Moral y religión
¿Es necesaria la religión para descubrir las normas morales específicas que deberían guiarnos? ¿Es necesario creer en las doctrinas tradicionales principales de la religión —como la existencia de un Dios personal, una vida después de la muerte, un cielo y un infierno— a fin de asegurar la observancia humana de las normas morales?
La creencia de que la moral es imposible sin la religión ha dominado el pensamiento del mundo occidental durante casi veinte siglos. En su forma más cruda, es puesta en la boca de Smerdyakov Karamazov, en el marco de la escena terrible donde le confiesa a su hermanastro Iván, un ateo filosófico, que ha asesinado y robado al padre de ambos: «Yo solo era tu instrumento» —le dice Smerdyakov— «tu criado fiel, y lo hice siguiendo tus palabras. “Todas las cosas son legales”. Eso fue lo que me enseñaste… Ya que, si no hay ningún Dios eterno, la virtud no existe ni tampoco hay una necesidad de ella».[415]
Santayana satiriza el mismo tipo de argumento: «Es una suposición curiosa de los moralistas religiosos que sus preceptos nunca serían adoptados, a menos que se persuada a la gente, a través de evidencias externas, que Dios absolutamente los estableció. Si no fuera por el mandato y las amenazas divinas, a nadie le gustaría otra cosa mejor que no fuera matar, robar y dar falso testimonio».[416]
Quizá la mejor forma de llegar a una respuesta a las dos preguntas que se inicia este capítulo sea examinando los argumentos principales de ambos lados.
Comencemos por el argumento de aquellos que han negado que la fe religiosa sea necesaria para mantener la moral. Quizá la declaración más completa sobre esto sea la hecha por John Stuart Mill en su ensayo «The Utility of Religion».[417] Mill comienza sosteniendo que la religión siempre ha recibido un crédito excesivo de mantener la moral, porque, siempre que se ha enseñado formalmente la moral, sobre todo a los niños, casi invariablemente se ha enseñado como religión. A los niños no se les enseña a distinguir entre las órdenes de Dios y las órdenes de sus padres. Mill sostiene que el motivo principal de la moral es la buena opinión de nuestros semejantes. La amenaza de castigo por nuestros pecados en la otra vida solo ejerce una fuerza dudosa e incierta: «Incluso el peor malhechor es apenas capaz de pensar que cualquier delito que haya estado en su poder cometer, cualquier mal que haya podido infligir en este corto espacio de existencia, puede haber merecido la tortura eterna». En todo caso, «el valor de la religión como un suplemento a las leyes humanas, una especie de policía más astuta, un auxiliar para el que atrapa a los ladrones y el verdugo, no es la parte de sus reclamos sobre la cual más les gusta insistir a los más altruistas de su adeptos».
También hay un verdadero peligro en atribuirle un origen sobrenatural a las máximas de la moral recibidas. «Aquel origen las consagra del todo y las protege de ser discutidas o criticadas». El resultado es que la moral se vuelve «estereotipada»: no se mejora ni perfecciona, y se conservan preceptos dudosos, junto con los más nobles y necesarios.
Mill sostiene que incluso la moral que los hombres han logrado a través del miedo o el amor a Dios puede lograrse también por quienes buscamos no solo la aprobación de aquellos a los que respetamos, sino la aprobación imaginada
de aquellos a los que, muertos o vivos, admiramos o veneramos… Pensar que nuestros padres o amigos muertos habrían aprobado nuestra conducta es un motivo apenas menos poderoso que conocer que nuestros vivos sí lo aprueban: y la idea de que Sócrates, o Howard, o Washington, o Antonio, o Cristo habrían simpatizado con nosotros, o que intentamos hacer nuestra parte con el espíritu con que ellos hicieron la suya, ha funcionado en las mejores mentes como un fuerte incentivo para actuar de acuerdo con sus más altos sentimientos y convicciones.
Por otra parte,
las religiones que tratan sobre promesas y amenazas en cuanto a una vida futura… sujetan los pensamientos a los intereses póstumos de la persona; invitan a considerar el ejercicio de sus deberes hacia los demás principalmente como un medio para su salvación personal; son uno de los más graves obstáculos al gran objetivo de la cultura moral: el fortalecimiento del elemento altruista y el debilitamiento del elemento egoísta en nuestra naturaleza… El hábito de esperar ser recompensado en otra vida por nuestra conducta en esta hace que incluso la virtud misma ya no sea un ejercicio de los sentimientos altruistas.
Mill hace otros comentarios sobre lo que él considera los elementos de la inmoralidad positiva en las religiones judía y cristiana, pero Morris R. Cohen hace una acusación aún más amarga y rotunda:
El carácter absoluto de la moral religiosa ha enfatizado las sanciones del miedo: las consecuencias aterradoras de la desobediencia. No quiero pasar por alto el hecho de que los más grandes maestros religiosos han puesto más énfasis en el amor a lo bueno por sí mismo. Pero en este último aspecto, no han sido diferentes de grandes filósofos como Demócrito, Aristóteles o Espinoza, quienes consideraban la moral como su propia recompensa…
La religión ha hecho de la crueldad una virtud. Sangrientos sacrificios de seres humanos para apaciguar a los dioses llenan las páginas de la historia. En el México antiguo tenemos el sacrificio masivo de prisioneros de guerra como una forma de culto nacional. En el antiguo Oriente tenemos el sacrificio de niños a Moloch. Incluso los griegos no eran totalmente libres de esta costumbre religiosa. Tengamos en cuenta que, aunque el Antiguo Testamento prohíbe el arcaico sacrificio oriental del primogénito, no niega su eficacia en el caso del Rey de Moab (II Reyes 3:2), ni hay en él ningún rechazo a la facilidad con que Abraham estaba dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac. En la India era un deber religioso de la viuda hacerse quemar en la pira funeraria de su marido. Y mientras el cristianismo formalmente condenaba el sacrificio humano, de hecho lo revivió con el pretexto de quemar a los herejes. Paso sobre los muchos miles quemados por orden de la Inquisición, y el registro de cientos de personas quemadas por gobernantes, como la Reina María, por no creer en el papa o en la transubstanciación. El protestante Calvino quemó a Miguel Servet por sostener que Jesús era «el hijo del Dios eterno» en lugar de «el hijo eterno de Dios». En nuestra propia América, la herejía era un delito capital en tiempo de la Colonia.
La crueldad es una parte mucho más integral de la religión de lo que la mayor parte de personas comprenden y aceptan. La Ley Mosaica ordena a los israelitas que, cuando ataquen una ciudad, maten a todos los hombres y a todas las mujeres que han conocido varón. La fuerza religiosa de esto se muestra cuando Saúl es maldecido y toda su dinastía es destruida por dejar vivo a un prisionero, el rey Agag. Considérese aquel sensible salmo «Junto a los ríos de Babilonia». Tras expresar el grito patético «¿Cómo podemos cantar las canciones de Yaveh en una tierra extranjera?», pasa a maldecir a Edom, y termina con esto: «¡Dichoso el que tome a tus niños y los estrelle contra las piedras!». ¿Ha habido algún movimiento religioso para expurgar esto del servicio religioso de judíos y cristianos? Algo del espíritu de este odio intenso hacia los enemigos de Dios —es decir, aquellos que no son de nuestra propia religión— ha inventado y desarrollado los terrores del infierno, y condenado a casi toda la humanidad a sufrirlos eternamente: es decir, a todos, excepto a unos pocos miembros de nuestra religión particular. Y lo peor de todo, ha considerado que estos tormentos añaden lustre a la beatitud de los santos. La doctrina de un Dios amoroso y misericordioso profesada por el cristianismo o el islam no ha impedido a muchos integrantes de ambas religiones predicar y practicar el deber de odiar y perseguir a los que no creen como ellos. No ha impedido guerras feroces entre las diversas sectas de estas religiones, como las guerras entre chiitas, sunitas y wahabitas, o entre ortodoxos griegos, católicos romanos y protestantes.
Por supuesto, el espíritu feroz de la guerra y el odio no se debe completamente a la religión. Pero la religión ha hecho del odio un deber. Predicó las cruzadas contra los mahometanos y perdonó pecados atroces para fomentar la matanza indiscriminada de ortodoxos griegos, así como de poblaciones mahometanas…
La persecución cruel y la intolerancia no son accidentes, sino que surgen de la esencia misma de la religión: a saber, de sus pretensiones absolutas. En tanto que cada religión afirme tener la verdad absoluta, sobrenaturalmente revelada, todas las otras religiones son errores pecaminosos… No hay ningún capítulo más sombrío en la historia de la miseria humana que las guerras religiosas o sectarias de aniquilación recíproca, excepcionalmente sangrientas, que han bañado de sangre gran parte de Europa, África del Norte y Asia Occidental…
El supuesto complaciente que identifica la religión con la moral más alta ignora el hecho histórico de que no hay ni una sola práctica humana repugnante que no haya sido considerada en algún momento u otro como un deber religioso. Ya he mencionado la ruptura de las promesas a los herejes. Pero el asesinato y la brutalidad —como indican las palabras mismas—, la prostitución sagrada —en Babilonia y la India—, las diversas formas de autotortura y la suciedad verminosa de santos como Tomás Becket, han sido siempre parte de la religión. La concepción religiosa de la moral ha sido legalista. Las reglas morales son mandatos de los dioses. Pero estos últimos son soberanos y no están sujetos a las reglas que establecen para los demás, según sus dulces voluntades.[418]
Ante tan arrolladoras acusaciones, ¿qué tienen que decir los defensores de la religión como base indispensable de la moral? Extrañamente, no es fácil encontrar entre autores recientes que escriben sobre ética, exponentes intransigentes y poderosos de este punto de vista tradicional. Si vemos, por ejemplo, al Reverendo Hastings Rashdall, en el que esperaríamos encontrar tal punto de vista, nos sorprende la modestia de sus pretensiones. Sus ideas son presentadas con mucho detalle en su muy conocido trabajo, en dos volúmenes, The Theory of Good and Evil (1907), concretamente en los dos capítulos «Metaphysics and Morality» y «Religion and Morality». Pero ha resumido formalmente sus opiniones sobre el tema en un pequeño volumen, de menos de cien páginas, escrito pocos años después, que él mismo describe en un prefacio como «necesariamente un poco más que una condensación de mi Theory of Good and Evil». Me parece mejor citar su propio resumen, casi en su totalidad:
1. La moral no puede basarse en una proposición metafísica o teológica, ni deducirse de ellas. El juicio moral es definitivo e inmediato. Poniendo esto en lenguaje popular, el reconocimiento inmediato de que yo debería actuar de una manera determinada proporciona una razón suficiente para actuar así, totalmente al margen de cualquier otra creencia que pueda tener sobre la naturaleza última de las cosas.
2. Pero el reconocimiento de la validez de la obligación moral en general, o de cualquier juicio moral particular, implica, lógicamente, la creencia en un yo espiritual permanente, que es realmente la causa de sus propias acciones. Tal creencia es, en el sentido más estricto, un postulado de la moral.
3. La creencia en Dios no es un postulado de la moral en el sentido de que el rechazo de la misma implique una negación de todo significado o validez de nuestros juicios morales; pero la aceptación o rechazo de esta creencia afecta materialmente el sentido que damos a la idea de obligación. La creencia en la objetividad de los juicios morales implica que la ley moral no es reconocida como un elemento meramente accidental en la construcción de la mente humana, sino como un hecho fundamental acerca del universo. Esta demanda racional no la puede satisfacer ninguna metafísica meramente materialista o naturalista, y sí satisface una teoría que explica el mundo como la expresión de una voluntad racional intrínsecamente correcta, y la conciencia moral como una revelación imperfecta del ideal hacia el cual esa voluntad se dirige. La creencia en Dios puede describirse como un postulado de la moral en un sentido menos estricto o secundario.
4. Así, lejos de que la ética esté basada en o sea deducida de la teología, una teología racional está en gran parte basada sobre la ética: la conciencia moral nos suministra todo el conocimiento que poseemos en cuanto a la acción, el carácter y la dirección de la voluntad suprema, y forma un elemento importante en el argumento sobre la existencia de tal voluntad.
5. Debemos rechazar perentoriamente la opinión de que la obligación de la moral depende de las sanciones —es decir, la recompensa y el castigo— en esta vida o en cualquier otra. Pero, así como la creencia en una ley moral objetiva naturalmente conduce a, y requiere para su plena justificación, la idea de Dios, así la idea de Dios implica la creencia en la inmortalidad, si la vida presente parece un cumplimiento inadecuado del ideal moral. De maneras que no necesitan recapitularse, hemos visto que es, prácticamente, una creencia eminentemente favorable a la influencia máxima del ideal moral en la vida.
Quizá todavía se pueda resumir más toda la posición. Es posible que un hombre conozca su deber y que logre un éxito considerable al cumplirlo, sin ninguna creencia en Dios o en la inmortalidad, o cualquiera de las otras creencias comúnmente denominadas religiosas; pero probablemente lo sabrá y hará mejor si acepta una visión del universo que incluya como sus artículos más fundamentales estas dos creencias.[419]
Después de este breve vistazo a algunos de los argumentos en conflicto, ¿cuál debería ser nuestra respuesta a las dos preguntas con las cuales iniciamos este capítulo? Comencemos por la primera.
Es difícil entender cómo las creencias religiosas puedan por sí mismas orientarnos de alguna forma hacia las reglas morales específicas por las que debemos guiarnos. Regresamos al viejo problema teológico: la religión nos dice que deberíamos actuar de acuerdo con la voluntad de Dios. Pero ¿es correcta una acción simplemente porque Dios la desea? ¿O Dios la desea porque es correcta? No podemos concebir que Dios nos ordene arbitrariamente hacer algo que no sea correcto, o nos prohíba hacer algo que no sea lo malo. ¿Son morales las acciones porque Dios las desea, o Dios las desea porque son morales? ¿Qué es primero, lógica o temporalmente: la voluntad de Dios o la moral?
Hay aquí otro problema teológico: si Dios es omnipotente, ¿cómo puede su voluntad dejar de realizarse, hagamos el bien o el mal?
Luego está el problema ético práctico. Suponiendo que es nuestro deber seguir la voluntad de Dios, ¿cómo podemos saber qué es lo que Dios desea, ya sea en general o en algún caso particular? ¿Quién está al tanto de la voluntad de Dios? ¿Quién es tan presuntuoso como para suponer que conoce la voluntad de Dios? ¿Cómo determinamos la voluntad de Dios? ¿Por intuición? ¿Por revelación especial? ¿Por razón? En este último caso, ¿debemos suponer que Dios desea la felicidad de los hombres? Entonces regresamos a la posición del utilitarismo. ¿Hemos de suponer que desea la «perfección» de los hombres, o su «autorealización», o que vivan «de acuerdo con la naturaleza»? Entonces regresamos a una de estas filosofías éticas tradicionales, pero puramente por nuestras propias suposiciones y no por el conocimiento directo o inequívoco de la voluntad de Dios.
Un centenar de religiones diferentes dan un centenar de razones o interpretaciones diferentes de la voluntad de Dios en el ámbito de la moral. La mayoría de los cristianos suponen que se encuentra en la Biblia. Pero cuando nos dirigimos a la Biblia, nos encontramos con cientos de mandamientos, leyes, sentencias, prescripciones, enseñanzas, preceptos morales. A menudo, estas normas se contradicen frontalmente entre sí. ¿Cómo podemos conciliar el mosaico «ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe»[420] con la advertencia directa que Cristo hace en el Sermón del Monte:
«Oísteis que fue dicho: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, ponle también la otra…
Oísteis que fue dicho: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian y orad por los que os ultrajan y os persiguen».[421]
En términos generales, los preceptos éticos del Antiguo y del Nuevo Testamento no solo se contradicen entre sí en los detalles, sino incluso en su espíritu general. El Antiguo Testamento ordena la obediencia a Dios a través del miedo; el Nuevo Testamento suplica la obediencia a Dios a través del amor.
A algunas personas les gusta decir, irreflexivamente, que toda la orientación moral que necesitamos se encuentra en los Diez Mandamientos. Se olvidan de que los Diez Mandamientos no se limitan expresamente a diez en la Biblia misma, sino que son seguidos inmediatamente por más de un centenar de otros mandamientos, llamados, sin embargo, «leyes». También olvidan que Cristo mismo insistió en la necesidad de complementarlos. «Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros».[422] Y Jesús le da más énfasis a este mandamiento, en su vida y en sus enseñanzas, que a cualquier otro.
Cuando tomamos los Diez Mandamientos por sí solos, nos encontramos con que, si no fuera por su supuesto origen sagrado, los consideraríamos como un surtido bastante extraño y desequilibrado de reglas morales. Trabajar durante el día de reposo, a juzgar por el énfasis relativo que se le da (87 palabras), es considerado como un pecado o delito mucho más serio que cometer un asesinato (dos palabras). Tampoco hay ninguna indicación, para el caso, de que el adulterio, el robo o dar falso testimonio sean pecados menos graves que el asesinato. Aparentemente, no es mayor pecado robar algo que simplemente codiciarlo; y la razón por la cual es un pecado codiciar a la esposa de su vecino es, al parecer, porque ella, como su casa, su siervo, su criada, su buey o su asno, forman parte de la propiedad de su vecino. Por último, el Dios de los Diez Mandamientos no es solo, según su propia confesión, «un Dios celoso», sino increíblemente vengativo, «que tengo presente la maldad de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen».
Inmediatamente después de los Diez Mandamientos, Dios le ordenó a Moisés poner ante los hijos de Israel más de cien leyes. La primera ordena que si alguien compra a un esclavo hebreo, el esclavo servirá seis años y será liberado en el séptimo. El que golpea a un hombre hasta la muerte morirá, pero también quien maldiga a su padre o a su madre. Y «a la hechicera no la dejarás con vida».[423]
Pero ya se ha dicho suficiente aquí (y en la cita de Morris R. Cohen en este capítulo) para demostrar al menos, sin más pruebas, la conclusión negativa de que la ética del Antiguo Testamento, explícita e implícita, no es una guía de conducta confiable para el hombre del siglo veinte.[424]
En el Nuevo Testamento encontramos una ética notablemente diferente. En lugar del Dios de la venganza, que debe ser temido, encontramos al Dios de la misericordia, que debe ser amado. El nuevo mandamiento «que os améis unos a otros», el ejemplo de su vida personal y la predicación de Jesús de Nazaret han tenido una influencia más profunda en nuestras aspiraciones e ideales morales que cualquier otra regla o persona en la historia.
Pero las doctrinas éticas de Jesús presentan dificultades graves. Podemos, en gran parte, ser dueños de nuestras acciones, pero no podemos ser dueños de nuestros sentimientos. No podemos amar a todos nuestros semejantes simplemente porque pensamos que deberíamos hacerlo. Amor por unos pocos (por lo general, los miembros de nuestra familia inmediata), afecto y amistad por algunos, buena voluntad inicial hacia un círculo más amplio, y el esfuerzo constante por desalentar y reprimir en nosotros la cólera, el resentimiento, los celos, la envidia o el odio incipientes, es lo más que la mayoría, salvo un muy pequeño número de nosotros, parecemos ser capaces de lograr. Podemos alabar del diente al labio lo de poner la otra mejilla, amar a nuestros enemigos, bendecir a los que nos maldicen, hacer bien a quienes nos odian, pero no podemos, excepto en las más raras ocasiones, tomar estos mandatos literalmente. (No hablo aquí de nuestro deber de ser justos, ni siquiera de aparentar amabilidad hacia todos, sino de nuestra capacidad de ser dueños de nuestros sentimientos interiores hacia todos).
A pesar del mandato de Mateo 7:1 «no juzguéis y no seréis juzgados», todas las naciones modernas tienen policías, tribunales y jueces. La mayoría de nosotros, indistintamente de si de vez en cuando consideramos la viga en nuestro propio ojo o no, no podemos dejar de señalar la paja en el ojo de nuestro hermano. La inmensa mayoría de nosotros no somos más capaces que el joven rico (Mateo 19:20-22) de tratar de ser perfectos, mediante la venta de todo lo que tenemos y dando el producto a los pobres. Aunque sea casi imposible para un hombre rico entrar en el reino de los cielos (Mateo 19:24-25), la mayoría de nosotros tratamos de hacernos tan ricos como podemos y esperar lo mejor más adelante. A pesar de Mateo 6:25-28, nos preocupamos de nuestra vida, de qué hemos de comer, de qué hemos de beber y de qué vestiremos. Sembramos, cosechamos, almacenamos en graneros, trabajamos, ahorramos y nos ocupamos de nosotros mismos, con la esperanza de añadir tiempo a nuestra vida.
El problema no es simplemente que somos incapaces de alcanzar la perfección moral. Que no podamos alcanzar la perfección no es razón para que no podamos concebirla como el más alto ideal. La pregunta va más allá de esto. ¿Son practicables algunos de los ideales de la enseñanza de Jesús? ¿Sería la vida del individuo o de la humanidad socialmente entendida más o menos satisfactorias, si tratáramos de seguir literalmente algunos de estos preceptos?
La moral enseñada por Jesús estaba aparentemente basada en el supuesto que «el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca. ¡Arrepentíos y creed en el evangelio!».[425]
Jesús se considera a sí mismo como el profeta del reino de Dios que se acerca; un reino que, según la profecía antigua, traerá la redención de toda insuficiencia terrenal y, con ella, de todas las preocupaciones económicas. Sus seguidores no tienen que hacer nada, sino prepararse para ese día. El tiempo para preocuparse por los asuntos terrenales ya pasó, pues ahora, en espera del reino, los hombres deben ocuparse de cosas más importantes. Jesús no ofrece normas para la acción y la lucha terrenal; su reino no es de este mundo. Las normas de conducta que le da a sus seguidores son válidas solo para el corto intervalo que todavía tiene que vivirse a la espera de las grandes cosas por venir. En el reino de Dios no habrá preocupaciones económicas.[426]
Ya sea que esta interpretación sea correcta o no, prácticamente todos, excepto los primeros cristianos, abandonaron esta noción y la moral de «transición» basada en ella. Como Santayana ha dicho: «Si una moral religiosa se ha de convertir en la de la sociedad en general —cosa que la moral cristiana original nunca pretendió ser— debe adaptar sus máximas a un sistema posible de economía mundanal».[427]
Debemos llegar, entonces, a esta conclusión. La ética es autónoma. No depende de ninguna doctrina religiosa específica. Y el gran cuerpo de normas éticas, incluso aquellas establecidas por los Padres de la Iglesia, no tiene relación necesaria con ninguna premisa religiosa. A manera de ilustración, solo necesitamos señalar al gran sistema ético de Tomás de Aquino. Como nos dice Henry Sidgwick,
La filosofía moral de Tomás de Aquino es, en general, aristotelismo con un tinte neoplatónico, interpretado y complementado por una visión de la doctrina cristiana derivada principalmente de San Agustín… Cuando… entre las virtudes morales él distingue a la justicia, manifestada en acciones por las cuales otros reciben su merecido, de las virtudes que están relacionadas principalmente con las pasiones del propio agente, él da su interpretación de la doctrina de Aristóteles; y su lista de estas últimas virtudes, hasta la número diez, es tomada en bloque de la Ética a Nicómaco.[428]
Esta gran similitud en el código ético de personas, con tan profundas diferencias en las creencias religiosas, no debería sorprendernos. En la historia de la humanidad, la religión y la moral son como dos corrientes que a veces corren paralelas, a veces se fusionan, a veces se separan, a veces parecen independientes y a veces interdependientes. Pero la moral es más antigua que cualquier religión viva y probablemente más antigua que todas las religiones. Aun entre los animales inferiores encontramos una especie de código moral —o al menos lo que, si lo encontráramos entre los seres humanos— podríamos llamar comportamiento moral.[429]
Volvamos ahora a la segunda pregunta con la cual se inició este capítulo. Incluso si la religión no puede decirnos nada sobre cuáles deberían ser las reglas morales específicas, ¿es necesaria para asegurar la observancia del código moral? Pienso que la mejor respuesta que podemos dar es que, incluso cuando la fe religiosa no es indispensable para su observancia, en el estado actual de la civilización debe ser reconocida como una fuerza poderosa para asegurar el cumplimiento de dicha observancia. No hablo principalmente del efecto de la creencia en una vida futura —en un cielo o un infierno—, aunque esto no es en absoluto insignificante. Hacer el bien, con la esperanza de una recompensa en una vida futura, o abstenerse de hacer el mal, por miedo al castigo en esa misma vida, ha sido llamado maliciosamente utilitarismo religioso; pero, aunque el motivo sea puramente egoísta, el resultado puede ser, hasta ahora, benéfico, como el resultado de lo que Bentham llama prudencia de consideración externa.
Sin embargo, la creencia religiosa más poderosa que respalda la moral me parece de una naturaleza muy diferente. Esta es la creencia en un Dios que ve y conoce todas nuestras acciones, cada uno de nuestros impulsos y todos nuestros pensamientos; que nos juzga con justicia exacta, y que, sea que nos recompense por nuestras buenas acciones o nos castigue o no por nuestras acciones malas, aprueba nuestras buenas acciones y desaprueba las malas. Quizás, como lo sugiere Mill, esta concepción de Dios —como un testigo que todo lo ve y todo lo juzga— pueda ser sustituido de manera eficaz, como lo ha sido en muchos agnósticos, por un pensamiento casi igualmente eficaz sobre lo que nuestros padres o amigos o alguna gran figura humana, vivos o muertos, a quien admiramos o reverenciamos profundamente, pensarían de nuestra acción o pensamiento secreto, si lo conocieran. De todos modos, la creencia en un Dios omnisciente y que todo lo juzga sigue ejerciendo una fuerza enorme en la conducta ética en la actualidad.
No cabe duda de que la decadencia de la fe religiosa tiende a dar pie al libertinaje y a la inmoralidad. Esto es lo que ha estado sucediendo en nuestra propia generación. Sin embargo, no es función del filósofo moral, como tal, proclamar la verdad de esta fe religiosa o tratar de mantenerla. Su función es, más bien, insistir en la base racional de toda moral, señalar que no necesita ningún supuesto sobrenatural, y demostrar que las reglas de la moral son, o deberían ser, aquellas reglas de conducta que tienden más a aumentar la cooperación, la felicidad y el bienestar humanos en esta nuestra vida presente.[430]