La ética del socialismo
En el capítulo anterior tratamos de limitarnos a una discusión en torno a los valores éticos positivos del «capitalismo» —es decir, del sistema de libertad económica—. Lo hicimos porque son muy poco apreciados e incluso a veces ni siquiera tomados en cuenta. Durante más de un siglo el sistema ha sido objeto del ataque constante de innumerables detractores —entre ellos hasta los que más le deben— e incluso la mayoría de sus defensores se han limitado solo a disculparlo, contentándose con señalar que es más productivo que cualquiera de sus alternativas.
Se trata de una defensa válida. Tiene, en efecto, una validez tanto ética como «meramente material». El capitalismo ha elevado enormemente el nivel de las masas. Ha eliminado áreas enteras de pobreza. Ha reducido considerablemente la mortalidad infantil, y ha hecho posible curar muchas enfermedades y prolongar la vida. Ha reducido el sufrimiento humano. Gracias al capitalismo están hoy vivas millones de personas, que de otra manera ni siquiera habrían nacido. Si estos hechos no tienen relevancia ética, entonces es imposible decir en qué consiste la relevancia ética.
Pero, aunque una defensa del capitalismo, basada únicamente en su productividad, sea válida como postura económica y hasta éticamente válida, no es éticamente suficiente. No podemos apreciar plenamente los valores éticos positivos de un sistema de libertad económica hasta que los comparamos con sus alternativas.
Así que vamos a compararlo ahora con su única alternativa real, el socialismo. Algunos lectores pueden objetar que hay cualquier cantidad de alternativas, todo un espectro que va desde diversos grados de intervencionismo y estatismo hasta el comunismo. Pero, para no entrar en cuestiones puramente económicas, voy a ser dogmático en este punto y a decir que todos los llamados sistemas moderados son por naturaleza inestables y transitorios, y en el largo plazo fracasan o llevan a un socialismo completo. Para conformar el argumento en apoyo de esta conclusión, debo remitir al lector a la literatura económica pertinente.[395] Me contentaré aquí con llamar la atención sobre la diferencia entre un sistema general no discriminatorio de leyes contra la fuerza y el fraude, por un lado, e intervenciones específicas en la economía de mercado, por el otro. Algunas de estas intervenciones específicas pueden, en efecto, «remediar» este o aquel «mal» concreto en el corto plazo, pero solo a costa de causar más y peores males en el largo plazo.[396]
También debo advertir al lector que en la mayor parte de esta discusión trataremos al «socialismo» y al «comunismo», prácticamente como sinónimos. Esta fue la práctica de Marx y de Engels. Es cierto que las palabras han llegado a tener connotaciones diferentes hoy, como lo reconoceremos más adelante, en este mismo capítulo. Pero en la mayor parte de esta discusión vamos a suponer, con Bernard Shaw, que «un comunista no es más que un socialista con el coraje de sus convicciones». Los partidos y programas que se proclaman «socialistas» en la Europa actual abogan, de hecho, simplemente por un socialismo parcial —por ejemplo, la nacionalización de los ferrocarriles, de diversas empresas de servicios públicos y de la industria pesada—, pero por lo general no de las industrias ligeras, los servicios o la agricultura. Cuando el socialismo es completo, se convierte en lo que generalmente se llama comunismo.
Una diferencia adicional: los partidos que se proclaman comunistas creen en llegar al poder, de ser necesario, a través de la revolución violenta, y en la difusión de este poder a través de la infiltración, la propaganda del odio, la subversión y la guerra contra otras naciones; mientras que los partidos que se proclaman socialistas pretenden —en su mayor parte sinceramente— llegar al poder solo a través de la persuasión y por «medios democráticos». Sin embargo, podemos dejar la discusión de tales diferencias para más tarde.
Comencemos por examinar los supuestos éticos del socialismo utópico (anterior a Marx). Los socialistas utópicos siempre han deplorado la presunta crueldad y el salvajismo de la competencia económica, y han abogado por sustituirla por un régimen de «cooperación» o «ayuda mutua». Esta petición, como hemos visto en el capítulo anterior, se basa en no entender que un sistema de mercado libre es, de hecho, un sistema maravilloso de cooperación social, tanto a nivel «microeconómico» como «macroeconómico». Adicionalmente, se basa también en el desconocimiento de que la competencia económica es una parte integral e indispensable de este sistema de cooperación económica y que aumenta enormemente su efectividad.
Los socialistas utópicos hablan constantemente del «derroche» de la competencia. No entienden que los aparentes «desperdicios» de la competencia son desperdicios de corto plazo, transitorios y necesarios para desarrollar las economías en el largo plazo. No existe en los monopolios ninguna economía de largo plazo que se pueda comparar con esta. Sobre todo, no en los monopolios gubernamentales. (Véase como ejemplo la oficina de correos).
En Looking Backward (1888), la novela utópica socialista más famosa de fines del siglo XIX, Edward Bellamy retrató lo que él consideraba una sociedad ideal. Y una de las características que la hacía ideal era que había eliminado las
… filas interminables de tiendas [en Boston] —diez mil tiendas— para distribuir los productos requeridos por esta ciudad, que en mi sueño [utópico-socialista] se surte de todas las cosas desde un depósito único, conforme van siendo ordenadas a través de una gran tienda en cada barrio, donde el comprador, sin pérdida de tiempo o trabajo, encuentra bajo un mismo techo todo el surtido del mundo, en cualquier línea que desee. Allí, el trabajo de distribución habría sido tan leve que solo añadiría una fracción, apenas perceptible, al costo de los productos al usuario. El costo de producción era prácticamente todo lo que él pagaba. Pero aquí, la mera distribución de las mercancías, solo su manejo, añade una cuarta, una tercera parte, una mitad y más, al costo. Se deben pagar todas estas diez mil plantas, su alquiler, su personal de dirección, sus pelotones de vendedores, sus diez mil equipos de contadores, intermediarios y dependientes, con todo lo que gastaron en publicidad, para sí mismos y luchando unos contra otros, y los consumidores deben pagarlo. ¡Qué proceso tan extraordinario para arruinar a una nación![397]
Lo que Bellamy no vio en este cuadro, increíblemente ingenuo, fue que estaba poniendo todos los costos e inconvenientes de la «distribución» en el comprador, en el consumidor. En su utopía, los compradores eran quienes tenían que caminar o tomar un tranvía o conducir sus carruajes a la «gran tienda». No podían ir solo a la vuelta de la esquina para comprar comestibles, o una hogaza de pan o una botella de la leche; o una medicina; o una libreta y un lápiz; o un destornillador; o un par de calcetines o medias. No: para obtener el artículo más trivial tenían que caminar o conducir a la «gran tienda», sin importar a qué distancia estuviera. Y luego, debido a que la gran tienda nacionalizada no tendría que enfrentar ninguna competencia, no pondría suficientes dependientes y los clientes tendrían que hacer cola en esperas indefinidas (como en Rusia o en la mayoría de los «servicios» administrados por el Gobierno en cualquier parte). Debido a la misma falta de competencia, los bienes serían pobres y de variedad limitada. No serían lo que los clientes quisieran, sino lo que los burócratas del Gobierno creyeran que eran bastante buenos para ellos.
Entre las cosas que Bellamy pasó por alto es que se deben pagar todos los costos reales; y que si la gran tienda del Gobierno no pone el costo de «distribución» en el precio, porque no asume ese costo, es solo porque obliga a los consumidores a asumirlo, no solo en dinero, sino en tiempo, molestias e incluso en penurias personales. Los «desperdicios» de la clase de sistema con el cual soñó Bellamy serían enormemente mayores que los del sistema competitivo del que él se burló.
Pero estos eran errores comparativamente menores. El principal error de la imagen de Bellamy está en su completa incapacidad de reconocer el papel de la competencia en la constante reducción de los costos de producción, en la mejora tanto de los productos como de los medios de producción, y en el desarrollo de productos completamente nuevos. Él no previó los miles de invenciones, mejoras y nuevos descubrimientos que la competencia capitalista ha traído al mundo en los setenta y seis años que van desde que escribió esto en 1888. Aunque se supone que escribía sobre las condiciones en el año 2000 (en su sueño), él no previó el aeroplano ni siquiera el automóvil; ni la radio, ni la televisión, ni los sistemas de alta fidelidad y estereofónicos, ni siquiera el fonógrafo; ni la «automatización», ni mil milagros más del mundo moderno. Sí previó que la música fuera canalizada hacia los hogares a través de los teléfonos, desde estaciones gubernamentales centralizadas; pero eso era porque el teléfono ya había sido inventado de manera privada por Alexander Graham Bell en 1876 y 1877 —diez años antes que Bellamy escribiera la novela—, y desde entonces ya había sido mejorado privadamente.
Tampoco previó las enormes economías que iban a efectuarse en la distribución. No previó el enorme crecimiento que se iba a producir en el tamaño de las tiendas de departamentos privadas y en las variedades de productos que iban a ofrecer. No previó que estas tiendas abrirían sucursales en los suburbios o en otras ciudades, para servir mejor a sus clientes. Tampoco previó el desarrollo del negocio de venta por correo moderno, que permitiría a la gente pedir productos a través de catálogos enormes y ahorrarles el problema de conducirse a la «gran tienda», con la esperanza de que allí encuentren lo que necesitan. No previó tampoco el desarrollo del supermercado moderno, no solo con su inmenso aumento de las variedades de productos ofrecidos, sino con sus enormes economías en la cantidad de personal de ventas. Y la razón por la cual no previó estas cosas es que no reconoció las enormes presiones que la competencia que él deploró pone constantemente en cada tienda o empresa individual, para aumentar sus economías y reducir sus costos.
Por la misma razón, no previó las inmensas economías que se lograrían debido a la mecanización de los registros y la contabilidad. De hecho, sus comentarios muestran que difícilmente entendía la necesidad de llevar contabilidad o registros. Para él no era más que una forma como los comerciantes privados contaban sus injustificables ganancias. No sabía nada sobre una de las funciones principales de la contabilidad. Nunca se le ocurrió que uno de los propósitos principales de llevar registros y contabilidad es precisamente saber cuáles son los gastos y dónde ocurren, de tal manera que se puedan rastrear, señalar y eliminar las pérdidas y reducir los costos. Estaba en contra de la competencia, porque dio por sentados todos sus resultados benéficos.
No era mi intención demorarme tan extensamente en consideraciones económicas, pero parecen necesarias para mostrar lo que está mal en la ética implícita de los escritores socialistas o anticapitalistas.
Lo que los escritores socialistas no entienden es que solo mediante la institución del mercado libre, con competencia y propiedad privada de los medios de producción, y solo a través de la interacción entre precios, salarios, costos, ganancias y pérdidas es posible determinar lo que los consumidores quieren, en qué proporciones relativas y, por lo tanto, lo que se debe producir y en qué proporciones relativas. En un sistema capitalista, la interacción de millones de precios y salarios y los billones de interrelaciones entre precios, salarios y ganancias, producen los infinitamente variados incentivos y disuasivos según los cuales se dirige la producción, como si se tratara de «una mano invisible», para lograr miles de productos y de servicios diferentes. Lo que los socialistas no entienden es que el socialismo no puede resolver el problema del «cálculo económico». «Incluso los ángeles, si hubieran sido dotados solo de la razón humana, no podrían formar una comunidad socialista».[398]
Ahora bien: bajo un estándar utilitarista —y los socialistas mismos apelan constantemente a un estándar de este tipo— cualquier sistema que no pueda resolver el problema de la producción, ni maximizarla, ni dirigirla por los canales adecuados, y que, en cambio, reduciría enormemente —en comparación con lo posible— la base material para la vida social y la satisfacción de los deseos humanos, no puede ser llamado un sistema «moral».
Hemos visto que un sistema de mercado libre tiende a dar a cada grupo social, y a cada individuo dentro de cada grupo, el valor de lo que uno y otro han contribuido a la producción. El lema funcional de tal sistema es: a cada uno lo que produce. Ahora bien, el socialismo marxista niega que el capitalismo tienda a hacer esto. Sostiene que, según el capitalismo, el trabajador es sistemáticamente «explotado» y privado de la producción total de su trabajo. Ya hemos visto en el capítulo anterior que esta postura marxista es insostenible.[399] Pero en cualquier caso, los marxistas no proponen que este sea su propio lema para la distribución. Su lema es: de cada uno según su capacidad a cada uno según su necesidad.
Las dos partes de este eslogan son incompatibles. La naturaleza humana es tal que, a menos que cada uno sea pagado y recompensado de acuerdo con su capacidad, esfuerzo y contribución, no se esforzará en aplicar y desarrollar la totalidad de su capacidad potencial, hacer su máximo esfuerzo o dar su máxima contribución. Por supuesto, la reducción generalizada del esfuerzo reducirá la producción de la cual debe suministrarse para satisfacer las necesidades de todos. Que cada uno tendrá «según su necesidad» es una jactancia vacía, a menos que se interprete «necesidad» únicamente como lo indispensable para mantenerse vivo. (Incluso esto no siempre se logra, como lo demuestra la historia de las hambrunas en la Rusia soviética y en la China comunista). Pero si las «necesidades» se interpretan en el sentido de lo que uno quiere y desea, de lo que a cada uno de nosotros le gustaría tener, este es un objetivo que nunca se podrá alcanzar totalmente, mientras haya una reconocida escasez o carestía de cualquier cosa. Si se interpreta la «necesidad» simplemente como lo que un burócrata socialista estima que es la necesidad de otra gente, entonces, sin duda, algunas veces se podrá conseguir el objetivo socialista.
El ideal de distribución «justa» que los socialistas utópicos más comúnmente propugnan es la división igual de bienes o ingresos per cápita de la población.[400] Aplicado literalmente, esto violaría el lema de distribución según la necesidad, dando lo mismo tanto a los niños como a los adultos. Pero la objeción básica contra ese ideal es de naturaleza completamente diferente. El ideal destruiría la producción.
Ya hemos visto (capítulo 30) por qué esto es así. Supóngase que en la actualidad —o en el momento en que se inicia el experimento de la igualdad de ingresos per cápita garantizada— los ingresos medios per cápita según las estadísticas son de $2,500 al año. Entonces, nadie que hubiera estado ganando menos que esto trabajaría más para aumentar sus ingresos, porque la diferencia le estaría garantizada. De hecho, en vista de que le estaría garantizada la cantidad completa, no vería ninguna razón para trabajar del todo, a no ser que se le obligara a hacerlo, bien a base de esclavitud, látigo, una tiránica opinión pública o debido a los intermitentes e inciertos dictados de su propia conciencia. Como, además, la nueva igualdad garantizada de ingresos en $2,500 al año solo podría lograrse mediante la incautación de todo lo que alguien gane por encima de esa cantidad, aquellos que previamente habrían estado ganando más ya no tendrían ningún incentivo para hacerlo. De hecho, no tendrían ningún incentivo para ganar incluso esa cantidad, porque la tendrían garantizada, indistintamente de que la hubieran ganado o no. El resultado sería pobreza y hambre generalizadas.
Se puede responder que para los hombres esto sería suicida y que los habitantes de dicha sociedad seguramente serían suficientemente inteligentes para verlo; igual que para ver que cuanto más produce cada uno, más habría para todos. Este es, de hecho, el argumento de todos los socialistas y de todos los Gobiernos socialistas. Lo que quienes sostienen este argumento pasan por alto es que lo que es verdadero para la colectividad no necesariamente es verdadero para el individuo. Los administradores de la sociedad socialista le dicen al individuo que, si los demás factores se mantienen igual, y él aumenta su producción, aumentará la producción total. Él reconoce que matemáticamente esto es así. Pero también reconoce que, matemáticamente, bajo un sistema de reparto equitativo, su propia contribución solo puede tener una relación infinitesimal con sus propios ingresos y su bienestar. Sabe asimismo que, incluso si trabajara como esclavo de galeras, y nadie más trabajara, él de todos modos se moriría de hambre. Y también sabe, por otra parte, que si todos los demás trabajaran como esclavos de galera y él no hiciera nada, o solo hiciera como que trabajaba, cuando alguien lo estuviera observando, viviría muy bien de lo que todos los demás habrían producido.
Supongamos que un hombre vive en un país socialista, con una población de 200 millones. Digamos que, mediante un trabajo agotador, él duplica su producción. Si su producción anterior fuera el promedio, habría aumentado la producción nacional total en solo una doscientosmillonésima parte. Esto significa que —suponiendo una distribución equitativa— él personalmente solo aumenta sus ingresos o consumo en un doscientosmillonésimo, a pesar del increíble esfuerzo. Nunca notaría la diferencia infinitesimal en su bienestar material. Supongamos, por otra parte, que, sin ser descubierto, no trabaja en lo absoluto. Entonces obtiene solo un doscientosmillonésimo menos para comer. La privación es tan ínfima que, de nuevo, sería incapaz de notarlo. Pero se salvaría de realizar cualquier trabajo.
En resumen: en condiciones de distribución equitativa, independientemente de la producción individual, la producción de un hombre o la intensidad de su esfuerzo estarán determinadas no por alguna consideración abstracta, general, colectivista, sino principalmente por su suposición sobre lo que todos los demás están haciendo o piensan hacer. Puede estar dispuesto a «hacer su parte»; pero se ahorcará antes que romperse la espalda para producir mientras otros holgazanean, porque sabe que su esfuerzo no lo llevará a ninguna parte. Probablemente será un poco generoso al medir cuán duro trabaja él mismo y un poco cínico al estimar cuán duro trabajan todos los demás. Tenderá a citar lo peor entre sus compañeros de trabajo como típico de lo que «otros» hacen, mientras él trabaja como esclavo.[401]
Que esto es lo que realmente sucede en una economía completamente socializada se demuestra por la necesidad que tienen los administradores de tal economía de mantener una propaganda constante en favor de más trabajo, más producción. También se demuestra por la hambruna que siguió inmediatamente a la colectivización de las granjas en la Rusia soviética y en la China comunista. Pero no se puede encontrar en ninguna parte un ejemplo más impresionante que en los mismos principios de la historia estadounidense.
La mayoría de nosotros hemos olvidado que cuando los Padres Peregrinos desembarcaron en las costas de Massachusetts establecieron un sistema comunista. A partir de su producción y almacenaje común, diseñaron un sistema de racionamiento, aunque se trataba de «apenas un cuarto de libra de pan al día para cada persona». Cuando llegó la hora de la cosecha, «esto se elevó, pero solo un poco». Aparentemente quedaron encerrados en un círculo vicioso. La gente se quejaba de que estaban demasiado débiles, a causa de la falta de alimentos, para atender los cultivos como deberían serlo. A pesar de lo profundamente religiosos que eran, empezaron a robarse entre ellos. «Así que parecía», escribe el gobernador Bradford en su relato contemporáneo, «que la hambruna seguiría todavía el año siguiente, si no se impedía de alguna manera».
Continúa:
… Así que [los colonos] empezaron a pensar cómo podrían cultivar tanto maíz como pudieran y obtener una mejor cosecha que la que habían tenido, para no languidecer en la miseria. Con mucho detalle [en 1623] y después de mucho debate, el gobernador —asesorado por los principales jefes— accedió a que cada hombre sembrara su propio maíz y, en ese sentido, cada uno pusiera la confianza en sí mismo… Así le asignaron a cada familia una parcela…
Esto tuvo mucho éxito. Todas las manos se volvieron muy laboriosas, de tal manera que se plantó mucho más maíz del que se habría sembrado de cualquier otra manera que el gobernador o cualquier otro pudieran haber imaginado. Esto le ahorró muchos problemas y le dio mucha más felicidad.
Las mujeres iban al campo con mucho gusto y llevaban a sus pequeños con ellas a la hora de sembrar el maíz. Eran las mismas que antes alegaban debilidad e inhabilidad, y a las que solo se habría logrado obligar a base de tiranía y opresión.
La experiencia que se adquirió en ese recorrido y en esa condición comunal, en años de muchas pruebas, y entre hombres piadosos y sobrios, bien puede servir para demostrar la vanidad de esa presunción de Platón y de otros pensadores antiguos, aplaudida por algunos en tiempos actuales: que desconocer la propiedad e introducir la comunitariedad en torno a la riqueza compartida los haría felices y prósperos; como si ellos fueran más sabios que Dios. En esta comuna se creó mucha confusión y descontento, y se retrasó mucho un trabajo que solo habría proporcionado más comodidad y beneficios.
Los jóvenes más capacitados y aptos para el trabajo y el servicio se quejaban de tener que gastar su tiempo y fuerza en beneficio de las esposas y los hijos de otros, sin ninguna recompensa. El fuerte o habilidoso no recibía más a la hora de entregarle sus alimentos o su ropa que el débil, incapaz o perezoso. Se pensaba que esto era injusto…
Que a las esposas de unos se les ordenara servir a otros, como vestir a su parejas, lavarles la ropa, etc., les parecía una especie de esclavitud, y muchos esposos tampoco lo toleraban muy bien…
Por esas fechas era el tiempo de cosechar. En lugar de hambruna, Dios los había bendecido con abundancia, y la cara de las cosas cambió para regocijo del corazón de muchos, por lo cual se deshicieron en bendiciones. El efecto de su siembra particular —entiéndase privada— se veía bien, pues todos disponían, de una forma u otra, de lo suficiente para terminar el año. Algunos de los más capaces y laboriosos tenían incluso de sobra, y le vendían a otros, de suerte que no volvió a repetirse la hambruna o necesidad generalizada desde entonces hasta este hoy.[402]
Tales son los resultados cuando se hace un intento, en nombre de la «justicia», de sustituir un sistema de igualdad de división per cápita por otro que permita a cada uno obtener y guardar lo que crea. La falacia de todos los esquemas consistentes en una división igualitaria —necesariamente coercitiva— de la riqueza o los ingresos es que dan por sentada la producción. Los patrocinadores de tales esquemas suponen tácitamente que la producción será igual, a pesar de tal división; algunos incluso afirman explícitamente que será mayor. Podemos imaginar a un Sócrates moderno interrogando a tal igualitarista:
Sócrates: ¿Cuál es más justa: una división igual de bienes o una desigual?
Igualitarista: Obviamente, una división igual.
Sócrates: ¿Sin importar quién haya producido los bienes o cuánto se haya producido?
Igualitarista: En todas las circunstancias, una división igual sería claramente más justa que una división desigual.
Sócrates: Veamos. Supongamos que en un pueblo pobre y aislado, de un centenar de personas, a cada uno se le asigna un pequeño tazón de arroz al día, mientras que en otro pueblo, también aislado y de cien personas, diez obtienen un tazón de arroz al día, otras diez dos tazones, otros setenta y tres tazones, mientras una décima parte del grupo vive muy bien, con una dieta rica y variada. ¿Qué pueblo estaría mejor: el primero o el segundo?
Igualitarista: El segundo, por supuesto. Pero…
Sócrates: Pero según su propia definición, habría menos «justicia» en el segundo pueblo.
Igualitarista: Usted ésta simplemente cambiando los términos del problema. Obviamente, si el mayor suministro de bienes producidos en el segundo pueblo se dividiera de manera equitativa, el segundo pueblo estaría mejor que antes, porque la división sería más justa.
Sócrates: Pero ¿y si suponemos que fue precisamente a causa de la división equitativa coercitiva como la producción del primer pueblo se redujo a un solo tazón de arroz por persona y por día? ¿Y si suponemos que la producción y la distribución en el primer pueblo sería igual a la del segundo si, como en el segundo, a cada persona se le hubiera permitido conservar su propia contribución a la producción? Porque realmente no he hablado de dos pueblos distintos, sino sobre lo que podría ocurrir en el mismo pueblo bajo dos sistemas diferentes de «distribución»: uno, una consistente en una distribución equitativa y forzada de la producción total, y el otro, consistente en un sistema en el que a cada uno se le paga lo que produce, o se le permite conservar o intercambiar lo que produce y se protege su derecho a hacerlo.
Igualitarista: ¿Pero no es la división igual más justa en todas las circunstancias que la división desigual?
Sócrates: En ciertas circunstancias podría serlo, como en la asignación de alimentos para un ejército o para la gente de una ciudad en estado de sitio. Pero nunca es más justo cuando su resultado disminuye considerablemente la producción que ha de dividirse.
Tal vez hemos puesto demasiadas opiniones en la boca de un Sócrates modernizado. Nunca debemos perder de vista el hecho de que la justicia, como la virtud, es ante todo un medio; y, aunque es también un fin, nunca es el fin último, pero debe ser juzgada por sus resultados. Lo que produce malos resultados, reduciendo el bienestar material o la felicidad humana, no puede ser justicia. Llamamos justicia —como ya lo hemos visto en el capítulo 24— al sistema de normas y disposiciones que aumentan la paz, la cooperación, la producción y la felicidad humanas, e injusticia a las normas y disposiciones que se interponen en el camino e impiden la consecución de tales resultados. Todos los conceptos a priori de la justicia deben revisarse de una manera acorde con esto.
El sistema de «a cada uno lo que produce» y el sistema de reparto equitativo, independientemente de lo que cada uno produce, no pueden, en la medida que sean sistemas legales o gubernamentales, reconciliarse. Se piensa comúnmente que mientras el reparto equitativo forzoso sería impracticable, precisamente porque desalentaría la producción, por lo menos es posible mitigar con él las «injusticias» y desigualdades de riqueza e ingresos a través de varios dispositivos, siendo en nuestros días el más popular el impuesto sobre la renta escalonado. Constantemente se alaban las cualidades de este impuesto, por lograr con él un gran incremento de la «justicia social». Hoy se supone comúnmente, incluso por la mayoría de los economistas académicos, que los ingresos personales se pueden gravar con impuestos de hasta el 91%,[403] sin reducir considerablemente los incentivos o la acumulación de capital de la cual depende toda mejora de las condiciones económicas. Se supone también comúnmente que la compensación por desempleo y las prestaciones de la seguridad social se pueden aumentar o ampliar indefinidamente, sin reducir los incentivos para trabajar y producir. Este no es el lugar para entrar en una discusión técnica del efecto económico de los impuestos «progresivos» sobre la renta y de los pagos del Estado benefactor, o de una combinación de ambos. Para ello se puede referir al lector a otras fuentes.[404] Aquí basta con señalar que cualquier transferencia de ingresos forzada de Pedro a Pablo, que reduzca el «dividendo social» total, es una ganancia dudosa para la «justicia».
Así que había sabiduría e ingenio en el viejo canto victoriano:
¿Qué es un comunista?
Un hombre que anhela se haga,
una división igual
de ganancias desiguales.
Esto nos trae de regreso a la pregunta: ¿Cuál es la concepción apropiada de la justicia? Un sistema bajo el cual el talentoso, hábil y trabajador no recibe más que el incompetente, holgazán y perezoso, y que igualar las recompensas materiales, independientemente del esfuerzo, seguramente sería improductivo; y para la mayoría de nosotros, pienso, también sería injusto. Si pensáramos que esas son las únicas alternativas, seguramente la mayoría de nosotros preferiríamos un sistema enormemente productivo, aunque no fuese idealmente «justo», a un sistema que proporcione una distribución de escasez y pobreza perfectamente «justa»: es decir, de «miseria espléndidamente equitativa».[405] Esto no quiere decir que prefiramos la abundancia con menoscabo de la justicia. Significa que el término «justo», cuando se aplica a recompensas materiales, debe concebirse como el que se refiere a una distribución que tiende, en el largo plazo, a maximizar los incentivos de todos y, de esa manera, la producción y la cooperación social.
Hay un principio adicional sobre la distribución económica, apoyado por algunos socialistas, que debe discutirse. Es el de la distribución o el pago con base en el «mérito». Se trata de un principio menos ingenuo que el de la división equitativa per cápita, y probablemente será particularmente más atractivo entre literatos, artistas, poetas e intelectuales, en otras disciplinas distintas de la economía. Qué escándalo —dirán algunos de ellos— que un fabricante de cerveza o un buscador de petróleo, vulgar y maleducado, o el escritor de una novela barata, ganen una fortuna, mientras un excelente poeta moderno casi se muera de hambre, porque de su obra se venden solo unos cientos de ejemplares o a duras penas se publica. La gente debería ser recompensada de acuerdo con su verdadero valor moral o, por lo menos, de acuerdo con su contribución «real» a nuestra vida cultural.
Esta solución propuesta deja sin contestar la pregunta central: ¿a quién le corresponde decidir sobre el verdadero valor moral o el mérito «real» de la gente? Algunos podemos creer secretamente que nosotros seríamos competentes para decidir sobre los méritos verdaderos de cada persona, y los recompensaríamos en la proporción apropiada, con imparcialidad y justicia absolutas, una vez que conociéramos «los hechos». Pero pensando un poco nos convenceríamos de que solo alguien con la omnisciencia e imparcialidad de Dios sería capaz de decidir sobre el mérito y el valor relativos de cada uno de nosotros. Conocemos los resultados de pesadilla obtenidos donde en la práctica se ha intentado esta solución, como en la Rusia soviética. El enfoque más cercano a una respuesta práctica ha sido una solución simbólica, como en la Inglaterra contemporánea, con su concesión anual de títulos de caballero y otros nombramientos, en Francia con la elección a la Academia, y en los Estados Unidos con la distribución de títulos honoríficos por parte de sus universidades. Pero se ha sabido de gente que ha cuestionado incluso la justicia o la sabiduría en algunos de estos casos.
La solución del mercado libre no es perfecta, pero es mejor que cualquier otra alternativa que se haya concebido hasta hoy o se pueda concebir en el futuro. Bajo él, las recompensas materiales corresponden al valor que los servicios particulares de cualquiera tienen para sus conciudadanos. Los demás revelan sus valoraciones en lo que están dispuestos a pagar por su contribución. Los escritores o fabricantes mejor pagados son los que ofrecen al público lo que este quiere, aunque no sea lo mejor para él. Lo que quiere se corresponderá con lo que es bueno para él, solo conforme se eleve el nivel general del gusto, de la moral y de la sabiduría. Pero sean cuales fueren los defectos de este sistema, cualquier sustituto coercitivo o arbitrario seguramente será mucho peor.
La cuestión central entre el capitalismo y el socialismo es la libertad: «Es parte de la esencia de una sociedad libre que seamos recompensados materialmente no por hacer lo que otros nos ordenan que hagamos, sino por darles lo que quieren».[406] Esto no significa que el capitalismo sea más «materialista» que el socialismo. «La libre empresa ha desarrollado el único tipo de sociedad que al mismo tiempo que nos provee de amplios medios materiales, si eso es lo que principalmente deseamos, todavía deja al individuo libre para elegir entre las recompensas materiales y las no materiales… Sin duda, es injusto acusar a un sistema como más materialista porque le deja al individuo decidir si prefiere la ganancia material sobre otras clases de excelencia, en vez de que alguien más tome esta decisión por él».[407]
Lo que no ven quienes proponen otros sistemas de recompensas materiales que las proporcionadas por el capitalismo es que sus sistemas solo pueden ser impuestos por coerción. La coerción es la esencia del socialismo y del comunismo. Bajo el socialismo no puede existir la libre elección de ocupación. Cada uno debe tomar el trabajo que se le asigna. Debe ir adonde le envían. Debe permanecer allí hasta que se le ordene trasladarse a otra parte. Su ascenso o descenso dependen de la voluntad de un superior, dentro de una sola cadena de comando.
En resumen, la vida económica bajo el socialismo está organizada según un modelo militar. A cada uno se le asigna su tarea dentro de un pelotón, como en un ejército. Esto es evidente hasta en las visiones utópicas de Bellamy: su gente tuvo que tomar sus turnos en el «ejército de trabajo», trabajando en las minas, limpiando las calles, atendiendo las mesas…, solo que, por alguna razón inexplicable, todas esas tareas se habían hecho de repente incomparablemente más fáciles y encantadoras. Engels le aseguró a sus seguidores: «El socialismo abolirá como profesiones tanto la arquitectura como la tracción de carretillas, y el hombre que haya dado media hora a la arquitectura también empujará la carretilla un poco, hasta que su trabajo como arquitecto sea demandado de nuevo. Sería una especie bonita del socialismo la que perpetuó el negocio de empujar la carretilla».[408] En la utopía de Bebel la sociedad solo reconoce el trabajo físico; el arte y la ciencia son relegadas para las horas de ocio.
Lo que está implícito, pero nunca se menciona claramente en estas visiones utópicas, es que todo se hará por coerción, por órdenes de arriba. Se nacionalizará la prensa, se nacionalizará la vida intelectual, desaparecerá la libertad de expresión.
La cruda realidad se muestra hoy en los campos de esclavos rusos y en la China comunista. Cuando se ha destruido la libertad económica, toda otra libertad desaparece con ella. Alexander Hamilton reconoció claramente esto: «El poder sobre la subsistencia de un hombre es el poder sobre su voluntad». O como uno de los amos de la Rusia moderna —Leon Trotsky— señaló aún más claramente: «En un país donde el único empleador es el Estado, la oposición significa la muerte lenta por inanición: el viejo principio “quien no trabaja, no comerá”, ha sido sustituido por uno nuevo “quien no obedece, no comerá”».
Así que el socialismo completo significa la desaparición completa de la libertad. Y, en contra de lo que se ha dicho en un siglo de propaganda marxista, es el socialismo, y no el capitalismo, quien tiende a conducir a la guerra. Es cierto que países capitalistas han ido a la guerra unos contra otros. Pero los que han estado más fuertemente imbuidos de la filosofía del mercado libre y del comercio libre han liderado la opinión pública en oposición a la guerra. El capitalismo depende de la división del trabajo y de la cooperación social. Por lo tanto, depende del principio de la paz, porque cuanto mayor sea el ámbito de la cooperación social, mayor será la necesidad de la paz. El máximo de comercio entre las naciones —que todos los liberales verdaderos reconocen como mutuamente ventajoso— requiere el mantenimiento constante de la paz. Como se recordó en nuestro capítulo «Ética internacional», fue uno de los primeros grandes liberales, David Hume, quien escribió en su ensayo Of the Jealousy of Trade, en 1740: «Me aventuraré por lo tanto a reconocer que no solo como hombre, sino como un sujeto británico, rezo porque florezca el comercio de Alemania, España, Italia y hasta de la misma Francia. Tengo al menos la certeza de que Gran Bretaña y todas las otras naciones prosperarían más, si sus soberanos y sus ministros abrigaran mayores y más benévolos sentimientos hacia los demás».
Por el contrario, son los Gobiernos socialistas, a pesar de sus denuncias contra los belicistas imperialistas, los que culpan de sus fracasos casi inevitables a las maquinaciones de los países capitalistas, y quienes han constituido la mayor cantidad de guerras modernas. No es necesario repasar detalladamente aquí el registro de guerra de los nacionalsocialistas en Alemania —más conocidos hoy popularmente por su nombre abreviado, los nazis—.[409] Tampoco necesitamos repasar el constante registro de agresión, subversión y conquista de la Rusia soviética y la China comunista: ya sea que la conquista solo haya resultado parcialmente exitosa, como en Finlandia, Corea del Sur, India y Quemoy; o completamente exitosa, como en Lituania, Letonia, Estonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Albania, etc. Tenemos, en cualquier caso, como diarios recordatorios, las constantes amenazas de Khrushchev de sepultarnos.
Regresamos a la inmoralidad generalizada del marxismo desde sus inicios hasta la actualidad. Se pensaba que el noble fin del socialismo justificaba cualquier medio. Como lo escribe Max Eastman:
Marx odiaba a la deidad y consideraba las altas aspiraciones morales como un obstáculo. El poder en el que descansaba su fe en el paraíso próximo era la evolución dura, feroz, y sangrienta, de un mundo «material» que, sin embargo, iba misteriosamente «hacia arriba». Él se convenció de que, a fin de mantener el paso con un mundo así, debemos dejar de lado los principios morales y dedicarnos a la guerra fratricida. Si bien enterrada bajo una montaña de racionalizaciones económicas, que pretenden ser ciencia, esa fe mística y antimoral es la única contribución totalmente original de Karl Marx al patrimonio de ideas del hombre.[410]
Marx expulsó a gente de su partido comunista por mencionar programáticamente cosas como «amor», «justicia», «humanidad», «moralidad» misma. Cuando fundó la Primera Internacional, le escribió en privado a Engels: «Me vi obligado a insertar en el preámbulo dos frases sobre “el deber y el derecho”, igual sobre “verdad, moralidad y justicia”». Pero le aseguró a Engels que estas frases lamentables «están colocadas de tal modo que no puedan hacer daño».[411]
Lenin, su fiel seguidor, declaró que con el fin de acercar el paraíso socialista terrenal, «debemos estar preparados para emplear artimañas, engaños, infracciones a la ley, retener y ocultar la verdad. Podemos y debemos escribir en un lenguaje que siembre entre las masas odio, rechazo, desprecio y otros sentimientos similares, hacia quienes están en desacuerdo con nosotros».[412]
Dirigiéndose a un Congreso de la Juventud Rusa, Lenin declaró:
»Para nosotros, la moral está completamente subordinada a los intereses de la lucha de clases del proletariado».[413]
Cuando era joven, Stalin organizaba robos bancarios y atracos. Cuando llegó al poder se convirtió en uno de los más grandes asesinos de masas de la historia.
El lema de los bolcheviques era simple: «Todo lo que promueve el éxito de la revolución es moral; todo lo que lo dificulta es inmoral».
Como lo expresa Max Eastman, al examinar el registro de esta «religión de inmoralidad»: «La noción de un paraíso terrenal, en el que los hombres morarán juntos en fraternidad milenaria, se utiliza para justificar crímenes y depravaciones que superan cualquier cosa que el mundo moderno ha visto… Nunca antes tuvo la humanidad un desastre así».[414]