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El misterio de la moral

Cada uno de nosotros ha crecido en un mundo en el que los juicios morales ya existen. Estos juicios son emitidos cada día por todos sobre la conducta de los demás. Y no sólo nos encontramos a nosotros mismos aprobando o desaprobando cómo actúan otras personas, sino aprobando o desaprobando ciertas acciones, e incluso ciertas reglas o principios de acción, dejando totalmente de lado nuestros sentimientos sobre quienes los realizan o siguen. Esto es tan complejo que la mayoría de nosotros incluso aplicamos estos juicios a nuestra propia conducta, y la aprobamos o desaprobamos en la medida que juzgamos que esta se conforma con los principios o estándares con los que juzgamos a los demás. Cuando, según nuestro propio juicio, no vivimos a la altura del código moral que habitualmente aplicamos a los otros, nos sentimos «culpables», nos molesta nuestra «conciencia».

Puede ocurrir que nuestros estándares morales personales no sean precisamente los mismos, en todos los aspectos, que los de nuestros amigos, vecinos o conciudadanos, pero son asombrosamente similares. Encontramos mayores diferencias cuando comparamos estándares «nacionales» con los de otros países, y quizá mayores aún cuando los comparamos con los estándares morales de personas que han vivido en un pasado distante. Pero, a pesar de estas diferencias, parecemos encontrar, por lo general, un núcleo casi invariable de similitud, y juicios persistentes que condenan características como la crueldad, la cobardía y la traición, o acciones como mentir, robar o asesinar.

Ninguno de nosotros podemos recordar cuándo empezamos a emitir juicios morales de aprobación o desaprobación. Pareciera más bien que tales juicios nos hayan sido dictados por nuestros padres desde la infancia —bebé «bueno», bebé «malo»— y desde entonces emitimos esos juicios indiscriminadamente respecto a personas, animales y cosas —«buen» compañero o «mal» compañero, «buen» perro o «mal» perro, e incluso puerta «mala», si nos golpeamos la cabeza con ella—. Sólo gradualmente empezamos a distinguir la aprobación o desaprobación hecha sobre una base moral de la aprobación o desaprobación fundamentada sobre otras bases.

Los códigos morales implícitos probablemente hayan existido por siglos antes de explicitarse —como el decálogo, la ley sagrada de Manu, o el Código de Hammurabi—. Y fue mucho tiempo después de esta explicitación, hablada o escrita, en proverbios, mandamientos o leyes, cuando los hombres empezaron a conjeturar sobre ellos y a buscar conscientemente una explicación común o una razón de ser.

Luego tuvieron que afrontar un gran misterio. ¿Cómo llegó a existir tal código moral? ¿Por qué consistía de cierto grupo de mandamientos y no de otros? ¿Por qué prohibía ciertas acciones? ¿Por qué sólo estas? ¿Por qué imponía o mandaba otras? ¿Cómo sabían los hombres que ciertas acciones eran «buenas» y otras «malas»?

La primera teoría fue que ciertas acciones eran «buenas» y otras «malas» porque Dios o los dioses así lo habían decretado. Unas acciones eran agradables a Dios (o a los dioses) y otras desagradables. Algunas serían recompensadas por Dios o los dioses, aquí o en el más allá, y otras castigadas, aquí o en el más allá.

Esta teoría —o fe, si se la puede llamar así— se mantuvo por siglos. Todavía es, probablemente, la teoría o fe más frecuente a nivel popular. Pero entre los filósofos, incluso entre los primeros filósofos cristianos, se topó con dos dificultades. La primera: ¿Era entonces este código moral puramente arbitrario? ¿Eran ciertas acciones buenas y otras malas simplemente porque Dios así lo había querido? ¿No sería más bien la causalidad al revés? La naturaleza divina de Dios no podría desear lo malo, sino solamente lo bueno. Él no podría decretar lo malo, sino únicamente lo correcto. Pero este argumento implicaba que el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, eran independientes de la voluntad de Dios e incluso preexistentes a la misma.

Había una segunda dificultad. Incluso si el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, hubieran sido determinados por la voluntad de Dios, ¿cómo podríamos nosotros, los mortales, conocer tal voluntad? La pregunta fue contestada por los judíos de una manera quizá demasiado simple: Dios mismo dictó a Moisés, en el Sinaí, los Diez Mandamientos, y cientos de otras leyes y juicios. De hecho, escribió incluso los Diez Mandamientos con su propio dedo, sobre tablas de piedra.

Sin embargo, con todo y lo numerosos que los mandamientos y juicios eran, no distinguían claramente la importancia y el grado de pecaminosidad entre cometer asesinato y trabajar el día de reposo. No han sido y no pueden ser consistentemente una guía para los cristianos. Los cristianos no hacen caso de las leyes dietéticas prescritas por el Dios de Moisés. El Dios de Moisés ordenó: «Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe» (Éxodo 21:24, 25). Pero Jesús ordenó: «A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra» (Mateo 5:39); «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian» (Mateo 5:44); «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros» (Juan 13:34).

El problema, por tanto, continúa: ¿Qué hacemos para separar lo correcto de lo incorrecto? Otra respuesta, dada incluso por muchos escritores éticos, es que lo hacemos a través de un «sentido moral» especial o por «intuición» directa. La dificultad aquí no sólo es que el sentido moral o intuición de un hombre implica diferentes respuestas que los de otro, sino que el sentido moral o intuición muchas veces no le proporciona una respuesta clara, ni siquiera cuando lo consulte.

Una tercera respuesta es que nuestro código moral es un producto de la evolución social gradual, como el lenguaje, o los modales, o el derecho consuetudinario, y que, como ellos, ha crecido y evolucionado para satisfacer la necesidad de paz, orden y cooperación social.

Una cuarta respuesta es la del simple escepticismo moral o nihilismo, que influye para que se consideren todas las reglas o juicios morales como el resultado de supersticiones sin fundamento. Pero este nihilismo nunca es consistente y pocas veces es sincero. Si alguien que lo profesara fuese tirado al suelo, golpeado brutalmente y robado, sentiría algo notablemente similar a la indignación moral, y expresaría sus sentimientos en palabras muy difíciles de distinguir de aquellas con las cuales se expresa una desaprobación moral.

Una forma menos violenta, sin embargo, de convertir al nihilista moral sería simplemente pedirle que imagine una sociedad en la que no exista ningún código moral, o en la que éste sea exactamente opuesto a los códigos con los que nos encontramos de continuo. Podríamos pedirle que imaginara cuánto podría prosperar una sociedad (o los individuos de la misma), o incluso continuar existiendo, donde la actitud de descortesía, el rompimiento de las promesas, la mentira, la trampa, el robo, el hurto, golpear, apuñalar, disparar; o la ingratitud, la deslealtad, la traición, la violencia y el caos fueran la norma, y se les tuviera en tal alta estima, o incluso fueran actitudes más apreciadas que sus opuestos: los buenos modales, honrar las promesas, decir la verdad, cultivar la honestidad, la justicia, la lealtad, la consideración con los demás, la paz, el orden y la cooperación social.

Más adelante examinaremos con mayor detalle cada una de estas cuatro respuestas.

Pero las falsas teorías éticas y las posibles falacias respecto de la ética son casi infinitas. Sólo podemos ocuparnos de unas pocas entre las principales que se han sostenido históricamente o que aún siguen estando bastante extendidas. Sería poco rentable y económico explicar en detalle por qué cada teoría falsa está equivocada o es inadecuada, a menos que primero intentemos encontrar los verdaderos fundamentos de la moralidad y el perfil de un sistema de ética razonablemente satisfactorio. Si encontramos la respuesta correcta una vez, será mucho más fácil ver y explicar por qué otras respuestas están equivocadas o, a lo sumo, son verdades a medias. Nuestro análisis de los errores será entonces no sólo más claro, sino más económico. Y usaremos ese análisis de los errores para afinar nuestra teoría positiva y hacerla más precisa.

Ahora bien, hay dos métodos principales, que podemos utilizar para formular una teoría de la ética. El primero podría ser el que podríamos llamar, por identificación más que por exactitud, el método inductivo o a posteriori. Éste consistiría en examinar cuáles son nuestros juicios morales sobre varios actos o características, y luego tratar de ver si forman un todo consistente, así como en qué principio o criterio común, si es que lo hay, se basan. El segundo sería el método a priori o deductivo. Este consistiría en hacer caso omiso de los juicios morales existentes: en preguntarnos si un código moral serviría para algún propósito y, de ser así, cuál sería ese propósito; luego, habiendo precisado el propósito, preguntarnos desde qué principios, criterios o códigos se lograría convertir en realidad. En otras palabras, trataríamos de inventar un sistema moral, y luego probaríamos los juicios morales existentes con el criterio al que hemos llegado deductivamente.

El segundo fue esencialmente el método de Jeremy Bentham. El primero correspondería a pensadores más cautelosos. El segundo, por sí mismo, sería temerario y arrogante. El primero, por sí mismo, podría resultar muy timorato. Pero como prácticamente todo el pensamiento fructífero consiste de una mezcla juiciosa —el método «inductivo-deductivo»— nos encontraremos utilizando unas veces uno y otras veces el otro.

Empecemos por la búsqueda del criterio moral último.