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Ascetismo

1. El culto de la propia tortura

En la tradición ética cristiana —de hecho, en casi toda tradición ética que descanse sobre un fundamento religioso— hay una profunda y vigorosa vena de ascetismo. Tan profunda es que hasta el día de hoy al «moralista» se le considera, por lo general, un aguafiestas. La mayoría de los autores que escriben de ética a lo más que llegan es a parecer más bien condescendientes con el placer, al tiempo que se muestran temerosos de rechazar los principios ascéticos, excepto en sus formas más extremas.

Jeremy Bentham escandalizó a la mayoría de sus contemporáneos por su abierta mofa de tales principios. Él los definió como «aquellos que, como ocurre con el principio de utilidad, aprueban o desaprueban cualquier acción, según la tendencia que parece tener a aumentar o a disminuir la felicidad del sujeto cuyo interés está en cuestión, pero de una manera inversa: aprobando las acciones que tiendan a disminuir su felicidad y desaprobando las que tiendan a aumentarla. Es evidente que cualquiera que repruebe incluso la menor partícula de placer, como tal, de cualquier fuente que provenga, es por tanto un partidario del principio de los principios del ascetismo».[221]

Y prosiguió a ridiculizar su base lógica:

Asceta es un término que a veces ha sido aplicado a los monjes. Viene de una palabra griega que significa ejercicio. Las prácticas por las cuales los monjes solían distinguirse de los demás fueron conocidas como ejercicios. Estos ejercicios consistían muchas veces en formas de atormentarse. Mediante ellos pensaban congraciarse con la deidad. La deidad, decían, es un ser infinitamente bueno; ahora bien, un ser de bondad más ordinaria se complace en ver cómo otros son tan felices como puedan; por lo tanto, ser tan infelices como podamos es el modo de complacer a la deidad. Si alguien les preguntara: ¿Qué motivo pueden tener para hacer todo esto? ¡Ah!, responderían, usted no debe suponer que nos castigamos por nada: sabemos muy bien lo que hacemos. Usted debe saber que por cada gramo de dolor que esto nos cuesta ahora, con el tiempo habremos de tener cien gramos de placer. El caso es que Dios se goza en cómo nos atormentamos ahora a nosotros mismos. De hecho, prácticamente Él mismo nos lo ha dicho así. Pero esto lo hace solo para probarnos, a fin de ver cómo somos capaces de actuar, pues está claro que no podría saberlo sin hacer el experimento. Ahora bien: la satisfacción que le causa vernos tan infelices como podemos en esta vida se nos convierte en una prueba segura de la satisfacción que le dará vernos tan felices como Él pueda hacernos en una vida por venir.[222]

Cuando el ascetismo se lleva a su conclusión lógica, solo puede resultar en suicidio o en una muerte voluntaria. Ningún hombre puede suprimir todos sus deseos. A menos que satisfaga su deseo de alimento y bebida o «consienta» en tomarlos, solo podrá sobrevivir unos pocos días. El asceta que constantemente se flagela a sí mismo se torna hasta incapaz de trabajar, pues agota su cuerpo y su mente. Debe entonces depender para su supervivencia de la generosidad de otros, que consientan en darle limosna. Pero eso significa que el asceta solo puede sobrevivir porque el ascetismo no es obligatorio para todos. Otros deben trabajar productivamente para que él pueda vivir con parte de lo que producen. Y como el asceta no solo debe tolerar, sino incluso depender de los no ascetas para su supervivencia, el ascetismo debe desarrollar una moralidad dual, una para santos y otra para mundanos, que escinde la ética por la mitad. Si los ascetas suprimen todos los deseos sexuales, deben depender de otros para librar a la raza humana de la extinción.[223]

Pero, aunque solo unos cuantos hayan sido capaces de llevar los principios ascéticos a su conclusión lógica, y solo en la última semana de sus vidas, otros muchos han tenido éxito en llevarlos a extremos fantásticos e increíbles. Oigamos el relato que hace Lecky sobre la «epidemia ascética» que barrió el mundo cristiano durante los siglos IV y V:

No existe, quizás, una fase en la historia moral de la humanidad con un interés más profundo o más doloroso que esta epidemia ascética. Un maníaco horrible, sórdido y demacrado, sin conocimiento, patriotismo, afecto natural, pasando su vida en una larga rutina de automortificación inútil y atroz, y amedrentándose ante los fantasmas horrorosos de su cerebro delirante, se había convertido en el ideal de las naciones que conocieron los escritos de Platón y Cicerón, y las vidas de Catón y Sócrates. Durante aproximadamente dos siglos, la maceración horrible del cuerpo fue considerada como la prueba más alta de excelencia. San Jerónimo declara, con emocionada admiración, cómo había visto a un monje que durante treinta años había vivido exclusivamente con una pequeña porción de pan de cebada y agua cenagosa; a otro que vivió en un agujero y nunca comió más de cinco higos como alimento diario; a un tercero, que solo se cortaba el cabello el Domingo de Resurrección, nunca lavaba su ropa, nunca se cambiaba la túnica, hasta que se cayera en pedazos, se privaba de comida, hasta que sus ojos se debilitaban y su piel se volvía «como una piedra pómez», y cuyos méritos, mostrados por estas austeridades, Homero mismo sería incapaz de contar. Se dice que, durante seis meses, San Macario de Alejandría durmió en un pantano y expuso su cuerpo desnudo a las picaduras de moscas venenosas. Estaba acostumbrado a llevar cargadas ochenta libras de hierro. Su discípulo, San Eusebio, cargaba ciento cincuenta libras y vivió durante tres años en un pozo seco. San Sabino solo comía maíz podrido. San Besarión pasó cuarenta días con noches entre arbustos de espinosos, y durante cuarenta años nunca se acostó para dormir. Esta última penitencia también fue practicada durante quince años por San Pacomio. Algunos santos, como San Marciano, limitaban su alimento a una sola comida por día, tan pequeña que continuamente se sentían atormentados por el hambre. De uno de ellos se cuenta que su alimento diario eran seis onzas de pan y unas pocas hierbas; que nunca se le veía reclinarse sobre una estera o cama, ni acomodar sus miembros para dormir fácilmente; y que a veces, a causa del excesivo cansancio, se le cerraban los ojos mientras comía y el alimento se le caía de la boca. Otros, sin embargo, comían solo cada dos días; y muchos, si pudiéramos creer al historiador monacal, se abstenían de todo alimento durante semanas enteras. Se dice que San Macario de Alejandría no se acostó durante una semana entera y solo el domingo comía unas hierbas crudas. De otro santo famoso, llamado Juan, se afirma que durante tres años permaneció rezando de pie, inclinado sobre una roca; que durante todo aquel tiempo nunca se sentó ni se recostó, y que su único alimento era el Sacramento, que le llevaban los domingos. Algunos ermitaños vivieron en madrigueras abandonadas por las bestias salvajes, otros en pozos secos, y otros, finalmente, encontraron su morada entre las tumbas. Hubo quienes despreciaban la ropa y se arrastraban por todas partes como animales, cubiertas únicamente con su pelo enmarañado. En Mesopotamia y en parte de Siria existió una secta, conocida como los «pastadores», cuyos miembros nunca vivieron bajo techo, no comían carne ni pan, y pasaban el tiempo en las laderas de las montañas pastando como ganado. La higiene del cuerpo fue considerada una contaminación del alma y los más admirados de todos se habían convertido en una horrible masa de mugre. San Atanasio cuenta con entusiasmo cómo San Antonio, el patriarca del monacato, nunca, con excepción de cuando ya era muy anciano, había sido culpable de lavarse los pies. El menos constante, San Poemeno, empezó a practicar este hábito, también por primera vez, cuando ya era muy anciano y, con una pizca de sentido común, se defendió ante los sorprendidos monjes diciendo que él había «aprendido a matar no su cuerpo, sino sus pasiones». San Abraham, el ermitaño, que vivió cincuenta años después de su conversión, no volvió a lavarse desde aquella fecha la cara ni los pies. Según se dice, era una persona de singular belleza, y su biógrafo comenta, de manera bastante peculiar, que «su cara reflejaba la pureza de su alma». San Ammón nunca se vio desnudo a sí mismo. Una virgen famosa llamada Silvia, cuando ya tenía sesenta años y a pesar de que una enfermedad corporal que padecía era consecuencia de sus hábitos higiénicos, rechazaba tajantemente, con base en principios religiosos, lavar cualquier parte de su cuerpo, excepto sus dedos. Santa Eufrasia ingresó en un convento de ciento treinta monjas que nunca se lavaban los pies y se estremecían ante la mención del baño. Un anacoreta se imaginó una vez que era burlado por una ilusión del diablo, cuando vio deslizarse ante él, por el desierto, a una criatura desnuda, negra por la suciedad y por la continua exposición al sol, con sus blancos cabellos flotando en el viento. Se trataba de una mujer que alguna vez fue hermosa, Santa María Egipcíaca, que durante cuarenta y siete años expió así sus pecados. La concesión ocasional de los monjes en cuanto a su carencia de higiene era un asunto que se criticaba con dureza. «Nuestros padres», dijo el abad Alejandro, mirando tristemente al pasado, «nunca se lavaban la cara, pero nosotros frecuentamos los baños públicos». Se contaba de un monasterio, en el desierto, en el que los monjes sufrían mucho porque no disponían de agua potable suficiente, pero, por las oraciones del abad Teodosio, surgió un copioso manantial. En vista de ello, algunos monjes, tentados por tal abundancia, se olvidaron de su antigua austeridad y persuadieron al abad que les permitiera construir un baño. Construido el baño, solo una vez pudieron gozar los monjes de sus abluciones, antes de que la corriente dejara de fluir. Todos los rezos, lágrimas y ayunos fueron en vano. Pasó un año completo. Por fin, el abad destruyó el baño, causa del disgusto divino, y las aguas volvieron a fluir nuevamente. Pero, entre todos los repugnantes excesos a los cuales el espíritu de austeridad fue llevado, la vida de San Simeón Estilita es el más notable. Sería difícil concebir un cuadro más horrible que el que se concreta en las penitencias con las cuales este santo comenzó su carrera ascética. Se había amarrado una cuerda en torno al cuerpo, y ésta acabó incrustándosele en la carne, que acabó pudriéndose alrededor de la misma. Su cuerpo emanaba un hedor horrible e intolerable para las personas presentes, y del mismo iban cayendo gusanos por dondequiera que se moviera o llenaban su cama. A veces se distanciaba del monasterio y dormía en un pozo seco, habitado, según se dice, por los demonios. A lo largo de su vida construyó sucesivamente tres columnas, la última de las cuales tenía sesenta pies de altura y apenas dos codos de circunferencia. En ella permaneció durante treinta años, expuesto a todos los cambios del clima, doblando su cuerpo para rezar, casi hasta el nivel de los pies, con la rapidez y frecuencia de un autómata. Un espectador intentó contar estos movimientos, pero desistió cansado cuando llevaba contados 1244. Cuentan que durante un año permaneció de pie solo sobre una pierna, porque la otra la tenía cubierta de úlceras horribles. Mientras esto hacía, encargó a su biógrafo que permaneciera a su lado, recogiendo los gusanos que cayeran de su cuerpo, y que los volviera a poner en las llagas. El santo le decía a los gusanos: «Coman lo que Dios les ha dado». Los peregrinos acudían desde todos los puntos cardinales y se amontonaban en torno a la columna para rendirle homenaje. Una muchedumbre de prelados lo siguió hasta la tumba. Se cuenta que una estrella brillante resplandeció milagrosamente sobre la columna en la que él estuvo. Fue voz general de la humanidad que era el modelo más alto de santo cristiano, y muchos otros anacoretas imitaron sus penitencias.[224]

Lecky continúa diciéndonos que

… la tortura propia fue considerada durante algunos siglos como la medida principal de la excelencia humana… La celda del ermitaño era el escenario del luto perpetuo. Lágrimas y sollozos, luchas rabiosas contra demonios imaginarios, paroxismos de desesperación religiosa, eran el tejido de su vida… Raramente se recurría al consuelo de las ocupaciones intelectuales. «El deber de un monje», decía San Gerónimo, «no es dar clases, sino llorar». … La gran mayoría de los primeros monjes parece haber sido hombres que no solo eran absolutamente ignorantes, sino que también consideraban el aprendizaje con declarada desaprobación…

Las luchas más terribles eran las libradas por los más jóvenes y ardientes… Muchos ermitaños tenían como regla no ver nunca la cara de una mujer… [En los siglos IV y V] la virtud cardinal del típico religioso no era el amor [cristiano], sino la castidad. Y esta castidad, considerada como el estado ideal, nada tenía que ver con la pureza de un matrimonio inmaculado. Se entendía como la supresión absoluta de todo el lado sensual de nuestra naturaleza. … El deber del santo era erradicar cualquier apetito natural… La consecuencia de esto era, antes que nada, un profundo sentimiento de la innata y habitual depravación de la naturaleza humana; en segundo lugar, una firme asociación de la idea del placer con la del vicio. Todo derivó necesariamente del valor supremo reconocido a la virginidad…

Separarse de los intereses y afectos de todos los que estaban a su alrededor era el objetivo principal del anacoreta, y un profundo descrédito de las virtudes domésticas fue la primera consecuencia de esta clase de ascetismo. El grado al que tal descrédito fue llevado, la dureza de corazón y la ingratitud manifestada por «aquellos santos» hacia los que estaban ligados a ellos por los lazos terrenales más estrechos, son conocidos solo por quienes no han estudiado la literatura original sobre el tema. Estas exageraciones son comúnmente esgrimidas en la sombra por los sentimentales modernos, que se deleitan idealizando a los devotos del pasado. Romper con su ingratitud el corazón de la madre que los había alumbrado, persuadir a la esposa que lo adoraba de que era su deber separarse de él para siempre; dejar a sus hijos desamparados y a merced del mundo, como si fueran mendigos, era considerado por el verdadero ermitaño como el ofrecimiento más aceptable a Dios. Su deber principal, e incluso único, era salvar su propia alma.

El efecto de la mortificación de los afectos familiares sobre el carácter general [concluye Lecky] fue probablemente muy pernicioso. El círculo familiar es el ámbito propio no solo para cumplir los deberes primarios, sino también para cultivar los afectos; y la dureza e insensibilidad extremas, que tan a menudo caracterizaban al asceta, eran la consecuencia natural de la disciplina que se imponía a sí mismo.[225]

2. William James por la defensa

En las Variedades de la experiencia religiosa (1902), de William James, encontramos ejemplos adicionales del ascetismo, tomados en su mayor parte de periodos muy posteriores. James es casi tan severo como Lecky en condenar el autocastigo en sus formas más extremas. «Los profesores católicos», indica, «siempre han profesado la regla según la cual, dado que la salud es necesaria para mantenerse eficazmente en el servicio a Dios, la salud no debe sacrificarse a la mortificación». Y añade: «Ya no podemos simpatizar con deidades crueles, y la idea de que Dios puede deleitarse con el espectáculo de sufrimientos autoinfligidos en su honor es detestable».[226] Pero James defiende el ascetismo en sus formas más leves y puede ser instructivo examinar sus razones.

Su primera defensa se basa principalmente en argumentos psicológicos. El santo puede encontrar un «placer positivo en el sacrificio y en el ascetismo».[227] Después cita un ejemplo asombroso:

Sobre la fundadora de la Orden del Sagrado Corazón… leímos: «Su amor al dolor y al sufrimiento era insaciable… Decía que podría vivir alegremente hasta el día del juicio final, con la condición de que siempre tuviera motivos para sufrir por Dios; pero vivir un solo día sin sufrimiento sería intolerable. Otra vez dijo que era devorada por dos fiebres inatacables: una, la Sagrada Comunión; otra, el sufrimiento, la humillación y la aniquilación. “Solamente el dolor”, decía continuamente en sus cartas, “hace soportable mi vida”».[228]

Es cierto que James trata este caso como «perverso» y «patológico», pero alaba seriamente un ascetismo «con mentalidad más saludable»:

El ascetismo puede ser una expresión de robustez orgánica, hastiada de tanta blandenguería… Aparte del placer inmediato que cualquier experiencia sensible pueda proporcionarnos, nuestra propia actitud moral general, al gozar o sufrir dicha experiencia, experimenta a su vez una satisfacción secundaria o un hastío. Hay, en efecto, algunos hombres y mujeres que pueden vivir sonriendo y diciendo la palabra «sí». Pero para otros (de hecho para la mayoría), este es un clima moral demasiado tibio y relajado. La felicidad pasiva es fofa e insípida y se vuelve pronto repugnante e intolerable. Deben mezclarse un poco de austeridad y de espíritu negativo, cierta actitud brusca, algún peligro, severidad y esfuerzo, un ¡no! y ¡no!, de cuando en cuando, para dar como resultado una existencia con carácter, solidez y fuerza.[229]

Nadie puede negar que esto sea psicológicamente cierto. Pero, al examinarlo, no resulta un argumento en favor del verdadero ascetismo. Simplemente indica que los hombres hallan su felicidad de maneras diferentes. Solo es un argumento contra un hedonismo superficial y miope, que identifica el «placer» con una mera indulgencia sensual o comodidad fofa. Hasta podría ser considerado un argumento hedonista refinado para el «ascetismo», que aconseja «austeridad» con el fin de afinar «el borde filudo del placer infrecuente».

Supone, en otras palabras, que uno puede maximizar sus satisfacciones y su felicidad en el largo plazo mediante alguna privación, cierto endurecimiento o determinada lucha temporal; de lo contrario, lo que se gana, según las propias palabras de James, «resulta demasiado barato y no tiene ningún deleite».

Sorprende cuántos de los argumentos ostensiblemente «antihedonistas» de los que están llenos los libros de texto éticos, al examinarlos resultan ser argumentos a favor de maneras más sutiles, inteligentes y previsoras de maximizar el placer o la felicidad que aquellos que recomiendan los llamados «hedonistas».

Pero además de esta defensa psicológica del «ascetismo», James sostiene una justificación ética, que pienso vale la pena citar con más amplitud:

Sin embargo, creo que una consideración más cuidadosa de todo el asunto, distinguiendo entre la buena intención general del ascetismo y la inutilidad de algunos actos particulares de los cuales puede ser culpable, debería rehabilitarlo en nuestra estimación. Pues, entendido en su sentido espiritual, el ascetismo representa nada menos que la esencia de una filosofía renacida. Simboliza —sin duda sin suficiente convicción, pero sinceramente— la creencia de que hay un elemento de verdadera maldad en este mundo, que no debe ser ignorado ni eludido, sino directamente enfrentado, vencido con los recursos heroicos del alma, y neutralizado y purificado por el sufrimiento…

La idolatría del lujo y riqueza materiales, que constituye en tan gran parte ser el «espíritu» de nuestra época…, ¿no contribuye al afeminamiento y falta de virilidad? ¿Acaso la forma exclusivamente complaciente y jocosa de educar hoy a la mayor parte de nuestros niños —tan diferente de la utilizada hace cien años, sobre todo en círculos evangélicos— no acarrea el peligro, a pesar de sus muchas ventajas, de desarrollar una cierta mala calidad en el carácter? ¿No habrá por ahí algunos recursos que puedan aplicarse a revisar y renovar la disciplina ascética?

Uno oye hablar del equivalente mecánico del calor. Lo que ahora tenemos que descubrir en el reino social es el equivalente moral de la guerra: algo heroico, que hablará a los hombres tan universalmente como la guerra, pero tan compatible con su yo espiritual como incompatible es la guerra. A menudo he pensado que en el viejo culto a la pobreza monacal, a pesar de la pedantería que lo infestó, podría haber algo como aquel equivalente moral de la guerra que buscamos. ¿Podría la pobreza voluntariamente aceptada equivaler a «una vida ascética», sin necesidad de aplastar a personas más débiles?

La vida en pobreza es, en efecto, una vida dura, sin condecoraciones, uniformes, histéricos aplausos populares, adulaciones o rodeos. Cuando uno ve la forma como la adquisición de riqueza se entraña, como un ideal, en la médula misma de nuestra generación, uno se pregunta si el renacimiento de la idea según la cual la pobreza es una vocación religiosa digna no podría ser «la transformación del coraje militar» y la reforma espiritual que tanto se necesitan en nuestro tiempo.

Entre nosotros, los pueblos de habla inglesa especialmente, el valor de la pobreza (como ascesis) tiene que ser vigorosamente cantado una vez más. Hemos crecido literalmente con miedo a ser pobres. Despreciamos a cualquiera que decide ser pobre para simplificar y salvar su vida interior. Si no se une a la brega y al jadeo general de la carrera por hacer dinero, lo juzgamos timorato y falto de ambición. Hemos perdido hasta la capacidad de imaginar lo que la antigua idealización de la pobreza podría haber significado: la liberación del apego a lo material, la libertad e independencia del alma, la indiferencia varonil, valorar el camino recorrido por lo que somos o hacemos y no por lo que tenemos, el derecho a disponer de nuestra vida irresponsablemente en cualquier momento —una condición más sana y atlética—; en resumen, el perfil para la lucha moral. Cuando nosotros, los de las llamadas clases superiores, nos asustamos como nunca en la historia los hombres se habían asustado por la fealdad material y la privación; cuando aplazamos el matrimonio hasta que nuestra casa pueda ser confortable y artísticamente decorada, y temblamos ante la idea de tener un hijo sin una cuenta bancaria a su disposición, y estar condenados al trabajo manual, es tiempo de que los hombres reflexivos protesten contra un estado de opinión tan afeminado e irreligioso.[230]

A la mayor parte de lectores les resultará difícil no sentir simpatía con esta exhortación tan elocuente, aunque puedan sospechar que James ha abandonado temporalmente el papel del filósofo moral por aquel de predicador. Cuando examinamos de manera crítica su argumento, descubrimos cierta ambigüedad en la forma como usa las palabras «pobreza» y «ascetismo». Es difícil admirar la mera avidez de poseer, la búsqueda de la riqueza misma, por la pura comodidad o por la simple ostentación. Pero ¿puede aplicarse esto a la búsqueda de riqueza —al menos de una riqueza suficiente— entendida como un medio para alcanzar otros fines? ¿Aboga James por la pobreza verdadera, que implica el tormento constante del hambre o hasta de la inanición, la carencia de educación apropiada o incluso la nutrición debida a los propios hijos, la imposibilidad de asegurar la ayuda médica para uno mismo o su familia, cuando algunos de sus miembros sufre un dolor pasajero o es consumido por alguna enfermedad grave? ¿Realmente «simplificaría y salvaría» la «vida interior» de alguien esta clase de pobreza? ¿O no convertiría esto más bien en un obstáculo insalvable contra el enriquecimiento de la propia vida interior?

Alguien con esta clase de «pobreza voluntariamente aceptada» no goza de una posición muy sólida para poder ayudar a los demás; por el contrario, es probable que, al presentarse una crisis, también él dependa de los vecinos buscadores de riqueza a quienes desprecia.

Lo que James pasó por alto es que toda riqueza honestamente adquirida suele lograrse de manera proporcionalmente directa a lo que cada uno puede contribuir a la producción: es decir, a los bienes y servicios que los demás necesitan o desean. La frase «hacer dinero» es una metáfora engañosa. Lo que la gente (excepto los falsificadores) «hace» o produce no es dinero, sino bienes y servicios deseados por otros en la medida en que están dispuestos a pagar dinero por ellos. Hay cierta tendencia a aplicar la expresión «hacer dinero» a actividades que no se admiran —quizás porque no se entiende su función o la necesidad de las mismas—. Los buenos doctores, dentistas y cirujanos todos «hacen dinero», de manera proporcional a lo buenos que son en su campo. Este dinero es pagado voluntariamente. ¿Habría desaprobado James tales carreras o los esfuerzos de un profesional por ser un mejor doctor, mejor dentista o mejor cirujano, para «hacer más dinero»?

En el campo cultural, pianistas, violinistas, cantantes de ópera, directores de orquesta, pintores, arquitectos, actores, dramaturgos, novelistas, e incluso sicólogos, filósofos y profesores eminentes «hacen dinero». Pero esto no significa que estén ocupados principalmente en hacerlo. Todos hacen su dinero prestando a otros un servicio por el cual están dispuestos a pagar. Para muchos de ellos, como Henry Ford o Thomas Edison, por ejemplo, el dinero que hacen es simplemente un subproducto de lo que añaden a las comodidades, satisfacciones y progreso de la comunidad. La verdad es que, en nuestra civilización, la mayor parte de las personas nunca llegan a ser eminentes, y se mantienen en ocupaciones más humildes, que poco o nada contribuyen a la «cultura», aunque sí, y mucho, a la base material, sin la que la cultura no sería posible. Un hombre sensato no desprecia al panadero, al carnicero, al lechero, al tendero, al camionero o a los agricultores, porque desarrollen sus actividades para hacer dinero. Haciendo dinero para sí, estas gentes le prestan servicios esenciales a él. Así es que «hacer dinero», entendido en sentido despectivo, suele aplicarse a actividades que el interlocutor no aprueba, como elaborar cerveza o destilar licor, o cuyo propósito económico no entiende del todo, como el corretaje de bolsa o la publicidad. Los detractores tienden a olvidar también que las vocaciones que a ellos les parecen aburridas son a menudo sumamente interesantes para quienes se dedican a ellas, y ayudan a darles alegría, color y sabor a sus propias vidas.

En fin, parece una inconsistencia de parte de James elogiar la «pobreza voluntariamente aceptada», porque implica «una vida ardua», y condenar el hacer dinero, porque implica «bregar» y «jadear». Esto equivaldría a condenar el hacer dinero porque conlleva una vida demasiado ardua. ¿No será, más bien, que muchas personas hallan en la producción y la rivalidad comercial intensa el ejercicio de su talento, la válvula de escape de su energía, el fortalecimiento de sus facultades, la prueba de su temple, su coraje y su resistencia, que son para ellas «el equivalente moral de la lucha»?

El filósofo moral no debería tratar de imponer a otros sus propias preferencias y sus valores meramente personales. Ninguno de nosotros tiene derecho a insistir en que otra gente viva nuestra clase de vida o persiga los fines especiales que a nosotros más nos interesan. Lo que el filósofo moral puede hacer, en cuanto tal, es únicamente sugerir que la gente se pregunte si la clase de vida que lleva y los objetivos que persigue realmente sirven para promover su propia felicidad en el largo plazo, o la felicidad de la comunidad de la que forma parte. Dentro de estos límites, todos deben decidir por sí mismos qué tipo de vida quieren o qué objetivos tienen más probabilidades de promover su propia felicidad. Este es el dominio de chacun à son goût [cada uno según su gusto].

3. Dominio de uno mismo y autodisciplina

El ideal ascético, sin embargo, se refleja todavía en la mayoría de las teorías éticas contemporáneas. Veamos cómo hace su aparición, por ejemplo, en la ética de Irving Babbitt.[231] Todo el énfasis de Babbitt está en las virtudes del decoro, la moderación, la restricción, la autoconquista, «el control interior», «la voluntad de abstenerse».[232] Pero se dice muy poco de la respuesta a esta pregunta obvia: ¿abstenerse de qué? ¿De hacer el bien? ¿De pintar un gran cuadro, componer una gran sinfonía, descubrir el remedio de alguna temida enfermedad?

El ideal de la virtud resumido en «la voluntad de abstenerse», como los ideales monacales y ascéticos de la Alta Edad Media, es esencialmente negativo. Según los mismos, la virtud debe consistir en abstenerse de algo. Pero la virtud es positiva. La virtud no es la mera ausencia del vicio, como el vicio no es la mera ausencia de virtud. Cuando un hombre está dormido (a menos que sea un centinela en servicio o esté en alguna posición según la cual no debería dormir), no puede decirse de él que es virtuoso o vicioso. Si, como dijo Aristóteles, «las mayores virtudes son aquellas que son más útiles a otras personas»,[233] su «voluntad de abstenerse» solo es negativamente útil para éstas.

El elemento de verdad en la teoría de Babbitt es un elemento que ha sido reconocido, si no por románticos rousseaunianos y los apóstoles de la autoindulgencia, al menos por cada utilitarista inteligente desde Bentham. Debemos abstenernos de los actos impulsivos que pueden proporcionarnos un placer momentáneo, a costa de la desilusión, el dolor y la miseria que en el largo plazo puedan contrarrestarlos. En resumen, cada uno de nosotros debe practicar la autodisciplina. Esto es inesperada, pero elocuentemente afirmado, hasta por Bertrand Russell, en un bosquejo sobre su amigo Joseph Conrad:

Él consideraba la vida humana civilizada y moralmente tolerable como un peligroso paseo sobre una delgada corteza de lava recién enfriada, que en cualquier momento podría quebrarse y dejar al imprudente hundirse en profundidades ardientes. Era muy consciente de las diversas formas de apasionada locura a las que son propensos los hombres, y fue esto lo que generó en él una creencia tan profunda en la importancia de la disciplina. Su punto de vista, podría decir alguien, era la antítesis del de Rousseau: «el hombre nace en cadenas, pero puede hacerse libre». Supongo que Conrad habría sostenido que se hace libre no porque deja sueltos sus impulsos, ni porque es despreocupado e incontrolado, sino por someter el impulso caprichoso a un objetivo dominante…

El punto de vista de Conrad estaba lejos de ser moderno. En el mundo moderno hay dos filosofías: una, que proviene de Rousseau, y rechaza la disciplina como innecesaria; la otra, que encuentra su expresión más completa en el totalitarismo, que considera la disciplina algo impuesto esencialmente desde fuera. Conrad se adhería a la tradición más antigua, según la cual la disciplina debería venir de dentro. Él despreciaba la indisciplina y odiaba la disciplina simplemente externa.[234]

La autodisciplina es ciertamente una virtud principal y un medio necesario para practicar la mayoría de las otras virtudes. Pero esencialmente la autodisciplina es un medio. Implica una confusión de pensamiento tratarla como un fin en sí misma. Su valor es principalmente instrumental, más bien que «intrínseco»; derivado, más que independiente. Uno se abstiene de ciertos excesos sexuales, o ciertos excesos en cuanto a fumar, beber o comer, en interés de la propia salud y de la propia felicidad a largo plazo.

Algo tan importante aun como medio tiende, por supuesto, a ser considerado también como un fin en sí mismo. Y siempre que la función principalmente instrumental del dominio de uno mismo, o autodisciplina, se tenga clara, ello no hace daño. Pero cuando la autodisciplina es considerada como la virtud y su práctica se torna obsesiva, corre peligro de convertirse en una forma de ascetismo perverso.

Existe, sin embargo, una zona oscura, en la que la decisión práctica puede ser difícil. En un pasaje famoso de su Psicología, William James impulsó a sus lectores a practicar el dominio de sí mismos en pequeñas cosas «innecesarias», para desarrollar la fuerza moral y el hábito:

Mantenga vivo en usted el esfuerzo, mediante un poco de ejercicio gratuito cada día. Es decir: sea sistemáticamente ascético o heroico, cada día o dos en pequeños puntos innecesarios; haga algo por la simple razón de que preferiría no hacerlo, de modo que, cuando se acerque la hora de extrema necesidad, no lo encuentre acobardado o inexperto para resistir la prueba. Esta clase de ascetismo es como el seguro que alguien paga por su casa y sus bienes. El gravamen no le proporciona ningún bien cuando paga, y posiblemente nunca le rinda un beneficio. Pero, si su casa se incendia, haberlo pagado será su salvación de la ruina. Lo mismo sucede con el hombre que diariamente ha ido creando hábitos de atención concentrada, voluntad enérgica y abnegación sin cálculos en cosas innecesarias. Resistirá como una torre cuando todo se tambalee a su alrededor y sus vecinos o conocidos más débiles sean aventados como paja por el viento.[235]

Es éste un consejo tonificante, apropiado para los jóvenes y probablemente decisivo para una buena educación moral. Pero cuando el carácter ya está formado y se ha alcanzado la madurez, dudo de que resulte necesario ser asceta o heroico en puntos «innecesarios». Si uno se levanta cada mañana suficientemente pronto para tomar el tren de las 8:05, se ducha, se afeita y hace las demás tareas matutinas; trabaja todo el día en un trabajo suficientemente difícil o comprometedor para ser lucrativo; cumple con sus citas y otras promesas; respeta las horas habituales; no bebe ni fuma en exceso, come con moderación, evita los alimentos difícilmente digeribles —para controlar el peso y el índice de colesterol—, hace suficiente ejercicio para estar en forma y prevenir la flojedad, ya ha hecho bastante. El Señor no le castigará por no imponerse pequeñas privaciones «innecesarias» para desarrollar sus músculos morales.

En resumen, podemos estar de acuerdo con William James en considerar la autodisciplina como —por decirlo— una forma de seguro moral, pero ello no constituye razón para pagar una prima excesiva. James usaba con frecuencia la palabra «ascetismo» cuando no se refería al verdadero ascetismo, sino solo a la autodisciplina o al autoendurecimiento, lo cual podría denominarse mejor atletismo. Digamos, por claridad de concepto y definición, que cualquier privación o esfuerzo voluntario que mina la salud y la fuerza es realmente ascetismo, pero que cualquier privación, ejercicio o esfuerzo voluntario que aumenta la salud, la fuerza y el vigor de uno no es ascetismo, sino atletismo o autodisciplina.

En suma: practicamos el dominio de nosotros mismos y rechazamos ceder a cada impulso, pasión o apetito animal no por el sacrificio en sí mismo, sino solo en interés de nuestra salud, felicidad y bienestar en el largo plazo.

Ludwig von Mises dijo:

Actuar razonablemente significa sacrificar lo menos importante por lo más importante. Hacemos sacrificios temporales cuando renunciamos a pequeñas cosas por obtener cosas más grandes; cuando dejamos, por ejemplo, de complacernos con el alcohol para evitar sus efectos negativos en nuestra salud. Los hombres se someten al esfuerzo que exige el trabajo para no pasar hambre.

Conducta moral es el nombre que damos a los sacrificios temporales que hacemos en interés de la cooperación social, principal medio por el cual los deseos del hombre y la misma vida humana pueden ser satisfechos. Toda la ética es ética social… Comportarse moralmente significa sacrificar lo menos importante por lo más importante, haciendo así posible la cooperación social.

El defecto fundamental de la mayor parte de los sistemas de ética antiutilitaristas radica en la mala interpretación del significado de los sacrificios temporales que el deber exige. En ellos no se ve el propósito del sacrificio y de renunciar al placer, y con base en los mismos se construye la hipótesis absurda de que el sacrificio y la renuncia son moralmente valiosos en sí mismos. En ellos se elevan el altruismo, la abnegación y el amor o la compasión que a los mismos conducen a valores morales absolutos. El dolor, que en principio acompaña al sacrificio, es definido como moral, porque es doloroso, lo cual está muy cerca de afirmar que toda acción dolorosa es moral para el que la realiza.

De esta confusión podemos deducir por qué varios sentimientos y acciones, son socialmente neutros y hasta dañinos, llegan a ser considerados morales…

El hombre no es malo simplemente porque quiera disfrutar del placer y evitar el dolor o, en otras palabras, vivir. La renuncia, la abnegación y el altruismo no son buenos en sí mismos…[236]

4. Convirtiendo medios en fines

Pero la persistencia de esta vieja confusión moral, de esta conversión de medios temporales en fines absolutos, ha dado lugar a que las filosofías dominantes de la moral sean sombrías y severas. Todas las teorías que insisten en la virtud y el deber por sí mismos son, casi necesariamente, lúgubres y tristes. Ellas se hace casi siempre hincapié en la abnegación, la privación, el sacrificio por sí mismo, y se tiende a la falacia de que el sufrimiento, la mortificación y la flagelación complacen a Dios. Pero las teorías que ponen el énfasis en la virtud y el cumplimiento del deber, entendidos principalmente como medios para reducir la miseria humana y promover la felicidad, no solo tienen la enorme ventaja de hacer la virtud atractiva, en lugar de desagradable, para la humanidad; y no solo son alegres en sí mismas, sino que implican que la propia alegría es una de las virtudes, porque hace a los que la adoptan una fuente de regocijo y alegría para otros, por ejemplo y por contagio, y no por solemne (e inconsistente) amonestación.

El ascetismo y el sacrificio propio, en tanto que ideales morales, pueden ser una perversión de la moral verdadera. En ambos casos se confunden los medios con los fines y se convierte un medio en un fin.

La disposición de someterse a privaciones o hacer sacrificios, en el caso de que se demostrara que son necesarios, es una cosa; la insistencia en someterse a privaciones y hacer sacrificios (y hacer del grado de las privaciones y los sacrificios, más que el bien conseguido con ellos, la prueba de la «moralidad» de una acción) es totalmente otra.

Aún así, esta confusión moral, esta exaltación de los medios por encima de los fines, persiste todavía en los juicios morales modernos. Un químico descubridor de una nueva medicina que cura a millones (pero cuyo trabajo puede no implicar ningún riesgo especial para él mismo y puede hasta proporcionarle ganancias) no es considerado como un ejemplo excepcional de «moralidad»; pero un doctor occidental que va al África a curar a un puñado de indígenas, y quizás les administra esa misma medicina, consigue una reputación mundial de «santo», porque sus acciones, si bien cuantitativamente mucho menos beneficiosas para la humanidad, conllevan grandes privaciones y sacrificios.

Puede argumentarse que, aunque este doctor quizás no ha hecho tanto bien directo e inmediato a la humanidad como el descubridor de la nueva medicina, ha tenido, sin embargo, más mérito desde el punto de vista moral; y que, en el largo plazo, su inspirador ejemplo personal puede rendir a la humanidad un beneficio que no será medido simplemente por el sufrimiento físico inmediato que el doctor haya aliviado mediante su trabajo. Tal vez. Pero es difícil evitar la sospecha de que, precisamente en África, gran parte de la idolatría hacia el doctor es el resultado de considerar el ascetismo, el sacrificio, la «moral», la «autoperfección», como el fin en sí mismo, que es totalmente distinto de que pueda o no contribuir a aliviar la miseria humana. Los santos medievales, muchos de los cuales tuvieron como ejemplo y maestro a San Simón Estilita, realizaron hazañas prodigiosas de ascetismo, pero apenas eran imitados por nadie más; sin embargo, un médico investigador moderno, que se inyecta a sí mismo los gérmenes o el virus de una temida enfermedad, para probar si sirve o no sirve, puede proporcionar a la humanidad un beneficio incalculable. El sacrificio que hace y el riesgo que corre no tienen sentido por sí mismos, sino por un objetivo posterior que les da valor y sentido.

En suma, la moral es un medio. Esforzarse por la «moral» o la «autoperfección» en sí mismas es una perversión de la moral verdadera.