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«La ley de la naturaleza»

Desde tiempo inmemorial, muchos filósofos y poetas han sostenido que la guía ética suficiente para el hombre es «seguir las leyes de la naturaleza». Tomado literalmente, el consejo es innecesario y absurdo: es imposible violar las leyes de la naturaleza; el hombre no puede dejar de obedecerlas.

La última palabra según la teoría de que el hombre «debe» seguir las leyes de la naturaleza, o que debe tomar como su guía moral cualquier suceso de la «naturaleza», fue dicha por John Stuart Mill en su ensayo Nature, escrito en 1854 pero publicado en 1874, después de su muerte. Mill indica que la palabra naturaleza tiene dos significados principales: ya sea que denote el sistema completo de cosas, incluidas todas sus propiedades, y las relaciones de causa y efecto, o que denote las cosas tal como serían si no existiera la intervención humana.

En el primer supuesto, la doctrina de que el hombre debe seguir a la naturaleza no tiene sentido. El hombre no tiene el poder de hacer otra cosa. Todas sus acciones se realizan necesariamente de conformidad con la naturaleza, u obedecen a una o más de las leyes físicas o mentales de la misma. En el otro supuesto —según el cual el hombre debe hacer que el curso espontáneo de las cosas sea el modelo de sus propias acciones voluntarias— Mill sostenía que no solo era irracional, sino incluso inmoral. Es irracional, porque toda acción humana, cualquiera que sea, consiste en alterar el curso espontáneo de la naturaleza, y toda acción beneficiosa consiste en mejorarla. Es inmoral, porque la naturaleza puede ser insensible, destructiva y cruel:

En honor a la verdad, casi todas las cosas que los hombres les hacen a otros, por las cuales se les ahorca o encarcela, son actuaciones de la vida cotidiana de la naturaleza. El acto más criminal reconocido por las leyes humanas, el asesinato, la naturaleza lo comete con cada persona una vez en la vida; y en una gran proporción de casos, después de torturas tan prolongadas y horribles como únicamente los mayores monstruos de los que hemos tenido noticia han empleado intencionalmente con sus semejantes. Si, por una reserva arbitraria, nos negamos a aceptar como asesinato nada que no se concrete en el determinado plazo que se supone se le debe asignar a cada vida humana, la naturaleza también hace lo mismo con casi todas las vidas, exceptuando un pequeño porcentaje, y lo hace de todas las formas, violentas e insidiosas, como los peores seres humanos le quitan la vida a otros. La naturaleza empala a los hombres, los tortura como si estuvieran en el potro, los arroja a las bestias para que sean devorados por ellas, los quema como en la pira, los lapida como al primer mártir cristiano, los hace perecer de hambre, los mata de frío, los intoxica con sus exhalaciones, rápidas o lentas, de veneno, y dispone de cientos de otras atroces formas de muerte, con una crueldad tal que ni la ingeniosa crueldad de un nabí o un Domiciano superaron jamás. Todo esto lo ejecuta la naturaleza con la más desdeñosa indiferencia, tanto de la misericordia como de la justicia, dejando caer su ira indistintamente sobre los mejores y más nobles, y los peores y más malvados. A veces pareciera que su peso cae sobre los que están empeñados en las tareas más nobles y valiosas, a menudo como consecuencia directa de mismas, y hasta incluso como un castigo precisamente por haberlas realizado. Abate a aquellos de cuya existencia depende el bienestar de muchas personas, proyectos tal vez de la raza humana para generaciones por venir, con tan pocos remordimientos como los de aquellos cuya muerte es un alivio para ellos mismos, o una bendición para quienes se hallan bajo su nociva influencia.

Tal es el trato de la naturaleza con la vida. Aun cuando su intención no sea matar, impone las mismas torturas con aparente crueldad. En esa torpe disposición que ha establecido para la perpetua renovación de la vida animal, considerada necesaria por la rápida ejecución con que se cumple cada instancia individual, ningún ser humano llega al mundo sin que otro sea literalmente torturado en el potro por horas o días, concluyendo frecuentemente con la muerte. Lo otro que contribuye a quitarnos la vida —al mismo nivel, según una importante autoridad— es quitarnos los medios para nuestro sustento. La naturaleza también ejecuta esta acción a la mayor escala y con la más insensible indiferencia: un huracán destruye las esperanzas de una temporada; una bandada de langostas o una inundación devastan un distrito; un cambio químico insignificante en una raíz comestible causa la muerte por hambre de un millón de personas; las olas del mar, como bandidos, se apropian del patrimonio del rico y de los menguados haberes del pobre, con la misma rapacidad de despojo, heridas y muerte que otros seres humanos. En pocas palabras: todo lo que los peores hombres cometen, sea contra la vida o contra la propiedad, es perpetrado en mayor escala por los agentes naturales. La naturaleza tiene «noyades» aún más fatales que los de Carrier; sus erupciones de fuego son tan destructivas como la artillería humana; su ira y su cólera sobrepasan con creces las tasas de veneno de los Borgia. Incluso el respeto al «orden», que se considera una forma de seguir los caminos de la naturaleza, es en realidad una contradicción. Todo lo que las personas suelen temer o despreciar como el «desorden» y sus consecuencias es precisamente una contraparte de los caminos de la naturaleza. La anarquía y el terror son sobrepasados en injusticia, ruina y muerte por un huracán o una peste…

La naturaleza no puede constituir un modelo apropiado para que nosotros lo imitemos. ¿O es correcto que matemos porque la naturaleza mata; torturemos porque la naturaleza tortura; causemos ruina y devastación porque la naturaleza lo hace? ¿O no debemos de considerar para nada todo lo que la naturaleza hace, sino solamente lo que es bueno hacer por sí mismo? Si existe la reductio ad absurdum, seguramente este es uno de los casos en que tal hecho se cumple. Si hay suficiente base para hacer una cosa, porque la naturaleza lo hace, ¿por qué no otra? ¿Si no todas las cosas, por qué alguna?…

Conformarse con la naturaleza no está de ninguna manera vinculado con el bien y el mal.

El punto queda suficientemente claro. Tal vez demasiado, y debo llamar la atención sobre algunas reservas. Si vemos la naturaleza como la fuente de todo mal, no debemos pasar por alto que también es la fuente de todo bien. Si nos hiere y mata, también nos da salud y vida. La naturaleza puede destruir al hombre, pero ha sido ella la que ha hecho posible la existencia del hombre. Y, como nos recordó Bacon, «la naturaleza no se gobierna sino obedeciéndola». No podemos «mejorar» la naturaleza, ni utilizarla para avanzar en nuestros propios propósitos, a menos que la estudiemos y aprendamos sus leyes. Debemos hacer uso de alguna o varias de sus leyes, para superar los obstáculos que dificultan la consecución de nuestros objetivos, mediante otra u otras de sus leyes. «Ese arte que según usted agrega valor a la naturaleza es un arte al que la naturaleza da origen… El arte en sí mismo es naturaleza».[219] El estudio de los caminos de la naturaleza es la primera ley de la inteligencia, de la prudencia e incluso de la supervivencia.

Pero eso no significa, como lo estimó Cicerón, que «todo aquello que ocurre con el curso de la naturaleza debe ser considerado bueno». La identificación o confusión de la idea de la naturaleza con la idea de la razón o la idea del bien ha confundido, de hecho casi sin esperanza, el pensamiento legal durante casi veinte siglos. Ello se ilustra con la historia de la doctrina de ius naturale, o ley natural en el sentido legal, que en su mayoría ha sido defendida o rechazada por razones equivocadas. El concepto es correcto e indispensable para toda reforma legal, pero la terminología es engañosa. Los antiguos romanos llegaron a ambos con suficiente «naturalidad». Sus adeptos creían que todas las normas deberían ser razonables y «naturales». Los estoicos observaron y veneraron la «norma de la naturaleza» en el mundo en general. Estaban convencidos de que la razón y lo correcto eran la voz de la naturaleza. Pero a lo que realmente se referían con la ley de la naturaleza es a la ley de la razón o la ley ideal. «La ley de la naturaleza», como lo expresó un escritor, «es una apelación del César a un César mejor informado; una apelación de la sociedad en general, no en contra de las decisiones o normas individuales, sino contra los sistemas completos de la ley positiva».[220] El clamor por una ley natural es, en resumen, un clamor por la purificación y reforma de la ley positiva, una apelación de la ley positiva a la justicia, una apelación de la realidad a los ideales; una apelación, por así decirlo, del máximo tribunal humano existente a un tribunal todavía superior.

Toda mejora de la ley positiva depende de la sustentación de este ideal, así como todas las mejoras de la moral positiva dependen de la sustentación, purificación y perfección de nuestros ideales éticos.