La ética del capitalismo
Normalmente se supone que no hay mucha relación entre el punto de vista ético y el económico, o entre la ética y la economía. Pero, de hecho, están íntimamente relacionadas. Ambas se ocupan de la acción humana,[362] la conducta humana,[363] la decisión humana, la elección humana. La economía es una descripción, explicación o análisis de los factores determinantes, las consecuencias, y las implicaciones de la acción humana y la elección humana. Pero en el momento que llegamos a la justificación de las acciones y decisiones humanas, o a preguntarnos lo que debería ser una acción o decisión, o si las consecuencias de esta o aquella acción o regla de acción serían más deseables en el largo plazo para el individuo o para la comunidad, entramos en el ámbito de la ética. Esto también es cierto en el momento en que comenzamos a debatir cuán deseable es una política económica comparada con otra.
En resumen, no podemos llegar a conclusiones éticas sin tomar en cuenta el análisis de las consecuencias económicas que tienen las instituciones, principios o reglas de acción. La ignorancia económica de la mayoría de los filósofos éticos y el error común que cometen incluso quienes han entendido los principios económicos, de no aplicarlos a los problemas éticos —suponiendo que los principios económicos son, ya sea irrelevantes o demasiado materialistas y mundanos para aplicarse a una disciplina tan sublime y espiritual como la ética—, se han interpuesto en el camino del progreso del análisis ético y son, en parte, responsables de gran parte de su esterilidad.
De hecho, difícilmente existe un problema ético que no tenga su aspecto económico. Nuestras decisiones éticas diarias son principalmente decisiones económicas y casi todas nuestras decisiones económicas diarias tienen, por su parte, un aspecto ético.
Además, la mayoría de la controversia ética actual gira precisamente en torno a las preguntas sobre la organización económica. El desafío principal a nuestros estándares y valores éticos «burgueses» tradicionales viene de los marxistas, los socialistas y los comunistas. El sistema capitalista es objeto de ataques: se le ataca principalmente en el ámbito ético, como materialista, egoísta, injusto, inmoral, salvajemente competitivo, insensible, cruel, destructivo. Si realmente vale la pena conservar el sistema capitalista, es fútil defenderlo hoy solamente en el ámbito técnico —como más productivo, por ejemplo—, a menos que podamos mostrar también que los ataques socialistas en el ámbito ético son falsos e infundados.
Justamente al inicio de tal discusión nos enfrentamos con una seria desventaja semántica. El nombre mismo del sistema le fue dado por sus enemigos. Se pretendía que fuera una palabra difamatoria. El nombre es comparativamente reciente. No aparece en El manifiesto comunista de 1848, porque Marx y Engels todavía no lo habían pensado. Fue hasta una media docena de años más tarde cuando ellos, o uno de sus seguidores, tuvieron la feliz idea de acuñar la palabra. Se ajustaba exactamente a sus objetivos. Con la palabra capitalismo se pretendía designar un sistema económico dirigido exclusivamente por y para capitalistas. Todavía hoy mantiene incorporada esa connotación. De ahí que se condene a sí mismo. Este nombre ha hecho que el capitalismo sea tan difícil de defender en la argumentación popular. El éxito casi completo de este truco semántico es una de las explicaciones principales de por qué muchas personas han estado dispuestas a morir por el comunismo, pero tan pocos han estado dispuestos a morir por el «capitalismo».
Hay por lo menos media docena de nombres para este sistema, cualquiera de los cuales sería más apropiado y verdaderamente descriptivo: sistema de propiedad privada de los medios de producción, economía de mercado, sistema competitivo, sistema de pérdidas y ganancias, libre empresa, sistema de libertad económica. Sin embargo, intentar desechar la palabra capitalismo a estas alturas puede no solo ser inútil, sino completamente innecesario. Esta palabra difamatoria, al menos llama la atención, involuntariamente, sobre el hecho de que toda mejora económica, progreso y crecimiento, dependen de la acumulación de capital —al constante aumento de la cantidad y mejora en la calidad de los instrumentos de producción— maquinaria, planta y equipo. Y el sistema capitalista hace más para promover este crecimiento que cualquier otra alternativa.
Veamos cuáles son las instituciones básicas de este sistema. Para conveniencia de la discusión podemos subdividirlas en (1) propiedad privada, (2) mercados libres, (3) competencia, (4) división y combinación del trabajo, y (5) cooperación social. Como veremos, no son instituciones separadas, sino mutuamente dependientes: cada una implica a la otra y la posibilita.
Empecemos con la propiedad privada. No es una institución ni reciente ni arbitraria, como algunos escritores socialistas quisieran que creyéramos. Sus raíces se remontan tanto como la historia humana misma. Cada niño revela un sentido de propiedad con relación a sus propios juguetes. Los científicos apenas comienzan a comprender el grado asombroso en que el sentido o sistema de derechos de propiedad o derechos territoriales prevalecen, incluso hasta en el mundo animal.
La pregunta que nos concierne aquí, sin embargo, no es sobre la antigüedad de la institución, sino sobre su utilidad. Cuando se protegen los derechos de propiedad de un hombre, ello significa que es capaz de retener y disfrutar en paz el fruto de su trabajo. Esta seguridad es su incentivo principal, si no el único, al trabajo mismo. Si cualquiera fuera libre para tomar lo que el agricultor sembró, cultivó y cuidó, el agricultor ya no tendría ningún incentivo para volver a sembrar o a cultivar. Si cualquiera fuera libre de adueñarse de su casa después de que usted la construyera, usted, de entrada, no la construiría. Toda la producción y toda la civilización descansan en el reconocimiento de, y en el respeto a, los derechos de propiedad. Un sistema de libre empresa es imposible sin la seguridad de la propiedad, así como la seguridad de la vida. La libre empresa solo es posible dentro de un marco de ley, de orden y de moral. Esto significa que la libre empresa presupone la moral; pero, como veremos más adelante, también ayuda a conservarla y a promoverla.
La segunda institución básica de una economía capitalista es el mercado libre. El mercado libre significa la libertad de cada uno para disponer de su propiedad, intercambiarla por otra o por dinero, o emplearla para ampliar la producción, en cualesquiera términos que considere aceptables. Por supuesto, esta libertad es un corolario de la propiedad privada. La propiedad privada implica necesariamente el derecho de uso para el consumo o para ampliar la producción, y el derecho de libre disposición o intercambio.
Es importante insistir en que la propiedad privada y los mercados libres no son instituciones separables. Algunos socialistas piensan, por ejemplo, que pueden duplicar las funciones y la eficiencia del mercado libre imitándolo en un sistema socialista; es decir, en un sistema en el cual los medios de producción están en manos del Estado.
Tal punto de vista descansa en una mera confusión del pensamiento. Si soy un comisario del Gobierno, que vendo algo que realmente no poseo, y usted es otro comisario que lo compra, con un dinero que realmente no es suyo, entonces a ninguno de nosotros realmente nos importa cuál sea el precio. Cuando, como sucede en un país socialista o comunista, los encargados de minas y fábricas, de tiendas y granjas colectivas, son simples burócratas asalariados del Gobierno, que compran productos alimenticios o materias primas de otros burócratas, y venden sus productos terminados también a otros burócratas, los llamados precios a los cuales compran y venden son meras ficciones de contabilidad. Tales burócratas simplemente se recrean en un juego artificial, llamado «mercado libre». No pueden hacer que un sistema socialista trabaje como un sistema de libre empresa, imitando simplemente la así llamada característica del mercado libre, mientras hacen caso omiso de la propiedad privada.
Esta imitación de un sistema de precios libres existe realmente, de hecho, en la Rusia soviética y en prácticamente todo país socialista o comunista. Pero el grado en que esta economía de mercado simulada funciona —es decir, el grado en que ayuda a una economía socialista a funcionar del todo— se explica porque sus burocráticos gerentes observan de cerca a cuánto se venden las materias primas en los mercados del mundo libre y le ponen artificialmente a las suyas precios acordes. Siempre que se les dificulte o sea imposible hacerlo, o se descuiden en hacerlo, sus planes les empiezan a ir seriamente mal. El mismo Stalin reprendió una vez a los gerentes de la economía soviética, porque algunos de sus precios fijados artificialmente estaban fuera de línea con los del mercado del mundo libre.
Me gustaría enfatizar que, al hablar de propiedad privada, no me refiero simplemente a efectos personales en bienes de consumo, como alimentos, cepillo de dientes, camisa, piano, casa o carro. En la moderna economía de mercado la propiedad privada de los medios de producción no es menos fundamental. Tal propiedad es desde un punto de vista un privilegio, pero también le impone a los dueños una fuerte responsabilidad social. Los dueños privados de los medios de producción no pueden emplear su propiedad simplemente para su propia satisfacción; se ven obligados a emplearla de forma que promuevan la mayor satisfacción posible de los consumidores. Si lo hacen bien, son recompensados con ganancias y un aumento adicional de su propiedad; si son ineptos o ineficaces, son castigados con pérdidas. Sus inversiones nunca están seguras indefinidamente. En una economía de mercado libre, los consumidores, a través de sus decisiones de comprar o no comprar, deciden diariamente de nuevo quién tendrá propiedad productiva y cuánto de la misma. Obligan a los dueños del capital productivo a emplearlo para satisfacer los deseos de otras personas.[364] Un ferrocarril privado está tan «dedicado a un propósito público» como un ferrocarril del Gobierno. De hecho, probablemente logre conseguir tal objetivo con mucho más éxito, no solo debido a las recompensas que recibirá por realizar bien su tarea, sino más aún debido a las grandes penalizaciones que sufrirá si no logra satisfacer las necesidades de los embarcadores o viajeros, a costos y precios competitivos.
La discusión anterior implica ya la tercera institución integral en el sistema capitalista, la competencia. Cada competidor en un sistema de empresa privada debe satisfacer el precio del mercado. Para sobrevivir, debe mantener sus costos unitarios de producción por debajo de este precio del mercado. Cuanto más pueda mantener sus costos por debajo del precio del mercado, mayor será su margen de utilidad. Cuanto más grande sea su margen de utilidad, mayor capacidad tendrá de ampliar su negocio y su producción. Si afronta pérdidas por más de un periodo corto de tiempo, no podrá sobrevivir. Por lo tanto, el efecto de la competencia es tomar constantemente la producción de las manos de los administradores menos competentes y ponerla cada vez más en las manos de administradores más eficientes. Diciendo las cosas de otra manera: la competencia libre promueve continuamente métodos de producción cada vez más eficientes. Esto tiende a reducir, también continuamente, los costos de producción. Conforme los productores con costos más bajos amplían su producción, causan una reducción de precios, obligando a los productores con costos más altos a vender su producto a un precio inferior y, en última instancia, a reducir sus costos o a transferir sus actividades a otras líneas.
Pero la competencia capitalista o de mercado libre rara vez es simplemente competencia por bajar los costos de producción de un producto homogéneo. Casi siempre es competencia por mejorar un producto específico. En el último siglo ha sido competencia por introducir y perfeccionar productos o medios de producción completamente nuevos: el ferrocarril, la dínamo, la luz eléctrica, el automóvil, el avión, el telégrafo, el teléfono, el fonógrafo, la cámara, las películas, la radio, la televisión, los refrigeradores, el aire acondicionado, y una variedad interminable de plásticos, fibras sintéticas y otros materiales nuevos. El efecto ha sido incrementar enormemente las comodidades de la vida y el bienestar material de las masas.
La competencia capitalista, en resumen, es el gran acicate para mejorar e innovar; el mejor estimulante para investigar; el incentivo principal para reducir los costos, desarrollar nuevos y mejores productos, y mejorar la eficacia de todo tipo. Esto significa que ha transferido incalculables bienes a la humanidad.
Aun así, en el último siglo la competencia capitalista ha estado sometida al ataque constante de los socialistas y los anticapitalistas. Ha sido denunciada como salvaje, egoísta, encarnizada y cruel. Algunos escritores, entre quienes Bertrand Russell constituye un caso típico, hablan constantemente de la competencia empresarial como si fuera una forma de «conflicto armado» y prácticamente la misma cosa que la competencia en caso de guerra. Nada podría ser más falso o absurdo, a menos que pensemos que es razonable comparar la competencia por el asesinato mutuo con la competencia por proporcionar a los consumidores nuevos o mejores bienes y servicios a precios más baratos.
Los críticos de la competencia empresarial no solo derraman lágrimas sobre las penas que esta impone a los productores ineficaces, sino se indignan por las ganancias «excesivas» que les permite obtener a los más exitosos y eficientes. Ese llanto y ese resentimiento existen porque los críticos o no entienden o no quieren entender el servicio que la competencia brinda al consumidor, y por lo tanto al bienestar nacional. Por supuesto hay casos aislados según los cuales la competencia parece trabajar deslealmente. A veces castiga a empresarios cultos o afables y recompensa a otros que son groseros o vulgares. No importa cuán bueno sea nuestro sistema de reglas y leyes, nunca se podrán eliminar completamente algunos casos de injusticia. Pero la beneficencia o la nocividad, la justicia o la injusticia, de las instituciones deben ser juzgadas por su efecto o resultado global en la gran mayoría de casos. Volveremos a este punto más adelante.
Lo que indiscriminadamente deploran la «competencia» pasan por alto que todo depende de qué es realmente y cuál la naturaleza de los medios que emplea. La competencia en sí no es ni moral ni inmoral. Tampoco es ni necesariamente beneficiosa ni necesariamente perjudicial. La competencia para estafar o matarse mutuamente es una cosa; pero en cuanto a la filantropía o excelencia —por ejemplo: entre Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, Shakespeare y Ben Jonson, Haydn y un Mozart, Verdi y Wagner, Newton y Leibnitz, etcétera— es otra cosa totalmente diferente. La competencia no necesariamente implica relaciones de enemistad, sino de rivalidad, emulación mutua y estímulo mutuo. La competencia beneficiosa es indirectamente una forma de cooperación.
Ahora bien: lo que los críticos de la competencia económica pasan por alto es que —cuando se conduce de acuerdo con un buen sistema de leyes y un alto estándar de moral— ella misma es una forma de cooperación económica; o, mejor dicho, una parte integral y necesaria de un sistema de cooperación económica. Si vemos la competencia aisladamente, esta declaración puede parecer paradójica, pero se torna evidente si retrocedemos y la consideramos en su entorno más amplio. General Motors y Ford no cooperan directamente la una con la otra, pero ambas tratan de cooperar con el consumidor, con el comprador potencial de autos. Cada una trata de convencerlo de que puede ofrecerle un auto mejor o tan bueno como el de su competidor y a un precio más bajo. Cada una «obliga» a la otra —o, para ser más exacto, cada una estimula a la otra— a reducir sus costos de producción y a mejorar su producto. Cada una, en otras palabras, «obliga» a la otra a cooperar más efectivamente con el público consumidor. De esa manera, indirectamente —triangularmente, por decirlo así— cooperan General Motors y Ford. Cada una hace más eficiente a la otra.
Por supuesto, esto es cierto en toda competencia, hasta en la nefasta competencia de la guerra. Como lo dijo Edmund Burke: «Quien lucha contra nosotros fortalece nuestros nervios y agudiza nuestra habilidad. Nuestro antagonista es nuestro ayudante». Pero en la competencia del mercado libre, esta ayuda mutua es también beneficiosa para toda la comunidad.
Aquellos que todavía piensan que tal conclusión es paradójica deberían observar como ejemplo la competencia artificial de los juegos y el deporte. El bridge es un juego de cartas competitivo, pero en cada partida requiere la cooperación de cuatro personas que estén dispuestas a jugar entre sí; a uno que rechaza sentarse para que sean cuatro los jugadores se le considera más como no cooperativo que como no competitivo. Para jugar un partido de fútbol se requiere la cooperación no solo de once jugadores por equipo, sino también la disposición de cada equipo a jugar contra el otro, la fijación de una fecha, el estadio, el día, la hora, el área, el nombramiento del árbitro, la aceptación de las reglas del juego, etcétera. Los Juegos Olímpicos no serían posibles sin la cooperación de las naciones participantes. Ha habido algunas analogías muy dudosas en la literatura económica de años recientes sobre la vida económica y la «teoría de juegos», pero es válida e instructiva la analogía que reconoce que en ambos campos la competencia existe en un entorno de cooperación más amplio, y que le obtienen resultados deseables.
Llego ahora a la cuarta institución que he mencionado como parte del sistema capitalista: la división y combinación del trabajo. Su necesidad y los beneficios que de él derivan fueron suficientemente enfatizados por el fundador de la economía política, Adam Smith, que hizo del tema el tópico del primer capítulo de su gran obra, The Wealth of Nations. En la primera oración de la misma, Adam Smith declara: «El progreso más importante de las facultades productivas del trabajo, y gran parte de la aptitud, destreza y sensatez con que el mismo se aplica o dirige por doquier, parecen ser consecuencia de la división del trabajo»[365]
Smith continúa explicando cómo la división y subdivisión del trabajo conducen a mejorar la destreza de los trabajadores individuales, al ahorro de tiempo, comúnmente perdido en el paso de una clase de trabajo a otro, y a la invención y aplicación de maquinaria especializada. «Es la gran multiplicación de producciones en todas las distintas artes, a consecuencia de la división del trabajo» —concluye él— «la que ocasiona, en una sociedad bien gobernada, esa opulencia universal que se amplía hasta los niveles más bajos de la gente».[366]
Casi dos siglos de estudio económico solo han contribuido a confirmar este reconocimiento. «La división del trabajo se extiende por la comprensión de que cuanto más se divide más productivo es».[367] «Que la labor realizada sobre la base de la división del trabajo es más productiva que el trabajo aislado y que la razón del hombre es capaz de reconocer esta verdad son los hechos fundamentales que ocasionaron la cooperación, la sociedad y la civilización, y transformaron al hombre animal en un ser humano»[368]
Aunque haya puesto la división del trabajo delante de la cooperación social, es obvio que no se les puede considerar por separados. Cada una implica la otra. Nadie puede especializarse si vive solo y debe satisfacer por sí mismo todas sus necesidades. La división y combinación del trabajo implican ya la cooperación social. Ello significa que cada uno intercambia parte del producto especial de su trabajo por el producto especial del trabajo de otros. Pero la división del trabajo, por su parte, aumenta e intensifica la cooperación social. Como lo dijo Adam Smith: «Los genios más distintos son recíprocamente útiles; los productos diferentes de sus respectivos talentos —dada la disposición general a comerciar, canjear e intercambiar— son llevados a lo que podría considerarse una reserva común, donde cada hombre puede, si se le presenta la ocasión, comprar cualquier parte del producto de los talentos de otros».[369]
Los economistas modernos hacen más explícita la interdependencia entre la división del trabajo y la cooperación social: «La sociedad es acción concertada, cooperación… Substituye la vida aislada de los individuos —al menos de manera concebible— con la colaboración. La sociedad es división del trabajo y combinación del trabajo… La sociedad no es más que la combinación de individuos para efectuar un esfuerzo cooperativo».[370]
Adam Smith también reconoció claramente:
En una sociedad civilizada [el hombre] siempre tiene necesidad de la cooperación y ayuda de grandes multitudes, en tanto que su vida entera apenas le basta para conquistar la amistad de contadas personas… El hombre reclama en la mayor parte de las circunstancias la ayuda de sus semejantes y en vano puede esperarla solo de su benevolencia. La conseguirá con mayor seguridad interesando en su favor el amor propio de los otros y haciéndoles ver que es ventajoso para ellos hacer lo que les pide. Quien ofrece a otro un trato le está proponiendo algo como esto: deme lo que yo quiero y tendrá lo que desea; es el sentido de cualquier clase de oferta. Así obtenemos de los demás la mayor parte de los servicios que necesitamos. No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios, sino su amor propio, ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas.[371]
Lo que Adam Smith indicaba en este y otros pasajes es que la economía de mercado es tan exitosa porque aprovecha el amor propio y el interés propio, y los utiliza en la producción y el intercambio. En un pasaje aún más famoso, Smith precisó el punto más todavía:
El ingreso anual de la sociedad siempre es precisamente igual al valor de cambio del producto anual total de sus actividades económicas; o mejor dicho: es exactamente la misma cosa que el valor de cambio. Por lo tanto, cuando cualquier individuo pone todo su empeño y emplea su capital en sostener la industria doméstica y en dirigirla a conseguir el producto que rinda más valor, resulta que colabora de una manera necesaria en obtener el ingreso anual máximo para la sociedad. Nadie se propone, por lo general, promover el interés público, ni sabe hasta qué punto lo promueve. Cuando prefiere la actividad económica de su país a la extranjera, únicamente considera su seguridad; y cuando la dirige de tal forma que su producto represente el mayor valor posible, solo piensa en su ganancia propia; en este, como en muchos otros casos, una mano invisible le conduce a promover un fin que no entraba en sus intenciones. Mas no implica mal alguno para la sociedad que tal fin no entre a formar parte de sus propósitos, pues, persiguiendo su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto fuera parte de sus planes.[372]
Este pasaje se ha vuelto casi demasiado famoso en beneficio del propio Smith. Muchísimos escritores que solo han oído la metáfora de «la mano invisible» la han interpretado mal o han distorsionado su sentido. La han tomado —aunque él la usara solo una vez— como la esencia de toda la doctrina de The Wealth of Nations. La han interpretado en el sentido de que Adam Smith, como deísta, creía que un ser omnipotente interfiere de algún modo misterioso para asegurar que todas las acciones basadas en el interés propio conducirán a fines socialmente beneficiosos. Esta es una mala interpretación. «El hecho de que el mercado asegura el bienestar de cada individuo que participa en él es una conclusión basada en el análisis científico, no una suposición sobre la cual se basa el análisis».[373]
Otros escritores han interpretado el pasaje de «la mano invisible» como una defensa del egoísmo, y todavía otros como una confesión de que una economía de mercado libre no solamente está construida sobre el egoísmo, sino que únicamente recompensa al egoísmo. Y Smith fue, al menos en parte, responsable de esta última interpretación. Él no dijo explícitamente que la gente promueve el interés general solo en la medida que gane su sustento de maneras legales y morales. La gente que trata de mejorar su fortuna a base de engaño, estafa, robo, chantaje o asesinato no aumenta la renta nacional. Los productores aumentan el bienestar nacional compitiendo para satisfacer las necesidades de los consumidores al precio más bajo. Una economía libre solo puede funcionar correctamente en un marco legal y moral apropiado.
Considerar las acciones y motivaciones de las personas en una economía de mercado necesaria e ineludiblemente egoísta es un gran error. Aunque la exposición de Adam Smith fue brillante, podría fácilmente malinterpretarse. Por suerte, al menos algunos economistas modernos han clarificado más el proceso y la motivación: «la vida económica… consiste en todo ese complejo de relaciones en las que entramos con otra gente, y nos prestamos nosotros o prestamos nuestros recursos en la promoción de sus objetivos, como un medio indirecto de fomentar los propios».[374] Nuestros objetivos son necesariamente nuestros; pero no necesariamente son objetivos puramente egoístas. «La relación económica… o nexo comercial es igualmente necesario para mantener la vida del campesino y la del príncipe, la del santo y la del pecador, la del pastor y la del apóstol, la de los hombres más altruistas y la de los más egoístas… Nuestro complejo sistema de relaciones económicas nos pone al mando de la cooperación necesaria para lograr alcanzar nuestros objetivos».[375]
«La característica específica de una relación económica», según Wicksteed, «no es su “egoísmo”, sino su “no-ismo”».[376] Lo explica así:
Si usted y yo realizamos una transacción que de mi lado es puramente económica, yo fomento sus objetivos, quizás en parte o totalmente por mi propio bien, quizás completamente por el bien de otros, pero seguramente no por el bien de usted mismo. Lo que la hace una transacción económica es que no lo considero a usted, a no ser como un simple eslabón en la cadena, ni considero sus deseos, a no ser como los medios por los cuales puedo satisfacer los de alguien más, no necesariamente los míos. La relación económica no excluye de mi mente a todos, además de mí; y potencialmente los incluye a todos, menos a usted.[377]
Hay un cierto elemento de arbitrariedad en hacer del «no-ismo» la esencia de «la relación económica».[378] El elemento de verdad en esta posición es simplemente que una relación «estrictamente económica» es por definición una relación «impersonal». Pero una de las grandes contribuciones de Wicksteed fue eliminar la persistente idea de que la actividad económica es exclusivamente egoísta o se realiza únicamente por interés propio.[379] La verdadera base de toda actividad económica es la cooperación. Como ha escrito Mises:
En el marco de la cooperación social pueden surgir entre los distintos miembros de la sociedad sentimientos de simpatía y amistad, y un sentido de común pertenencia. Tal disposición espiritual viene a ser un manantial de placenteras y hasta sublimes experiencias humanas… Pero, contrariamente a lo que algunos suponen, no fueron tales sensaciones las que produjeron las relaciones sociales, sino que más bien son fruto de la propia cooperación y solo en ella pueden prosperar; no preceden al establecimiento de las relaciones sociales ni son la fuente de la cual estas brotan…
Lo que caracteriza a la sociedad humana es la cooperación deliberada… La sociedad humana… es el resultado de acogerse deliberadamente a una ley universal determinante de la evolución cósmica: a saber, aquella que predica la mayor productividad de la labor bajo el signo de la división del trabajo…
Cada vez que el individuo recurre a la acción concertada, abandonando la actuación aislada, se produce una clara mejora de sus condiciones materiales. Las ventajas derivadas de la cooperación pacífica y de la división del trabajo tienen carácter universal. Esos beneficios los perciben de inmediato los propios sujetos actuantes, no quedando aplazado su disfrute hasta el advenimiento de futuras y lejanas generaciones. Lo que el individuo recibe le recompensa ampliamente sus sacrificios en pro de la sociedad. Tales sacrificios, pues, solo son aparentes y temporales; renuncia a una ganancia pequeña, para disfrutar después de una ganancia mayor… El incentivo que impulsa a intensificar la cooperación social, ampliando la esfera de la división del trabajo, a robustecer la seguridad y la paz, es el común deseo de mejorar las propias condiciones materiales de cada uno. Defendiendo los propios intereses, rectamente entendidos, el individuo contribuye a intensificar la cooperación social y la convivencia pacífica…
La función histórica de la teoría de la división del trabajo, tal como fue elaborada por la economía política inglesa desde Hume a Ricardo, consistió en demoler todas las doctrinas metafísicas concernientes al nacimiento y desenvolvimiento de la cooperación social. Consumó la emancipación espiritual, moral e intelectual de la humanidad, iniciada por la filosofía del epicureísmo. Sustituyó la antigua ética heterónoma e intuitiva por una moral racional autónoma. La ley y la legalidad, las normas morales y las instituciones sociales dejaron de ser veneradas como si fueran fruto de insondables decretos del cielo. Todas estas instituciones son de origen humano y solo pueden ser enjuiciadas examinando su idoneidad para provocar el bienestar del hombre. El economista utilitario no dice fiat justitia, pereat mundus, sino, al contrario: fiat justitia, ne pereat mundus. No pide al hombre que renuncie a su bienestar en aras de la sociedad. Le aconseja que reconozca sus intereses rectamente entendidos.[380]
Mises expuso el mismo punto de vista en su libro anterior, Socialism. También aquí, y en contradicción con la tesis kantiana de que nunca se debe tratar a otros como simples medios, pone el énfasis sobre el mismo tema que hemos visto en Wicksteed:
La teoría liberal de la sociedad demuestra, sin duda, que cada hombre ve primero en todos sus congéneres un medio que le sirve para alcanzar sus fines, en tanto que a su vez él representa, para el resto de los hombres, un medio al servicio de los fines de estos; pero esta teoría prueba también que precisamente esta reciprocidad, que hace que cada uno sea a la vez medio y fin, permite alcanzar el propósito supremo de la vida en sociedad: asegurar una existencia mejor para todos los miembros. La sociedad no es posible sino porque cada individuo, al vivir su propia vida, mejora la de los demás, ya que cada uno es a la vez medio y fin, porque el bienestar de cada uno es al mismo tiempo la condición del bienestar de los demás. De este modo se resuelve la oposición entre el hombre y sus semejantes, entre fin y medio.[381]
Una vez que reconocemos el principio fundamental de la cooperación social, encontramos la verdadera reconciliación entre el «egoísmo» y el «altruismo». Incluso si suponemos que cada uno vive y desea vivir principalmente para sí, podemos ver que esto no perturba la vida social, sino la promueve, porque la mayor satisfacción de la vida del individuo es posible solo en y a través de la sociedad. En este sentido podría aceptarse al egoísmo como la ley básica de la sociedad. Pero la falacia fundamental es suponer una incompatibilidad necesaria entre los motivos «egoístas» y los «altruistas»; o incluso insistir en una aguda diferencia entre ellos. Como lo dijo Mises:
La oposición entre la acción altruista y la egoísta tiene su origen en una concepción que desconoce la verdadera naturaleza del vínculo que la sociedad establece entre los individuos. Las cosas no se presentan —y podemos alegrarnos de ello— como si en mis acciones tuviera yo que escoger entre servir a mis propios intereses o a los de mis conciudadanos. Si así fuera, no sería posible la sociedad. El hecho fundamental de la vida social —esto es, la armonía de los intereses de todos los miembros de la sociedad, basada en la división del trabajo— tiene como consecuencia que no haya, en último análisis, oposición entre obrar por fines personales o hacerlo por fines sociales, de tal manera que al cabo coinciden los intereses de todos los individuos. Por eso puede darse por concluida la famosa discusión científica a propósito de la posibilidad de deducir el altruismo del egoísmo.
No hay conflicto entre el deber y el interés, pues lo que el individuo da a la sociedad para permitirle que exista como tal no lo da para fines que le serían ajenos, sino por su propio interés.[382]
Esta cooperación social existe en todos los aspectos del sistema de mercado libre. Existe, por ejemplo, entre el productor y el consumidor, entre el comprador y el vendedor. Ambos ganan en la transacción y por eso la ejecutan. El consumidor obtiene el pan que necesita; el panadero consigue una ganancia monetaria, que es tanto su estímulo para producir el pan como el medio necesario que le permite producir más. A pesar de toda la propaganda sindical y socialista en contra, la relación de empleador y empleado es básicamente una relación cooperativa. Cada uno necesita del otro. Cuanto más eficiente es el empleador, más trabajadores podrá contratar y más podrá ofrecerles. Cuanto más eficientes son los trabajadores, más podrá ganar cada uno y más exitoso será el empleador. Al empleador le interesa que sus trabajadores estén sanos y sean vigorosos, estén bien alimentados y bien alojados, sientan que están siendo tratados justamente, perciban que serán recompensados en proporción a su eficiencia, y por lo tanto se esforzarán por ser eficientes. Al trabajador le interesa que la firma para la cual trabaja pueda obtener ganancias y preferentemente una ganancia que le permita tanto seguir trabajando como ampliarse.
En la escala «microeconómica», cada firma es una iniciativa de cooperativa. Una revista o un periódico —y como alguien que ha estado asociado con periódicos y revistas toda su vida laboral, puedo decirlo con inmediato conocimiento de causa— son una gran organización cooperativa, en la que cada reportero, cada editorialista, cada vendedor de publicidad, cada impresor, cada conductor de camión de reparto, cada voceador, cooperan respondiendo de la parte que le ha sido asignada, del mismo modo que una orquesta es una gran empresa cooperativa, en la que cada músico coopera de manera exacta con su instrumento particular, para producir la armonía final. Una gran compañía industrial como General Motors, o la Corporación U. S. Steel, o General Electric —o, en realidad, cualquiera de otras mil— es una maravilla de cooperación continua. Y en una escala «macroeconómica», todo el mundo libre está unido en un sistema de cooperación internacional, a través del comercio, en el que cada nación suministra bienes o servicios para satisfacer las necesidades de otros, de una manera más barata y mejor de lo que los demás podrían satisfacer sus propias necesidades actuando aisladamente. Esta cooperación ocurre tanto en la escala más pequeña como en la más grande, porque cada uno de nosotros descubre que prever los objetivos de otros es —aunque indirectamente— el más eficaz de todos los medios para alcanzar los propios.
Así, aunque podamos llamar «egoísmo» al impulso principal, seguramente no podemos denominar a este sistema como puramente «egoísta». Es el sistema por el cual cada uno de nosotros trata de alcanzar sus objetivos, sean estos «egoístas» o «altruistas». En realidad, al sistema no se le puede llamar predominantemente «altruista», porque cada uno coopera con los otros no porque desee primordialmente promover los propósitos de los mismos, sino principalmente cumplir los propios. Al sistema se le podría llamar más apropiadamente «mutualista». (Ver el capítulo 13). Su exigencia primaria es, en cualquier caso, la cooperación.
Veamos ahora otra consideración. ¿Es justo o injusto el sistema de mercado libre, el sistema «capitalista»? Prácticamente toda la carga del ataque socialista contra el sistema «capitalista» es sobre su presunta injusticia, entendida como su presunta «explotación» del trabajador. Un libro de ética no es el lugar para examinar completamente dicho argumento. Tal examen es una tarea de la economía. Espero que el lector me perdone, por lo tanto, si, en vez de examinar este argumento socialista directamente, simplemente acepto la conclusión de John Bates Clark, en su trabajo The Distribution of Wealth, de 1899 —que hizo época— y remito al lector a este y a otros trabajos de economía[383] para elaborar los argumentos de apoyo a su conclusión.
La tesis general del trabajo de Clark es que «la libre competencia tiende a dar a los trabajadores lo que con su trabajo crean, a los capitalistas lo que con su capital crean, y a los emprendedores lo que con su función coordinadora crean… [Tiende] a dar a cada productor la cantidad de riqueza que él expresamente produce[384]».
Clark sostiene, de hecho, que la tendencia de un sistema competitivo libre es dar «a cada uno lo que crea». Si esto es cierto, continúa, no solo se elimina con ello la teoría de la explotación, según la cual a los «trabajadores normalmente se les roba lo que producen», sino significa que el sistema capitalista es esencialmente un sistema justo, y que nuestro esfuerzo debería ser no destruirlo y sustituirlo por otro completamente diferente, sino perfeccionarlo, de modo que las excepciones a su regla prevaleciente de distribución puedan ser menos frecuentes y menos considerables.[385]
Se deben hacer ciertas salvedades en relación con estas conclusiones. Como Clark mismo lo indica, este principio de «distribución»[386] en el mercado libre representa una tendencia. No se deduce de esto que todos consigan en todos los casos exactamente el valor de lo que han producido o ayudado a producir. El valor que cada uno consigue de su contribución es el valor de mercado: es decir, el valor que otros le dan a su contribución.
Independientemente de que este sistema no cumpla en su totalidad con las exigencias de la «justicia» perfecta, aún no se ha concebido ningún sistema mejor. Seguramente, como lo veremos en nuestro siguiente capítulo, el socialismo no es ese otro sistema.
Pero antes de llegar a nuestra evaluación moral final de este maravilloso sistema de mercado libre, debemos notar otra gran virtud del mismo. No es solo que constantemente tienda a recompensar a los individuos, de acuerdo con su contribución específica a la producción. Debido al juego constante en el mercado de precios, salarios, alquileres, tasas de interés y otros costos, relativos márgenes de ganancia o pérdidas, el mercado tiende constantemente a lograr no solo la producción máxima, sino incluso la producción óptima. Es decir: los incentivos y disuasivos proporcionados por estas relaciones entre precios y costos siempre cambiantes sincronizan la producción de miles de productos y servicios diferentes, y mantienen un equilibrio dinámico en el volumen de producción de cada uno de estos miles de bienes entre sí. Este equilibrio no necesariamente refleja los deseos de un individuo específico. No necesariamente corresponde al ideal utópico de algún planificador económico. Pero sí tiende a reflejar los deseos combinados de la totalidad de los productores y consumidores. Cada consumidor emite diariamente su voto a favor de más producción de este producto y en contra de la producción de este otro, a través de su compra o abstención de compra, y al productor no le queda más remedio que acatar las decisiones de los consumidores.[387]
Habiendo visto cómo se comporta este sistema, veamos ahora más detenidamente lo que tiene que ver con su justicia. Comúnmente suele considerársele «injusto», porque, desde hace mucho tiempo, la igualdad absoluta en cuanto a los ingresos ha sido el ideal irreflexivo de la «justicia social». Los socialistas nunca se cansan de condenar la «pobreza en medio de la abundancia». No pueden quitarse de la cabeza la idea de que la riqueza del rico es causa de la pobreza del pobre. Pero esta idea es completamente falsa. La riqueza del rico contribuye a hacer menos pobre al pobre, no más. Los ricos son los que tienen algo que ofrecer a cambio de los servicios del pobre. Solo el rico puede proporcionar al pobre el capital y los instrumentos de producción, para incrementar su productividad y, por tanto, el valor marginal del trabajo del pobre. Cuando los ricos se vuelven más ricos, los pobres se vuelven no más pobres, sino más ricos también. Esta es, de hecho, la historia del progreso económico.
Cualquier esfuerzo serio por cumplir el ideal de igualdad de ingresos, sin tomar en cuenta lo que alguien hace o deja de hacer para ganar o crear ingresos —sin importar si trabaja o no, si produce o no— conduciría al empobrecimiento universal. No solo eliminaría cualquier incentivo para mejorar al no calificado o incompetente, y cualquier incentivo para trabajar al perezoso, sino que incluso al talentoso y laborioso natural le quitaría el incentivo para trabajar o mejorar.
Regresamos una vez más a las conclusiones a las que llegamos en el capítulo sobre la justicia. La justicia no es estrictamente un fin en sí misma. No es un ideal que pueda aislarse de sus consecuencias. Aunque se reconoce como un fin intermedio, principalmente es un medio. La justicia, en resumen, consiste en los arreglos y en las normas sociales más conducentes a la cooperación social, lo que significa, en el campo económico, las más conducentes a maximizar la producción. La justicia de estos arreglos y normas, por su parte, no debe ser juzgada puramente por su efecto en este o aquel caso aislados, sino, de acuerdo con el principio que Hume señaló primero, por su efecto total en el largo plazo.
Prácticamente todos los argumentos en favor de la igualdad en cuanto a la distribución de ingresos suponen tácitamente que una división así no reduciría los ingresos medios; que los ingresos y la riqueza totales permanecerían al menos tan altos como habrían sido en un sistema de mercado libre, en el que a cada uno se le pagara de acuerdo con su propia producción o su propia contribución a la misma. Esta suposición es de una ingenuidad insuperable. Una igualdad forzada como esta —y solo podría conseguirse por la fuerza— ocasionaría una caída violenta y desastrosa de la producción y empobrecería a cualquier país que la adoptara. La Rusia comunista se vio obligada muy pronto a abandonar esta idea igualitaria; y en el grado en que los países comunistas han tratado de adherirse a ella, sus habitantes lo han pagado caro. Pero nos estamos anticipando a la correspondiente discusión en nuestro siguiente capítulo.
Puede suponerse —y esta suposición es muy popular hoy en todas partes— la existencia de algún «tercer» sistema —de algún sistema «moderado»— según el cual se pudiera combinar la enorme productividad de un sistema de mercado libre con la «justicia» de un sistema socialista; o que al menos ayudara a acercarse más a la igualdad de ingresos y bienestar que en un sistema económico completamente libre. Me atrevo a concluir y a declarar aquí que se trata solo de una falsa ilusión. Si algún sistema moderado como ese remediara realmente algunas injusticias específicas, lo haría al costo de crear muchas más: y, por cierto, reduciendo la producción total, comparada con lo que se logra producir en un sistema de libre mercado. Para comprender la base de esta conclusión, debo remitir al lector a diversos tratados sobre economía.[388]
Llegamos ahora a una postura que con mucha frecuencia han adoptado los economistas en las décadas recientes; una postura que Philip H. Wicksteed puede haber ayudado a poner de moda, con su libro Common Sense of Political Economy (1910). Según esta postura, el sistema económico es un «instrumento éticamente indiferente». Wicksteed aboga por esta posición en un pasaje de gran elocuencia y penetración, del que cito una parte sustancial:
Hemos visto que la mancha de sordidez inherente, que en muchas mentes se vincula con la relación económica, o incluso con el estudio de la misma, deriva de la concepción errónea de su naturaleza. Pero, por otra parte, el fácil optimismo con que se espera que las fuerzas económicas, si se les deja el juego libre, asegurarán espontáneamente las mejores condiciones posibles de vida, es igualmente falaz y hasta más pernicioso. Presentar el funcionamiento de las fuerzas económicas como totalmente benéfico es, en efecto, fácil. ¿No hemos visto que automáticamente se organiza un vasto sistema de cooperación, mediante el cual hombres que nunca han oído hablar unos de otros, y apenas se percatan, ni siquiera en su imaginación, de la existencia o los deseos de otros, se apoyan sin embargo unos en otros a cada paso y cada uno sirve de amplificador a los objetivos de los otros? ¿No enlazan así a todo el mundo en una enorme sociedad de beneficio mutuo? Que Londres sea alimentada día tras día, aunque nadie lo procure, es un hecho tan estupendo como para excusar, si es que no justificar, los cantos más jubilosos que alguna vez fueron entonados en honor a la teoría de la organización social laissez-faire laissez-passer. ¡Qué testimonio de la eficacia del nexo económico surge del mismo hecho de que consideremos tan anormal que un hombre muera por falta de cualquiera de mil cosas, ninguna de las cuales puede hacer por sí mismo! Cuando vemos que el mundo se mantiene a sí mismo día tras día, en virtud de sus millones de ajustes mutuos, y preguntamos «¿quién se ocupa de todo?» sin recibir ninguna respuesta, podemos comprender mejor el temor y el entusiasmo religiosos con que una generación anterior de economistas contemplaba aquellas «armonías económicas», en virtud de las cuales cada individuo, al servirse a sí mismo, necesariamente sirve a su vecino y, simplemente por obedecer las presiones que sobre él recaen, y siguiendo el camino que se abre ante él, se integra a sí mismo dentro del patrón de «fines que no puede medir».
Pero debemos mirar el cuadro más acuciosamente. El proceso mismo de tratar de alcanzar con inteligencia mis propios fines ¿me hace cooperar con que los demás alcancen los suyos? Así es. Pero ¿cuáles son mis objetivos inmediatos y mis objetivos últimos? ¿Cuáles son los objetivos de otros a los que sirvo, como un medio para alcanzar los míos? ¿Qué opinión tenemos ellos y yo en cuanto a los medios convenientes para realizar aquellos fines? Estas son las preguntas de las cuales dependen la salud y el vigor de una comunidad, que las fuerzas económicas, como tales, no toman en cuenta. La división del trabajo y el intercambio, en los cuales se basa la organización económica de la sociedad, amplían nuestros medios para lograr alcanzar nuestros fines, pero no tienen ninguna influencia directa sobre los fines mismos ni manifiestan tendencia alguna a utilizar los medios escrupulosamente. Es inútil suponer que un instrumento éticamente indiferente producirá resultados éticamente deseables, y tan tonto convertir la relación económica en un ídolo como en un demonio.
El mundo tiene muchas cosas que deseo para mí y para otros y que solo puedo obtener mediante algún tipo de intercambio. Entonces, ¿qué tengo o qué puedo hacer que el mundo desee? ¿Qué puedo lograr que desee, o cómo persuadirlo para que lo desee, o cómo puedo hacerle creer que puedo dárselo mejor que como los otros lo hacen o pueden hacerlo? Si se miden por un estándar ideal, puede ser tan bueno o tan malo para mí tener las cosas que deseo como para otros proporcionármelas; lo mismo que con las cosas que les proporciono ocurre con los deseos que despierto en ellos y con los medios que empleo para satisfacerlos. Cuando concebimos la seductora imagen de la «armonía económica», según la cual cada uno «ayuda» a alguien más y resulta «útil» para él, inconscientemente permitimos que pase a escondidas la idea de «ayuda» y, con ella, asociaciones éticas o sentimentales que son estrictamente de contrabando. Olvidamos que la «ayuda» puede ampliarse imparcialmente con fines destructivos y perniciosos o beneficiosos y constructivos, y además que se pueden emplear toda clase de medios. Solo tenemos que pensar en las grandes industrias de la guerra, en la flotación de compañías burbuja, en los esfuerzos de un negocio o firma para estrangular a otras en germen, en la cultura de la amapola en China o la India, en los expendios de ginebra y en las destilerías locales, a fin de comprender con qué frecuencia el objetivo inmediato de un hombre o de una comunidad es frustrar o impedir la consecución del objetivo de otro, o engañar a los hombres, o corromper sus gustos y satisfacerlos cuando ya se han corrompido.[389]
He citado a Wicksteed de forma tan amplia, porque es la suya la declaración más rotunda que he encontrado sobre la tesis de que el sistema de mercado libre es «éticamente indiferente» o éticamente neutro. Sin embargo, dicha tesis me parece susceptible de serios cuestionamientos.
Empecemos por confrontarla con una o dos versiones de la tesis contraria, según la cual la economía de mercado libre tiene realmente un valor moral positivo. El lector recordará el pasaje de Ludwig von Mises ya citado en este libro, en el que sostiene que «los sentimientos de simpatía y amistad, y un sentido de común pertenencia… son frutos de la cooperación social», y no semillas de las cuales brota la cooperación social. Murray N. Rothbard tiene una opinión similar:
Al explicar los orígenes de la sociedad, no es necesario evocar ninguna comunión mística o «sentido de pertenencia» entre los individuos. Los individuos reconocen, usando la razón, las ventajas del intercambio, derivadas de la mayor productividad de la división del trabajo, y procuran seguir este curso ventajoso. De hecho, es mucho más probable que los sentimientos de amistad y comunión sean el efecto y no la causa de un régimen de cooperación social (contractual). Suponga, por ejemplo, que la división del trabajo no fuera productiva, o que los hombres no hubiesen reconocido su productividad. En este caso, habría poca o ninguna oportunidad para el intercambio, y cada hombre trataría de obtener sus bienes en independencia autista. El resultado sería, indudablemente, una lucha feroz por ganar la posesión de los bienes escasos, ya que, en un mundo así, la ganancia de bienes útiles de cada hombre sería la pérdida de alguien más. Sería casi inevitable que un mundo tan autista estuviera fuertemente marcado por la violencia y la guerra perpetua. Puesto que cada uno podría obtener ganancias de sus semejantes solo a costa de ellos, sería frecuente la violencia, y parece muy explicable que dominarían los sentimientos de hostilidad mutua. Como en el caso de los animales, que suelen pelearse por los huesos, un mundo tan beligerante solo podría ser motivo de odio y hostilidad entre unos y otros. La vida sería una amarga «lucha por la supervivencia». Por otra parte, en un mundo de cooperación social voluntaria, mediante intercambios mutuamente beneficiosos, donde la ganancia de uno es también la ganancia de otro, es evidente que se abren grandes posibilidades para el desarrollo de la simpatía social y las amistades humanas. La sociedad pacífica y cooperativa crea las condiciones favorables para que surjan entre los hombres los sentimientos de amistad.
Los beneficios mutuos generados por el intercambio constituyen un disuasivo importante… de los aspirantes a agresores —iniciadores de acción violenta contra otros—, a fin de que controlen su espíritu agresivo y cooperen pacíficamente con sus semejantes. Los individuos deciden entonces que las ventajas de participar en la especialización y el intercambio pesan más que las ventajas que de la guerra podrían derivarse.[390]
Veamos ahora más detalladamente la tesis de Wicksteed. Es verdad, como él tan elocuentemente indica, que el capitalismo, como funcionaba en su tiempo e incluso hoy, no es todavía un cielo lleno de santos cooperantes. Pero esto no prueba que el sistema sea responsable de nuestros defectos y pecados individuales, ni siquiera que sea éticamente «indiferente» o neutro. Wicksteed dio por sentados no solamente los méritos económicos, sino también los éticos, del capitalismo de su día, porque era el sistema que veía en su entorno y por lo mismo no tuvo ante sí otra alternativa. Lo que olvidó cuando escribió el pasaje citado es que el capitalismo moderno no es un sistema inevitable o ineludible, sino que ha sido elegido por los hombres y mujeres que viven de acuerdo con él. Se trata de un sistema de libertad. Londres no se alimenta «si nadie lo procura». Londres se alimenta exactamente porque casi todos los que viven allí lo procuran. Cada día el ama de casa compra comida y la lleva al hogar en vehículo o a pie. El carnicero y el tendero saben que llegará a comprar y se abastecen de lo que esperan que compre. Llevan las carnes y las verduras a sus tiendas en sus propios camiones o en los de los mayoristas, quienes a su vez las ordenan a los embarcadores, quienes a su vez las ordenan a los agricultores y a los ferrocarriles que transporten los alimentos, y los ferrocarriles funcionan precisamente para eso. Lo único que falta en este sistema es un dictador único, que emita sus órdenes ostensivamente, para que todo funcione, y reclame todo el crédito para sí.
Es cierto que este sistema de libertad, de mercado libre, presupone un sistema legal apropiado y una moral adecuada. No podría existir ni funcionar sin ellos. Pero una vez que existe y funciona, contribuye a elevar más aún el nivel moral de la comunidad.
Wicksteed parece no haberse percatado del todo de que, al describir una economía de mercado, estaba describiendo un sistema de libertad económica, y la libertad no es «éticamente indiferente», sino una condición necesaria de la moral. Como lo ha dicho F. A. Hayek:
Hace mucho tiempo se descubrió que la moral y los valores morales solo crecen en un ambiente de libertad, y que, en general, los estándares morales de las personas y las clases solo son altos donde se ha disfrutado de libertad por mucho tiempo, y proporcionales a la cantidad de libertad que se ha poseído. Es evidente que la libertad es la matriz requerida para que se desarrollen los valores morales: de hecho, no solo se trata de un valor entre muchos, sino que es la fuente de todos ellos. Al individuo solo se le presenta la ocasión para reafirmar los valores existentes, contribuir a su posterior crecimiento, y aumentar su mérito moral, donde tiene la opción de escoger, con la responsabilidad que ello implica.[391]
Si la moral de un sistema de mercado libre dado está lejos de la perfección, ello no prueba que el sistema de mercado libre es éticamente indiferente o éticamente neutro. Incluso cuando es necesario que exista una moral previa para que nazca, su existencia promueve de todos modos una moral más amplia y sostenida. El hábito de la cooperación económica voluntaria tiende a convertir en normal una actitud mutualista. Y un sistema que satisface nuestras necesidades y deseos materiales mejor que cualquier otro nunca puede ser desestimado como éticamente insignificante o éticamente irrelevante. La moral depende de la satisfacción previa de las necesidades materiales. Como el mismo Wicksteed dijo muy atinadamente en otro contexto: «Un hombre no puede ser ni santo, ni amante, ni poeta, a menos que… haya tenido recientemente algo que comer».[392]
Irónicamente, al capitalismo se le ha criticado como un sistema «materialista», precisamente porque hace posible que los hombres satisfagan sus necesidades materiales, a menudo con creces. F. A. Hayek dio una excelente respuesta a esto: «Sin duda es injusto culpar a un sistema como más materialista, porque le permite al individuo decidir si prefiere la ganancia material a otros tipos de excelencia, en lugar de que alguien más tome esa decisión por él… Si [una sociedad de libre empresa] reconoce a los individuos un ámbito mucho más amplio para servir a sus semejantes, mediante la búsqueda de objetivos puramente materialistas, también les da la oportunidad de perseguir cualquier otro objetivo que consideren más importante».[393]
A esto puedo añadir que en una economía libre todos son libres de practicar la generosidad hacia los demás en el grado que estimen conveniente, y tienen más capacidad para hacerlo.
Dado que la cooperación económica voluntaria nos hace más interdependientes, las consecuencias de rupturas en la misma o de un colapso del sistema resultan cada vez más graves para todos nosotros. En la medida que lo reconozcamos, nos volveremos menos indiferentes al fracaso o violación de tal cooperación por culpa de nosotros mismos o de otros. Por lo tanto, la tendencia deberá ser a mantener muy alto o elevar el nivel moral de toda la comunidad.
La forma de apreciar el verdadero valor moral de la economía de mercado libre es preguntarnos: Si esta libertad no existiera, ¿qué pasaría? No lo valoramos —y esto tanto desde el punto de vista económico como desde el punto de vista moral— simplemente porque lo tenemos y pensamos que está asegurado. Como dijo Shakespeare:
Las cosas son así: jamás estimamos en su precio el bien de que gozamos; pero si lo perdemos, entonces es cuando exageramos su valía, cuando apreciamos su mérito, que no estimábamos mientras nos perteneció.[394]
Escribiendo en 1910, Wicksteed tenía una excusa, que nosotros no tenemos, para considerar al sistema capitalista como moralmente indiferente. No tenía las otras descarnadas alternativas frente a él. No había leído o experimentado diariamente, durante años, los resultados del estatismo, de la planificación económica del Gobierno, del socialismo, del fascismo, del comunismo. En nuestro siguiente capítulo examinaremos la moralidad —o, mejor dicho, la inmoralidad— de estas alternativas.
En resumen: el sistema del capitalismo, de la economía de mercado, es un sistema de libertad, de justicia, de productividad. En todos estos aspectos es infinitamente superior a sus alternativas coercitivas. Pero estas tres realidades no se pueden separar. Cada una fluye de la otra. Solo cuando los hombres son libres pueden ser morales. Solo cuando son libres para elegir, se puede decir que eligen entre el bien y el mal. Cuando son libres para elegir y para obtener y conservar el fruto de su trabajo, sienten que se les trata justamente. Conforme reconocen que su recompensa depende de sus propios esfuerzos y de su producción —porque, en efecto, es su producción—, cada uno tiene el máximo incentivo para maximizar su producción, y todos tienen el máximo incentivo para cooperar ayudándose unos a otros para lograrlo. La justicia del sistema se deriva de la libertad que garantiza, y su productividad, de la justicia de las recompensas que proporciona.