Derechos
El concepto de derechos es un concepto legal en su origen. De hecho, en la mayoría de los idiomas europeos el término para ley es idéntico al término para derecho. El jus latino, el droit francés, el diritto italiano, el derecho español, el recht alemán significan tanto la regla legal que obliga a una persona como el derecho legal que cada persona reclama como propio. Estas coincidencias no son mero accidente. Ley y derecho son términos correlativos. Son dos caras de la misma moneda. Todos los derechos privados se derivan del orden legal, mientras que el orden legal comprende el agregado de todos los derechos por él coordinados. Como lo dice un escritor de temas legales: «Difícilmente podemos definir mejor un derecho que diciendo que es el rango de acción adjudicado a una voluntad particular dentro del orden social establecido por la ley».[336]
En otras palabras, solo porque cada persona bajo el Estado de derecho es despojada de una libertad ilimitada de acción, se le concede y garantiza, por derecho, una cierta libertad de acción dentro de los límites legales.
Cuando un hombre reclama algo como un derecho, lo reclama como suyo propio o como que se le debe. La misma concepción de un derecho legal para un hombre implica una obligación para alguien más o para todos los demás. Si, en un momento específico, un acreedor tiene el derecho específico a que se le pague una suma de dinero que se le adeuda, su deudor tiene la obligación específica de pagarlo. Si usted tiene el derecho a la libertad de expresión, a la intimidad o a la propiedad de una casa, todos los demás tienen la obligación de respetarlo. Un derecho legal para mí implica un deber legal para otros de no interferir en mi libre ejercicio del mismo.
Entre los derechos legales reconocidos y protegidos casi universalmente en la actualidad están el derecho a no ser agredidos, a no ser detenidos o encarcelados arbitrariamente; el derecho a que el hogar sea protegido contra intrusión arbitraria; el derecho a la libertad de expresión y publicación (dentro de ciertos límites establecidos); el derecho a la propiedad; el derecho a compensación por daños infligidos por intrusos; el derecho a exigir el cumplimiento de un contrato; y muchos otros.
La noción del derecho legal tiene su contraparte en el deber legal. En sus relaciones legales los hombres o reclaman o adeudan. Si A ejerce un derecho reconocido, él tiene el poder legal de requerir que B (o que B, C, D, etc.) actúe o se abstenga de actuar de un cierto modo: deba hacer algo o abstenerse de hacer algo.
Ni legal ni moralmente se pueden contrastar de manera adecuada los «derechos de propiedad» con los «derechos humanos»:
El derecho de propiedad es, en sentido estricto, tanto un derecho personal —el derecho de una persona contra otras personas— como el derecho a un servicio o a una renta. Para ciertos propósitos puede ser conveniente hablar de derechos sobre cosas, pero en realidad solo puede haber derechos al respecto de cosas contra personas… Las relaciones e interacciones surgen exclusivamente entre seres vivos; pero los bienes, así como las ideas, son el objeto y la materia de tales relaciones y cuando se me concede por ley un derecho de propiedad sobre un reloj o unas tierras, significa no solo que el vendedor ha contraído una obligación personal de entregarme aquellas cosas, sino también que toda persona estará obligada a reconocerlos como míos.[337]
»Cada una de las reglas legales pueden verse como uno de los baluartes o límites erigidos por la sociedad, a fin de que sus miembros no choquen entre sí en sus acciones».[338] Debido a que cada regla legal aparece como un aditamento necesario para alguna relación de interacción social, a menudo es difícil decir si la regla precede a los derechos y deberes implicados en la relación o viceversa. Ambos lados de la ley se mantienen en constante interrelación entre sí.
En los últimos tres siglos ha habido una expansión de los derechos legales y un reconocimiento cada vez más explícito de su existencia e importancia. Para proteger al individuo contra abusos en el derecho escrito o por parte de los funcionarios encargados de hacer valer la ley, se han incorporado «declaraciones de derechos» en las constituciones escritas. El más famoso de estos es la Declaración de Derechos adoptada en 1790 en la Constitución de los Estados Unidos de América.
La Declaración de Derechos es otro nombre para las primeras diez enmiendas. Garantiza la libertad de culto, de expresión y de prensa; el derecho de las personas a reunirse pacíficamente y a solicitar al Gobierno la reparación de agravios; el derecho a estar seguros en sus personas, casas, papeles y efectos, contra registros y confiscaciones irrazonables; el derecho de toda persona a no ser obligada a declarar contra sí misma en cualquier caso criminal, ni a ser privada de su vida, libertad o propiedad sin el debido proceso de ley, ni a que se le quite su propiedad para utilidad pública sin justa compensación; el derecho del acusado, en todos los procesos criminales, a un juicio rápido y público por un jurado imparcial; el derecho a ser protegido contra fianzas y multas excesivas, y contra castigos crueles e inusuales.
Esta lista no es completa. A los derechos especificados en las diez primeras enmiendas se les añadieron más tarde derechos adicionales en la decimocuarta. Algunos, de hecho, se especifican en la Constitución original. El privilegio del auto de habeas corpus no puede ser suspendido a menos que la seguridad pública pueda requerirlo en casos de rebelión o invasión. Al Congreso se le prohíbe aprobar cualquier ley de proscripción o ex post facto. A todos los Estados también se les prohíbe aprobar cualquier ley de proscripción, ex post facto o que perjudique la obligación de respetar los contratos.
Volveremos más tarde a una consideración más completa de algunos de estos derechos y de sus alcances y limitaciones.
Ha habido una especie de ampliación, sobre todo en los últimos dos siglos, del concepto de derechos «legales» hacia la noción de derechos «naturales». Sin embargo, esto ya estaba implícito, y a veces hasta explícito, en el pensamiento de Platón y Aristóteles, de Cicerón y de los juristas romanos, y se hace más explícito y detallado aún en los escritos de Locke, Rousseau, Burke y Jefferson.[339]
El término derechos naturales, como el término ley natural, es desafortunado en algunos aspectos. Ha contribuido a perpetuar una mística que considera tales derechos como si hubieran existido desde el principio de los tiempos; como si hubieran sido otorgados desde el cielo; como simples, evidentes y fácilmente formulados; incluso hasta como independientes de la voluntad humana, independientes también de las consecuencias, inherentes a la propia naturaleza de las cosas. Este concepto se refleja en la Declaración de Independencia de los EE. UU.: «Sostenemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su creador con ciertos derechos inalienables, que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».
Sin embargo, aunque el término derechos naturales se presta fácilmente a una mala interpretación, el concepto es indispensable, y no hará ningún daño mantener el término en tanto entendamos claramente qué significa derechos ideales: los derechos legales que todo hombre debería disfrutar. La función histórica de la doctrina sobre los derechos naturales ha sido, de hecho, insistir en que al individuo se le garanticen derechos legales que no tenía o que se sostenían de una manera incierta y precaria.
Por una extensión adicional, se justifica que hablemos no solo de derechos legales «naturales», sino de derechos morales. Sin embargo la claridad de pensamiento exige que nos aferremos fuertemente al menos a una parte del sentido legal de «derechos». Hemos visto que cada derecho de una persona implica una obligación correspondiente a otros de hacer o no hacer algo de modo que él pueda estar protegido, e incluso que se le garantice aquel derecho. Si abandonamos este concepto de dos vías el término derecho se convierte en una mera retórica floral sin sentido definido.
Antes de que examinemos la verdadera naturaleza y función de los derechos «naturales» o morales, veamos algunas ampliaciones ilegítimas del concepto, para clarificar nuestras ideas.
Estas ampliaciones han abundado durante la última generación. Un ejemplo notable de ellas son las cuatro libertades anunciadas por el presidente Franklin D. Roosevelt en 1941. Las dos primeras —«libertad de expresión» y «libertad de cada persona para adorar a Dios a su manera»— son libertades y derechos legítimos. De hecho, ya estaban garantizados en la Constitución. Pero las dos últimas —«libertad de necesidades… en todas partes del mundo» y «libertad del miedo… en cualquier parte del mundo» son ampliaciones ilegítimas del concepto de libertad o del concepto de derecho.
Se debe notar que las dos primeras son libertades para hacer algo[*], y las segundas son libertades de no tener algo[**]. Si Roosevelt hubiera usado el sinónimo «libertad»[***], todavía habría sido capaz de prometer «libertad para», pero el modismo inglés difícilmente le habría permitido prometer «libertad de».[340] «Libertad para»[****] es una garantía de que a nadie, incluido el Gobierno, se le permitirá interferir con la libertad de uno a pensar y expresarse; pero «libertad de» significa que se considera deber de alguien más satisfacer las necesidades de uno o quitar los miedos de otro. Aparte de que esta es una demanda imposible de cumplir (en un mundo de peligros diarios, en el que no hemos producido colectivamente lo suficiente para cubrir todas nuestras necesidades), ¿cómo se convierte en deber de alguien más satisfacer mis necesidades o hacer desaparecer mis miedos? Y ¿cómo decido yo a quién corresponde ese deber?
Otro ejemplo notable de una demanda de seudoderechos se encuentra en la «Declaración Universal de los Derechos Humanos» adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948. Esta declaración establece, por ejemplo, que «todos tienen el derecho al descanso y al ocio, incluida la limitación razonable de horas de trabajo y vacaciones periódicas con goce de sueldo». Aun asumiendo que esto fuera posible para todos (en Sudamérica, Asia, África y en el estado presente de la civilización), ¿de quién es la obligación de proporcionar todo esto? Y ¿hasta dónde se extiende la obligación presunta de cada proveedor?
Las mismas preguntas se pueden hacer sobre todas las demandas retóricas de presuntos derechos que ahora oímos casi a diario: «el derecho a un nivel de vida mínimo»; «el derecho a un salario decente»; «el derecho al trabajo»; «el derecho a la educación»; e incluso «el derecho a una vida cómoda»; «el derecho a un trabajo satisfactorio» o «el derecho a una buena educación». No es solo que todos estos supuestos derechos tengan límites cuantitativos vagos que no especifican cúan alto debe ser un salario para considerarse «decente» o cuánta educación implica «el derecho a la educación». Lo que los hace seudoderechos es que implican que es obligación de alguien más suministrar aquellas cosas. Pero, por lo general, no nos indican de quién es la obligación, ni exactamente cómo llega a ser suya. Mi «derecho a un trabajo» implica que es deber de alguien más darme un trabajo, sin tener en cuenta, por lo visto, mis calificaciones o incluso si yo haría más daño que beneficio en el trabajo.
Desafortunadamente, la eliminación de algunos de los seudoderechos más obvios solo simplifica un poco nuestro problema. Los derechos naturales o morales no siempre son evidentes, no necesariamente son simples y rara vez, si es que alguna, son absolutos. Si los derechos legales están correlacionados con las reglas legales, los derechos morales están correlacionados con las reglas morales. Y así como los deberes morales pueden entrar algunas veces en conflicto con los de otros, los derechos morales también. Mis derechos legales y morales están limitados por los derechos legales y morales tuyos. Mi derecho a la libertad de expresión, por ejemplo, está limitado por tu derecho a no ser difamado. Y «tu derecho a extender el brazo termina donde comienza mi nariz».
La tentación de simplificar los derechos morales es grande. Un filósofo moral, Hastings Rashdall, trató de reducirlos todos a uno solo: el derecho a la igualdad de consideración:
El principio de la igual consideración, además de que no necesariamente prescribe ninguna igualdad real de bienestar o de las condiciones materiales del bienestar, cuando se le entiende correctamente, no favorece el intento de preparar a priori una lista detallada de los «derechos del hombre». Es imposible descubrir alguna cosa tangible concreta o incluso alguna «libertad de acción o adquisición» específica respecto de la que pueda sostenerse que todo individuo o ser humano tenga derecho en todas las circunstancias. Hay circunstancias en las que la satisfacción de todos y cada uno de tales derechos es una imposibilidad física. Y si cada aseveración de derecho ha de ser condicionada por la cláusula «si ello es posible», podríamos también decir osadamente que cada hombre, mujer y niño en la superficie de la tierra tienen el derecho a 1,000 libras esterlinas anuales. Hay tanta razón para tal aseveración como para sostener que cada uno tiene derecho a los medios de subsistencia, o a tres acres y una vaca, o a la vida, o a la libertad, o a la concesión parlamentaria, o a propagar su especie y así sucesivamente. Hay condiciones según las cuales ninguno de estos derechos puede otorgársele a un hombre sin perjudicar los iguales derechos de otros. Parece, entonces, que no existe ningún «derecho del hombre» que sea incondicional, excepto el derecho a la consideración: es decir, el derecho a que su verdadero bienestar (independientemente de lo que sea ese verdadero bienestar) sea considerado, en todos los convenios sociales, tan importante como el bienestar de todos los demás. Las complicadas exposiciones de los derechos del hombre son, a lo sumo, tentativas de formular los derechos reales o legales más importantes que una aplicación del principio de igualdad requeriría que fueran concedidos a la generalidad de los hombres, en un estado particular del desarrollo social. Todos ellos, en última instancia, pueden reducirse al derecho supremo e incondicional: el derecho a la consideración; y todas las aplicaciones particulares de aquel principio deben hacerse depender de las circunstancias de tiempo y lugar.[341]
En su argumentación negativa —al enfatizar cuántas condiciones «piadosamente deseables» pueden ser falsamente llamadas derechos— este pasaje es muy instructivo. Pero en su argumentación afirmativa —al esforzarse en demostrar que todos los derechos pueden ser subsumidos bajo la igualdad de consideración— no se le puede calificar de acertado. Sin duda, la «igualdad de consideración» es un derecho moral. Pero muy vago. Supóngase por un momento que pensamos en él como un derecho legal reclamado. Supóngase que una cátedra de filosofía queda vacante en Harvard y M, N y O están entre quienes en secreto aspiran a ser nombrados a ocupar el puesto. Y supóngase, sin embargo, que A consigue el nombramiento y M, N y O descubren que A era, de hecho, el único hombre que fue tomado en consideración para el puesto. ¿Cómo podría probar legalmente cualquiera de los infructuosos aspirantes que no fue tratado con igual consideración? (¿Y en qué habría consistido exactamente la «igualdad de consideración»?). Él podría decir que el comité de nombramiento fue influido por consideraciones irrelevantes —por consideraciones distintas de lo que estrictamente eran las calificaciones de A para el puesto— o que sus calificaciones para el puesto no fueron siquiera consideradas. Pero ¿podría esperarse razonablemente que el comité de nombramiento considerara igualmente las calificaciones de todos para el puesto? ¿O es el criterio de Rashdall simplemente otra forma del «todos a contar por uno, nadie a contar por más de uno» de Bentham? ¿Y de qué manera ayudaría a un hombre cualquiera de estos criterios a resolver un problema moral específico —como, por ejemplo, en un naufragio en el mar, si debe salvar a su esposa o a un extraño—? ¿O incluso (si las condiciones hicieran que esta fuese la única alternativa) si debe salvar a su esposa o a dos extraños?
Debemos tratar de pensar sobre los derechos morales al menos con tanto cuidado y precisión como los legisladores, jueces y juristas están obligados a pensar sobre los derechos legales. No podemos sentirnos satisfechos con soluciones retóricas, vagas y fáciles. Los derechos legales constituyen en realidad una estructura intrincada e interrelacionada, como resultado de siglos de razonamiento judicial aplicado a siglos de experiencia humana. Al contrario del superficial epigrama del juez Holmes —«la vida de la ley no ha sido lógica; ha sido experiencia»[342]—, la vida de la ley ha sido tanto lógica como experiencia. La ley es el producto de la lógica y la razón aplicadas a la experiencia.
Debido a que los derechos de todos son condicionados por los mismos derechos de los demás, a que los derechos de cada uno deben armonizarse y coordinarse con los iguales derechos de todos, y a que un derecho no siempre ni en todas partes puede ser compatible con otro, hay pocos —si es que alguno— derechos absolutos. Incluso el derecho a la vida y el derecho a la libertad de expresión no son absolutos. John Locke escribía a menudo como si los derechos a la vida, la libertad y la propiedad fueran absolutos, pero hizo excepciones y calificaciones en el transcurso de su discusión: «Cada uno está obligado a preservarse…; así, por la misma razón, cuando su propia preservación no está en juego, debería hacer todo lo posible por preservar al resto de la humanidad y, a menos que sea para hacer justicia a un delincuente, no quitar ni perjudicar la vida, o lo que tienda a preservar la vida, la libertad, la salud, los miembros o los bienes del otro[343]». (La cursiva es mía).
Incluso el derecho a la libertad de expresión no se extiende a la calumnia, la difamación o la obscenidad (aunque pueda ser problemático definir esta última). Y casi todos concederán los límites a la libertad de expresión como los definió el juez Holmes en una opinión famosa:
La protección más rigurosa de la libertad de expresión no protegería a un hombre que grita falsamente «fuego» en un teatro y ocasiona un pánico. No protege incluso a un hombre de la amonestación contra la expresión de palabras que puedan tener todo el efecto de la fuerza. La pregunta en cada caso es si las palabras son usadas en tales circunstancias y son de tal naturaleza como para crear un peligro claro y presente de que ocasionarán los males sustanciales que el Congreso tiene el derecho de prevenir. Es una pregunta de proximidad y de grado.[344]
Se ha hecho la sugerencia, siguiendo la analogía del concepto de deberes prima facie (que debemos a Sir David Ross), que, aunque no tengamos derechos absolutos, sí tenemos derechos prima facie. Es decir, tenemos un derecho prima facie a la vida, la libertad, la propiedad, etc., que debe ser respetado en ausencia de cualquier derecho en conflicto u otra consideración. Pero así como la ley debe ser más precisa que esto, también debe serlo la filosofía moral. Los derechos legales, por supuesto, están sujetos a ciertas condiciones y calificaciones. Pero dentro de aquellas calificaciones necesarias, los derechos legales son o deberían ser inviolables. Y así mismo, por supuesto, deberían serlo los derechos morales.
Esta inviolabilidad no descansa en alguna «ley de la naturaleza», mística pero manifiesta. Descansa en definitiva (aunque sorprenderá a muchos oír esto) en consideraciones utilitarias. Pero no en el utilitarismo ad hoc, en la conveniencia en cualquier sentido estrecho, sino en el utilitarismo de reglas, en el reconocimiento que la utilidad más alta y la única permanente viene de una adhesión inflexible a principios. Solo a través del respeto más escrupuloso a los derechos imprescriptibles de cada uno podemos maximizar la paz, el orden y la cooperación social.