3

El criterio moral

El pensamiento especulativo surge tarde en la historia de la humanidad. Los hombres actúan antes de filosofar sobre sus acciones. Aprendieron a hablar y desarrollaron el lenguaje siglos antes de mostrar interés alguno por la gramática o la lingüística. Trabajaron y ahorraron, sembraron y cultivaron el campo, diseñaron y forjaron herramientas, construyeron casas, poseyeron, canjearon, compraron, vendieron, e inventaron el dinero, mucho antes de formular cualquier teoría explícita sobre economía. Pusieron en marcha formas de gobierno y legislación, y tuvieron jueces y cortes, antes de formular teorías de política o de jurisprudencia. Actuaban de acuerdo con un código moral, implícito, recompensaban o castigaban, aprobaban o reprobaban las acciones de sus congéneres, según que respetaran o violaran ese código, mucho antes incluso de que se les ocurriera inquirir sobre la razón fundamental de lo que hacían.

Por lo tanto, en principio, parecería tanto natural como lógico iniciar el estudio de la ética con una investigación sobre la historia o la evolución de la práctica y de los juicios morales. Seguramente, a lo largo de nuestro estudio, en algún momento deberíamos ocuparnos de tal búsqueda. Sin embargo, la ética es quizás una disciplina respecto de la cual pareciera más provechoso comenzar por el otro extremo, puesto que es una ciencia «normativa». No una ciencia de descripciones, sino una de prescripciones. No de lo que es o de lo que fue, sino de lo que debería ser.

Ciertamente, no podría reclamar validez científica, ni siquiera ser un campo útil de búsqueda, al menos que tal búsqueda se basara de algún modo convincente en lo que fue o en lo que es. Pero aquí nos hallamos justamente en el centro de una antigua controversia. Muchos autores que han escrito sobre ética han sostenido durante los últimos dos siglos que «ninguna acumulación de secuencias observadas, ninguna experiencia de lo que es, ninguna predicción de lo que será, pueden probar de manera alguna lo que debería ser».[6] Otros incluso han aseverado que no hay forma de pasar de un ser a un deber ser.

Si la última declaración fuera verdadera, no habría posibilidad de formular una teoría racional de la moral. A menos que nuestros deberes sean puramente arbitrarios o puramente dogmáticos, deben en algún sentido surgir de lo que es.

Ahora bien: la relación entre lo que es y lo que debería ser siempre es una especie de deseo. Reconocemos esto en nuestras decisiones diarias. Cuando tratamos de decidir sobre una acción y pedimos consejo, nos dicen, por ejemplo: «si desea ser doctor, debe ir a la facultad de Medicina; si desea mejorar, debe ser diligente en su negocio; si no quiere engordar, debe cuidar su dieta; si quiere evitar el cáncer pulmonar, debe dejar de fumar»; etc. La forma generalizada de tal consejo puede reducirse a esto: Si usted desea alcanzar un cierto fin, debería utilizar ciertos medios, porque esta es la forma de conseguirlo con mayor probabilidad. El ser es el deseo; el deber ser, el medio para satisfacerlo.

Hasta aquí, todo bien. Pero ¿cuánto nos acerca esto a una teoría sobre la moral? Si un hombre no desea alcanzar un fin con cuanto hace, no parece existir modo alguno de convencerlo de que debería utilizar ciertos medios para alcanzarlo. Si un hombre prefiere la certeza de engordar o exponerse a un ataque cardíaco, en vez de controlar su apetito o renunciar a sus manjares favoritos; si prefiere el riesgo de contraer un cáncer pulmonar antes que dejar de fumar, cualquier deber ser basado en una supuesta preferencia contraria pierde su fuerza.

Una vieja historia, que incluso ya es contada como vieja por Bentham,[7] es la del oculista y el borracho: un campesino, cuyos ojos habían sido dañados por la bebida, fue a pedir consejo a un famoso oculista. Lo encontró sentado a la mesa, con una copa de vino.

—Usted debería dejar de beber —le dijo el oculista.

—¿Cómo así? —contestó el campesino.

—Usted no lo hace, y me parece que sus ojos no son de los mejores.

—Eso es muy cierto, amigo —repuso el oculista—. Pero debe usted saber que yo amo a mi botella más que a mis ojos.

¿Cómo, entonces, movernos de algún fundamento del deseo a una teoría sobre la ética?

Descubrimos la solución cuando nos atenemos a una perspectiva más amplia y de más largo plazo. Todos nuestros deseos pueden generalizarse como el deseo de sustituir un estado menos satisfactorio por otro más satisfactorio. Es cierto que un individuo, bajo la influencia inmediata de un impulso o de una pasión; en un momento de cólera de rabia o de malicia; con un carácter vengativo; ante un ataque de glotonería; frente a un ansia aplastante de liberar la tensión sexual, o de fumar, beber o drogarse, puede reducir, en el largo plazo, un estado más satisfactorio a uno menos satisfactorio; puede resultar siendo menos feliz en lugar de serlo más. Pero ese estado menos satisfactorio no estaba en su verdadera intención consciente, ni siquiera en el momento en que actuaba. En una mirada retrospectiva, comprende que su acción era insensata; que no mejoró su condición, sino la empeoró; que no actuó de acuerdo con sus intereses de largo plazo, sino en contra de ellos. En sus momentos más tranquilos, está siempre dispuesto a reconocer que debería elegir la acción que mejor promueva sus propios intereses y maximice su propia felicidad (o minimice su infelicidad) en el largo plazo. Los hombres sabios y disciplinados rechazan los placeres inmediatos, cuando su indulgencia —pensando en el largo plazo— amenaza con llevarlos muy probablemente a un exceso de miseria o dolor.

Repitiendo y resumiendo: no es verdad que «ninguna cantidad de ser pueda hacer un deber ser». El deber ser descansa, y de hecho debe descansar, sobre un ser o sobre un será. La secuencia es simple: cada hombre, en sus momentos serenos y racionales, busca su propia felicidad duradera. Esto es un hecho; esto es un ser. La humanidad ha encontrado, a través de los siglos, que ciertas reglas de acción tienden a promover mejor la felicidad duradera, tanto del individuo como de la sociedad. Estas reglas de acción han sido llamadas reglas morales. Por lo tanto, suponiendo que uno busca su propia felicidad duradera, estas son las reglas que uno debería seguir.

Esta es toda la base de la llamada ética prudencial. De hecho, la sabiduría, o el arte de vivir sabiamente, es quizá solo otro nombre de la ética prudencial.

La ética prudencial constituye una parte muy amplia de la ética en general. Pero toda la ética descansa sobre el mismo fundamento. Los hombres han descubierto que promueven mejor sus propios intereses, pensando en el largo plazo, no solo absteniéndose de dañar a sus semejantes, sino sobre todo cooperando con ellos. La cooperación social es el principal medio con el que la mayor parte de nosotros alcanzamos la mayor parte de nuestros fines. Es en el reconocimiento implícito, si es que no también explícito de esto, en el que se basan, en última instancia, nuestros códigos morales y nuestras reglas de conducta. La «justicia» en sí misma (como veremos más claramente después) consiste en la observancia de las reglas o principios que más preservan y promueven la cooperación social en el largo plazo.

Descubriremos también, cuando hayamos explorado más el tema, que no hay conflictos irreconciliables entre egoísmo y altruismo, entre egoísmo y benevolencia, entre los intereses de largo plazo del individuo y los de la sociedad. En la mayoría de los casos en los que tales conflictos parecen existir, la apariencia resulta de que solo se toman en cuenta las consecuencias de corto plazo, y no las de largo plazo.

La cooperación social, por supuesto, es un medio en sí misma. Un medio para lograr el objetivo, nunca completamente alcanzable, de maximizar la felicidad y el bienestar de la humanidad. Pero la gran dificultad para hacer de esto último nuestro objetivo directo es la carencia de unanimidad en los gustos, fines y juicios de valor de los individuos. Una actividad que da placer a un hombre puede aburrir mucho a otro. «Lo que cura a uno, a otro lo mata». Pero la cooperación social es el gran medio por el que todos nos ayudamos unos a otros a realizar nuestros fines individuales, y a través de estos los fines de la «sociedad». Además, compartimos un gran número de fines básicos en común, y la cooperación social es el medio principal para lograr alcanzarlos también.

En resumen, el objetivo para cada uno de nosotros de satisfacer nuestros propios deseos, de conseguir —tanto como sea posible— nuestra mayor felicidad y bienestar, se fomenta mejor por el medio común de la cooperación social, y no puede conseguirse de otra manera.

Aquí está, por consiguiente, el fundamento sobre el cual podemos construir un sistema racional de ética.