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Libre albedrío y determinismo

1. Las falacias del materialismo

Es posible escribir un libro sobre ética sin referirse al problema inmemorial del libre albedrío frente al determinismo. Muchos libros modernos sobre ética omiten cualquier discusión al respecto. Yo me sentiría feliz de hacerlo, si no fuera por la creencia, todavía extendida hoy, de que la respuesta que damos a esta pregunta puede tener una importancia práctica crucial. «Si todas las acciones de un hombre están determinadas», dicen quienes tienen esta creencia, «y si su voluntad no es libre, ¿cómo puede tenérsele por responsable de sus acciones? Y si no es responsable de ellas, ¿qué justificación puede haber para la recompensa o el castigo, la alabanza o la culpa? ¿Tiene algún sentido el estudio de la ética?».

He formulado las preguntas de una forma tosca y extrema porque puede ayudar a enfatizar más algunas de las confusiones y falacias más frecuentes que ocurren en su discusión.

Como tales confusiones y falacias han existido a ambos lados de la controversia, necesitamos examinar cuidadosamente lo correcto y lo incorrecto en los argumentos tanto de quienes se autodenominan deterministas como de quienes se autodenominan libertarios.

Empecemos con los deterministas. Tienen razón cuando afirman la omnipresencia de causa y efecto. También tienen razón cuando afirman que todo lo que ocurre es resultado necesario de un estado de cosas anterior. Esto no es simplemente descubrimiento y conclusión de toda la ciencia moderna. Es una necesidad ineludible del pensamiento mismo. Como dijo Henri Poincaré: «la ciencia es determinista; y tan a priori que postula el determinismo, porque sin este postulado la ciencia no podría existir».[315]

Por la misma razón, el concepto libertario de una persona o «yo» o «voluntad» individual que está fuera de la cadena de la causalidad, no influida por el estado previo de las cosas, es totalmente insostenible.

Pero hay una confusión común del determinismo con el materialismo. Los deterministas materialistas pasan de la premisa inevitable de que cada efecto tiene una causa a la premisa arbitraria de que toda causalidad, aun en la acción humana, debe ser causalidad física o química. Dan por sentado que todos los pensamientos, valores, voliciones, decisiones y actos son producto de procesos físicos, químicos o fisiológicos del cuerpo humano. Desde tal punto de vista, la mente o voluntad humana no pueden originar nada. Esta transforma presiones y fuerzas externas, o cambios químicos internos, en ideas o actos, o en la ilusión de «volición» o «libre albedrío», así como una dínamo transforma automáticamente el movimiento en electricidad, o un motor transforma automáticamente vapor, electricidad o gasolina en movimiento, en una determinada proporción fija. Además, desde este punto de vista, el «yo» o la «voluntad» humana difícilmente tienen siquiera tanta existencia física como la dínamo o el motor. La «voluntad» es simplemente el nombre para un proceso automático y previsible. Todo lo que actúa sobre ella es una causa, pero ella en sí misma parece ser causa de nada. Un hombre actúa por la misma razón que una muñeca mecánica podría caminar. Simplemente, en el primer caso, el mecanismo es más complicado.

Ahora bien, es indudable que existe alguna conexión entre el cuerpo y la mente o, digamos, entre químicos y drogas, por una parte, y acciones humanas por la otra. Esto se ha mostrado en tiempos recientes por los efectos de una gran cantidad de drogas sobre la mente y la acción. De hecho, desde tiempo inmemorial, los hombres han conocido los efectos del alcohol sobre la mente y la acción. Sin embargo, todavía tiene que demostrarse si estos efectos podrán ser algún día completamente mensurables, definidos y predecibles.

La cadena de causalidad también puede dirigirse en el sentido contrario. La preocupación, la ansiedad, la desilusión y la desesperación pueden precipitar los ataques cardíacos y otras enfermedades —hasta posiblemente cáncer—, mientras que la esperanza y la fe parecen tener poderes curativos notables, por lo menos en algunos casos.

Pero aunque sepamos que existe alguna conexión entre el cuerpo y la mente, entre la química y la conciencia, todavía no conocemos la naturaleza exacta de esa unión o cómo funciona. Aún no conocemos lo suficiente sobre las relaciones de la mente y el cuerpo como para saltar a las hipótesis del panfisicalismo. Conocemos muy poco incluso sobre el proceso por el cual las nuevas ideas se generan a partir de ideas anteriores. No sabemos prácticamente nada sobre la forma como las ideas se generan a partir de procesos químicos o fisiológicos. El vacío entre la química y la conciencia permanece sin llenar. Todavía no tenemos el más mínimo conocimiento sobre cómo un mundo es o puede transformarse en el otro.[316]

Este es el punto de vista aceptado actualmente por los biólogos modernos. Como lo dijo Julian Huxley en Evolution in Action:

Los impulsos que viajan hasta el cerebro a lo largo de los nervios son de naturaleza eléctrica y se diferencian solo en sus relaciones de tiempo, como su frecuencia, y en su intensidad. Pero en el cerebro, estas diferencias puramente cuantitativas en el patrón eléctrico se traducen en calidades de sensación totalmente diferentes. El milagro de la mente es que puede transmutar cantidad en calidad. La propiedad de la mente es algo dado: es así. No puede explicarse; solo aceptarse…[317]

Para un biólogo, el camino más fácil es pensar en la mente y en la materia como dos aspectos de una misma realidad subyacente (¿Deberíamos llamarla sustancia mundial, la materia de la que el mundo está hecho…?)[318]

Joseph Wood Krutch desarrolló más el punto en The Measure of Man. En el debate durante la segunda mitad del siglo diecinueve entre los mecanicistas y los humanistas, escribe que los humanistas cometieron el «tremendo error táctico» de permitir que el tema dependiera de la existencia del «alma», en lugar de la existencia de la conciencia:

Esto permitió a los químicos decir «no puedo encontrar el alma en mi probeta», sin exponer claramente lo falaz de su argumento. En cambio, si se les hubiera obligado a decir «no puedo encontrar la conciencia en mi probeta», la respuesta sería simple: «no me importa si la puede encontrar allí o no. Yo puedo encontrarla en mi cabeza. Al no poder encontrarla, la química no demuestra nada más que las limitaciones de sus métodos. Yo soy consciente y, mientras usted no me muestre una máquina que también sea consciente, seguiré creyendo que la diferencia entre yo y una máquina es probablemente muy significativa; incluso quizá que lo que encuentro en esa conciencia es mejor evidencia sobre las cosas a las cuales la conciencia es relevante que las cosas que usted encuentra en una probeta…».

En realidad, por supuesto, la conciencia es la única cosa de la cual tenemos evidencia directa, y decir «pienso, por lo tanto existo» es una declaración que descansa más firmemente en evidencia directa que la fórmula de los conductistas: «actúo, por lo tanto existo». Después de todo, solo porque el hombre es consciente de que puede saber, o pensar que sabe, actúa. Lo que minimiza realmente viene primero y en ello descansa todo lo demás. Lo que el mecanicista llama despectivamente «lo subjetivo» no es aquello de lo cual estamos menos seguros, sino, más bien, aquello de lo cual estamos más seguros…

Todavía subsiste el problema de la discontinuidad aparente entre los dos ámbitos. Cómo puede un cuerpo material ser consciente de sensaciones es quizás el más espinoso de todos los problemas metafísicos. Es difícil imaginar cómo pasamos de un ámbito al otro, cuál es la conexión entre el mundo de las cosas y el de los pensamientos y las emociones, lo mismo que imaginar cómo uno podría lograr entrar en el mundo de la cuarta dimensión del matemático. Pero… el cuerpo físico piensa y siente. Con todo y lo que el científico físico pueda odiar admitir aquello que no puede explicar, difícilmente puede negar este hecho. Lo aparentemente imposible es la verdad más indiscutible.[319]

2. Las confusiones del fatalismo

La falacia que confunde al determinismo con el fatalismo tiene una importancia práctica todavía mayor que la falacia del materialismo. La doctrina del determinismo simplemente afirma que nada sucede sin una causa; que cada situación es el resultado de una situación precedente. Sin este supuesto sería imposible toda predicción y vano todo razonamiento. Pero la doctrina del determinismo, incluso cuando afirma necesariamente que el pasado era (en un sentido) inevitable, considerando las fuerzas físicas, sociales e individuales, las acciones, elecciones y decisiones que efectivamente ocurrieron; y aun cuando también afirma que el futuro será determinado de la misma manera, no afirma que este futuro pueda necesariamente ser conocido de antemano. Tampoco que un determinado acontecimiento ocurrirá a pesar de lo que usted o yo podamos hacer para promoverlo o prevenirlo. Si embargo, este es el supuesto implícito en el fatalismo.

La gente cae en esta falacia, sea por confusos supuestos teológicos o por confusos supuestos causales. Su argumento teológico dice algo así: «Dios debe haber existido antes del universo que Él creó. Debe ser tanto omnipotente como omnisciente. Si es tanto omnipotente como omnisciente, debe haber previsto tanto como querido todo lo que ha pasado desde el principio del tiempo y todo lo que pasará hasta la eternidad. Todo está escrito en el libro del destino. Nada que yo pueda hacer puede cambiarlo».

El argumento fatalista materialista es curiosamente similar. «Como todo lo que pasa tiene una causa, y como todo está interconectado con todo lo demás, el futuro ya está necesariamente contenido en el presente. Cualquier cosa que será, será. Incluso mi propia “voluntad” es una ilusión. Mis elecciones y decisiones son tan predeterminadas como todo lo demás».

No intentaré entrar aquí en todas las falacias de ambos argumentos.[320] La disección de la mayor parte de ellas sería un ejercicio en el campo de la metafísica o la lógica. Pero una falacia que comparten en común es tomar en cuenta cada fuerza, causa y factor excepto los deseos, elecciones y decisiones —en resumen, la voluntad— del agente mismo. O se la deja fuera, como si no contara para nada, o se supone que toda otra fuerza y factor son activos y solo la voluntad del hombre es inexistente o pasiva: algo sobre lo que se actúa, pero que no actúa sobre nada.

La filosofía fatalista puede hacer un daño inmenso. Afortunadamente nadie actúa consistentemente de acuerdo con ella. Se habla del turco que se sentará y mirará tranquilamente cómo se incendia su casa sin hacer ningún esfuerzo para extinguir el fuego, porque, si es la voluntad de Alá que esta se queme, es inútil que él luche en contra; mientras que, si Alá desea que la casa se salve, Alá no quiere su ayuda.[321]

Sin duda hubo y hay todavía algunos casos tan extremos como este, pero no muchos. ¡Pocas personas necesitarían un determinista más racional para indicarles que la pregunta de si el fuego fue extinguido o no dependería, al menos en parte, de si ellos le abrieron una manguera encima, y que esta a su vez dependería de qué clase de persona eran ellos; y quizá sobre todo de si ellos eran o no fatalistas! El turco inmóvil de hecho supone que la voluntad de Alá es que su casa debería incendiarse, y no que la voluntad o la expectativa de Alá sea que el turco mismo haga el máximo esfuerzo por salvarla. En alguna parte de las expectativas de la mayoría de los fatalistas se esconde la suposición de que de alguna manera tienen conocimiento de las intenciones del destino. Su propia pasividad e inacción ayudan a ocasionar las desgracias que temen. Esto se revela en muchos de sus dichos. «Es vano pelearse con nuestro destino».[322] «Lo que sucede nunca está en poder del hombre».[323] «¿Quién puede controlar su destino?».[324] «Somos poco más que paja sobre el agua: podemos adularnos diciendo que nadamos, cuando es la corriente la que nos lleva».[325] «La edad, las acciones, la riqueza, el conocimiento y hasta la muerte de cada uno se determinan en el vientre de su madre».[326] «Antes de que un niño venga al mundo, ya tiene su parte adjudicada, y ya se ha ordenado y determinado qué y cuánto tendrá».[327]

La tendencia de todos estos dichos, si pudiéramos tomarlos en serio, es hacernos a todos quietistas e inactivos, y lograr que rechacemos y despreciemos toda ambición, toda determinación, toda lucha o batalla, todo empeño y esfuerzo. El fatalismo puede ser tan inocuo como una filosofía retrospectiva, y nunca funcionará como una filosofía prospectiva.

Pero, por suerte, como indiqué antes, nadie actúa con total consistencia en esta doctrina. Incluso el turco legendario que ve tranquilamente cómo se incendia su casa, sin intentar apagar el fuego, nunca habría vivido más allá de la infancia —suponiendo que, si cualquiera de estas cosas fueran voluntad de Alá, Alá las haría por él— si nunca se hubiera molestado en levantarse por la mañana, vestirse, trabajar para vivir, encender un fuego para calentarse, apartarse del camino de una roca que cae o de un coche veloz, tomar sus comidas o llevarse el alimento del plato a la boca. Quienes profesan la doctrina del fatalismo parecen reservársela solo para crisis especiales. En la rutina cotidiana de la vida, suponen de hecho que el futuro está principalmente en nuestras manos, que ayudamos a conformar nuestro propio destino y que cómo vivimos y en qué nos convertimos depende de lo que deseamos y de lo que hacemos.

Por lo tanto, tiene una importancia capital distinguir entre el determinismo activista y el determinismo fatalista. El determinismo activista, aunque reconoce que cada cambio es resultado de una causa, «es una llamada a la acción y al máximo ejercicio de las capacidades físicas y mentales del hombre», mientras el determinismo fatalista «paraliza la voluntad y engendra la pasividad y el letargo».[328]

3. Causalidad no es compulsión

Si ahora preguntamos si la voluntad puede ser libre, la respuesta dependerá de qué queremos decir con «libre» en este contexto. ¿Libre de qué? Seguramente no libre de la causalidad. Spinoza tiene razón en este sentido, cuando declara: «No hay ningún libre albedrío en la mente humana: es movida a esta o aquella volición por alguna causa, y esta causa ha sido determinada por alguna otra causa, y esa a su vez por alguna otra y así ad infinitum».[329]

Pero lo que es relevante para la ética práctica no es una imposible libertad de la causalidad, sino libertad para actuar, para dirigirse a fines definidos, para elegir entre alternativas, para elegir entre el bien y el mal, para actuar de acuerdo con los dictados de nuestra razón, no como meros esclavos de nuestras pasiones y apetitos inmediatos. Lo que es tanto ética como políticamente relevante es la libertad de coacción externa, la libertad para actuar «según la propia voluntad y no de acuerdo con la de alguien más».[330] Estas dos clases de libertad —de la compulsión por el apetito momentáneo y de la coacción externa— las podemos tener la mayoría de nosotros.

En el verdadero sentido, el determinismo no exime a nadie de la responsabilidad moral. Es precisamente porque no decidimos o actuamos sin causa por lo que los juicios éticos sirven a un objetivo. Todos somos influidos por el razonamiento de otros, por su alabanza o reproche, por la expectativa de recompensa o de castigo. Saber que otros nos tendrán por «responsables» de nuestros actos, o incluso que seremos responsables ante nuestros propios ojos de las consecuencias de nuestros actos, debe influir en aquellos actos y tender a inclinarlos hacia la opinión moral.

Las consecuencias prácticas de una creencia en el determinismo o en el libre albedrío, respectivamente, dependen de cómo entendamos esos términos. En nuestra vida social, actuamos prácticamente suponiendo que las acciones de otros son previsibles, debido a sus hábitos y carácter preestablecidos: «la vida del hombre en sociedad implica diariamente una multitud de pequeños pronósticos sobre las acciones de otros hombres».[331] Hasta tal punto todos somos deterministas. Y en la medida que somos deterministas, tenderemos también a considerar el castigo como preventivo, más que como retributivo.[332]

De hecho, es posible invertir el argumento común de los libertarios y sostener que la responsabilidad moral solo puede tener algún sentido en las premisas del determinismo. Esta era la posición de Hume:

No. Avanzaré más y afirmaré que esta clase de necesidad [determinismo] es tan esencial para la religión y la moralidad que sin ella debe sobrevenir una subversión absoluta de ambas, y que cualquier otra suposición es completamente destructiva de todas las leyes, tanto divinas como humanas. Es cierto realmente que, como todas las leyes humanas están fundadas en recompensas y castigos, se supone como un principio fundamental que estos motivos tienen una influencia en la mente, y ambos producen lo bueno y previenen contra las malas acciones…

Pero, según la doctrina de libertad o la probabilidad…, [una] acción puede ser en sí misma censurable; puede ser contraria a todas las reglas de moralidad y religión: pero la persona no es responsable de ella; y como no provino de nada que sea duradero o constante, y no deja detrás nada de tal naturaleza, es imposible que el agente, por su cuenta, se convierta en objeto de castigo o de venganza. Por lo tanto, según la hipótesis de la libertad [libre albedrío], un hombre es tan puro y sin mancha después de haber cometido los delitos más horrendos como en el momento de su nacimiento… Es solo sobre los principios de la necesidad [determinismo] como una persona hace cualquier mérito o demérito de sus acciones, pero la opinión común puede inclinarse en sentido contrario.[333]

Casi un siglo antes que Hume, Hobbes había visto también con brillante claridad que no había ninguna contradicción inherente entre libre albedrío y determinismo —o, según el vocabulario antiguo, entre libertad y necesidad— cuando el sentido de ambos era entendido claramente:

Libertad significa, correctamente, la ausencia de oposición… [de] impedimentos externos…

Un hombre libre es aquel que, en aquellas cosas que por su fuerza e ingenio es capaz de hacer, no se le impide hacer lo que el tenga la voluntad de hacer… Del uso de la palabra libre albedrío no se puede inferir ninguna libertad de la voluntad, deseo o inclinación, sino la libertad del hombre, que consiste en esto: que no topa con ningún obstáculo al hacer lo que él tiene la voluntad, el deseo o la inclinación de hacer…

La libertad y la necesidad son consistentes: como en el agua, que no solo tiene la libertad, sino también la necesidad de bajar por el canal, asimismo en las acciones que los hombres hacen voluntariamente: las que, debido a que provienen de su voluntad, provienen de su libertad; y sin embargo, debido a que cada acto de la voluntad del hombre y cada deseo e inclinación proceden de alguna causa, y esta de otra causa, en una cadena continua…, provienen de la necesidad. De modo que, para aquel que pudiera ver la conexión de esas causas, sería manifiesta la necesidad de todas las acciones voluntarias de los hombres.[334] [Las cursivas son de Hobbes].

Espero que se me perdone si complemento esto al menos con una cita moderna, ya que me parece que ha habido una convergencia del mejor pensamiento filosófico moderno hacia la conclusión de que es perfectamente posible reconciliar el determinismo con la libertad de la voluntad, cuando ambos términos son entendidos correctamente. La cita es de los Philosophical Essays de A. J. Ayer (1954): «Que mis acciones deberían ser capaces de ser explicadas es todo lo que requiere el postulado del determinismo… No es… la causalidad con la que la libertad debe contrastarse, sino con la coacción».[335]

Deberíamos preguntarnos si, en efecto, toda la disputa inmemorial entre el determinismo y el libre albedrío no descansa sobre un malentendido: una simple confusión entre leyes naturales, en el sentido de reglas de validez universal, y leyes legales, en el sentido de leyes que imponen una obligación; o entre leyes descriptivas y leyes preceptivas. Toda ciencia presupone el principio de causalidad. En sentido moral, libertad no significa libertad de causalidad, sino libertad de coacción. Un hombre es libre de coacción cuando no es obligado por fuerzas o personas que actúan fuera de él mismo: cuando puede seguir sus propios deseos, su propia voluntad, sin importar cómo haya llegado tal voluntad a ser lo que es. Y en este sentido, es cierto, la libertad es la presuposición de la responsabilidad moral. Cuando preguntamos quién es responsable de un acto, en la práctica estamos preguntando quién debe ser recompensado o castigado por él, quién debe ser elogiado o culpado por él. Y conforme recompensamos o castigamos, alabamos o culpamos, a fin de mejorar la conducta moral, el problema de determinar la responsabilidad moral es práctico, más que metafísico.

Resumiendo: No hay ninguna antítesis irreconciliable entre el determinismo y el libre albedrío, cuando ambos se entienden correctamente. El determinismo simplemente supone que todo —incluso todos nuestros actos y decisiones— tiene una causa previa. Pero no afirma o supone que cada causa o fuerza que actúa sobre nosotros esté fuera de nosotros. Por el contrario, supone que nuestro propio carácter —que nosotros mismos hemos ayudado a formar—, nuestros propios hábitos, resoluciones y decisiones pasadas, ayudan a determinar nuestros actos y decisiones presentes, y que estos a su vez ayudarán a determinar nuestros actos y decisiones futuros. El libre albedrío, correctamente entendido, significa que no necesariamente somos esclavos de nuestros apetitos inmediatos, sino libres para tomar la decisión, entre alternativas, sobre la conducta que consideramos más racional. Somos libres para elegir nuestros fines. Somos libres, dentro de ciertos límites, para elegir lo que consideramos que son los medios más apropiados para conseguir nuestros fines.

¿Qué más libertad necesitamos realmente?