Intuición y sentido común
El intuicionismo es quizá la doctrina ética más antigua conocida por el hombre. Existió como una hipótesis tácita mucho antes de que hiciera su aparición como un principio filosófico explícito. Es la teoría según la cual sabemos inmediatamente, sin considerar sus consecuencias, qué actos son «correctos» y cuáles son «incorrectos».
Cuando tienen que explicar cómo sabemos esto, los intuicionistas dan una amplia variedad de respuestas. Unos dicen que lo sabemos por un «sentido moral» especial, implantado en cada uno de nosotros por Dios. Otros, que lo sabemos por la voz interior de nuestra «conciencia». Algunos (por ejemplo, Alfred C. Ewing), que lo sabemos por percepción inmediata o «cognición directa». Sir David Ross nos dice que al menos ciertos actos («cumplir una promesa… efectuar una justa distribución del bien… devolver los servicios prestados… promover el bien de otros… promover la virtud o perspicacia del agente») son «deberes prima facie» y que su rectitud prima facie es «manifiesta… como son evidentes un axioma matemático o la validez de una forma de inferencia».[193]
Para Sidgwick, el intuicionismo es la teoría que considera «la rectitud como una cualidad que pertenece a las acciones, independientemente de que conduzcan a cualquier fin ulterior».[194] La presencia de esa cualidad presunta se averigua simplemente «mirando» a las acciones mismas, sin considerar sus consecuencias. Pero Sidgwick prosigue, indicando que «no ha existido ninguna moral que no considerara las consecuencias»,[195] al menos algunas veces y hasta cierto punto. La prudencia (o previsión), por ejemplo, siempre ha sido considerada una virtud. Todas las listas modernas de virtudes «han incluido la benevolencia, que apunta generalmente a la felicidad de otros y, por lo tanto, necesariamente toma en consideración hasta los efectos remotos de las acciones».[196] Es difícil también trazar la línea entre un acto y sus consecuencias. Una consecuencia de golpear a un perro es que éste sufre; una consecuencia de pegarle un tiro a un hombre es que puede morir o muere. Tales consecuencias son normalmente consideradas como parte del acto mismo. La distinción entre un acto y sus consecuencias es en cierto modo arbitraria. En algún sentido, todas las consecuencias inevitables o razonablemente previsibles pueden ser consideradas como parte del acto mismo.
No entraré aquí en ninguna larga refutación del intuicionismo. Ha sido ya ampliamente refutado por otros escritores.[197] No es más racional juzgar un acto sin tomar en cuenta sus consecuencias de lo que sería realizarlo sin tomar en cuenta tales consecuencias. Las nociones morales que han parecido igualmente innatas, manifiestas o autorizadas a quienes las sostuvieron han variado enormemente entre razas, naciones, periodos e individuos. El canibalismo, la esclavitud, la poligamia, el incesto, la prostitución, han parecido moralmente aceptables en algún momento a ciertas tribus o pueblos. Nuestros conceptos de castidad, decencia, propiedad, modestia, pornografía… están sometidos constantemente a cambios sutiles. Nuestros juicios sobre lo que constituyen la moralidad y la inmoralidad sexual han cambiado enormemente, incluso en nuestra propia generación. Hasta en la misma Biblia encontramos los conflictos más agudos entre prescripciones morales. La Ley Mosaica nos autoriza responder así, en el caso de ser agredidos: «Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie; quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe» (Éxodo 21:24-25). Pero Jesús nos dice: «Ustedes han oído que ha sido dicho, ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo: no resistan al mal, al contrario: a cualquiera que te abofetee en la mejilla derecha, ponle también la otra» (Mateo 5:38-39).
No necesito profundizar más en las diferencias y conflictos entre las «intuiciones» morales consideradas como «evidentes por sí mismas» en tiempos y lugares diferentes. Puede encontrarse documentación abundante sobre ello en los trabajos de John Locke, Herbert Spencer, W. E. H. Lecky, Guillermo Graham Sumner, L. T. Hobhouse, Robert Briffault, etc.
Cuando decidimos si actuamos o no de acuerdo con cualquier regla moral dada, de hecho estamos prestando alguna consideración a las consecuencias probables de actuar de acuerdo con ella o de dejar de actuar de acuerdo con ella. Esto es especialmente cierto cuando entran en conflicto dos reglas morales establecidas: por ejemplo, la regla de que siempre deberíamos decir la verdad con la regla de que no deberíamos ocasionar a otros humillación, angustia o dolor evitables. Todavía no hay una respuesta «manifiesta» a la pregunta de si un doctor debería decir a su paciente que está muriéndose de cáncer.
Pero, si no hay «intuiciones» morales, ¿por qué tantos filósofos, y tantas otras personas inteligentes, han llegado a pensar que las hay? La razón es que la mayor parte de nuestros juicios morales parecen inmediatos, instantáneos y sin tomar en consideración las consecuencias probables de nuestros actos. Pero esto es así porque estos juicios han sido incorporados en nosotros por las tradiciones y convenciones sociales, y desde nuestra más temprana infancia. Están incluso incorporados en el idioma. Desde sus primeros días, un niño oye las palabras «bebé bueno» o «bebé malo», «perrito bueno» o «perrito malo». El juicio moral está incluido en la calificación y confundido con ella. Absorbemos nuestros juicios morales con nuestro idioma. Tanto dichos juicios como nuestro idioma son parte de nuestra herencia social. La razón por la cual sabemos que mentir es malo y estar equivocado no necesariamente lo es; que el robo es malo, pero la transferencia no necesariamente lo es; que el asesinato es monstruoso, pero lícito matar en defensa propia, es que estos juicios están incorporados en las palabras mismas, por los juicios de nuestros congéneres y las generaciones anteriores a nosotros.
Ahora bien, no tengo idea de que ningún filósofo sostenga o haya sostenido que conocemos el significado de las palabras —blanco y negro, perro y gato, mesa y silla, alto y bajo— por intuición. Pero algunos filósofos sí parecen sostener que conocemos el significado de bueno y malo, correcto e incorrecto, por alguna clase de intuición. Se sostiene que son «indefinibles» de algún modo mucho más misterioso y «artificial» del que lo son azul y amarillo, arriba y abajo, derecha e izquierda, son indefinibles.[198]
Ahora bien, la tradición ética en la que hemos crecido, y las valoraciones y juicios éticos que ella comporta, impregnan y colorean todo nuestro pensamiento. Los heredamos lo mismo que nuestro idioma. Como nuestro idioma condicionan nuestro pensamiento. No llegan al mismo grado que nuestro idioma, ya que sin la herencia social del idioma es dudoso que el individuo pueda pensar, en absoluto, en cualquier sentido civilizado del término; pero nuestras convenciones y valoraciones éticas sociales condicionan nuestro pensamiento y nuestras actitudes individuales en un grado enorme. Es porque son tan habituales, inmediatas e instantáneas por lo que tan a menudo son confundidas por «intuiciones».
Un escritor como Henry Sidgwick[199] sí las confunde a veces de esta manera. Sin embargo, una de sus grandes contribuciones a la ética consistió en examinar e intentar explicar la tradición ética de su tiempo y lugar, con más cuidado y más detalladamente de lo que cualquiera de sus precursores lo había hecho. Él no llamó a lo recibido la tradición ética, sino la moral del sentido común. Así lo explica en el prefacio a la segunda edición de sus Methods of Ethics: «La moral que examino en el libro 3 es mi propia moral tanto como la de cualquier hombre: es, como digo, “la moral del sentido común”, que solo intento representar en cuanto la comparto; solo me coloco fuera de ella (1) temporalmente, con el propósito de hacer una crítica imparcial, o (2) en tanto que soy forzado más allá de ella, por una conciencia práctica de su estado incompleto. Es cierto que he criticado pródigamente esta moral…».[200]
Como un utilitarista benthamita (es decir, uno directo y ad hoc), Sidgwick critica a veces la moral del «sentido común» demasiado a la ligera y arrogantemente, pero en la mayor parte de lo que dice al respecto es mucho más cauteloso y respetuoso que Bentham. En efecto, en cierta ocasión le rinde tributo elocuente:
Entonces, si debemos considerar la moral del sentido común como una maquinaria de reglas, hábitos y sentimientos, aproximada y generalmente —pero no de manera exacta o completa— adaptada a la producción de la mayor felicidad posible para seres en general conscientes; y si, por otra parte, tenemos que aceptarla como la maquinaria efectivamente establecida para alcanzar este fin, que no podemos sustituir de inmediato por ninguna otra, sino solo modificarla de forma gradual; solo resta considerar los efectos prácticos de la relación compleja y equilibrada como un utilitarista científico parece erguirse ante la moral positiva de su tiempo y de su país.
Hablando en general, el utilitarista se conformará claramente a ella y se esforzará por promover su desarrollo en otros. Puesto que, aun cuando la imperfección que encontramos en todas las condiciones actuales de la existencia humana —podemos incluso decir que en todo el universo en general, juzgado desde un punto de vista humano— se encuentra, en última instancia, hasta en la moral misma, en tanto esto se considere positivo; de todos modos, en la práctica, estamos mucho menos preocupados por corregirla y mejorarla de lo que estamos por ejecutarla y hacerla cumplir. El utilitarista debe repudiar totalmente esa disposición a la rebeldía contra la moral establecida, como algo puramente externo y convencional, en la que la mente reflexiva siempre es propensa a caer cuando se convence de que sus reglas no son intrínsecamente razonables. También debe rechazar, por supuesto, como supersticioso el temor a ella, que los moralistas intuitivos inculcan como un código divino absoluto. Aún así, el utilitarista lo contemplará naturalmente con reverencia y admiración, como un producto maravilloso de la naturaleza, resultado de largos siglos de crecimiento, que muestra en muchas partes la misma exacta adaptación de medios a exigencias complejas, como la que muestran las estructuras más elaboradas de los organismos físicos: el utilitarista lo manejará con respetuosa delicadeza, como un mecanismo elaborado del elemento fluido de opiniones y disposiciones, por cuya ayuda indispensable el quantum actual de felicidad humana está siendo continuamente producido: un mecanismo que «ni políticos ni filósofos» podrían crear, pero sin el cual la maquinaria más fuerte y tosca de la ley positiva no podría mantenerse permanentemente y la vida del hombre resultaría —como dice Hobbes— «solitaria, pobre, repugnante, brutal y corta».[201]
Sidgwick continúa diciendo: «De todos modos, como este orden moral actual es reconocidamente imperfecto, será deber del utilitarista ayudar a mejorarlo, así como un miembro de una sociedad civilizada moderna, más ordenado y respetuoso de la ley, incluye en su concepción del deber político la reforma de las leyes».[202]
Hasta aquí todo está muy bien. Pero aun así, no es tan fácil reformar y mejorar la moral tradicional o del sentido común,[203] como Sidgwick y otros utilitaristas clásicos tan a menudo parecían suponer. Ciertamente no puedo estar de acuerdo con Sidgwick en que «el único método posible» de modificar o complementar la moral del sentido común es el del «hedonismo empírico puro».[204]
Tiene una importancia cardinal reconocer por qué debemos tratar el código moral positivo existente no solo con tanto respeto como a las leyes de nuestro país, sino con mucho más respeto, incluso en una actitud muy cercana a la reverencia y al temor. Este código moral creció espontáneamente, como el idioma, la religión, las costumbres y la ley. Es el producto de la experiencia de generaciones inmemoriales, de las interrelaciones de millones de personas y la interacción de millones de mentes. La moral del sentido común es una especie de derecho consuetudinario, con una jurisdicción infinitamente más amplia que el derecho consuetudinario ordinario, y se basa en un número prácticamente infinito de casos particulares. No se requiere de nosotros que realicemos el acto óptimo —el acto específico que más haría aumentar la suma de la felicidad humana—, porque nunca podemos saber exactamente cuál sea ese acto. Pero sí sabemos lo que las reglas morales tradicionales prescriben. En tales reglas se cristalizan la experiencia y la sabiduría moral de la humanidad.
La moral del sentido común nunca debería considerarse inaccesible a la crítica, por supuesto, porque entonces no habría ningún progreso ético. Pero esta crítica nunca debería hacerse de manera impaciente, arrogante, condescendiente o frívola (como lo han hecho tantos filósofos, desde Trasímaco a Bentham, o desde Nietzsche a Bertrand Russell y otros positivistas lógicos), sino con gran cuidado y precaución, y solo después de hacer todo esfuerzo necesario para ver la utilidad o necesidad posible de alguna regla moral tradicional, siempre que tal utilidad o necesidad no sean inmediatamente obvias.
Hemos discutido con mucho detalle en otra parte la necesidad de guiarnos en la ética por la utilidad de reglas generales, antes que por las consecuencias estimadas de actos particulares considerados aisladamente. La moral del sentido común siempre ha reconocido implícitamente la necesidad de guiarse por tales reglas generales. También ha reconocido la necesidad de permitir muy pocas excepciones, aun cuando tales excepciones serían inocuas en sí mismas, porque, una vez admitidas, tenderían a hacerse demasiado amplias y numerosas. Todo el código social que restringe el tiempo, el lugar, y las circunstancias de las relaciones sociales entre hombres y mujeres está basado en este principio.[205] El derecho consuetudinario y el escrito encarnan el mismo principio: se supone que uno se debe detener ante la luz roja, incluso en cruce de calles desierto. Pero este principio es, por lo general, ignorado o pasado por alto por los críticos precipitados de la moral del sentido común.
Otra consideración que estos críticos suelen pasar por alto es la importancia del precedente. El precedente es en la ética al menos tan importante como en la ley. Las reglas deberían cambiarse despacio, una por una, después de cuidadosa reflexión. Un intento de cualquier «nueva valoración repentina de todos los valores» puede simplemente derivar en confusión y caos.
El precedente es de primera importancia en la ley para proteger los derechos individuales. La ley debe ser cierta: es decir, no solo debe ser razonablemente precisa, sino que las decisiones de los tribunales deben ser razonablemente previsibles, para que la gente pueda saber cuándo está actuando dentro de sus derechos y actuar con la certidumbre razonable de que las reglas no serán cambiadas a mitad del juego. Esto no es menos verdadero de las leyes éticas. Los estándares de correcto e incorrecto, alabanza y censura, solo deberían cambiarse gradualmente, lentamente, poco a poco, de modo que la gente pueda acostumbrarse a las nuevas reglas. Esta gradualidad asegura el máximo de la cooperación social y hasta del progreso. Este es el elemento de verdad en el conservadurismo, en tanto que refleja una filosofía de gradualismo. Las nuevas reglas y estándares deben ser probados por una minoría antes de ser adoptados por todos o impuestos a todos.
Digámoslo de todavía otra forma. ¿Por qué es importante el cumplimiento del deber? Porque significa seguir una regla reconocida y establecida. ¿Por qué es importante seguir una regla establecida? Porque estas reglas son el producto de millones de decisiones individuales en millones de situaciones, y encarnan una experiencia y una sabiduría acumuladas. Porque se ha llegado gradualmente a la conclusión de que seguir estas reglas establecidas tiene en el largo plazo la consecuencia de maximizar la armonía, la cooperación y el bienestar humanos (o de minimizar la discordia y el conflicto). Y finalmente, porque es necesario que seamos capaces de depender de las reacciones y respuestas de cada uno. Si nos detuviéramos antes de cada acto o decisión para calcular las consecuencias probables de la acción A, B, C o N, o decidiéramos «juzgar cada caso por sus méritos», sin hacer caso de ninguna regla o principio de acción establecidos, los otros no podrían depender de nuestras acciones o respuestas. La base primaria de la cooperación humana, consistente en la dependencia mutua con que cada uno de nosotros desempeñará el papel que de él se espera, sería minada o destruida.
En una sinfonía, cada músico y cada instrumento tienen su papel asignado para ejecutar el tema o producir la armonía. Cualquier nota falsa o inoportuna de cualquier instrumento, cualquier falla en el ritmo o sincronización, estropearía el resultado final. Lo mismo ocurre con la sinfonía de la vida.
Esto nos trae a otro corolario adicional. Incluso la regla ética más simple es mejor que ninguna regla. Esto es así porque tenemos que saber qué esperar los unos de los otros en nuestras acciones diarias, pues dependemos de la conducta de los demás, y debemos ser razonablemente capaces de conocer con anticipación cuál será el comportamiento de los otros.
Quizás una analogía con las leyes de tránsito nos ayudará a ver esto más claro. Una regla que permite girar a la derecha ante una luz roja puede ser mejor o peor que otra que prohíbe girar a la derecha ante esa misma luz roja. Una regla que indica que se debe conducir por el lado derecho de la vía puede ser mejor o peor que otra que indica que se debe conducir por el lado izquierdo. Pero es mucho más importante adoptar y cumplir incluso la regla inferior (cualquiera que sea) que no adoptar ni cumplir ninguna regla en absoluto. En el primer caso, cada conductor sabe qué esperar de los otros conductores; en el segundo, no sabe qué esperar, y el número de discusiones, líos y accidentes se multiplicará inevitablemente.
Resumamos las conclusiones a las que hemos llegado. El derecho consuetudinario y la tradición moral merecen un enorme respeto de parte de cada uno de nosotros, debido al proceso según el cual se han formado. El derecho consuetudinario es el resultado de cientos de miles de decisiones tomadas por miles de jueces que actúan en casos específicos, intentando no solo resolver cada uno de ellos, sino de resolverlos todos sobre la base de precedentes establecidos y principios aceptados por las partes que se relacionan. (Científicos y «pensadores avanzados» ridiculizan a menudo la ley y a los mismos abogados por su deferencia «ciega» con los precedentes. Pero esto es lo que le da certeza a la ley. Esto es lo que le permite a los individuos saber que tienen ciertos derechos que los otros están obligados a respetar, qué es lo que tienen derecho a esperar de otros y por qué pueden depender razonablemente de otros cuando hacen sus propios proyectos). Lo que se aplica al derecho consuetudinario se aplica también a la tradición moral (o moral del «sentido común», o el consenso moral) multiplicado cien veces. Desde el principio de los tiempos, los hombres han tenido diariamente conflictos, disputas, problemas de división, precedencia, prioridad o equidad, y al tratar de resolverlos, han procurado hacerlo sobre la base de principios consistentes o aceptados, que también comprometen a otros. Nuestra moral del «sentido común» es el resultado de estos millones de juicios y decisiones inmemoriales.
La conclusión a la que todo esto conduce está clara. Deberíamos cumplir con la moral del sentido común, deberíamos cumplir con las reglas de conducta convencionales de nuestro tiempo y lugar, independientemente de lo que éstas resulten ser, a menos que en algún caso particular tengamos fuertes motivos para apartarnos de ellas. Nunca deberíamos negarnos a cumplir una regla moral establecida, simplemente porque no podemos entender su propósito. Ninguna persona puede estar en una posición que le permita conocer todas las experiencias, decisiones y consideraciones que han dado lugar a que una regla moral adopte una forma particular.
Este es el gran elemento de verdad práctica (aunque no «manifiesta») en el precepto de Sir David Ross: que siempre deberíamos cumplir con lo que él llama nuestros «deberes prima facie», aun cuando no podamos ver exactamente, en algún caso particular, cómo ello promoverá nuestro propio bienestar individual, o incluso el bienestar de nuestra comunidad, en el largo plazo. Nuestra máxima general debería ser ésta: Seguir siempre la regla moral establecida, cumplir siempre nuestro deber prima facie, a menos que haya una razón clara para no hacerlo.
Esta es poco más o menos la forma general de la amonestación sarcástica de Mark Twain: «cuando en duda, diga la verdad». Cuando duda, siga la regla moral establecida.
La carga de la prueba debe recaer sobre la excepción o sobre la presunta innovación moral. De hecho, una gran parte del objetivo del filósofo moral debería ser descubrir las razones de una regla moral existente o la función a la que ésta sirve.[206] Si cada uno de nosotros fuera libre para cambiar o ignorar el código moral tradicional en cualquier aspecto en que no nos convenga, o incluso en cualquier aspecto respecto del cual no entendamos totalmente la razón para aplicarla, el código perdería toda su autoridad.
Hay verdad, entonces, en la conclusión de Hegel: «La virtud no consiste en afligirse uno mismo por una peculiar y aislada moral propia. Esforzarse por adquirir una moral positiva propia es fútil y, por su misma naturaleza, irrealizable. Al respecto de la moral, el único cierto es este principio de los hombres más sabios de la antigüedad: ser moral es vivir de acuerdo con la tradición moral del propio país».[207]
Esto, sin embargo, parece una exageración. Al menos que unos cuantos tuvieran el coraje de apartarse del código moral predominante en su país o tiempo, en este o aquel detalle, por alguna razón cuidadosamente considerada, no habría progreso moral posible. Nunca debemos permitir que el código moral existente permanezca petrificado e inmutable, porque entonces hasta las motivaciones que se ocultan detrás del mismo se olvidarían y tendería a perder su sentido. «La letra mata, pero el espíritu da vida». Cada uno de nosotros puede y debe cooperar en mejorarlo y perfeccionarlo continuamente.
Por suerte, a cada uno de nosotros se nos ofrece diariamente esa oportunidad. El código moral predominante, o la moral del sentido común, cuando se los examina de cerca, consisten en su mayor parte en generalidades que, llegado el momento de su aplicación detallada, no tienen mucha claridad y precisión. La moral del sentido común prescribe virtudes como la prudencia, templanza, dominio de sí mismo, buena fe, veracidad, justicia, coraje, benevolencia, etc.; pero estos conceptos a menudo son vagos y a veces hasta contradictorios. No nos dicen, por ejemplo, cómo reconciliar las exigencias de la prudencia con las de la benevolencia, cuando estas entran en conflicto; o, por ejemplo, en qué punto exacto el coraje se convierte en temeridad. Sin embargo, cada uno de nosotros, cuando alaba, censura, aconseja y, sobre todo, cuando actúa y decide puede ayudar a que estas ideas se tornen más exactas. La función del filósofo moral es buscar constantemente algún principio de unificación, que pueda explicar el origen y la necesidad de la mayor parte de las virtudes y deberes tradicionales, ayudar a darles una forma más precisa y conciliarlos en un sistema más coherente.[208]
Mientras tanto, sin embargo, la moral existente parece bastante adecuada y es en realidad indispensable para la guía práctica de la mayor parte de personas en la mayoría de circunstancias. Sin un profundo respeto general y una gran deferencia hacia el código moral tradicional, no habría sino un caos moral. En nuestra época es este un peligro mucho mayor que el de un código imperfecto e inflexible, sostenido por un temor supersticioso.
Antes que terminemos esta consideración sobre el código moral tradicional, hay que decir una palabra sobre un elemento significativo de su naturaleza. La función principal de la moral común es reducir el conflicto social y promover la cooperación social. Y es importante reconocer el papel que en esta moral desempeña el acuerdo tácito. Desde los días de Rousseau, se ha hablado mucho en la teoría política sobre el contrato social. Ahora bien, no hay ninguna evidencia de que alguna vez haya existido en la historia un contrato social explícito. Sin embargo, los hombres han actuado, desde tiempos inmemoriales, política y moralmente, como si hubiera un contrato social. Se trata más bien de un acuerdo tácito, no formulado ni explícito, pero verdadero, que se refleja en nuestras acciones y en nuestras reglas de acción. Suele adoptar esta forma general: haré esto, si usted hace aquello. Me abstendré de esto, si usted se abstiene de aquello. No lo atacaré, si usted no me ataca. Respetaré su persona, su familia, su propiedad y otros derechos establecidos a su favor, si usted respeta los míos. Guardaré mi palabra, si usted guarda la suya. Diré la verdad, si usted la dice. Tomaré mi lugar en la cola y esperaré mi turno, si usted hace lo mismo. Quienes violan estas reglas convenidas tácitamente no solo hacen un daño directo e inmediato, sino también ponen en peligro la adhesión general a las mismas. El respeto a la ley individual y a la ley general, la moral individual y la moral social general, son interdependientes. Son, de hecho, dos nombres para expresar lo mismo.
Llegamos ahora a una pregunta final. Concediendo que no existen tales cosas como «intuiciones» morales —o al menos que no se debería usar la palabra «intuición» por sus desorientadoras connotaciones místicas— ¿podemos hablar de «cogniciones morales directas»? ¿Existen «axiomas» morales «manifiestos»?
La geometría euclidiana y todo el razonamiento deductivo descansan sobre «axiomas» o postulados, cuya verdad se supone manifiesta, o al menos se da por sentada. Veamos cómo se aplica esto al razonamiento ético.
El razonamiento ético, como vimos en el capítulo 15, implica fines y medios, y puede ser hipotético u objetivo. Ejemplo, en el caso de que tome la forma hipotética: Si usted quiere maximizar su propia felicidad en el largo plazo, entonces debería adoptar las reglas de conducta que tenderán a maximizar su felicidad en el largo plazo; y esas reglas son éstas… Ejemplo, en el caso de que tome la forma objetiva: Usted quiere sustituir con una situación más satisfactoria una menos satisfactoria. Usted quiere maximizar su felicidad en el largo plazo. Por lo tanto, debería adoptar las reglas de acción que tenderán a maximizar su felicidad en el largo plazo. O esto: queremos lograr la máxima felicidad para cada uno de nosotros. Por lo tanto, deberíamos adoptar para nosotros e imponer (bien mediante censura o alabanza) sobre cada uno las reglas de comportamiento que ofrezcan la mayor probabilidad de conseguir la felicidad máxima para cada uno de nosotros.
Podemos decir, por tanto, que las reglas morales tienden a hacerse manifiestas cuando se transforman en tautológicas, o cuando nuestro objetivo es manifiesto, debido a que lo vemos, de hecho, como nuestro.
No necesitamos aquí preguntarnos a cuánto se extiende este ámbito de la «moral manifiesta». Muchas reglas morales —como la regla de que no debemos torturar a un niño— son manifiestas, en el sentido de que ninguna persona de sentimientos normales trataría nunca de buscarle una razón o justificación a dicha regla. Henry Sidgwick sostenía que «en los principios de prudencia, justicia y benevolencia racional, como se reconocen comúnmente, hay al menos un elemento manifiesto, inmediatamente cognoscible por intuición abstracta».[209] Otros escritores éticos han sostenido que estas «certezas manifiestas» se extienden a un campo mucho más amplio. Sin embargo, dado que se trata de una materia práctica, el filósofo ético haría bien en adherirse en su razonamiento a algo como el equivalente de la navaja de Occam, y no multiplicar innecesariamente intuiciones supuestas o cogniciones directas, sino reducirlas al mínimo, o intentar obviarlas completamente, si le fuera posible.