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Ética internacional

1. Cooperación nuevamente

En un mundo que no solo es acosado por el espectro del comunismo, sino que vive a la sombra de la bomba nuclear, un libro sobre ética que omitiera estos temas omitiría también exactamente los problemas éticos que más nos preocupan. Después de todo, en relación con los problemas de la ética personal, la costumbre y la tradición han logrado respuestas bastante satisfactorias y prescriben guías razonablemente adecuadas sobre la conducta cotidiana, incluso aunque su base filosófica sea incierta u obscura. Pero en el ámbito internacional el mundo encara hoy algunos problemas que nunca antes había encarado —al menos por lo que se refiere a su urgencia y tamaño—, para los cuales no se han estudiado soluciones aceptadas o eficaces.

Sin embargo, no hay ninguna diferencia básica entre las exigencias de la ética interpersonal y las de la ética internacional. La clave de ambas es el principio de cooperación.

En una sociedad pequeña y cerrada, la peor situación es la hostilidad mutua, de guerra de todos contra todos, de «cada hombre contra cada hombre», en la que todos sufren y nadie tiene ninguna seguridad para perseguir sus fines. La segunda mejor situación es el control[345] o abstención de la agresión mutua, que al menos proporciona una atmósfera de paz. Pero la mejor de todas, con mucho, como hemos visto repetidamente, es la cooperación social, que le permite a cada uno alcanzar sus fines y satisfacer sus necesidades de una manera más completa.

El caso no es diferente en el campo internacional. La peor situación es la hostilidad mutua, la agresión mutua, la guerra. La segunda es el «aislacionismo», o el control de la agresión mutua. Pero la mejor acaba siendo también la cooperación internacional.

La filosofía del liberalismo —en el sentido tradicional de los siglos XVIII y XIX— ha reconocido esto desde hace mucho tiempo. Se expresó así en la doctrina del libre comercio. El libre comercio descansó en el reconocimiento de que la división internacional del trabajo, hecha posible por el libre intercambio, tendía a maximizar la productividad del trabajo y del capital, y de esa manera a elevar el nivel de vida en todas partes. La doctrina del libre mercado incluía, por supuesto, libertad de intercambio cultural.

Pero el liberalismo no propugnaba simplemente la libertad de importación y exportación. También propugnaba la libertad de locomoción, de inmigración y emigración, y del movimiento de capitales. Para hacer posibles estas libertades, tenía que haber seguridad en cuanto a la vida y la propiedad, incluyendo el respeto internacional a los derechos de autor, las patentes y la propiedad privada de cualquier clase.

Esta seguridad y estas libertades no solo tendían a maximizar el bienestar material en todos los países, sino también a promover la paz mundial. El proteccionismo no solo es una falacia económica, sino también causa de hostilidad internacional y de guerra. Todas las barreras a las importaciones y a las exportaciones hacen que la eficiencia de la producción mundial sea menor de lo que sería sin ellas: contribuyen a aumentar los costos y los precios, a bajar la calidad y a reducir la abundancia. El proteccionismo es un absurdo, porque cada país que lo practica quiere reducir sus importaciones al mismo tiempo que aumentar sus exportaciones. Esto no puede ser así, ni siquiera aunque tal país fuera el único infractor, pues los otros solo pueden pagar las importaciones desde ese país con los beneficios de sus exportaciones al mismo. Cuando se intenta esta práctica en todo el círculo, el absurdo le resulta evidente incluso al más estúpido. Cada país que intenta actuar así despierta el resentimiento de sus vecinos y hace que los mismos tomen represalias. Las políticas nacionalistas, que comienzan con esfuerzos por arruinar al vecino, suelen terminar con la ruina de todos.

He hablado, de manera convencional, de «países», «naciones» y cooperación «internacional». Pero importa tener presente que a lo que realmente nos referimos con la cooperación «internacional» es a la cooperación entre individuos de un país e individuos de otro. Un importador individual de los Estados Unidos le compra a un exportador individual de Gran Bretaña. Un inversionista individual de los Estados Unidos invierte en una compañía individual de Canadá. Aparte de proteger la vida y la propiedad dentro de sus propios países, y asegurar la integridad de sus monedas, el papel apropiado de los Gobiernos consiste simplemente en mantenerse al margen: dejar que ocurra esta cooperación «internacional» entre individuos. En la Francia del siglo XVIII, este clamor se concretó en el ahora muy incomprendido lema Laissez faire, laissez passer; que en español debería traducirse así: «dejen pasar los bienes, permitan que se produzcan los bienes; permitan que el comercio continúe».

En 1817, el gran economista David Ricardo fue el primero en demostrar, en su ley de costos comparativos, que es ventajoso para un país producir solo aquellos bienes que puede producir a un costo relativamente inferior que otros países, y comprarle a ellos incluso bienes que podría producir a un costo absoluto inferior. En otras palabras, el intercambio puede ocurrir beneficiosamente, aun en el caso de que un país sea superior en todas las líneas de producción. A esta también se le llama a veces ley de asociación o ley de ventajas comparativas. Esta ley les ha parecido a muchos paradójica, pero se aplica tanto entre personas como entre naciones. Le resulta provechoso a un cirujano experto emplear a una enfermera que esterilice sus instrumentos y a otra persona para que limpie después que él termine, aunque él sea capaz de hacer ambas operaciones mejor más rápidamente. Por las mismas razones, le resulta ventajoso a las naciones ricas y tecnológicamente avanzadas comerciar y cooperar con naciones pobres y tecnológicamente atrasadas.

Pero este no es un trabajo de economía y no me demoraré más en este punto en concreto. Me contentaré con citas de dos economistas, en las que ambos enfatizan las implicaciones éticas y económicas del libre comercio. La primera es de Ludwig von Mises: «Primero es necesario que los países del mundo comprendan que sus intereses no se oponen mutuamente, y que cada uno sirve mejor a su propia causa dedicándose a promover el desarrollo de todos los demás, y absteniéndose escrupulosamente de cualquier intento de usar la violencia contra ellos o contra parte de los mismos».[346]

La segunda es de David Hume, en cuyos tres ensayos, «Of Commerce», «Of the Balance of Trade», y «Of the Jealousy of Trade», que aparecieron un cuarto de siglo antes que An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations de Adam Smith, se declaraban de manera tan poderosa como en cualquier explicación posterior las ventajas económicas, culturales y morales del comercio internacional, y la insensatez de interferir en el mismo. He aquí el párrafo final de «Of the Jealousy of Trade»:

Si nuestra política estrecha y maligna alcanzara el éxito, reduciríamos a todas nuestras naciones vecinas al mismo estado de holgazanería e ignorancia que prevalece en Marruecos y en la costa de Berbería. Pero ¿cuál sería la consecuencia? Ellos no podrían enviarnos materias primas ni obtener las nuestras; nuestro comercio doméstico, a su vez, languidecería por falta de emulación, ejemplo e instrucción; y nosotros mismos caeríamos pronto en la misma condición abyecta a la cual los habríamos reducido. Me aventuraré, por lo tanto, no solo como hombre sino como súbdito británico, a reconocer que rezo para que florezca el comercio de Alemania, España, Italia y hasta el de Francia incluso. Estoy por lo menos seguro de que Gran Bretaña y todas esas naciones prosperarían más, si sus soberanos y sus ministros tuvieran sentimientos más grandes y benévolos entre sí.[347]

2. No es la maquinaria sino la actitud

Resumiendo el argumento utilizado hasta ahora: la ética internacional, como la interpersonal, debe basarse en el reconocimiento de que los ciudadanos de cada nación ganan más mediante la cooperación que mediante la hostilidad mutua, la falta de intercambio o la falta de cooperación. En la mayoría de los casos, cuando decimos que las «naciones» cooperan, simplemente queremos decir que sus Gobiernos dejan a sus ciudadanos cooperar con los ciudadanos de otras naciones, permitiendo la libertad mutua de viajar, comerciar e invertir.

Pero los Gobiernos también deben desempeñar un papel más positivo. Deben proporcionar seguridad sobre la vida y la propiedad no solo a sus propios ciudadanos, sino también a los extranjeros que visitan sus países o residen en ellos, y seguridad asimismo sobre la propiedad de tales extranjeros. Por tanto, deben proteger los derechos de autor de los extranjeros, las patentes y otros similares.

Esto ha requerido el desarrollo de leyes, acuerdos e instituciones internacionales para organizar la cooperación entre Gobiernos. Sorprende lo recientes que son algunos de estos acuerdos e instituciones. Incluso la práctica de mantener legaciones permanentes en otros países no se generalizó hasta alrededor de los siglos XVI y XVII. La primera Convención de Ginebra para aliviar la condición de los enfermos y heridos, que estableció la Cruz Roja, no se celebró sino hasta 1864. La Unión Telegráfica Internacional se formó en 1865, la Unión Postal Universal en 1874, la Unión de Derechos de Autor en 1886, el Instituto Internacional de Agricultura en 1905 y la Unión Radiotelegráfica Internacional en 1906.

Sin embargo, en el último siglo la legislación y organización internacional se ha desarrollado a pasos acelerados. Un escritor[348] estima que durante el medio siglo que va de 1864 y 1914 se firmaron 257 convenciones internacionales de tipo legislativo, y que de 1919 a 1929 fueron no menos de 229. De todas las nuevas instituciones, quizás las más significativas y prometedoras hayan sido la Corte Permanente de Arbitraje (el Tribunal de La Haya), establecida en 1899, y la Corte Permanente de Justicia Internacional, establecida en 1921, sustituida hoy por la Corte Internacional de Justicia, bajo la Carta de las Naciones Unidas.

Sin embargo, debemos preguntarnos si no hay ahora una sobreabundancia de instituciones internacionales, si las existentes son las más necesarias y oportunas, y si algunas de ellas no hacen mucho más daño que beneficio a la causa de la cooperación, la justicia y la paz internacional. El sueño de Tennyson del día cuando

el tambor de guerra ya no vibrara

y las banderas de batalla se arriasen.

En el Parlamento del Hombre, la Federación

del mundo…

es un ideal inspirador, pero algunos de sus defensores demasiado entusiastas son víctimas confusas. Se niegan a ver que una organización como las Naciones Unidas es, a lo más, un medio para llegar a un fin; que no debiera ser tratada como si fuese un fin en sí misma; que debería ser juzgada por sus frutos y no simplemente por las buenas intenciones de algunos de sus fundadores. Dada la situación en que se encuentra, ¿realmente promueven las Naciones Unidas la cooperación internacional, la justicia internacional y la paz del mundo? ¿O simplemente hacen mayores las que de otra manera serían pequeñas controversias? ¿Es únicamente un foro de propaganda, que las naciones libres capitalistas han ayudado a crear y financiar, desde el cual las naciones comunistas lanzan sus campañas de odio contra las capitalistas, y a través del cual los delegados asiáticos y africanos expresan su envidia y resentimiento hacia las naciones occidentales, y demandan que aumente la «ayuda»?

Se trata de preguntas que los partidarios demasiado fervientes de las Naciones Unidas no solo nunca se hacen, sino que reprenden a otros por hacerlas. Pero tales preguntas van al corazón del problema. Los Gobiernos americano, británico y otros son denunciados en sus propios países, por no presentar cada disputa a arbitraje, o en la Corte Internacional, o en las Naciones Unidas, y por no aceptar de antemano cualquier decisión o compensación, independientemente de lo que sea. Pero el verdadero problema es doble. No consiste solo en que las naciones individuales no consentirán de antemano presentar cada disputa a resolución «judicial», sino que no confían (en muchos casos correctamente) y no pueden confiar en la imparcialidad de la decisión. Su desconfianza no es irracional. Es resultado de la amarga experiencia. Basta con ver el registro de votaciones de la Asamblea de las Naciones Unidas. Cuando un país, como los Estados Unidos, se ha convertido en el más rico y poderoso del mundo despierta la envidia de todos los demás, en particular de los pobres y «subdesarrollados», y casi se puede dar por descontado que le ganen las votaciones.

Esto no significa que las perspectivas para el crecimiento de la ley internacional, del arbitraje pacífico y de la resolución judicial no sean esperanzadoras. Significa realmente que la importancia radica primordialmente en el sentimiento y en las actitudes internacionales más que la mera maquinaria internacional de la organización. Donde existen las actitudes internacionales correctas, cabe fácilmente la maquinaria apropiada para ponerlas en práctica. Un ejemplo excepcional es la Unión Postal Universal. Nació porque cada participante de la convención de 1874 reconoció que, para que sus sellos fuesen honrados en países extranjeros, debía honrar los de aquellos en su país. Esta era la única forma de asegurar la entrega de las cartas enviadas desde países extranjeros en su dirección específica, dentro del país de destino.

Pero cualquier tentativa de poner la organización por delante del sentimiento se expone al fracaso.

3. El derecho a la legítima defensa

Esto nos trae a las falacias del pacifismo extremo. Un número creciente de gente en el mundo no se contenta con denunciar la guerra, sino procura ponerse en un plano moral más alto, «por encima de la batalla», denunciando a las dos partes de cada contienda. Yo parodié esta actitud en 1950 en un artículo titulado «Johnny y el tigre».[349] Lo que pasan por alto o niegan es el derecho, y la necesidad moral y legal, de la legítima defensa.

El derecho de un Estado, como el de un individuo, a protegerse contra un ataque real o contra una amenaza es incontestable. Está expresado en la Carta de las Naciones Unidas, cuyo Artículo 51 dice que «Nada en la presente Carta perjudicará el derecho inherente de la legítima defensa, individual o colectiva, si ocurre un ataque armado contra un miembro de las Naciones Unidas, hasta que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacional».

La formulación del principio de legítima defensa que hizo Daniel Webster en 1837, cuando era Secretario de Estado de los Estados Unidos, ha tenido, como nos lo dice un escritor británico sobre legislación internacional, «la aceptación general».[350] Debe mostrarse, dijo Webster, «la necesidad de legítima defensa, inmediata, inequívoca, sin dejar de lado ninguna opción entre medios ni un momento para la deliberación»; además, la acción no debe implicar «nada irrazonable o excesivo, pues el acto justificado por la necesidad de legítima defensa debe limitarse a esa necesidad y mantenerse claramente dentro de ella».[351]

Ahora se nos plantea un problema más difícil. ¿Existe, además del derecho de legítima defensa, en un sentido claramente restringido, un derecho mucho más amplio, como el de autoprotección? Aquí los escritores sobre legislación internacional no concuerdan y sus discrepancias reflejan una diferencia moral. W. E. Hall declara: «Incluso con individuos que viven en comunidades bien ordenadas el derecho a protegerse es absoluto como último recurso. A fortiori ocurre lo mismo con los Estados, que tienen que protegerse a sí mismos en todos los casos».[352] «A fin de cuentas, casi todos los deberes de los Estados están subordinados al derecho de autoprotección».[353]

Estas declaraciones son enérgicamente disputadas por J. L. Brierly: «Tales declaraciones destruirían el carácter imperativo de cualquier sistema de ley del cual fueran verdaderos, ya que vuelven simplemente condicional toda obligación de observar la ley; y difícilmente haya algún acto de anarquía internacional que, tomadas literalmente, no perdonarían».[354]

Brierly luego cita ejemplos, tanto internacionales como personales. He aquí un párrafo que resulta especialmente impresionante:

Lord Bacon imaginó una vez el caso de dos hombres que se agarraron a la misma tabla en un naufragio; como la tabla no aguantaba el peso de ambos, uno empujó al otro y aquel se ahogó. No cabe duda que, según la ley inglesa, esa acción sería un asesinato. En efecto, cuando dos hombres y un muchacho fueron arrojados al mar en un bote abierto, y muchos días después de que su alimento y agua se agotaron, los hombres mataron y se comieron al muchacho, fueron condenados por asesinato, aunque el jurado llegó a la conclusión de que lo más probable es que los tres habrían muerto de no ser porque se mató a uno para que los otros comieran.[355] Otro caso se resolvió de la misma forma en los Estados Unidos.[356] El barco William Brown golpeó un iceberg, y algunos miembros de la tripulación y pasajeros coparon los botes. Uno de los botes hacía agua e iba sobrecargado. A fin de aligerarlo, un preso ayudó a lanzar a algunos pasajeros por la borda. Él fue condenado por asesinato. En ambos casos hay un derecho a la protección. Si tal derecho fuera reconocido por la ley, se habrían justificado los actos cometidos; pero está igualmente claro que en ninguno de los dos casos los actos eran realmente defensivos, puesto que fueron cometidos contra personas de quienes ni siquiera se recelaba peligro. La ley nacional, en efecto, está tan lejos de reconocer un derecho absoluto del individuo a protegerse a toda costa que a veces hasta le impone, sin que exista falta de su parte, el deber legal a sacrificar su propia vida; el servicio militar obligatorio es un ejemplo claro de esto.[357]

Sin embargo, ambos casos citados por Brierly fueron incidentes en los cuales se aseguró la preservación solo asesinando o destruyendo a otros. En ambos se consiguió solo protegerse mediante un acto de agresión. Supongamos que en el segundo hubiera habido un ligero cambio: que el bote salvavidas hubiera estado lleno hasta el límite de su capacidad, y que, a fin de salvar a los que ya estaban en él, el responsable hubiera rechazado simplemente que se subieran más personas, a pesar de las súplicas de las mismas.

O supongamos que el caso es uno de los que podríamos calificar como de legítima defensa anticipatoria. Por ejemplo: dos hombres quedan atrapados por la nieve en una cabaña con un solo cuarto y uno de ellos tiene buenas razones para sospechar que el otro pretende asesinarlo mientras duerme. Él no puede mantenerse indefinidamente despierto. ¿Qué debe hacer? ¿Matar al otro primero? Si lo hiciera, un jurado probablemente decidiría tal caso sobre la base de cualesquiera hechos objetivos que pudiera descubrir sobre cuán real era la amenaza de que el asesino hubiera sido de otra manera la víctima. Pero supongamos que es un país entero el que está en esta situación, o sus autoridades piensan que lo está, y no hay ningún jurado imparcial ante el cual se pueda presentar el caso, o, de haberlo, la presentación del mismo de todos modos se haría demasiado tarde. Este es el terrible problema —el problema del «primer golpe»— que se presenta con la bomba nuclear, y sobre todo por estar en manos de un Gobierno comunista, que abiertamente amenaza con «sepultar» a las naciones capitalistas y ha mostrado una total falta de escrúpulos morales al respecto.

No sé cuál será la respuesta a este problema; pero es de vital importancia que lo afrontemos francamente, lo pongamos sobre la mesa de la manera más clara, y no tratemos de evadirlo con retóricas altisonantes y vacías. Más en concreto: que no asumamos una falsa actitud «por encima de la batalla», manifestando compungidos que todos los demás son «suicidas», y que todo lo que se necesita es cordura, confianza y amor fraternal de ambos lados. Al menos le ahorraré al lector esa falsa solución.[358]

Incluso antes de inventar las bombas atómicas y nucleares, la ética internacional presentaba ya problemas mucho más difíciles que la ética interpersonal, o al menos tenía el pensamiento mucho más confundido. Los juicios éticos tradicionales son formulados desde el punto de vista de los intereses «del grupo». La conducta del individuo es juzgada de acuerdo con el efecto que tenga en el bienestar «del grupo». Pero una conducta que conduce al bienestar de un grupo puede ser destructiva del bienestar de otro. De ahí la confusa «ética de la guerra». Es una virtud de nuestros soldados matar a los soldados de los otros, pero un pecado de aquellos soldados matar a los nuestros. Esa es la idea «ingenua». Así surge una moral «sofisticada». Se elogia el coraje como una virtud, tanto de nuestros soldados como de los soldados del enemigo. Se admira a un «enemigo valiente», aunque su gallardía no nos beneficie. La traición se considera despreciable, incluso si es la de alguno de nuestros enemigos contra su propio país, lo cual redundaría en beneficio del nuestro.

Esto apunta a lo que podemos llamar «la paradoja de las virtudes». La mayor parte de los libros antiguos sobre ética solían hacer una lista de las «virtudes» y un pequeño comentario sobre cada una de ellas. Entre estas virtudes casi siempre se incluían —y todavía se incluyen— rasgos como el coraje, la perseverancia, la dedicación, la diligencia, la serenidad, la templanza y la prudencia. Pero luego reconocemos que estas características pueden ser utilizadas tanto con fines buenos como con fines malos. ¿Podemos llamarlas también virtudes cuando son usadas con fines malos? Se elogia a Washington por su coraje y dedicación en la lucha por la libertad de su país. ¿Debería elogiarse a Napoleón por su coraje y dedicación al conquistar otros países? ¿Es una «virtud» el coraje que le permite a un hombre ser un gánster o un bandido exitoso? Sin embargo, es el mismo rasgo que le permite hacerse un buen policía, un buen bombero, o un buen soldado de nuestro frente.

Parte de este problema viene del uso de la palabra virtud en dos sentidos: como un rasgo que sirve solo para «buenos» fines y como un rasgo que ayuda a su poseedor a servir a cualquier fin, sea bueno o malo.

4. Legítima defensa frente a no resistencia

Pero quizás algunos de estos problemas son más verbales que morales. Podemos abordar, al menos con razonable certeza, algunos problemas centrales sobre la ética de la guerra. La guerra, por supuesto, es un método «poco ético», de hecho monstruoso, de resolver disputas. Pero esto no significa que cualquiera de nosotros tenga el derecho de acusar siempre santurronamente a todos los que participan en ella, o a calificarla de «plaga en ambos bandos». Todos los participantes en una guerra pueden estar equivocados; alguno debe estarlo; pero también alguno puede estar en lo correcto, y defender al propio país, puede no solo estar justificado, sino incluso ser un deber moral inevitable. Me gustaría citar un excelente pasaje de Herbert Spencer sobre esto:

Incuestionablemente, la guerra es inmoral. Pero igualmente lo es la violencia usada en la ejecución de la justicia: lo es toda coacción… No hay, en principio, ninguna diferencia en lo absoluto entre el golpe del garrote de un policía y la estocada de la bayoneta de un soldado… Los policías son soldados que actúan solos; los soldados son policías que actúan en grupo. El Gobierno emplea a los primeros para atacar individualmente a diez mil criminales que, por separado, hacen la guerra contra la sociedad; y llama a los segundos, cuando es amenazado por un número similar de criminales en forma de tropas adiestradas. La resistencia contra enemigos extranjeros y la resistencia contra enemigos del propio país persiguen, por consiguiente, el mismo objetivo: el mantenimiento de los derechos de las personas; si esta resistencia se logra por el mismo medio —la fuerza— es de idéntica naturaleza; y no se le puede condenar más a una que a otra…

La guerra defensiva —por supuesto, es únicamente a esta a la que se le aplica el argumento anterior— debe, por lo tanto, ser tolerada como el menor de dos males. En realidad hay quienes la condenan incondicionalmente y justificarían una invasión sin resistencia. Hay varias respuestas ante su postura.

Primero, su coherencia les impone que se comporten de manera similar ante sus conciudadanos. No solo deben permitir ser engañados, agredidos, robados, heridos, sin ofrecer oposición activa, sino que deben rechazar la ayuda del poder civil, viendo que quienes emplean la fuerza por delegación son tan responsables de ella como si la emplearan por sí mismos.

Otra vez, tal teoría hace que las relaciones pacíficas entre hombres y naciones resulten innecesariamente utópicas. Si todos están de acuerdo en no atacar, seguramente deben estar tan en paz los unos con los otros como si todos se hubieran puesto de acuerdo en no resistir. De manera que, a la vez que establece un estándar de comportamiento tan difícil, el principio de no resistencia no es ni una pizca más eficiente para prevenir la guerra que el principio de no agresión…

Finalmente, también puede demostrarse que la no resistencia está totalmente equivocada. No debemos abandonar negligentemente nuestros derechos. No debemos regalar nuestros derechos adquiridos al nacer por el bien de la paz. Si es un deber respetar los derechos de las otras personas, también es un deber mantener los propios.[359]

Sí, podrán decir algunos lectores, esto está muy bien para mediados del siglo XIX. Pero ya hemos superado la mitad del siglo XX. Estamos en la edad de la bomba nuclear, cuando, sin aviso, cualquier país que disponga de ella puede borrar ciudades enteras y decenas de millones de personas en una hora. La guerra nuclear significa el final de la civilización, si no el final de la humanidad misma. La «legítima defensa» es ahora un concepto obsoleto, otro nombre para el suicidio mundial. Es un lujo que ya no nos podemos permitir. Ahora solo tenemos la opción entre dos males y debemos escoger entre ellos el menor: debemos tolerar provocaciones, insultos, humillaciones, afrentas, amenazas, agresión, dominación, conquista, tiranía, opresión, un régimen de terror, inquisiciones, atrocidades, tortura, esclavitud, cualquier cosa antes que resistir; la resistencia implica la guerra atómica y la guerra atómica conlleva la aniquilación mutua, mientras que, si podemos impedir que se use la bomba nuclear, podemos al menos alimentar la esperanza de que nuestros conquistadores se ablandarán, cederán con el tiempo, y sobrevivirán el hombre, la civilización y quizás hasta un cierto grado de libertad.

Si esta fuera, en efecto, la terrible alternativa, muchos de nosotros elegiríamos la aniquilación como el mal menor. El clamor por la supervivencia a cualquier precio es cobarde e ignominioso. Como dijo una vez Santayana: «Nada puede ser más miserable que la ansiedad de continuar viviendo de cualquier manera y en cualquier forma; un espíritu con un poco de honor no quiere vivir, si no es a su propio estilo».[360]

Pero la alternativa es falsa. El pacifismo por parte de Occidente ante las amenazas soviéticas simplemente aumenta el peligro para Occidente. Si los amos del Kremlin pueden lanzar la bomba sin riesgo para sí mismos, podrían hacerlo solo por deporte, una posibilidad que no parece habérsele ocurrido al Bertrand Russell de los últimos tiempos, aunque en algunos de sus primeros libros enumera muchos casos de asesinatos y torturas en masa por deporte, desde Nerón hasta Hitler.

5. El pacifismo como una amenaza para la paz

La opción ante nosotros es exactamente opuesta a la que los pacifistas suponen. Wilhelm Röpke la planteó de manera poderosa y elocuente:

Las lecciones terribles que las dos guerras mundiales nos han enseñado confirman el hecho muy importante de que, por regla general, la guerra solo estallará si el agresor considera que el riesgo que implica es leve. Cada desacuerdo entre las naciones amantes de la paz, cada tentación de debilidad, cada diferencia notable en el nivel de armamento son, por lo tanto, factores que favorecen el estallido de la guerra, mientras que el peligro disminuye por todo aquello que induce hasta al agresor más decidido a reflexionar sobre el riesgo enorme que implicaría desafiar a las fuerzas defensivas organizadas…

El peligro para la paz aumenta cuando la belicosidad crece de un lado en proporción inversa a como crece el pacifismo del otro. Y dado que en nuestros días el país agresivamente dispuesto será siempre colectivista-totalitario, cuya omnipotente dictadura suprime cualquier expresión de opinión contraria al Gobierno, y cuya abrumadora propaganda moldea la opinión de las masas en el sentido que el Gobierno desea, la tensión entre la preparación militar desenfrenada, tanto real como psicológica, del agresor, y el poder defensivo de su víctima, debilitado por el pacifismo, será muy grande y peligrosa.

Esta es la verdadera fuente de la política del pacifismo, que tan fatalmente contribuyó al inicio de la Segunda Guerra Mundial, y que desde el final de la misma ha creado otra vez una situación muy peligrosa respecto al impero totalitario del comunismo, con Rusia a la cabeza…

Una vez más el mundo afronta el drama repulsivo y mentiroso en el que el centro totalitario de la agresión en el mundo eleva su potencial de guerra al máximo y, mediante una propaganda poco escrupulosa de odio, miedo e ideología desarrolla una disposición para la guerra en las mentes de su propia población, al mismo tiempo que tilda de belicistas a todos los que en Occidente exhortan a la resistencia, y pone en marcha toda su maquinaria de guerra psicológica para debilitar la resistencia mediante una campaña en favor del pacifismo, con el propósito de engañar a los ingenuos con el fatamorgana de la neutralidad. Hasta hoy ha tenido éxito de forma desastrosa.

Esta experiencia nos lleva a la inquietante conclusión de que el pacifismo, entendido simplemente como una actitud mental que rechaza la guerra, no solo es estéril, sino, de hecho, peligroso en grado máximo, pues, en el mismo momento en que el peligro de la guerra es mayor, lo aumenta enormemente, debido a que anima al atacante… En caso de una guerra de agresión… —o sea, prácticamente en todos los casos hoy en día— [el pacifismo] no solo falla, sino se convierte en uno de los eslabones fatales en la cadena de causas que provocan la guerra y posiblemente contribuyan a lograr el triunfo del agresor…

La conclusión que debe sacarse de todo esto es que la tarea principal de la prevención de la guerra es ponerle en claro a todo agresor potencial, de antemano y de manera absolutamente incuestionable, que el riesgo que corre es abrumador.[361]

Incluso si las potencias occidentales siguieran el curso que Röpke recomienda, no tienen certeza absoluta de que pueda prevenirse una guerra nuclear. ¿Significa esto que el problema es insoluble? Quizás. Pero el hombre puede vivir y actuar solo mientras tenga esperanza. Debe actuar en el supuesto de que sus problemas prácticos tienen solución. Quizás ninguno de ellos sea soluble de manera permanente y absoluta. Pero él debe actuar suponiendo que todo problema tiene solución, al menos de manera temporal y relativamente. Puede al menos, en la mayoría de los casos, aplazar el día fatal. Si no sabe exactamente qué es lo correcto que debe hacer, puede, por lo general, saber lo suficiente para evitar hacer la mayoría de cosas incorrectas. El hombre soluciona sus problemas morales de la misma manera que casi todos sus problemas prácticos: no con soluciones perfectas, pero con soluciones que hacen su situación un poco mejor, en vez de un poco peor.