Justicia
Todos los términos claves utilizados por los filósofos morales —«bueno», «correcto», «deber», etc.— parecen ser indefinibles, excepto en otros términos que ya implican la misma noción. Uno de esos términos es «justicia». Pregunte al hombre medio lo que quiere decir con justicia y probablemente contestará que lo justo es lo «equitativo» o lo «imparcial». Debemos a Justiniano, en sus Instituciones, la famosa definición de justicia como la constante y continua disposición de dar a cada uno lo que le es propio. Pero si preguntamos cómo determinamos lo que es «propio» de cada uno, se nos contesta que es lo que le corresponde «en forma legítima», y si preguntamos cómo debemos determinar lo que le es propio en forma legítima, probablemente nos regresarán a la respuesta de que esto se determina de acuerdo con los dictados de la justicia.
Una dificultad es que los términos «justicia» y «justo» son utilizados en muchos sentidos diferentes en ambientes diferentes. Roscoe Pound escribió:
Según las diferentes teorías que se han desarrollado, la justicia ha sido considerada como una virtud individual, o como una idea moral, o como un régimen de control social, o como el fin o el propósito del control social —y, por tanto, de la ley—, o como la relación ideal entre personas, que procuramos promover y mantener en la sociedad civilizada y hacia la cual dirigimos el control social y la ley, como la forma más especializada de control social. La definición de la justicia depende de cuál de estos enfoques tomemos en cuenta.[286]
El problema es difícil y quizá el mejor procedimiento sea limpiar el terreno, examinando al menos dos definiciones o fórmulas famosas de la justicia, para ver si son satisfactorias.
La primera de estas es la fórmula de justicia articulada inicialmente por Kant, y más tarde por Herbert Spencer (él creía que independientemente). La idea kantiana de justicia era la libertad externa de cada uno, limitada por la libertad similar de todos los demás: «La ley universal de lo correcto puede expresarse entonces así: ¡Actúe externamente de tal manera que el libre ejercicio de su voluntad sea capaz de coexistir con la libertad de todos los demás, de acuerdo con una ley universal!». Herbert Spencer formuló la regla de manera muy cercana a esto: «Todo hombre es libre de hacer lo que desea, a condición de que no viole la misma libertad que cualquier otro hombre tiene».[287]
Lo primero que debe decirse sobre esta es que suena mucho más a una fórmula relativa a la libertad que relativa a la justicia. Al examinarla, no parece ser una fórmula muy satisfactoria en relación con ninguna de las dos. Interpretada literalmente, implica que un matón debería tener la libertad de pararse detrás de una esquina y golpear en la cabeza con un garrote a todo el que doble dicha esquina, con la condición de que reconozca a cualquiera la libertad de hacer lo mismo. Si se responde que tal acción violará la libertad de otros de hacer lo mismo, porque los incapacitaría para hacerlo, aún así la fórmula parece una licencia para causar toda clase de heridas y molestias mutuas, con tal de que no sean inhabilitadoras o fatales.
El hecho curioso es que —probablemente a consecuencia de críticas previas— Spencer reconoció esta objeción e intentó responder a ella:
Debe prevenirse una posible mal interpretación. Hay actos de agresión que la fórmula supuestamente tiene la intención de excluir y que aparentemente no excluye. Se puede decir que si A le pega a B, entonces, siempre que a B no se le impida golpear de regreso a A, ninguno de los dos puede argumentar tener mayor libertad que el otro; o se puede decir que si A ha violado la propiedad de B, siempre que B pueda violar la propiedad de A, el requisito de la fórmula no se ha roto. Sin embargo, tales interpretaciones confunden el significado esencial de la fórmula… En vez de justificar la agresión y la contra-agresión, la intención de la fórmula es establecer un límite que no pueda ser traspasado por ninguna de las dos partes.[288]
Pero esta es una defensa extraña. Un filósofo no puede proponer una fórmula explícita y luego decir que no significa exactamente lo que parece decir, porque tiene la intención de significar algo más de lo que dice en ella. Lo que «realmente» significa y lo que «realmente» no significa debe estar explícitamente en la fórmula misma. Si no lo está, la fórmula debe repetirse de otra manera, o sustituirse por otra en la que se diga realmente lo que se quiere decir, no más ni tampoco menos.
Spencer explica que en su fórmula «no aprueba una interferencia superflua en la vida del otro (la cursiva es mía)».[289] Pero no aclara qué quiere decir con «superfluo» ni qué interferencias son superfluas y cuáles no. En sus explicaciones posteriores, se ve obligado a recurrir a una justificación utilitaria de su fórmula, como tendiendo a promover el máximo de libertad, felicidad y vida; pero en otra parte declara que el principio de utilidad presupone el principio anterior de justicia y que el principio de justicia descansa en una cognición a priori.
De hecho, es muy dudoso que pueda acotarse una fórmula autónoma, tanto para la libertad como para la justicia. Se encontrará uno con que cualquier fórmula satisfactoria depende de o implica consideraciones teleológicas o utilitaristas. Pero antes de pasar a la justificación de esta conclusión, debemos considerar más las dificultades de cualquier fórmula independiente.
Henry Sidgwick resume excelentemente la dificultad con relación a la libertad (si puedo anticipar la discusión del capítulo 26):
El término libertad es ambiguo. Si lo interpretamos estrictamente, como significando únicamente libertad de acción, el principio parece permitir cualquier cantidad de molestia mutua, excepto la coacción. Pero obviamente nadie estaría satisfecho con una libertad así. Sin embargo, si incluimos en la idea la libertad del dolor y las molestias inflingidos por otros, el derecho mismo a la libertad parece impedirnos aceptar el principio en toda su amplitud. Apenas existe alguna satisfacción de los impulsos naturales de un hombre que no ocasione alguna molestia a otros: no podemos prohibir todas esas molestias, sin restringir la libertad de acción a un grado tal que resultaría intolerable. Y sin embargo, es difícil establecer un principio para distinguir intuitivamente las que deberían permitirse de las que deberían prohibirse.[290]
Supongamos que intentamos una fórmula totalmente diferente. La regla de oro en su forma positiva nos impone a todos «hacer a los otros lo que quisiéramos que los otros nos hicieran a nosotros». Esta fórmula implica la intención de ser mucho más que una fórmula de justicia; es una fórmula de benevolencia.
Incluso así expresada plantea muchos problemas. Puedo desear que mi tío me deje su fortuna. ¿Debo, por lo tanto, darle mi propia riqueza a mi tío? Incluso si desechamos todas las interpretaciones extremas como esta, la regla parece ignorar las diferencias en preferencia y gusto. Usted puede desear que su amigo le regale la obra de Shakespeare por Navidad. ¿Debe usted, por lo tanto, regalarle también a él esa obra? Él quizá prefiera una caja de güisqui. Usted puede desear que una muchacha lo ame, pero quizá ella prefiera no amarlo a usted.
La mayor parte de estas dificultades se evitan con la regla de oro formulada en forma negativa —que también parece ser históricamente mucho más antigua—: «No haga a otros», como dijo Confucio, «lo que no deseas que otros te hagan a ti». Ésta ciertamente es una buena regla práctica, tanto en cuanto a la ética como en cuanto a la ley. Bruno Leoni explica bien su utilidad política:
En cualquier sociedad, los sentimientos y convicciones sobre lo que no debería hacerse son mucho más homogéneos y fácilmente identificables que cualquier otra clase de sentimientos y convicciones. La legislación que protege a la gente contra lo que no quiere que otra gente les haga probablemente será mucho más fácilmente determinable y más generalmente exitosa que cualquier clase de legislación basada en otros deseos «positivos» de los mismos individuos. De hecho, tales deseos no solo son usualmente mucho menos homogéneos y compatibles entre sí que los «negativos», sino también, a menudo, muy difíciles de averiguar.[291]
Sin embargo, aunque la forma negativa de la regla de oro sea una tosca fórmula práctica de la justicia, no es, igual que la forma positiva de la misma, una guía precisa que pueda aplicarse de manera literal. A un hombre probablemente no le gustaría ser llevado al tribunal ni siquiera por no pagar una deuda legítima. Pero esto no significa que nunca debería demandar a nadie para cobrar una deuda legítima.
Una de las dificultades principales en relación con el concepto de justicia es que, aunque casi todos usan la palabra con seguridad, su sentido varía ampliamente en contextos diferentes. A veces parece reclamar la igualdad y a veces la desigualdad. Hastings Rashdall reconoce esto al principio de una larga discusión:
Ahora bien, cuando preguntamos «¿qué es la justicia?», nos encontramos inmediatamente con dos ideales contrarios, cada uno de los cuales, a primera vista, parece merecedor de respeto. En primer lugar, el principio de que todo ser humano es de igual valor intrínseco y, por lo tanto, tiene derecho al mismo respeto, es uno que cada quien puede recomendarse a sí mismo por ser de sentido común: un principio que naturalmente puede exigir por sí mismo ser tenido como la expresión más exacta del ideal cristiano de la hermandad. Por otra parte, el principio de que debe preferirse lo bueno a lo malo, o el de que debería recompensarse a los hombres según su bondad o según su trabajo, son principios que igualmente se revelan a sí mismos en cualquier conciencia moral sencilla y sincera. Quizá llegaremos mejor a alguna idea sobre la verdadera naturaleza de la justicia examinando las afirmaciones de estos dos ideales rivales y, a primera vista, inconsistentes —el de la igualdad, considerado en el sentido de la igualdad de consideración, y el ideal de la justa recompensa o retribución—, y quizá hagamos bien empezando por la sospecha de que habrá una presunción considerable contra cualquier solución del problema en la que no se reconozca algún significado o elemento de verdad en cada uno de ellos.[292]
Aunque considero algo decepcionante la discusión subsecuente de Rashdall sobre la justicia, el procedimiento que sugiere de examinar «estos dos ideales rivales y, a primera vista, inconsistentes» de la misma no deja de ser esclarecedor. Por esta razón me propongo continuar con él todavía un poco más.
Rashdall comienza examinando la máxima de Bentham: «Cada uno debe contar por uno y nadie por más de uno». Esta máxima, continúa, fue propuesta por Bentham «como un canon para la distribución de la felicidad. Él vio con suficiente claridad que su principio de la “mayor felicidad” o el principio del mayor bien —como sea que el bien pueda interpretarse— necesita de este o algún canon suplementario antes de poder estar disponible para ser aplicado en la práctica».[293]
Rashdall considera luego el presunto problema matemático de «distribuir» la felicidad máxima entre, supongamos, cien personas, y añade: «El principio que Bentham adoptó como una solución para tales problemas es la máxima “cada uno debe contar por uno y nadie por más de uno”. Él no pudo ver lo imposible que es establecer tal principio por experiencia o sobre la base de cualquier cosa excepto un juicio a priori».[294]
Rashdall pasa después a considerar en qué sentido la máxima se aplica correctamente. Rechaza la fórmula de igualdad de recompensas materiales o «igualdad de oportunidades» y concluye que «solo hay una clase de igualdad siempre practicable y siempre correcta, que es la igualdad de consideración».[295] (La cursiva es mía). Luego argumenta que la máxima de Bentham es aceptable solo si se interpreta en el sentido de que «el bien de cada hombre debe contar como igual al bien similar de cualquier otro hombre».[296]
Regresemos al argumento de Rashdall de que la máxima de Bentham no debería haberse establecido por la experiencia, sino debe descansar sobre «un juicio a priori». Este es el punto de vista no solo de Rashdall, sino de muchos otros escritores éticos. Se encuentra, por ejemplo, hasta en Herbert Spencer:
Ya me he referido a la regla de Bentham —«cada uno debe contar por uno y nadie por más de uno»— unida al comentario del señor Mill de que el principio de la mayor felicidad no tiene sentido, a menos que «la felicidad de una persona… cuente exactamente lo mismo que la de otra». De ahí que la teoría de Bentham sobre moral y política postula esto como una verdad fundamental y manifiesta… No hay, ni puede haber, ninguna garantía para esta hipótesis, aparte de la percepción intuitiva presunta. Es una cognición a priori.[297]
Ahora bien, pienso que puede demostrarse que este principio no es «intuitivo» o a priori, sino que se desarrolló a partir de la experiencia humana. Es el paralelo ético del principio jurídico de la igualdad ante la ley. Si este principio es intuitivo o a priori, resultaría muy difícil explicar por qué a la filosofía moral y legal le tomó tanto tiempo reconocerlo, o por qué todavía es tan difícil formular el principio con satisfactoria precisión. Al examinar esta pregunta, examinaremos incidentalmente todo el problema del intuicionismo en la ética.
Bentham, por supuesto, no inventó o descubrió el principio. Él simplemente formuló de manera verbal y explícita un principio implícito ya en las costumbres sociales, convenciones, reglas y acuerdos tácitos, y en arreglos funcionales existentes. ¿Cómo nacieron tales reglas y arreglos tácitos?
Podemos aclarar nuestro entendimiento del proceso, si comenzamos imaginando una sociedad mínima, integrada únicamente de A y B.[298] Si A y B tienen fuerza y capacidad iguales o aproximadas, A no será capaz de quedarse con todo el producto de su esfuerzo conjunto, ni siquiera de apropiarse de una parte desproporcionada, por la simple razón de que B no le dejará. Después de un cierto número de disputas por economizar esfuerzos, minimizar molestias y guardar la paz, probablemente llegarán a un modus vivendi tácito, e incluso expreso, por el cual cada uno consentirá en aceptar partes aproximadamente iguales de su producto conjunto, o estará de acuerdo con ciertas reglas uniformes de división del trabajo, división del producto, prioridad, etc.
Y tal modus vivendi sobre las reglas y la división de ese todo se hace cada vez más probable, conforme ampliamos nuestra sociedad imaginaria a tres, cuatro, cinco o n personas. Pues entonces ningún individuo será lo suficientemente fuerte como para tomar para sí lo que el resto considera como una parte excesiva, y surgirá un juego de reglas tácito, y hasta expreso, encarnadas en leyes, que obligarán a encontrar la igualdad en la consideración, y la «equidad» en la «posesión» o la «distribución», simplemente porque esto se reconocerá como el mejor, si no el único, modo de reducir las disputas al mínimo y mantener la paz.
Pero supongamos —volviendo a nuestra sociedad mínima de dos— que A es mucho más fuerte que B. Entonces A puede tratar de apropiarse de todo, dejar a B pasar hambre o incluso matarlo. De esta forma, aquella sociedad se acaba y no sienta ningún precedente. Pero si A reconoce, como es más probable y frecuente, que necesita o prefiere la compañía y cooperación de B, tendrá que cederle a B al menos lo suficiente para asegurar que la cooperación continúe y, en proporción al grado de inteligencia que tenga, cederá lo suficiente para maximizar aquella cooperación. Esto significa que al integrante A le interesa maximizar los incentivos de B, tanto como a B le interesa maximizar los de A. Esto también es cierto cuando ampliamos nuestra sociedad imaginaria. No importa cuán desiguales en talentos o capacidades sean los miembros respectivos, a cada uno de ellos le interesa que las contribuciones de todos los demás se maximicen. Paralelamente, cada uno descubrirá de manera eventual —quizá después de haber pasado por matanzas, robo, pillaje, esclavitud, coerción, explotación o estafa— que la mejor forma de asegurar esta contribución máxima es proporcionarles los incentivos máximos.
Permítanme —a riesgo de repetición excesiva— decirlo de otra manera. La regla «benthamita» «cada uno debe contar por uno y nadie por más de uno» es simplemente otra manera de formular la regla de igualdad ante la ley. No es un «axioma», en el sentido de que su verdad es evidente de manera inmediata o de que es inconcebible una regla contraria o contradictoria en sí misma. No se basa —como Spencer, Sidgwick y Rashdall parecieron presumir— en una «intuición». Evolucionó porque era la única regla con la cual era posible asegurar acuerdos. Fue determinada empíricamente en su origen. Indudablemente se desarrolló de manera gradual después de miles de decisiones de cortes y tribunales. Al principio, su aceptación era ad hoc en casos particulares. Era vaga, no definida; implícita, no explícita. No se generalizó conscientemente al principio. Cuando se generalizó, todavía encontró resistencia de hecho entre algunos escritores. La regla se fue estableciendo a base de miles de decisiones legales y millones de acuerdos y arreglos privados, porque era la única mediante la cual se podían resolver pacíficamente las disputas. Los disputadores o individuos participantes llegaron a aceptarla por razones más o menos iguales que las del espectador imparcial que ahora la acepta. Ahora es una regla que es básica a otras mil reglas.
Aquí comenzamos a vislumbrar los orígenes de nuestro concepto moderno de la justicia, tanto en el reino económico como en el legal y el moral. Los conceptos de igualdad ante la ley e igualdad de consideración se desarrollan porque la mayoría ve el peligro para ellos mismos, así como para la paz pública, en reglas más arbitrarias o discriminatorias.
Y aquí vemos también la reconciliación de las dos reglas aparentemente inconsistentes, de la igualdad de consideración y desigualdad de recompensas por desigualdad de contribución, que intrigó a Rashdall en su búsqueda de alguna regla absoluta de justicia; pues el secreto de estas dos reglas, aparentemente inconsistentes, es que ambas tienden a conservar la paz pública, a satisfacer a la mayor parte de individuos, y a maximizar los incentivos de cada uno respecto de la producción y la cooperación social.
Así que regresamos una vez más a la promoción de la cooperación social como la llave del problema de la justicia y de otros de los problemas éticos principales. «El criterio último de la justicia es conducente a la preservación de la cooperación social… La cooperación social se convierte en el gran medio para lograr todos los fines por parte de casi todas las personas… En la ética existe una base común para escoger las reglas de conducta, mientras la gente concuerda en considerar la preservación de la cooperación social como el medio principal para alcanzar todos sus fines».[299]
Ahora bien, si adoptamos esta explicación, reconocemos que la justicia no es el fin ético último, que existe puramente por sí mismo, sino que es principalmente un medio, y hasta un medio para un medio. La justicia y la libertad son los grandes medios para promover la cooperación social, que por su parte es el gran medio para realizar los fines de cada individuo y, por lo tanto, los fines de la «sociedad».
La subordinación de la justicia a un «simple» medio, por importante que sea considerado ese medio, puede constituir una conmoción para muchos filósofos morales, acostumbrados a considerarla como el fin ético supremo, al menos en el campo social. La forma extrema de este punto de vista se resume en la famosa frase: fiat justitia, ruat caelum, o incluso fiat justitia, pereat mundus. Que se haga justicia aunque se derrumbe el cielo; que se haga justicia aunque el mundo perezca. El sentido común retrocede ante una conclusión tan espantosa. Pero la respuesta a tales consignas no es que, con el fin de sostener las cosas, deberíamos estar satisfechos con un poco menos que la justicia absoluta; la respuesta es que hay algo incorrecto en la propia concepción de la justicia resumida en tales consignas: la justicia fue hecha para el hombre, no el hombre para la justicia.
Veamos lo que pasa cuando rechazamos la justicia entendida como un medio para promover la cooperación social y, por tanto, para maximizar la felicidad y el bienestar, y la tratamos como el fin supremo en sí mismo. Incluso Herbert Spencer estuvo cerca de hacer esto, en su sección sobre la justicia, en el segundo volumen de sus Principles of Ethics. Ya hemos visto que él consideraba la regla de Bentham «cada uno debe contar por uno y nadie por más de uno» como «una cognición a priori».[300] Citó a Sir Henry Maine para apoyar su tesis de poner a la ley de la naturaleza, o la justicia, por encima del objetivo de la felicidad humana, y continuó: «Desde los tiempos romanos ha persistido ese contraste entre el estrecho reconocimiento de la felicidad como un fin y el amplio reconocimiento de la equidad natural como un fin». Y concluyó que debemos aceptar «la ley de igual libertad [su fórmula para la justicia] como un principio ético fundamental, con una autoridad que supera cualquier otra».[301]
Ahora bien, si queremos decidir sobre los derechos relativos de la felicidad y la justicia como el objetivo ético último, difícilmente lo haremos mejor que adoptando un argumento similar al que el mismo Spencer utilizó en los Data of Ethics (§ 15), cuando ridiculizó la tentativa de Carlyle de substituir la «bienaventuranza» por la felicidad como el fin de la humanidad. ¿Son antitéticas la felicidad y la justicia? Entonces, ¿preferiríamos más justicia, a costa de menos felicidad, y de más dolor y miseria? ¿Lucharíamos con fuerza y persistencia por más justicia, aunque supiéramos que esto no tendría el más mínimo efecto en incrementar la felicidad o disminuir la miseria? ¿O no nos sentiríamos tentados a insistir en una reducción real de la justicia, si descubriéramos que reducir la justicia era el mejor medio para reducir la miseria y aumentar la felicidad? ¿Qué preferiríamos: felicidad sin justicia o justicia sin felicidad?
Es obvio que tratar a la justicia como una alternativa de la felicidad, o como preferible a la felicidad, nos lleva a contradicciones absurdas. Sin embargo, una vez que aceptamos a la justicia como un medio para aumentar la felicidad, así como para su «mejor distribución», estas contradicciones desaparecen.
Uno podría aplicar el mismo método para decidir entre justicia y cooperación social como fin o medio. La cooperación social es el gran medio para maximizar la felicidad y el bienestar de cada uno y, por lo tanto, también el de todos; y la justicia es el nombre que damos al juego de reglas, relaciones y arreglos que más promueven la cooperación social voluntaria. Las reglas más justas son aquellas que gobiernan la distribución, propiedad, recompensas y penas que, a la vez que minimizan las tentaciones al comportamiento antisocial, maximizan los estímulos e incentivos al esfuerzo, la producción y la ayuda mutua.
En este capítulo he criticado varias veces algunas de las ideas de Herbert Spencer en cuanto a la justicia; pero sería injusto, e incluso poco generoso, no rendirle tributo a una de sus mayores contribuciones al tema. De hecho, es extraño que su definición y concepto finalmente se equivocaran, después de haber estado tan cerca de ser correctos. Encuentro en Spencer una anticipación más clara de la importancia central de la cooperación social, como el gran medio para todos nuestros fines, que en cualquier otro escritor hasta su época. Él utiliza la frase una y otra vez. Ya en Data of Ethics, publicado en 1879, lo encontramos escribiendo:
La cooperación armoniosa, que es la única por cuyo medio se puede alcanzar la mayor felicidad en cualquier [sociedad], solo es posible, como vimos, al respetar los derechos de cada uno: no debe haber ni aquellas agresiones directas que clasificamos como delitos contra la persona y la propiedad, ni tampoco aquellas agresiones indirectas consistentes en las violaciones de los contratos. De tal modo que el mantenimiento de las relaciones equitativas entre los hombres sea la condición para lograr la mayor felicidad en todas las sociedades, por más que la mayor felicidad alcanzable en cada una pueda diferenciarse en naturaleza, o en cantidad, o de ambas maneras.[302]
Esta es una referencia aislada. Pero en la sección sobre la justicia, que no apareció hasta 1891, y fue expuesta en el volumen 2 de Principles of Ethics, encontramos a Spencer retornando repetidamente a la frase y al concepto: «cooperación activa» (p. 11). «La condición a priori para la cooperación armoniosa llega a reconocerse tácitamente como algo parecido a una ley» (p. 13). «Las ventajas de la cooperación solo se pueden tener conformándose con ciertos requisitos impuestos por la asociación» (p. 20). «Este sentimiento de justicia favorable al altruismo sirve temporalmente para infundir respeto hacia los derechos de cada uno y hacer posible así la cooperación social» (p. 31). «Tan rápido como la cooperación voluntaria, que caracteriza al tipo de sociedad industrial, se generaliza más que la cooperación obligatoria que caracteriza a la sociedad de tipo militar» (p. 33). «La igualdad concierne a las esferas de acción mutuamente limitadas que deben mantenerse si los hombres asociados están decididos a cooperar armoniosamente… Pero aquí solo tenemos que ver con aquellos derechos y límites que deben mantenerse como condiciones para la cooperación armoniosa» (p. 43). «Cooperación social amistosa» (p. 56). «Cooperación pacífica» (p. 61).
¿Qué sucedió para que, después de acercarse tanto a la verdad en su argumento preliminar, Spencer terminara ofreciendo no una explicación adecuada de la naturaleza y propósito de la justicia, sino una fórmula (insatisfactoria) en relación con la libertad? La razón es —se me ocurre a mí— que, a pesar de sus nuevas introspecciones, no podía abandonar los conceptos y conclusiones principales, a los cuales había llegado en su Social Statics en 1850.
Antes de que dejemos este asunto, será provechoso volver por un momento a la consigna fiat justitia, ruat caelum. Es extravagante y absurdo, pero contiene un grano de verdad. No deberíamos abandonar con ligereza las reglas establecidas de equidad, imparcialidad y justicia en un caso particular, porque podamos sentir que en aquel caso particular su aplicación puede hacer más mal que bien; pues las reglas establecidas de la justicia deben tener una cierta santidad o estar cercanas a la santidad. De hecho, son el resultado de la razón de la humanidad, aplicada a su experiencia acumulada. Deben ser probadas por sus consecuencias de largo plazo en la mayoría de los casos, más que por sus consecuencias en el corto plazo en casos particulares. Los peligros de romper una regla establecida de justicia o equidad en un caso particular no deben subestimarse. El daño que la aplicación estricta de estas reglas puede causar en casos particulares es enormemente menor que el que resultaría de aplicar las reglas de manera discriminada o caprichosa, o de hacer constantes excepciones en el presunto interés de los «méritos del caso particular».
Pero Hume ya indicó todo esto. Tengo simplemente que referir al lector otra vez a las citas extensas que hice de Hume en el capítulo 8, sobre «la necesidad de reglas generales», donde indica que las leyes justas pueden a veces «privar, sin escrúpulos, a un hombre caritativo de todas sus posesiones, si las adquirió por equivocación, sin un título válido, a fin de otorgarlas a un avaro egoísta, que ya ha amontonado inmensas cantidades de riqueza superflua».[303] Sin embargo, en interés del bienestar de largo plazo del público, es esencial que se apliquen sin excepciones arbitrarias las reglas generales de justicia establecidas.
Así, para regresar una vez más al fiat justitia, ruat caelum, la demanda de que «se haga justicia, aunque se derrumbe el cielo» es, en efecto, descabellada; pero no es descabellado exigir —por el contrario, es esencial hacerlo— que la justicia se cumpla (es decir, que se apliquen las reglas de la justicia establecidas), aunque esto cause alguna molestia temporal o algún resultado deplorable en este o aquel caso particular.
Que la justicia sea principalmente un medio para la cooperación social, que la cooperación social sea principalmente un medio para promover la máxima felicidad y el bienestar de todos y cada uno, no reduce la importancia ni de la justicia ni de la cooperación social: ambos son medios necesarios, indispensables incluso, para lograr el objetivo deseado. Por lo tanto, ambas deben ser valoradas y apreciadas como fines en sí mismos, ya que un medio también puede ser un fin, aunque no el fin último. Puede incluso parecer una parte integral del fin último. La felicidad y el bienestar de los hombres simplemente no puede alcanzarse, e incluso difícilmente imaginarse, sin justicia y cooperación social.
Entre los escritores más antiguos, el que me parece haber reconocido más claramente la verdadera base, naturaleza e importancia de la justicia, con la sola excepción de Hume, es John Stuart Mill. Su discusión se halla en el capítulo 5 (el final) de su ensayo Utilitarianism. Probablemente sea la excelencia de esta sección la que explica la alta reputación y el continuo atractivo de aquel ensayo, a pesar de algunas inconsistencias y debilidades lógicas en los primeros capítulos. No puedo abstenerme de citar una o dos páginas del mismo, en «On the Connection Between Justice and Utility»:
Mientras disputo las pretensiones de cualquier teoría que establece un estándar imaginario de justicia no basada en la utilidad, considero a la justicia que se basa en la utilidad como la parte principal, incomparablemente más sagrada y vinculante, de toda la moral. La justicia es un nombre para ciertas clases de reglas morales, que conciernen más cercanamente a los elementos necesarios del bienestar humano y, por lo tanto, son de mayor obligación absoluta, que cualquier otra regla para la conducción de la vida; y la noción que consideramos que es la esencia de la idea de justicia —la de un derecho que reside en un individuo— implica y atestigua a esta obligación más vinculante.
Las reglas morales que prohíben en la humanidad que uno le haga daño al otro —en las cuales nunca debemos olvidar incluir la interferencia injusta con la libertad de cada uno— son más vitales al bienestar humano que cualesquiera máximas, por importantes que sean, que solo indican el mejor modo de administrar algún aspecto de los asuntos humanos. También tienen la particularidad de ser el elemento principal para determinar la totalidad de los sentimientos sociales de la humanidad. Solo su observancia preserva la paz entre los seres humanos: si la obediencia a las mismas no fuera la regla, y la desobediencia la excepción, todos verían en todos los demás a un enemigo contra quien deben protegerse permanentemente. Apenas menos importante es también que la humanidad se sienta fuerte y directamente incentivada a inculcar estos preceptos en cada uno. Simplemente con instruir a cada uno y exhortarlo prudencialmente, pueden ganar o pensar que ganan: tienen un interés inequívoco, pero en grado mucho menor, en inculcarse mutuamente el deber de la beneficencia positiva: una persona puede quizá no necesitar los beneficios de otros, pero siempre necesita que ellos no le hagan daño. Así, las normas morales que protegen a cada individuo de ser dañado por otros, ya sea directamente o restringiéndole la libertad de perseguir su propio bienestar, son a la vez las que él mismo tiene más arraigadas en el corazón, y respecto de las cuales tiene más interés en que se publiquen y se hagan cumplir de palabra y de hecho. Es la observancia de estas normas la base sobre la cual los miembros de una hermandad prueban la aptitud de otros miembros para pertenecer a ella y deciden admitirlos; de esto depende ser o no un estorbo para aquellos con quienes se entra en contacto. Ahora bien: son principalmente estas normas morales las que conforman las obligaciones de la justicia. Los casos más marcados de injusticia —y que dan el tono a la sensación de repugnancia que caracteriza al sentimiento— son los actos de agresión injusta o el ejercicio injusto del poder sobre alguien; los siguientes consisten en retener de él injustamente algo que se le debe, en ambos casos causándole un daño positivo, ya sea en forma de sufrimiento directo o privándolo de un bien con el cual contaba por motivos razonables, sea este físico o tenga carácter social.[304]