menos su expresión de las mismas. Reconoció su deuda con Hume por el «principio de utilidad», pero consideró el principio demasiado vago. ¿Utilidad para qué? Bentham tomó de un ensayo sobre el gobierno, publicado por Priestley en 1768, la frase «la mayor felicidad del mayor número», pero más tarde substituyó tanto esta frase como la expresión «la utilidad» por «el principio de la mayor felicidad». También, de manera progresiva (como se revela en Deontology) substituyó el término «placer» por el de «felicidad» y la expresión «mayor felicidad»; y en Deontology llegó a esta definición: «La moralidad es el arte de maximizar la felicidad: proporciona el código de leyes según las cuales se sugiere aquella conducta cuyo resultado, considerando la totalidad de la existencia humana, dejará la mayor cantidad de dicha».[11]
Pero el gran vendaval de críticas se ha dirigido sobre todo contra la declaración de su teoría tal como la expone en Principles of Morals and Legislation, (y contra las malas interpretaciones generalizadas sobre lo que creyó o siguió creyendo).
Como el objetivo principal de estos primeros capítulos será poner el fundamento para una teoría positiva de la moral, trataré aquí solo algunos de los aspectos respecto de los cuales aquella crítica era válida o injustificada; y los trataré no tanto en cuanto se aplican a las doctrinas específicas de Bentham, sino más bien a las doctrinas hedonistas o que tienen que ver con la felicidad en general.
La objeción más frecuente que los escritores antihedonistas y antiutilitaristas hacen contra el hedonismo o el utilitarismo consiste en que el «placer» en que este hace consistir el objetivo de la acción se refiere a un placer puramente físico o sensual. Así, Schumpeter lo califica como «la más superficial de todas las filosofías concebibles de la vida», e insiste en que el «placer» del que habla es simplemente el placer resumido en comer bistecs.[12] Moralistas como Carlyle no han vacilado en calificar su teoría de «una filosofía de cerdos». Esta crítica es muy antigua. «Epicúreo» se ha convertido en sinónimo de sensualista y los seguidores de Epicuro han sido condenados como los «cerdos» de Epicuro.
Estrechamente relacionada con esta crítica, y compartiendo con ella casi la misma notoriedad, está la acusación de que el hedonismo y el utilitarismo predican esencialmente la filosofía de la sensualidad y la autoindulgencia, propias del voluptuoso y el libertino.
Ahora bien, aunque es verdad que mucha gente predica y practica la filosofía de la sensualidad, esta recibe muy poco apoyo de Bentham o, para los efectos, de cualquiera de los principales utilitaristas.
Por lo que respecta a la acusación de sensualidad, nadie que haya leído alguna vez a Bentham podrá tener alguna excusa para hacerla.[13] En su detallada enumeración y clasificación de los «placeres», menciona no solamente los relacionados con los sentidos, entre los cuales incluye el placer de la salud y los que se derivan de la riqueza y el poder, o hasta los que se derivan de la adquisición y la posesión, sino también los que tienen que ver con la memoria y la imaginación, la asociación y la expectativa, la amistad, el buen nombre, la piedad, la buena voluntad y la benevolencia. (También es realista y suficientemente ingenuo para incluir en su lista los que se relacionan con la malevolencia o el rencor).
Cuando se hace la pregunta sobre cómo el placer debería ser medido, valorado o comparado, señala para el efecto siete criterios o «circunstancias»: (1) intensidad, (2) duración, (3) certeza o incertidumbre, (4) cercanía o lejanía, (5) fecundidad —o la posibilidad de ser seguido por sensaciones de la misma clase—, (6) pureza —o la posibilidad de no ser seguido por sensaciones de la clase opuesta— y (7) extensión —el número de personas a quienes alcanza—.[14]
Pienso que las citas anteriores apuntan a varios de los defectos verdaderos en el análisis de Bentham. Estos incluyen su fracaso en la construcción de un «cálculo hedonista» convincente (aunque su esfuerzo detallado para lograrlo fuera muy instructivo). Incluyen asimismo su tendencia a considerar el «placer» o el «dolor» como algo que puede ser abstraído y aislado de placeres o dolores específicos, y tratado como un residuo físico o químico, o como un resultado homogéneo que puede ser medido cuantitativamente.
Volveré a estos puntos más tarde. Aquí deseo indicar que Bentham y los utilitaristas generalmente no pueden ser acusados con justicia de asignarle al «placer» un sentido puramente sensual. Ni su énfasis en promover el placer y evitar el dolor conduce necesariamente a una filosofía de autoindulgencia. Los críticos del hedonismo o el utilitarismo hablan constantemente como si sus adeptos midieran todos los placeres solo en términos de intensidad. Pero las palabras clave en las comparaciones de Bentham son la duración, la fecundidad y la pureza. La más importante de todas, según él mismo, es la duración. Al discutir la virtud de la «prudencia egoísta», Bentham enfatiza constantemente la importancia de no sacrificar el futuro por el presente, o la de dar «preferencia al placer futuro mayor sobre el presente menor».[15] «¿No es una virtud la moderación? Sí, sin duda lo es. Pero ¿por qué? Porque, al refrenar el deleite durante un tiempo, después lo eleva a tal grado que hace crecer, en general, la reserva de felicidad».[16]
Las opiniones de Bentham han sido mal entendidas en otro aspecto importante, aunque esto obedezca en gran parte a un error suyo. Una de las frases que se le atribuye —antes citada más a menudo con aprobación por sus discípulos, y ahora blanco más frecuente de sus críticos— es «la mayor felicidad del mayor número». En primer lugar, como hemos visto, no se trata de una frase original de Bentham, sino tomada por él de Priestley (quien a su vez fue precedido tanto por Hutcheson como por Beccaria); en segundo lugar, Bentham mismo la abandonó más tarde. Cuando él la rechazó, lo hizo con un argumento más claro y poderoso (hasta donde cabe) de los que yo haya oído a cualquier crítico. El argumento es citado por Bowring en las páginas finales del primer volumen de Deontology, obra póstuma, y yo lo parafraseo así:
El principio de la mayor felicidad del mayor número es cuestionable, porque puede ser interpretado en el sentido de que quien lo utiliza ignora los sentimientos o el destino de la minoría. Y este carácter discutible se pone más de relieve cuanto más grande percibimos la proporción de la minoría en relación con la mayoría.
Supongamos una comunidad de 4001 personas, en la que la «mayoría» tiene 2001 y la minoría 2000. Supongamos que, para comenzar, cada uno de los 4001 tiene una porción igual de felicidad. Si ahora tomamos la porción de felicidad de cada uno de los 2000 y la dividimos entre los 2001, el resultado no sería un aumento, sino una disminución enorme de la felicidad. Al dejar fuera los sentimientos de la minoría, según el principio del «mayor número», el vacío resultante, en vez de permanecer tal, podría llenarse de mayor infelicidad y sufrimiento. El resultado neto para toda la comunidad no sería una ganancia de felicidad, sino una gran pérdida.
O supongamos que las 4001 personas están al principio en un estado de igualdad perfecta respecto a los medios para conseguir la felicidad, incluyendo poder y opulencia, y poseyendo cada uno no solo igual riqueza, sino igual libertad e independencia. Ahora tomemos a 2000 de ellos o una minoría no importa cuánto más pequeña, reduzcámoslos a un estado de esclavitud, y dividámoslos a ellos y sus anteriores propiedades entre los restantes 2001. ¿En cuántos de la comunidad aumentaría realmente la felicidad? ¿Cuál sería el resultado respecto a la felicidad de la comunidad entera? Las preguntas se responden por sí mismas.
Para hacer la aplicación más específica, Bentham preguntó luego qué pasaría si en Gran Bretaña todos los católicos romanos fueran hechos esclavos y se dividieran entre todos los protestantes; o si en Irlanda todos los protestantes fueran divididos de manera similar entre todos los católicos romanos.
Así que Bentham regresó al principio de la mayor felicidad y habló sobre el objetivo de la ética como el que consiste en maximizar la felicidad de la comunidad como un todo.
Esta declaración sobre el criterio último de las reglas morales deja muchas preguntas molestas sin contestar. Podemos posponer la consideración de algunas de ellas para más adelante, pero no podemos evitar abordar otras ahora, si, aunque sea provisionalmente, queremos obtener una respuesta satisfactoria. Algunas de esas preguntas son tal vez solo semánticas o lingüísticas; otras, psicológicas o filosóficas; en algunos casos, quizá resulte difícil determinar si tratamos de hecho con un problema psicológico, moral o puramente verbal.
Esto se aplica sobre todo al uso de los términos placer y dolor. Bentham mismo, como hemos visto, que al principio hizo que el uso reiterado de estos términos fuera básico en su sistema ético, después tendió progresivamente a abandonar el término placer y a inclinarse en favor del término felicidad. Pero insistió hasta el final en esto: «la felicidad es un conjunto del que los placeres son partes componentes… No dejen que la mente se desvíe por alguna diferencia surgida entre los placeres y la felicidad… Felicidad sin placer es una quimera y una contradicción: un millón sin ninguna unidad; una yarda cuadrada sin pulgada alguna; un bolso de guineas sin un átomo de oro».[17]
Sin embargo, la felicidad concebida como una mera adición aritmética de unidades de placer y dolor tiene poca aceptación hoy día, sea por filósofos morales, sicólogos, o el simple hombre de la calle. Las palabras placer y dolor conllevan dificultades persistentes. En vano han advertido algunos filósofos morales que deberían ser usadas y entendidas solo en un sentido puramente formal.[18] La asociación popular de estas palabras con el placer únicamente sensual y carnal es tan fuerte que tal advertencia tiene la garantía de ser olvidada. Mientras tanto, los antihedonistas, consciente o inconscientemente, hacen uso completo de esta asociación, para mofarse y desacreditar a los escritores utilitaristas que usan tales palabras.
Parece ser una demostración de sabiduría práctica, y el mejor modo de minimizar los malentendidos, usar los términos «placer» y «dolor» muy parcamente, si es que no abandonarlos casi del todo en cualquier discusión ética.