Escepticismo ético
Hume inicia su Inquiry Concerning the Principles of Morals descartando como «disputadores solapados» a «los que han negado la realidad de las distinciones morales», y «realmente no creen en las opiniones que defienden, pero se meten en la controversia por afectación, por un espíritu de oposición o por un deseo de mostrar una inteligencia y un ingenio superiores al resto de la humanidad». Desdeñosamente sugiere que «la única forma… de convertir a un antagonista de esta clase es dejarlo solo consigo mismo».
Hume puede estar en lo correcto al presumir que el nihilista ético declarado no es sincero. Pero se puede pensar en refutaciones más persuasivas que una simple negativa a contestarle. Uno podría indicarle, por ejemplo, que si él fuera atacado por una banda de matones, y golpeado y robado salvajemente, sentiría, además de su dolor físico, algo muy cercano a la indignación moral.
Es difícil, de hecho, encontrar nihilistas éticos consecuentes. Cuando profesan audazmente su nihilismo, solo están pensando en un lado del problema. No ven por qué ellos deberían ser limitados por cualquiera de las reglas morales tradicionales. Pero el examen cruzado, o sus propias declaraciones desprevenidas, revelarán rápidamente que esperan que otros sí lo sean. En este sentido quizá solo en grado se diferencian del resto de nosotros. La moral podría definirse cínicamente como la conducta que cada uno desea que los otros observen para con él. No queremos que otros nos maten, nos golpeen, nos roben, nos engañen, nos mientan, rompan las promesas que nos han hecho o incluso que lleguen negligentemente tarde a una cita con nosotros. Y reconocemos que la mejor forma de asegurar que nadie se comporte así con nosotros —cuando no son actos que pueden estar prohibidos por la ley— es que nosotros tampoco nos comportemos así con nadie. Además de esta consideración directamente utilitarista, la mayoría de nosotros siente la necesidad de una consistencia intelectual en los estándares que nos aplicamos a nosotros mismos y a los otros.
De hecho, podríamos no estar tan equivocados si pensáramos de esto como el origen y la base de la ética del sentido común. No quiero decir que este tipo de razonamiento surgió en algún tiempo histórico particular en el pasado, sino más bien que ha evolucionado gradualmente y es una consideración que solemos hacer continuamente y de nuevo sobre cada uno de nosotros, semiconscientemente, si es que no de manera explícita. Se puede considerar la ética como un código de reglas que primero tratamos de imponer a los otros, y luego —reconociendo la necesidad de la consistencia, la importancia de nuestro propio ejemplo y la fuerza de la réplica «¿y usted?»— consentimos en aceptar también para nosotros.
En resumen, muchos puede parecer que profesan una especie de escepticismo ético cuando se les pide cumplir con alguna regla moral, pero nadie es un escéptico ético sobre las reglas que piensa que los otros deberían adoptar en su conducta para con él. De esta consideración se derivan tanto la regla de oro confuciana o negativa «no hagas a otros lo que no desearías que otros te hicieran», como la misma regla de oro «haz a los otros lo que deseas que otros te hagan a ti». (Sin embargo, ambas reglas son demasiado subjetivas en la forma, en relación con una ética científica. La declaración objetiva sería: es correcto que te comportes con los otros como lo sería para ellos comportarse contigo).
Ahora bien, casi siempre resultará que el escéptico ético o nihilista declarado es hipócrita o inconsecuente, cuando no simplemente irónico. Esto se aplica al primer escéptico que encontramos en la literatura ética sistemática —el Trasímaco de los diálogos platónicos—, que proclama que «la justicia no es más que el interés del más fuerte».[237]
Sin embargo, pronto queda claro, conforme progresa el diálogo, que Trasímaco no cree que esta sea realmente la justicia, sino simplemente lo que comúnmente pasa por tal. Su verdadera creencia, como su argumento revela, es que la injusticia es el interés del más fuerte. En lo profundo de su mente cree, igual que Sócrates, que las verdaderas reglas de la justicia son las que tienen que ver con el interés de toda la comunidad. Quizá Sócrates no hace la mejor refutación posible, pero hace una muy buena. Su punto de vista más eficaz es, de hecho, que la justicia tiende a aumentar la cooperación social, mientras la injusticia tiende a destruirla: «La injusticia crea divisiones, odios y enfrentamientos, y la justicia produce armonía y amistad… Los justos son claramente más sabios, mejores y más capaces que los injustos… Los injustos son incapaces para la acción común».[238] Lamentablemente, Sócrates no reconoció toda la importancia ni desarrolló todas las implicaciones utilitaristas de este punto. En caso contrario, habría hecho una contribución aún mayor a la ética filosófica.
Una de estas implicaciones, por ejemplo, es que hasta los criminales deben tener un código de ética entre sí, si esperan ser razonablemente exitosos cuando operan como banda. El reconocimiento de este requisito está incorporado en la sabiduría proverbial. «Cuando los ladrones se pelean, los robos se descubren». «Cuando los ladrones luchan, los hombres honestos obtienen lo suyo». De ahí que debe haber «honor» hasta entre los ladrones. Ellos deben estar de acuerdo y cumplir con una división «justa» del botín. No deben traicionarse unos a otros. El funcionario sobornado debe «mantenerse comprado». Las mismas transgresiones condenadas por la comunidad observante de la ley son denunciadas como «traiciones» por los criminales, cuando las practican contra ellos sus compañeros del crimen. Este código del hampa es el homenaje que los criminales deben pagar a la virtud.
En Trasímaco tenemos la forma original de la teoría de que «el poder hace que sea correcto». Tenemos también aquí una anticipación del cinismo ético posterior de Mandeville, el germen de la moral de los señores de Nietzsche, y la teoría de la ética de clases de Marx. Pero en todas estas teorías encontramos ya sea una carencia de sinceridad o de consistencia o de ambas cosas.
¿Cuántas personas creen sinceramente, por ejemplo, que el poder hace que sea correcto? En la boca del conquistador, del tirano o del abusador, es simplemente el modo más corto de decir: «¡Lo que digo, va! ¡Haga esto o si no…!». O «¿Qué piensa hacer usted al respecto?». En la boca del conquistado, la víctima o el filósofo cínico, es el modo más corto de decir: «Los fuertes siempre actuarán únicamente en su propio interés e impondrán su voluntad sobre los débiles. Es en vano esperar algo mejor». Pero ni el tirano ni la víctima realmente quieren decir: «Esta es la forma como las cosas deberían ser. Las reglas establecidas por el fuerte son siempre las mejores. Este es el sistema que funcionaría, en el largo plazo, en el mejor interés de la humanidad». Y si el tirano realmente piensa que quiere decir esto cuando está en la cima, cambia de opinión tan pronto como aparece alguien más fuerte y lo depone.
Fable of the Bees, or Private Vices Made Public Benefits (1724) de Bernard Mandeville, a pesar de estar dotada de gran perspicacia, se resiente de esa misma carencia de sinceridad o consistencia. La tesis de Mandeville es que el hombre naturalmente egoísta fue engañado por hábiles inteligentes a abandonar sus propios intereses individuales y subordinarlos al bien de la comunidad. Pero Mandeville nunca parece completamente seguro de si este resultado ha sido bueno o malo para la humanidad.
La «moral de los señores» de Nietzsche es simplemente otra forma de la doctrina de Trasímaco de que «la justicia no es más que el interés del más fuerte». Pero la moral de los señores es inconsistente y autodestructiva. A fin de que unos puedan ser señores, otros deben ser esclavos. Nietzsche reconoce esto, pero no sus implicaciones. No aboga por la moral del esclavo, simplemente la desprecia. La moral del señor es para el «superior»; la del esclavo, para el «inferior». Pero ¿quién debe separar a los «superiores» de los «inferiores» y adjudicarles sus papeles respectivos?
Quizá Nietzsche se consideró capaz de hacerlo, pero fue vago sobre el criterio que aplicaría. ¿Sería inteligencia relativa, o astucia y habilidad (una cosa completamente diferente), o coraje físico, o coraje moral, o voluntad para dominar a otros, o fuerza física? ¿O sería algún promedio ponderado de estas cualidades? En cualquier caso, lo que él (o su discípulo) indudablemente encontrarían es que, si se ordenara a los hombres en este orden, formarían no dos clases con una ruptura o separación definida entre ellas, sino una serie continua, que va del más alto al más bajo (en la cualidad o amalgama de cualidades especificadas), con una diferencia casi infinitesimal entre cada hombre y el siguiente; de modo que la línea se vería como las «curvas de demanda» uniformes, dibujadas por el economista. El punto de división sería arbitrario. Los casos limítrofes presentarían problemas insolubles, pues los hombres de la clase «inferior» crecerían en madurez y fuerza, y los de la clase «superior» declinarían en debilidad y senilidad.
¿Debe entonces decidir cada uno por sí mismo si pertenece a la clase «superior» o a la «inferior»? Porque, como cada hombre procura ser admirado y no despreciado, todos procurarán pertenecer a la clase de los señores, lo cual es imposible. Pero si cada uno procura esclavizar a todos los demás, lo que habrá entonces será una guerra mutuamente destructiva de cada uno contra todos, hasta que un «superhombre» haya esclavizado a todos los demás.
Pareciera que Nietzsche favorece a veces este ideal. En otros momentos parece favorecer un ideal según el cual una pequeña clase de señores deben cumplir ciertas obligaciones, vagamente especificadas, con sus «iguales», pero ninguna en absoluto con sus «inferiores». ¿Quién debe decidir quiénes son los «iguales» de uno y quiénes sus «inferiores»? ¿Cómo se convence u obliga a alguien más a conformarse con el papel de «inferior»? Y si todos tienen la mentalidad y el «deseo de poder» que Nietzsche admira, si nadie aceptará nunca pasiva o permanentemente el papel de esclavo, la única alternativa será una guerra de destrucción mutua, hasta que solo quede el superhombre superior. Después de esto, ni siquiera él podrá comportarse como un señor, porque ya no habrá nadie a quien esclavizar.
Posiblemente esto sea injusto para Nietzsche, pero es lo mejor que puedo hacer con él. En verdad, su trabajo está lleno de agudos discernimientos, pero es imposible encajarlos en un sistema coherente. Su filosofía está hecha de retórica, rapsodia y discurso altisonante. La única forma como se puede lograr de esto una filosofía coherente es que el intérprete o comentarista pida al lector seleccionar esta o aquella declaración y olvidarse de todo el resto.
La teoría de que el hombre no solo es, sino que incluso debería ser, completamente egoísta, y no tener ninguna consideración con los otros, tiene ciertas semejanzas con el Nietzscheanismo, y podría pensarse que vale la pena discutirla aquí. Dudo, sin embargo, que esta pueda considerarse correctamente como escepticismo ético o nihilismo. Debe ser clasificada más bien como una teoría moral —o inmoral— definida. En cualquier caso, he dicho lo poco que se necesita decir al respecto en el capítulo 13.
Pero sí creo que encaja aquí una discusión sobre la teoría marxista de la moral, aunque tengo un capítulo aparte (el 31) dedicado al socialismo y al comunismo, porque la teoría marxista es algo completamente diferente de la práctica socialista y comunista.
La teoría ética de Marx es simplemente parte de su teoría social general. Según ella, las fuerzas económicas determinan el curso de la historia. «Las condiciones materiales de la producción» determinan «la superestructura» completa de la sociedad: organización política, leyes, ideología, cultura, arte, filosofía, religión y, por supuesto, moral. Y ya que todas las sociedades han sido hasta ahora sociedades clasistas, la moral prevaleciente en cualquier momento ha sido un código ideado para servir a los intereses de la clase dirigente.
El lector percibirá que tenemos aquí simplemente otra, y no muy diferente, forma de la doctrina de Trasímaco, en el sentido de que «la justicia no es más que el interés del más fuerte». La diferencia consiste simplemente en la mayor y más compleja elaboración de la teoría.
Los defectos de la teoría se ponen de manifiesto rápidamente (aunque generaciones de marxistas piadosos hayan sido ciegos a ellos). Marx explica la moral actual como un mero «resultado» de las «fuerzas productivas materiales», pero nunca explica el origen de las «fuerzas productivas materiales» mismas, ni cómo o por qué un «modo de producción» es reemplazado por otro. Obviamente los cambios de «modos de producción» son ocasionados por el pensamiento humano,[239] pero esto parece no habérsele ocurrido nunca a Marx. Es verdad, por supuesto, que una vez que un hombre ha mejorado un método o proceso productivo, otro ve la mejora y esto conduce a mejoras e ideas adicionales. Es igualmente verdadero que nuestro ambiente físico afecta nuestras ideas: un niño que crece en un mundo de teléfonos y luces eléctricas, autos y aviones, radio y televisión, misiles intercontinentales y sondas espaciales, computadoras y automatización, no tendrá exactamente la misma perspectiva de la vida que otro que ha crecido en un mundo de molinos de viento y carretas de bueyes. Pero esto es una cosa completamente diferente a decir que simplemente hay una causalidad de una vía desde una «fuerza productiva material» (¿sin causa?) hasta el pensamiento humano o un juego definido de ideas. El hombre determina y crea su ambiente tecnológico mucho más de lo que aquel ambiente influye a su vez en él. Marx mismo estaba profundamente influido por el «materialismo» filosófico, de moda en su época.
Otra dificultad con la teoría moral marxista (que es mucho menos una teoría moral que una teoría sobre cómo se originan las teorías morales) es todo el concepto marxista de una «clase» económica. En el esquematismo marxista, la esclavitud, el feudalismo y el capitalismo forman una serie económica y moral ascendente, que culminará en el socialismo. Los tres primeros son llamados sistemas de «clases»; solo el último es la sociedad «sin clases». Este esquematismo no solo es arbitrario, sino claramente irreal. La esclavitud y el feudalismo son, en efecto, sistemas de clases, incluso sistemas de castas. Pero lo que distingue al sistema que Marx etiquetó como capitalismo (es decir, el sistema de propiedad privada, mercados libres y libertad de contratos) es precisamente que rompió el viejo sistema de estatus e introdujo movilidad y fluidez en las relaciones humanas, económicas y de otro tipo. En pocas palabras, se movió hacia la sociedad sin clases. La transición fue lenta; pero ya no se podía esperar de nadie que no se moviera, que «supiera cuál era su lugar», que no aspirara a nada más allá del estatus y la ocupación para los cuales había nacido. Es más bien la sociedad socialista, con su burocracia dirigente y su asignación a cada individuo, por parte de un empleador monopolístico, el Estado, de su trabajo, rol y rango específico, como en un ejército, la que marca un regreso hacia una sociedad de clases.
La teoría de clases de Marx afronta la misma dificultad esquemática que la teoría del superhombre de Nietzsche. Si usted ordena a los hombres en una serie basada en su riqueza o en sus ingresos, desde el que recibe menos ingresos hasta el que más, la línea formaría una curva suave, con una diferencia apenas perceptible entre cada hombre y el siguiente. ¿Dónde se trazaría la línea divisoria entre las «clases»? ¿Quién sería el proletario más rico y quién el capitalista más pobre? ¿No tendría que cambiar mañana la división de clases de hoy? El problema no se evita con la conocida división de Marx de «capitalistas» y «trabajadores», patrón y empleado, «explotadores» y «explotados». Por una parte, la estrella de cine o el presidente de una línea aérea grande, muy bien pagados, pueden ser simplemente empleados, y de ahí, por definición, esclavos salariales a los que explota, mientras un barbero con su propio negocio, que contrata a otro barbero adicional (proveyéndolo de la silla para los clientes y unas tijeras), sería un «capitalista» y un «explotador». Hablar del «proletariado», en sentido marxista, en los Estados Unidos de nuestros días, con sus 80 000 000 de autos y sus 75 000 000 de teléfonos, resulta tan ridículo que hasta los comunistas se sonrojan al hacerlo.
Pero incluso si se pudiera encontrar tal división de clases, el flujo entre ellas es tan grande que resulta absurdo hablar de una ideología moral peculiar de cada una.
Una respuesta adicional a la teoría moral marxista es casi idéntica a la dada por Sócrates a la teoría de Trasímaco. Cuando este declaró que «la justicia no es nada más que el interés del más fuerte», tácitamente supuso que los más fuertes siempre sabían infaliblemente cuáles eran sus intereses verdaderos. Sócrates indicó nada más que podrían estar equivocados. Así, la teoría moral de clases de Marx tácitamente supuso que la burguesía sabe infaliblemente qué código moral está en su propio interés como clase. No aprendió nunca que la gente —trátese de «burgueses» o de «proletarios»— no actúa de acuerdo con sus intereses, sino de acuerdo con lo que piensa que son sus intereses, lo cual puede ser simplemente estar de acuerdo con sus ilusiones.
Hay otro aspecto adicional de la teoría ética de Marx que merece ser mencionado. Es solo otra forma de «positivismo moral»: la teoría de que no hay ningún estándar moral, sino solo el que existe. Pero como una teoría moral «historicista», no sostiene, como el positivismo moral ordinario, simplemente que el poder es lo correcto, sino más bien que el poder por venir es lo correcto. El futuro es substituido por el presente. Popper llama a esta teoría una especie de «futurismo moral».[240]
Es difícil abstenerse, finalmente, de uno o dos argumentos ad hóminem, ya que en este caso son un poco más que eso. Marx y Engels sostenían que la burguesía no podía escapar de su ideología de «clase». Pero ambos eran miembros de la burguesía. (Engels era hijo de un rico industrial textil; Marx, hijo de un abogado, y con educación universitaria). Ninguno era un proletario. ¿Cómo, entonces, fueron capaces no solo de escaparse de su ideología burguesa predestinada, sino de formular la ideología proletaria que los proletarios habían sido incapaces de formular para sí mismos?[241]
Un punto final. Cuando Marx y Engels denuncian la «avaricia», el «cinismo», la «insensibilidad», la «explotación despiadada» practicadas por los empleadores, los capitalistas y la burguesía, no apelan a ningún nuevo código proletario de moral. Basan su indignación moral y sostienen su caso contra el capitalismo en estándares morales y juicios morales que se supone ya eran comunes para todas las clases.[242]
Se duda sobre si «la ética freudiana» debería ser considerada como un sistema ético especial o como un sistema antiético. Me refiero aquí no a las opiniones éticas explícitamente planteadas por Freud mismo en varias ocasiones, sino a la ética implícita en el «freudismo» popular, con su hostilidad hacia el dominio de uno mismo y la autodisciplina en todas las formas, y su tolerancia con la autoindulgencia y la irresponsabilidad. Un examen de esto me llevaría excesivamente lejos, y me contentaré con referir al lector al instructivo análisis de Richard LaPiere en The Freudian Ethic.[243]
El profesor LaPiere define «la ética freudiana» como la idea de que no puede y no debe esperarse que el hombre sea prudente, independiente y emprendedor, sino que debe y debería ser apoyado, protegido y mantenido socialmente. Sostiene que esta ética está extendiéndose en los Estados Unidos por «el hogar permisivo» y «la escuela progresiva», que acentúa el «ajuste» y la seguridad, y es utilizada como una forma de condonar el delito y la incompetencia social. Según este punto de vista, el criminal simplemente está «enfermo»; requiere solo «tratamiento» psiquiátrico y nunca castigo; no es personalmente responsable de sus acciones; es una víctima de la «sociedad», con las opresiones, tensiones y represiones que su riguroso código moral pone sobre él; cualquier tentativa de hacerlo vivir de acuerdo con este código moral lo convertirá en un neurótico acomplejado, atormentado por la culpa. No caben muchas dudas de que esta «ética» ha estimulado la propagación de la anarquía y la delincuencia juvenil.
Aunque dejo el examen detallado de esta actitud al profesor LaPiere, me gustaría decir una palabra sobre una «ética» algo relacionada, la del famoso doctor Alfred C. Kinsey, autor, con W. B. Pomeroy y C. E. Martin, de Sexual Behavior in the Human Male[244] y Sexual Behavior in the Human Female.[245] Estos libros brindaron a todos una oportunidad de satisfacer su curiosidad lasciva, bajo la reconfortante garantía de que no leían pornografía, sino «ciencia». No es este el lugar para preguntarse sobre cuán «científico» era realmente el informe de Kinsey, o cuán confiables sus métodos estadísticos y sus conclusiones. Aquí deseo simplemente examinar su filosofía moral implícita, que llamaré «teoría estadística de la ética». Gran parte de la conducta sexual se considera «inmoral», declararon muchos admiradores del trabajo de doctor Kinsey, porque la gente no sabía, antes de este estudio, cuán extensamente practicada era, pero ahora, dado que lo hemos averiguado, es obvio que ya no podemos seguir llamándola inmoral.
Suponga que ampliamos este razonamiento a otros campos fuera de la conducta sexual. Si descubriéramos que la cantidad de mentiras, trampas, robos, vandalismos, asaltos, atracos y asesinatos era mayor de lo que habíamos supuesto con anterioridad, o si aquellas formas de conducta pudieran hacerse más frecuentes o prevalecientes, ¿los haría eso menos inmorales? Que alguna forma de conducta sea llamada moral o inmoral no depende de la frecuencia con que se observe, sino de su tendencia a conducir a buenos o malos resultados para el individuo y la comunidad.
Aunque continuamente se hacen declaraciones escépticas y cínicas sobre la moral, pocas de ellas forman parte de una filosofía coherente y consecuente. Las llamaré escepticismo casual o al azar. Precisamente porque tal escepticismo no está sistemáticamente desarrollado es difícil de refutarlo. De hecho, puede preguntarse si vale la pena tratar de refutarlo. Analizar cada uno de tales comentarios al azar sería una tarea interminable y tediosamente repetitiva. Sin embargo, este escepticismo ético casual se encuentra con tanta frecuencia entre nosotros y es tan ampliamente considerado como prueba profunda de sabiduría, perspicacia u originalidad que puede ser útil tomar una o dos muestras del mismo.
Es común encontrar este escepticismo al azar no entre filósofos profesionales, sino entre literatos. Hoy se espera que cada literato eminente sea no solo un buen cuentista o un ingenioso estilista, sino que tenga su propia y especial «filosofía de la vida». Tarde o temprano se verá tentado a considerarse y establecerse como filósofo, y a menudo —por ejemplo, en el caso de Jean-Paul Sartre— como la cabeza de un nuevo culto o «escuela» filosófica.
Un filósofo así —casero, por calificarlo de algún modo— era el difunto Theodore Dreiser. Su filosofía se tipificaba por su comentario frecuente de que «el hombre es una actividad química». Ahora bien, si esto significaba simplemente que el cuerpo del hombre está hecho de componentes químicos, y que la naturaleza y los cambios de estos componentes de algún modo, todavía solo fragmentariamente entendido, afectan su energía, acciones, pensamientos, emociones, carácter y si vive o muere, él habría estado sosteniendo algo que era verdadero, pero también comúnmente conocido. Ahora bien: si quiso decir, como parece ser, que el hombre no es más que una «actividad química», entonces estaría diciendo algo que no sabía si era verdadero. Incurría en lo que los lógicos han llamado falacia de reducción y falacia de simplismo o seudosimplicidad.[246] Incluso algunos positivistas lógicos podría indicar que ninguna serie concebible de experimentos podría demostrar concluyentemente que el hombre es nada más que una agregación de químicos y, por lo tanto, por su lógica tendrían que llamar la opinión de Dreiser de sin sentido o absurda. Esto se aplica a todo el materialismo o panfisicalismo que, como hemos visto,[247] es un dogma metafísico y no «un veredicto de la ciencia».
Me referiré ahora a un escritor mucho más sofisticado que Dreiser, que tiene un trasfondo de lectura filosófica y escribe una prosa de lucidez y encanto. Es W. Somerset Maugham. Tomaré unas muestras de su filosofía, como aparecen en su fascinante libro, The Summing Up.[248]
«No hay ninguna razón para la vida», escribe Maugham en la página 276, «y la vida no tiene ningún sentido». ¿Qué significa esta oración? ¿Cómo sabe Maugham que no hay ninguna «razón» para la vida? ¿Cómo probaría esto? En cuanto a eso, ¿cómo podría alguien refutarlo? ¿Cuál sería la «razón» para la vida, si existiera alguna? ¿Y cuál, por su parte, sería la razón para la razón, y así, ad infinítum?
Aparentemente, Maugham usa aquí la palabra razón como un sinónimo de propósito. Pero el propósito es un concepto puramente antropomórfico. El propósito se aplica solo al uso de medios para alcanzar fines. Los medios que empleamos son explicados en términos del fin que tenemos en mente. Los seres humanos pueden tener un propósito; los medios tienen un propósito; pero los fines no pueden tener un propósito, precisamente porque son fines. Un Ser omnisciente y omnipotente, Creador del Universo, no tendría que usar medios para alcanzar fines. No necesita tener ningún propósito. No tendría que usar medios complicados para alcanzar algún fin remoto. No necesitaría millones de años, ni tiempo en absoluto para lograr su fin. Podría simplemente desearlo. Demandar una razón para la vida es como demandar una razón para la felicidad. La vida no necesita una razón más de lo que la salud, la felicidad o la satisfacción.
La misma clase de comentario debe hacerse sobre la segunda mitad de la declaración de Maugham: «la vida no tiene ningún sentido». ¿A qué se refiere Maugham con «sentido» en este contexto? Esta palabra también parece ser usada aquí como un sinónimo para propósito. ¿Qué necesitaría la vida, desde el punto de vista de Maugham, para darle «sentido»? ¿Qué experimentos, procedimientos o pruebas podrían idearse para demostrar que la vida tiene un «sentido» o que no lo tiene? ¿Por qué necesita la vida un «sentido» más allá de sí misma? Soy tentado a decir, con los positivistas lógicos, que la oración «La vida no tiene ningún sentido» es sin sentido.
Maugham continúa en esta vena y escribe otra vez sobre «la insensatez de vida»[249] y «la falta de sentido de la vida».[250] Pero yo llamo esto escepticismo al azar, porque no veo ningún intento de darle seguimiento de manera consistente. En la página siguiente nos dice que «la sabiduría de los tiempos» ha seleccionado tres valores como «los más dignos» y que «estos tres valores son la verdad, la belleza y la bondad».[251] Cómo tales valores pueden existir en un mundo sin sentido e insensato no nos lo dicen. Pero en una sección especialmente interesante, discutiendo el platonismo y el cristianismo, Maugham hace una distinción instructiva entre el «amor» —en el sentido del amor sexual— y la «compasión». «La compasión», nos dice, «es la mejor parte de la bondad… En este mundo de apariencias, la bondad es el único valor que parece tener algún derecho de ser un fin en sí mismo. La virtud es su propia recompensa. Estoy avergonzado de haber llegado a una conclusión tan trivial».[252] Esto parece colocarlo definitivamente entre los moralistas, incluso entre los moralistas kantianos. Pero dos páginas más adelante está de vuelta otra vez entre los escépticos: «… pero la bondad se muestra en la acción correcta, y ¿quién puede decir en este mundo sin sentido cuál es la acción correcta? No es la acción la que apunta a la felicidad; es una posibilidad feliz si resulta la felicidad».[253] Esto significa despreciar el utilitarismo un tanto sumariamente. La acción correcta puede ser la ejecutada de acuerdo con reglas que la experiencia ha mostrado que son las que más probablemente —aunque no indudablemente— promuevan la felicidad del individuo o de la sociedad en el largo plazo. O —para ponerlo en sentido negativo— las que más probablemente minimizarán la infelicidad del individuo o de la sociedad en el largo plazo. Una de las falacias de Maugham aquí es una falacia frecuente entre los opositores al utilitarismo: olvidar su corolario negativo. La acción correcta es necesaria para lograr la felicidad, pero no suficiente.
He reservado para el final la consideración sobre el ataque más plausible e influyente de nuestro tiempo contra la ética: me refiero al de los positivistas lógicos. Este ataque lo han hecho varios escritores y de muchas formas, pero la embestida más despiadada en inglés es la de Alfred J. Ayer en su libro Language, Truth and Logic.[254] Hace de esto ya casi treinta años. La controversia ha seguido desde entonces y ha dado pábulo a una abundante y animada literatura. Pero precisamente porque el ataque de Ayer fue tan incondicional e inequívoco, pienso que podemos hacer más para clarificar las cuestiones que suscita, examinándolo primero en la forma que él utilizó originalmente.
El argumento de Ayer no es que las proposiciones de la ética sean falsas, sino que no tienen sentido: o sea, que literalmente son disparates. Meras «exclamaciones», órdenes, gritos, quejas o ruidos, que no sirven más que para expresar las emociones del orador, su aprobación o su desaprobación. Son simplemente «expresiones de emoción, que no pueden ser ni verdaderas, ni falsas… Meros seudoconceptos… Si yo digo, “robar dinero es malo”, construyo una oración que no tiene ningún sentido objetivo…».[255]
Podemos ver ahora por qué es imposible encontrar un criterio para determinar la validez de los juicios éticos. No es porque tengan una validez «absoluta», misteriosamente independiente de la experiencia sensorial ordinaria, sino porque no tienen ninguna validez objetiva en absoluto. Si una oración no implica ninguna declaración, obviamente no hay ningún sentido en preguntar si lo que dice es verdadero o falso. Y hemos visto que las oraciones que simplemente expresan juicios morales no dicen nada. Son puras expresiones de sentimientos y como tales no entran en la categoría de verdad o falsedad. No son verificables, por la misma razón que un grito de dolor o una palabra de mando no son verificables: porque no expresan proposiciones genuinas… Los juicios éticos no tienen ninguna validez.[256]
Antes de que abordemos estas declaraciones específicas, es quizá necesario decir unas palabras sobre la filosofía del positivismo lógico en general. Como esta ha sido elaborada en muchos y, a menudo, larguísimos libros, obviamente sería un poco difícil refutarla satisfactoriamente en unos pocos párrafos. Por suerte, sin embargo, la tarea de refutación ya se ha hecho, y de varias refutaciones excelentes me gustaría referir al lector al Preface to Logic[257] del difunto Morris R. Cohen y a The Logic of Scientific Discovery, de Karl R. Popper.[258]
No abordaré la tarea de resumir aquí el argumento de Cohen, pero indicaré sus líneas generales. La tesis central del positivismo lógico es que ninguna declaración que no sea «verificable» (fuera de una «tautología») puede tener algún sentido en absoluto. El argumento de Cohen trata la teoría como fue elaborada por Rudolph Carnap, en cuyos textos se basa el ataque de Ayer contra la ética. Cito algunas oraciones dispersas de los comentarios de Cohen:
Carnap y otros niegan que cualquier proposición no verificable tenga sentido. Esto parece al principio un tour de force violento. Generalmente no pensamos que el sentido de algo sea idéntico a sus consecuencias verificables… Así, la aseveración de Carnap de que las declaraciones no verificables no tienen sentido, no es verificable…
El error fundamental de los positivistas proviene de que ven el mundo únicamente de acuerdo con las categorías determinantes de existencia e inexistencia, perdiendo de vista las zonas de penumbra, en las cuales se hacen la mayor parte de nuestras declaraciones. Pintan el mundo exclusivamente de blanco o negro, desatendiéndose completamente de los grises u otros colores intermedios…
Podemos concluir que el reino del significado es más amplio que el reino de las proposiciones… No es verdad que sin verificación las proposiciones carezcan completamente de sentido…
Usted puede identificar las palabras significativo y físico con una definición o resolución arbitraria. Pero la diferencia entre lo que es generalmente referido por significado y por existencia física no puede borrarse así…
El análisis lógico, como fue practicado por Carnap, parece ser otro término para lo que solía llamarse la falacia de la división. Así, Carnap trata de suprimir la posibilidad de la metafísica o la ética tratando de mostrar que no son ni empíricas, ni a priori, ni tautológicas, ni instancias del análisis lógico. De hecho, hasta la metafísica más extravagante contiene muchos elementos empíricos, lo mismo que proposiciones puramente lógicas…
No hay ninguna razón concluyente según la cual la ética no pueda seguir el ideal del método científico riguroso: sistematizando no solo juicios de la existencia, sino también juicios sobre lo que es deseable, si se deben alcanzar ciertos fines.[259]
No pienso que se necesite añadir mucho al argumento de Morris Cohen o Karl Popper en su forma completa. Si es necesario añadir algo, podrían ser unas palabras sobre el papel necesario de juicios de relevancia y el papel necesario de juicios de importancia en todo procedimiento científico. Juicios de relevancia y juicios de importancia no solo están necesariamente implicados —entre una infinidad de «hechos» y proposiciones posibles— en la selección de los hechos y proposiciones que tienen que ver con el problema particular que hay que solucionar: están necesariamente implicados en la selección del problema mismo de entre una infinidad de problemas posibles. Pero la palabra importancia es una palabra de valor y el concepto importancia es un concepto de valor. ¡Y las palabras de valor y los conceptos de valor, según los positivistas lógicos, no tienen ningún lugar en el procedimiento científico o en el análisis filosófico!
Me gustaría añadir solo una cita corta de la discusión de Karl Popper:
Al positivista le disgusta la idea de que debería haber problemas significativos fuera del campo de la ciencia empírica «positiva»… [Y] nada es más fácil que desenmascarar un problema como «sin sentido» o «seudoproblema». Todo lo que uno tiene que hacer es fijarse en un significado convenientemente estrecho de «sentido», y pronto se verá obligado a responder ante cualquier pregunta inoportuna que usted es incapaz de descubrir algún sentido en ella. Además, si usted no admite nada como significativo excepto problemas en ciencias naturales, cualquier debate sobre el concepto de «sentido» resultará también sin sentido.[260]
De hecho, el primer positivista lógico en el reino de la ética, no fue Ayer, ni Carnap, ni Moritz Schlick, ni Wittgenstein, ni siquiera Comte o Saint-Simon, sino Falstaff. Falstaff mostró, desde el análisis lingüístico, que «honor» era un sonido sin sentido:
¿Acaso el honor puede arreglar una pierna? No. ¿O un brazo? No. ¿O quitar la pena de una herida? No. Entonces, ¿no tiene el honor ninguna habilidad en la cirugía? No. ¿Qué es honor? Una palabra. ¿Qué hay en la palabra honor; cuál es ese honor? Aire. ¡Un cálculo reducido! ¿Quién lo tiene? El que murió el miércoles. ¿Lo siente? No. ¿Lo escucha? No. ¿Es insensible, entonces? Sí, a los muertos. Pero ¿no vivirá con los vivos? No. ¿Por qué? La detracción no lo sufrirá. Por lo tanto, no tendré ninguno. El honor es un mero escudo. Y así termina mi catecismo.[261]
En un punto, por supuesto, tienen razón los positivistas lógicos. Usted solo puede verificar o refutar una proposición, o una declaración presunta, sobre hechos. Usted no puede verificar o refutar un valor. Usted solo puede reconocer un valor, o sentirlo, o tácitamente aceptarlo o adoptarlo, o rechazarlo explícitamente. Usted no puede probar que un mundo hermoso es mejor que un mundo feo. Usted no puede probar que una vida compartida, rica, feliz, civilizada y larga sea mejor que una vida «solitaria, pobre, repugnante, brutal y corta».
El positivismo lógico extremo no dejaría ningún lugar para —y no ataría ningún sentido a— belleza o fealdad, salud o enfermedad, placer o dolor, felicidad o miseria, bien o mal, correcto o incorrecto, mejor o peor. Estos conceptos o categorías no son tautologías; no pueden ser medidos o pesados; no hay experimentos físicos que puedan demostrar o refutar su existencia. Ciertamente, usted puede mostrar que, si desencaja el brazo de un niño, este gritará o se desmayará o morirá. Pero usted no puede probar que hay algo «cruel» u «horrible» o «incorrecto» o incluso «dañino» o «indeseable» en esto, porque estas palabras son meros juicios de valor: es decir, «exclamaciones», expresiones absurdas de desaprobación, ruidos sin sentido.
Los positivistas lógicos extremos hablan como si el único objetivo de la vida fuera verificar o refutar proposiciones, y como si todo lo demás tenga que ser probado o juzgado por la ciencia. Pero olvidan preguntarse: ¿Cuál es el propósito de verificar proposiciones? ¿Cuál es el propósito de la ciencia? ¿Cuál es el propósito de conocer la verdad sobre algo? ¿Qué uso tiene? En pocas palabras: ¿cuál es su valor?
La respuesta a esta pregunta se da por sentado tácitamente por los positivistas lógicos. La respuesta está en sus mentes, pero nunca se menciona, nunca se pronuncia explícitamente. No, me equivoco: se pronuncia a veces, pero distraídamente y sin reconocer la implicación de la respuesta. Es pronunciada por Ayer, quien reconoce explícitamente su importancia crucial. «En realidad» —escribe Ayer en cierta ocasión en Language, Truth and Logic— «veremos que la única prueba a la cual está sujeta una forma del procedimiento científico que satisface la condición necesaria de la coherencia intrínseca es la prueba de su éxito en la práctica».[262]
¿Pero qué —si es que algo— significa esta oración? ¿Cuál es el significado de la palabra «éxito»? ¿Cómo demuestra usted que algo es un «éxito» o un «fracaso»? ¿Cuáles son las características físicas del «éxito»? ¿Cuán largo, ancho y grueso es; cuán duro; cuánto pesa? Ayer cometió el pecado cardinal positivista. Ha usado una mera palabra de valor y la ha usado como si realmente significara algo.
Pero, dice Ayer, «el éxito» nos permite «predecir la experiencia futura y así controlar nuestro entorno». Contestamos, como un positivista más consistente: ¿Y qué? ¿Cuál es el propósito de «controlar nuestro entorno» sino hacer que las condiciones sean más satisfactorias para nosotros, satisfacer más deseos humanos, producir un ambiente más cercano a nuestra aprobación? ¿Incluso nuestra «mera» aprobación?
Entonces, hasta Ayer, después de haber descartado ostentosamente el «valor», porque no podemos establecer su «verdad», finalmente admite, por descuido, que buscamos la verdad en sí misma principalmente porque tiene valor para nosotros. La búsqueda de la verdad es un medio para un fin, como la ética es un medio para un fin. Y el fin es sustituir con una situación más satisfactoria una menos satisfactoria.
El lector que tenga conocimiento previo de esta controversia puede preguntar por qué he limitado mi respuesta al ataque de los positivistas lógicos contra juicios éticos en una forma tan vulnerable como lo hizo A. J. Ayer en 1936. Se puede argumentar que no solo Ayer ha modificado considerablemente su posición, sino que desde entonces se ha hecho una presentación completa y mucho mejor del argumento «emotivista» por Charles L. Stevenson en su Ethics and Language,[263] sin hablar de Paul Edwards en The Logic of Moral Discourse,[264] y tantas otras.
Mi respuesta sería que este capítulo está dedicado al escepticismo ético. He centrado mi discusión en el ataque de 1936 de Ayer, porque era tan escéptico y hasta burlón. Pero, aunque no tenga ningún deseo de tratar con mucha extensión este problema lingüístico, que me parece ya ha recibido una atención desproporcionada en la literatura ética de los últimos treinta años,[265] supongo que, ahora que he ido tan lejos, en justicia debo decir algo de los escritos posteriores de Ayer y de la teoría, dada la forma en que fue presentada por C. L. Stevenson.
Ayer volvió al tema en el ensayo «On the Analysis of Moral Judgments» en sus Philosophical Essays.[266] En él puntualiza: «Decir, como una vez lo hice, que estos juicios morales son simplemente expresivos de ciertos sentimientos, sentimientos de aprobación o desaprobación, es una simplificación excesiva».[267] Pero no deja claro ni la naturaleza ni el grado de aquella «simplificación excesiva». Y todavía prosigue afirmando que su teoría sobre juicios morales «es neutra en cuanto a todos los principios morales»,[268] una píldora esta que no necesita que yo la dore.
«La divulgación de tal teoría», continúa preguntando, «¿no anima la laxitud moral? ¿No han sido sus efectos destruir la confianza de la gente en estándares morales aceptados? Y ¿no será el resultado de esto que algo malévolo resultará de aquí?».[269] Pienso que debemos contestar: «En el grado en que su teoría sea tomada en serio, sí».
Ayer no se da cuenta de que esta es la respuesta que sigue. «Mis propias observaciones», protesta, «no sugieren que aquellos que aceptan el análisis “positivista” de los juicios morales se conduzcan de manera muy diferente, como clase, de quienes lo rechazan».[270]
Quiero creer que esto es verdad. Realmente, creo que es verdad. No acuso a los positivistas lógicos de vileza moral, sino de error intelectual. Pero sugiero que la razón por la que son tan morales como la mayoría de nosotros es que no toman demasiado en serio su propio análisis. A este respecto, son, en el reino moral, similares a los idealistas filosóficos en el reino físico. El idealista afirma solemnemente que solo existen mentes o eventos mentales, y que el mobiliario de su cuarto, por ejemplo, «existe» solo porque él lo percibe y en el grado que él lo percibe. Sin embargo, si tiene que levantarse a oscuras en medio de la noche, andará por él tan a tientas y cauteloso como el más vulgar de los materialistas, por miedo a tropezar o a golpearse las espinillas contra una silla inadvertida. La razón es que, por suerte para él, no puede deshacerse de su «fe animal» en que el mobiliario no advertido «realmente» existe y puede golpearse con él. De igual manera, en el reino moral, los positivistas lógicos no pueden eliminar completamente los resultados de su educación o hacer caso omiso de la desaprobación de sus compañeros —e incluso de la de ellos mismos— que seguramente seguiría a la comisión de un acto inmoral. Pero si tomaran sus escépticos puntos de vista con toda seriedad y si persuadieran a un número suficiente de otros a hacer lo mismo, indudablemente se minaría la moral y se haría un daño irreparable. La teoría ética debe ser seria y responsable. No es el juguete de un filósofo.
Por una inconsistencia evidente en su párrafo final, Ayer revela que no toma con toda seriedad su propia teoría. «Si pudiera demostrarse», escribe, «como no creo que se pueda, que la aceptación general de la clase de análisis de los juicios morales que he estado proponiendo tendrá consecuencias sociales lamentables, la conclusión a la que llegan personas intolerantes podría ser que la doctrina debería mantenerse en secreto. Por mi parte, pienso que debería defender esta conclusión sobre bases morales».[271]
¿Bases morales? ¿Qué bases morales? ¿Bases morales de quién? ¿No es este el mismo A. J. Ayer que nos ha dicho que los juicios morales son «meras exclamaciones»? ¿Que no son verificables y, por tanto, «que no tienen sentido»? ¿No acaba de decirnos en el párrafo anterior que su teoría es «neutra en cuanto a todos los principios morales»? ¿Cuál podría ser su posible argumento «moral»? ¿Recurriría simplemente a la misma clase de exclamaciones sin sentido que aquellas de las que acaba de mofarse?
Con este non sequitur, Ayer tira por la borda toda su teoría.
Cuando prestamos atención a Charles L. Stevenson, nos encontramos con un escritor mucho más cauteloso en el razonamiento y mucho más conciliador en el tono. Su Ethics and Language es una verdadera contribución.[272] Aunque debemos rechazar su tesis central y su filosofía «empírica» subyacente, le debemos bastante a muchos de sus perspicaces análisis. Stevenson rechaza el simplismo de Ayer y considera el término emotivo «como un instrumento que debe ser utilizado en un estudio cuidadoso, no como un dispositivo para relegar al limbo los aspectos no descriptivos del lenguaje».[273] Incluso concede que «los métodos persuasivos, usados con cautela, tienen una legitimidad que difícilmente está abierta a discusión».[274]
Sin embargo, Stevenson está clasificado correctamente como un «emotivista» y predica un empirismo que haría imposibles el entendimiento ético verdadero y el progreso. Habla como si nada hubiera sido aún establecido firmemente en la ética, y como si esto debiera dejarse a futuros escritores, cuyos «lentos resultados acumulativos» consistirán en contribuir «a una ética que irá abordando progresivamente los problemas de la vida práctica».[275] De hecho, en los párrafos finales de su libro, se pronuncia como si el establecimiento de principios éticos firmes fuera algo que debe esperar a un futuro distante, si es que es posible del todo:
«La teoría ética se ha dedicado a la búsqueda antiquísima de principios últimos, establecidos definitivamente. Esto no solo esconde toda la complejidad de los temas morales, sino que conlleva normas estáticas y fantasiosas, en lugar de flexibles y realistas. Abrigo la esperanza de que el presente estudio, atento al papel de la ciencia en la ética, pero también a la forma como los temas éticos difieren de los científicos, ayudará a hacer que las concepciones ilusorias de certidumbre den lugar a concepciones proporcionadas a los problemas que procuran resolver».
«La demanda de una prueba final surge menos de las esperanzas que de los miedos. Cuando la naturaleza básica de un asunto no se entiende bien, uno debe ocultar la inseguridad, tanto respecto de sí mismo como de otros, inventando pretextos… Las preguntas de la vida son demasiado ricas y complejas como para ser resueltas por una fórmula».[276]
Me parece que en los párrafos anteriores el señor Stevenson utiliza los mismos términos «emotivos» y las mismas «definiciones persuasivas» que ha deplorado en la mayor parte de su libro. ¿Cómo puede estar tan seguro —se ve uno obligado a preguntar— de que nunca podemos estar seguros? En cualquier caso, sugiero que la confianza contemporánea de que al menos ciertos principios morales generales han sido «establecidos definitivamente» no está totalmente extraviada. No tenemos que esperar hasta que escritores futuros «aborden los problemas de la vida práctica». Muchos escritores pasados ya lo han hecho. Ya ha sido razonablemente bien establecido que romper las promesas hechas, mentir, hacer trampa, asaltar y asesinar no conducen a resultados sociales satisfactorios, y que cumplir promesas, ser veraces y no violentos, tratar a los otros correcta y bondadosamente conducen en general a resultados sociales mucho más satisfactorios. Decir esto no es, por supuesto, menospreciar los esfuerzos hechos hacia la consecución de progreso adicional, tanto por lo que se refiere a la ética práctica como a la teórica; es simplemente recordarnos que no tenemos que comenzar desde el principio.
Sospecho que la dificultad de Stevenson subyace a su clase especial de empirismo, con su hipótesis que solo los métodos empíricos son científicamente válidos. Esta hipótesis debe ser rechazada. En ética, estos métodos empíricos serían, por sí solos, frustrantes y estériles. En ética tratamos con la acción humana, con objetivos humanos, con deseos y anhelos humanos, con decisiones y preferencias humanas, con el uso consciente de medios para alcanzar fines elegidos. La ética no es una rama de la física, y los métodos apropiados para ella no son los métodos experimentales, estadísticos y empíricos, propios de la física. La ética es sui generis, tiene sus propios métodos peculiares. Pero se basa, entre otras cosas, en la «praxeología», que, como la lógica y las matemáticas, es deductiva y apriorística.[277]
Tres cuartos de la literatura reciente sobre ética parecen tratar los problemas éticos como si fueran problemas principalmente lingüísticos o semánticos. Esto se revela en los mismos títulos de algunos de los libros excepcionales —Ethics and Language (1944), de Charles L. Stevenson, y The Language of Morals (1952), de R. M Hare—. El señor Hare nos dice, por ejemplo, en su prefacio que «la ética, como yo la concibo, es el estudio lógico del lenguaje de la moral». (Las cursivas son mías). No pretendo negar que haya algo que aprender de este enfoque. Pero confieso que, con unas notables excepciones, encuentro estéril y aburrida la mayor parte de esta literatura. ¿Son las declaraciones y los juicios éticos simplemente «emotivos»? ¿Es su única función ejercer un «efecto magnético» sobre las actitudes? ¿Son esencialmente mandatos, solicitudes, órdenes? ¿Son solo recetas o prescripciones? ¿O es el lenguaje ético «multifuncional»?
La respuesta a la última pregunta es seguramente sí. Como lo expresa P. H. Nowell-Smith: «[Los términos éticos] son usados para expresar gustos y preferencias, expresar decisiones y opciones, criticar, clasificar y evaluar, aconsejar, reprender, advertir, persuadir y disuadir, elogiar, animar y reprobar, promulgar reglas y llamar la atención hacia ellas; e indudablemente también para otros propósitos».[278]
Pero se ha necesitado escribir millones de palabras y editar miles de volúmenes para llegar a esta conclusión; y los «emotivistas» no han llegado a ella todavía. No puedo privarme de citar a Karl Popper una vez más: «Estos filósofos, que habían comenzado denunciando la filosofía como simplemente verbal y exigido que, en vez de intentar solucionar los problemas verbales, deberíamos alejarnos de ellos hacia otros que son verdaderos y empíricos, se vieron atascados en la ingrata y aparentemente interminable tarea de analizar y desenmascarar seudoproblemas verbales».[279]
No quiero decir que toda esta discusión lingüística, estas quisquillas y esta logomaquia hayan sido fútiles y carezcan de valor. Quizá se volvieran inevitables una vez planteado el desafío. Algo de ella ha resultado, de hecho, clarificante e iluminador. Pero sí sostengo que la discusión de estos problemas verbales «metaéticos» ha sido enormemente desproporcionada, en comparación con otros genuinos problemas éticos. Los filósofos «morales» se han vuelto excesivamente preocupados, por no decir obsesionados, con problemas puramente lingüísticos. Una gran parte de la literatura ética de los últimos sesenta años ha constituido un enorme desvío, en el que los conductores han quedado tan fascinados por el extraño e inesperado paisaje que se han olvidado regresar a la carretera y hasta de su destino original.
La gran digresión comenzó en 1903, cuando G. E. Moore publicó su famoso Principia Ethica,[280] libro en el que sostuvo que la palabra «bien» era «indefinible» y «no analizable». Este se convirtió en el libro de ética más extensamente discutido del siglo veinte. Luego, en 1930, la digresión fue llevada todavía más allá con la publicación de The Meaning of Meaning, por C. K. Ogden y I. A. Richards.[281]
«Se argumenta que bueno» —escribieron estos autores— «implica un concepto único, no analizable. Se dice que este concepto es la materia de la que trata la ética. Sugerimos que este particular uso de “bueno” es puramente emotivo. Cuando la palabra se usa así, no significa nada en absoluto y no tiene ninguna función simbólica».[282] Y luego, en una nota al pie de página, refiriéndose expresamente al Principia Ethica de Moore, añadieron: «Por supuesto, si definimos “lo bueno” como “aquello que aprobamos aprobar”, o damos cualquier otra definición como cuando decimos “esto es bueno”, estaremos haciendo una aseveración. Solo lo “bueno” indefinible sugerimos que es un signo puramente emotivo. El “algo más” o “algo distinto” que, se alega, no está cubierto por ninguna definición de “bueno”, es el aura emocional de la palabra».[283]
Y luego estalló la Guerra de los Treinta Años.
Pienso que los «emotivistas» resbalaron en dos falacias principales. Su primer error no consistió en afirmar que el lenguaje ético tenía una función «emotiva», sino en negar que tuviera alguna otra. Su segundo error fue tratar de eliminar la ética, insultándola. Ya que la palabra «emotiva» es despectiva. Quienes usan lenguaje «emotivo» usan lenguaje simplemente emocional, y pueden incluso pretender que están declarando un hecho cuando simplemente están desahogando sus sentimientos personales.
Si, en vez de afirmar que todas las declaraciones y juicios éticos eran «emotivos», los positivistas hubieran insistido en que eran valorativos,[284] habrían estado sosteniendo algo verdadero y que pocos filósofos morales se han aventurado a negar. Que las declaraciones éticas sean valorativas no significa que no puedan además declarar hechos.
Después de todo, los juicios y decisiones éticas tratan de hechos. O tratan de acciones, que son hechos; de las consecuencias de las acciones, que son hechos; de los fines que la gente desea alcanzar —es un hecho que la gente tiene estos fines— y de los medios que emplea —que también son hechos— para lograr tales fines. Ciertamente, además de tratar sobre hechos o declarar hechos —por ejemplo, «Juan robó el dinero»— las declaraciones éticas implican juicios y contienen palabras que denotan valor. Son valorativas. Pero esta parece una razón extraña para oponerse a ellas, o tratar de desecharlas como sin sentido. Con ellas se juzga la eficacia de los medios y lo razonable o deseable, desde el punto de vista social, de los fines intermedios, si es que no últimos, de los individuos.
No solo el lenguaje ético es valorativo. Todo lenguaje práctico lo es. Toda acción humana implica valoración. Toda acción humana tiene propósito: lo que significa que emplea medios para lograr fines: que debe evaluar la conveniencia relativa de los fines y la eficacia relativa de los medios.
Las prescripciones del filósofo moral no tienen que ser más «emotivas» —en el sentido despectivo en que aquel término se usa comúnmente— que las prescripciones del ingeniero. Ambos tratan de contestar a la misma pregunta: ¿Qué es lo mejor que se debe hacer? La respuesta del filósofo moral no tiene que ser más emocional[285] que la del ingeniero. Supongamos que el problema planteado al ingeniero sea: ¿Cuál es la mejor forma de unir la isla Staten con la tierra firme? ¿Debería ser por un puente o por un túnel? Si por un puente, ¿qué tipo de puente? ¿Cómo debería diseñarse? ¿Qué materiales se deberían usar? ¿Cuán gruesos deberían ser los cables, cuán amplio el arco, cuán altas las torres? ¿Qué tipo de diseño se vería mejor? Por supuesto, no todos estos son problemas estrictamente de ingeniería, aunque respecto de todos ellos se debería consultar al ingeniero. Algunos son problemas políticos, otros económicos —problemas de costos relativos—, otros de tráfico, algunos estéticos. Pero todos pueden ser subsumidos bajo la pregunta principal: ¿Qué es lo mejor que se debe hacer? Y este es, por supuesto, un problema de valor.
Se puede objetar que el filósofo moral no pregunta «¿qué es lo mejor que se debe hacer?» en el mismo sentido que el ingeniero, sino que su pregunta predominante es, más bien, «¿qué es lo correcto que se debe hacer?». La verdadera diferencia, sin embargo, es que la pregunta del filósofo moral debe tomar en cuenta consideraciones mucho más amplias que las del ingeniero: no solamente lo que es mejor hacer desde el punto de vista del bienestar a largo plazo del agente, sino lo que es mejor hacer —las mejores reglas para hacer— desde el punto de vista del bienestar a largo plazo de la sociedad. Pero cuando se tienen presentes estas consideraciones más amplias, lo mejor que se debe hacer y lo correcto acaban siendo la misma cosa.
Resumiendo: las proposiciones éticas no son verdaderas o falsas en el sentido que las proposiciones existenciales son verdaderas o falsas. Las reglas éticas no son descriptivas, sino preceptivas. Pero, aunque no sean verdaderas o falsas en el sentido existencial, las proposiciones éticas pueden ser válidas o inválidas, consistentes o inconsistentes, lógicas o ilógicas, racionales o irracionales, justificadas o injustificadas, oportunas o inoportunas, inteligentes o no inteligentes, imprudentes o sabias. Ciertamente, los juicios o proposiciones éticas, aunque siempre deben tomar en consideración los hechos, no se basan puramente en hechos, sino que son valorativas. Esto no significa que sean arbitrarias o meramente «emotivas» —en el sentido despectivo en que ese adjetivo es usado por los positivistas y, en efecto, por el que parece haber sido acuñado—. Las reglas, juicios y proposiciones éticas son intentos de responder a esta pregunta: ¿Qué es lo mejor que se debe hacer?
Y debería ser tan asombroso que «¿qué es lo mejor que se debe hacer?» debiera ser una clase diferente de pregunta de la descriptiva y basada en los hechos «¿cuál es la situación presente?». Es esta última la pregunta «científica», la derivada: la respuesta a ella es el medio para responder a la primera. La cuestión principal en la que estamos interesados con relación al cáncer es cómo curarlo. Para responder a eso, primero debemos contestar preguntas tales como «¿qué es exactamente?» y «¿qué lo causa?». Pero nadie en sus cinco sentidos dice que estas últimas preguntas sean las únicas «reales», porque son las únicas «científicas», o que la pregunta «¿cómo podemos curarlo?» es simplemente «emotiva» o «meramente» valorativa. Sin embargo, esta es la clase de cosas que se dicen constantemente hoy día, por positivistas y otros, sobre las preguntas éticas.
El problema principal del hombre, desde el inicio de los tiempos, ha sido este: «¿Cómo puedo mejorar mi condición?». A medida que en la sociedad el individuo va descubriendo que su condición está inextricablemente ligada a la de sus compañeros, la pregunta evoluciona hacia esta otra: «¿Cómo podemos —nosotros— mejorar de condición?». La humanidad concluye que, para contestar a esta pregunta, primero debe aumentar su conocimiento sobre cuáles son en realidad las condiciones existentes, su conocimiento de los hechos, de la operación de causa y efecto, de la diferencia entre realidad e ilusión: en resumen, su dominio de la ciencia positiva.
Así, repito, el estudio de los hechos y la ciencia es un medio para solucionar el problema sobre cómo mejorar la condición del hombre. La ética es el intento de abordar un aspecto amplio de este problema; las ciencias individuales son un medio relativamente indirecto de tratar otros aspectos específicos del problema. Pero llegan los positivistas y demuestran triunfalmente que la ética no es una descripción del hecho existente o el descubrimiento de leyes científicas; y, por tanto, la desechan como «puramente emotiva» o «sin sentido».
Esta es una forma de exaltación de los medios sobre el fin. El fin —cómo mejorar nuestra condición— es tratado como si no tuviera sentido o importancia; el medio —el conocimiento científico— es tratado como de suma importancia, como lo único importante. El valor instrumental y derivado es evaluado por encima del valor intrínseco del cual se deriva.
Tener esta visión invertida es estar completamente confundido en la filosofía moral.