El problema del valor
En su libro Ends and Means (1937) y en algunos de sus ensayos, Aldous Huxley se preocupó mucho por lo que él creía que era el veredicto de «la ciencia» en cuanto a la existencia del «valor». «La ciencia», pensaba, deniega el «valor» y el «sentido» en el universo; sin embargo, «la ciencia» debe estar equivocada: la vida realmente tiene «valor» y «sentido».
Huxley estaba completamente en lo correcto al sostener que la vida sí tiene valor y sentido, pero equivocado al suponer que la ciencia proclamaba la ausencia de tal valor y tal sentido. Solo las malas conjeturas metafísicas del materialismo o del panfisicalismo hicieron esto.
Es simplemente una confusión de pensamiento suponer que la ciencia niega el valor. Las ciencias físicas abstraen del valor, simplemente porque no es el problema por el que están interesadas. Cada ciencia abstrae de una situación total, o de una infinidad de hechos, los hechos particulares o los aspectos particulares que no le interesan. Esta abstracción es un mero dispositivo metodológico, una simplificación necesaria. Para la física, la química, la astronomía, la meteorología, las matemáticas, etc., las valoraciones humanas, las esperanzas y los miedos son irrelevantes. Pero, cuando los valores humanos son nuestra materia de estudio, el caso es diferente. Y en todas las «ciencias sociales», la «praxeología», las «ciencias de la acción humana»,[174] las valoraciones humanas —acciones, decisiones, opciones, preferencias, fines y medios— son precisamente nuestra materia de estudio. Pero hay también otra posible confusión. Desde Max Weber[175] ha sido una máxima establecida que hasta las ciencias sociales deben ser wertfrei: es decir, libres de juicios de valor. Eso significa que en relación con estos temas ningún escritor tiene derecho a imponer o a pasar escondidas sus propias valoraciones. Si es un economista, por ejemplo, debe tratar las valoraciones que encuentra en el mercado como sus datos últimos o irreductibles. Estudia cómo se forman los precios y valores del mercado; las consecuencias de acciones concretas y políticas establecidas. Pero da por sentados los fines de las personas, y solamente pregunta si los medios que adoptan son apropiados o probables para conseguir tales fines. En cuanto economista, no elogia o condena esos fines, y no intenta sustituir su propia escala de valores por la de ellos.[176]
Sin embargo, cuando tratamos de valores estéticos o morales, la materia se torna más complicada. La función del filósofo moral parece ser precisamente evaluar juicios morales y valores morales, pues la ética parece no solo un estudio sobre cómo valora la gente las acciones, los medios y los fines, sino sobre cómo debería valorarlos. Puede ser que no exista ninguna disputa sobre los fines últimos. Pero esto no significa que no pueda haberla sobre qué son los fines «últimos», qué son simplemente medios o fines intermedios, y cuán apropiados o eficaces son estos medios o fines intermedios para alcanzar los fines últimos.
Poniendo el asunto de otra manera: la economía se ocupa de las valoraciones reales que hace la gente; la ética, de las valoraciones que haría si tuviera siempre benevolencia, previsión y sabiduría. Es tarea del filósofo ético determinar cuáles serían algunas de estas valoraciones.
En cualquier caso, no debemos tener ninguna duda sobre el valor en sí mismo. ¡Los valores son, por definición, las únicas cosas que valen la pena! No se necesita ningún motivo, ningún esfuerzo incómodo para «justificarlos». La función de la ciencia es descubrir la verdad objetiva sobre el universo o sobre algún aspecto particular de él. Pero las ciencias existen solo porque los hombres han decidido de antemano que vale la pena descubrir la verdad objetiva. Los hombres han reconocido que es importante —es decir, valioso— conocer la verdad objetiva. Por eso consideran también importante que la ciencia, incluso la propia de la acción humana, debe estar «libre de valores». Insisten, en resumen, en una ciencia así, porque la estiman más valiosa que cuando un determinado autor insinúa o filtra en los resultados de su investigación sus propios juicios de valor o prejuicios personales. Porque, aunque los hombres busquen hechos o verdades objetivos, constantemente deciden qué hechos o proposiciones, de entre un infinito número posible, vale la pena descubrir o demostrar; y qué conocimiento objetivo, de entre el infinito conocimiento posible, servirá mejor a algún objetivo específicamente humano.
El caso ha sido expuesto elocuentemente por Santayana:
Los filósofos cometerían una gran descortesía con la valoración si trataran de justificarla. Son todos los demás actos los que necesitan ser justificados por ella. El bien nos saluda inicialmente en cada experiencia y en cada objeto. Quítele a cualquier cosa su porción de excelencia y la habrá vuelto completamente insignificante e irrelevante para el discurso humano, e indigna hasta de una consideración teórica. El valor es el principio de la perspectiva en la ciencia no menos que de la corrección en la vida. La jerarquía de los bienes, la arquitectura de los valores, son los temas que más conciernen al hombre. La sabiduría es la primera filosofía, tanto en tiempo como en autoridad: ante esto, coleccionar hechos o argüir falazmente sería inútil y no añadiría ninguna dignidad a la mente, a menos que la misma poseyera una clara humanidad, y pudiera discernir para qué sirven y para qué no sirven los hechos y la lógica. Los hechos permanecerían siendo hechos y las verdades, verdades. Porque, por supuesto, los valores, que surgen de las almas animales y sus afectos, no pueden eventualmente crear el universo que los mismos animales habitan. Pero tanto los hechos como las verdades resultarían triviales, inadecuados para despertar angustia, interés o éxtasis. Los primeros filósofos eran, en consecuencia, sabios: estadistas y poetas que conocían el mundo, y echaban un vistazo especulativo al cielo, como la manera más apropiada de entender las condiciones y límites de la felicidad humana. Antes de ellos, la sabiduría había hablado también en proverbios. Es mejor… comenzaba cada proverbio: mejor esto que aquello. Las imágenes y los símbolos, los acontecimientos míticos o caseros, proporcionaron, por supuesto, temas y estímulos para emitir estos juicios. Pero el residuo de toda observación era una estimación estable de las cosas, una dirección elegida en el pensamiento y en la vida, porque era mejor. Esta era la filosofía al principio y esta es la filosofía todavía.[177]
En suma, para los seres humanos el valor no solo «existe», sino que tiene la máxima importancia. Es el mismísimo criterio por medio del cual juzgamos la importancia precisamente. Todas las personas actúan. Todas procuran sustituir un estado menos satisfactorio por uno más satisfactorio. Todas se esfuerzan por alcanzar fines definidos. Todas tratan de elegir los medios más eficaces o apropiados para alcanzar estos fines. Por eso necesitan el conocimiento: conocimiento de la verdad basada en hechos, conocimiento de las causas y efectos físicos, conocimiento de la ciencia en cuanto tal. Todo ese conocimiento les ayuda a elegir los medios más eficaces o apropiados para conseguir los fines. La ciencia, el conocimiento, la lógica, la razón, son medios para la realización de fines. El valor de la ciencia es primordialmente instrumental (aunque el conocimiento y su búsqueda también sean valorados «intrínsecamente» y por sí mismos). Pero los fines últimos de las personas no tienen que ser justificados por la ciencia. La búsqueda del conocimiento científico se justifica, en su mayor parte, como un medio para la búsqueda de fines más allá de ella misma. La ciencia debe justificarse por el valor, no el valor por la ciencia.
No es la ciencia, en cualquier caso, la que niega el valor. Es solo una teoría metafísica arbitraria e indemostrable —una filosofía anclada en el materialismo, panfisicalismo o positivismo lógico— la que intenta negar el valor.[178]
Llegamos ahora a un problema que ha sido una fuente de perplejidad y de división de opiniones en la ética. ¿Es el valor «subjetivo» u «objetivo»? Más a menudo, el problema ha sido planteado de una manera algo diferente: ¿Es la ética (o son las reglas éticas) «subjetiva» u «objetiva»?
Creo que esta disputa ha sido tan persistente en parte porque las respuestas se han simplificado demasiado, y en parte porque las preguntas se han hecho de manera incorrecta (o, lo que es casi lo mismo, porque, al formularlas, se ha utilizado un vocabulario incorrecto).
Toda valoración es, en su origen, necesariamente subjetiva. El valor, como la belleza, está en el ojo del observador. Toda valoración implica un valuador. La valoración expresa una relación entre el valuador y la cosa valorada. Esta relación depende de las necesidades, anhelos, deseos, preferencias del valuador, así como de su juicio en cuanto al grado, si existe alguno, en que el objeto valorado le ayudará a realizar sus deseos. Los objetos o actividades pueden valorarse como medios, o como fines subordinados, o como fines últimos. Las actividades o estados de conciencia que son valorados «puramente por sí mismos», o como fines últimos, dicen los tratadistas de ética que tienen valor «intrínseco». Aunque el término sea ampliamente usado por los filósofos éticos, es problemático para alguien especializado en economía. Aplicado a un objeto, implica que el valor está en el objeto mismo, más que en la mente del valuador, o en una relación entre el valuador y el objeto. Es difícil, sin embargo, encontrar un sustituto satisfactorio para el término y la diferencia que con él se resalta. Puede decirse que los objetos o actividades valorados simplemente como medios que se orientan a la consecución de fines tienen solo un valor instrumental o derivado. Pero muchas cosas —cumplir las promesas y decir la verdad; o la libertad, la justicia, la cooperación social— tienen tanto un valor «instrumental» como «intrínseco».
La diferencia en ética entre los dos tipos de valor es análoga a la que hay en economía entre el valor de los bienes de consumo y el valor de los bienes de producción o bienes de capital. El valor de los bienes de capital, en última instancia, se deriva del valor de los bienes de consumo que ayudan a producir. No obstante, los bienes de capital tienen la misma clase de valor de cambio, la misma clase de valor de mercado, que los bienes de consumo. Una vivienda es un bien de consumo: se desea por sí misma, por las necesidades directas que ayuda a solucionar y las satisfacciones directas que produce. Una fábrica, en cambio, es un bien de producción: su valor es derivado; se le valora por el valor de los bienes de consumo que ayuda a producir; en consecuencia, por la ganancia monetaria que produce a su dueño. Pero, aunque el valor de la vivienda pueda ser directo y «final» e «intrínseco», y el de la fábrica indirecto, instrumental y derivado, la fábrica tiene un valor en el mercado como lo tiene la vivienda, y puede venderse en un precio monetario mucho más alto. En resumen, un valor final e «intrínseco», tanto en el campo ético como en el económico, no necesariamente es un valor más alto, o superior a un valor derivado o instrumental. Hay muchas cosas que, lo mismo en el ámbito ético que en el económico, pueden tener ambas clases de valor.[179] Regresemos al problema de la subjetividad u objetividad del valor. Repitiendo lo dicho, toda valoración es originalmente subjetiva. Pero aquí surge una dificultad mayor. Mis opiniones, estimaciones, valoraciones y propósitos (subjetivos) son objetivos para usted. Y sus valoraciones y propósitos (subjetivos) son objetivos para mí. Es decir, para mí, sus valoraciones son hechos externos, con los cuales debo tratar (por ejemplo al intentar venderle o comprarle algo) como me veo obligado a tratar con cualquier otro hecho «objetivo». Y mis valoraciones son hechos «objetivos» que usted debe tener en cuenta, como lo haría con cualquier otro hecho objetivo.
Y así como usted y yo debemos tratar las valoraciones y actitudes de cada uno como hechos objetivos, así cada uno de nosotros debe tratar, como hechos objetivos también, las valoraciones y actitudes de todas las demás personas o de la «sociedad» en conjunto. En el mercado, los precios se forman por las diversas valoraciones de los individuos. Son el resultado compuesto de esas diferentes valoraciones individuales. Nuestras valoraciones individuales han sido, por su parte, formadas «socialmente». Y el precio de mercado es para cada uno de nosotros un hecho objetivo, por el cual debemos guiar nuestras acciones. Si el precio de una casa que a usted le encantaría poseer es de $25,000 dólares, este es el hecho «objetivo» con el cual usted debe tratar (aunque este precio de mercado pueda seguírsele el rastro hasta las valoraciones subjetivas de otra gente). A menos que usted tenga o pueda conseguir los $25,000 dólares, y que usted mismo (subjetivamente) valore la casa más de lo que (subjetivamente) valora los $25,000 dólares, no podrá comprarla o simplemente no la comprará.
Y así, otra vez, cuando el ama de casa va al supermercado para hacer sus compras, se encuentra ante un número enorme de precios «objetivos» (para ella) de comida diferente, grados diferentes y marcas diferentes, sobre los cuales debe tomar sus decisiones subjetivas de comprar o no comprar. Pero sus propias decisiones subjetivas de ayer (al resultar en acciones objetivas) han ayudado a formar los precios objetivos de hoy, como sus decisiones subjetivas de hoy ayudarán a formar los precios objetivos de mañana.
Hasta ahora hemos puesto ejemplos únicamente del campo económico. Pero lo que es verdadero para los precios de mercado y los valores económicos lo es también, aunque de un modo menos preciso, para los valores estéticos, culturales y morales. A lo largo de toda su vida, y pensamiento y actividad, el individuo se encuentra a sí mismo y tratando con un conjunto infinitamente complejo de valores sociales. Éstos son, por supuesto, en última instancia, las valoraciones de otras personas, pero la relación mutua y la causalidad son complejas. Así como en el ámbito económico las valoraciones, infinitamente diversas, de otras personas no resultan en un número infinito de precios de mercado, sino, en un tiempo y lugar concretos, solo en un precio de mercado para una mercadería (homogénea) dada, resultado compuesto de las valoraciones individuales, así en los campos político, estético, cultural y moral nos encontramos tratando también con tales valoraciones compuestas, que parecen tener una vida y existencia propias, y mantenerse separadas de las valoraciones de cualquier individuo en particular. Así hablamos —y parece que lo hacemos con fundamento— de la reputación de Beethoven, Miguel Ángel o Shakespeare, de el sentimiento de la comunidad, de la opinión pública, de la tradición moral, o del código moral predominante.
Esto es diferente y, por cierto, más que un mero «promedio» de la opinión o la valoración de todos. Cada uno de nosotros crece, de hecho, individualmente, en un mundo de determinadas valoraciones sociales, con un código moral social, que, como nuestro idioma, tenía una existencia previa a la de cualquiera de los individuos que ahora viven, y parece haber determinado su pensamiento y sus opiniones más que haber sido determinado por ellos.
Así, el valor, que es individual y subjetivo en su origen, se vuelve social, y entonces, en este sentido, objetivo. Esto es verdad tanto por lo que se refiere a los valores económicos como a los morales. El poder de calentamiento objetivo del carbón, por ejemplo, le da valor «objetivo» en el mercado. Y las reglas de ética, por supuesto, son objetivas en el sentido de que deben ser reconocidas y seguidas por todos. No podemos tener una ética para un solo hombre que no sea también la ética para otra gente. Las reglas de ética exigen la aceptación y conformidad general. Sin esto, habría desorden, anarquía y confusión ética completa. Así, los valores morales son subjetivos desde un aspecto y objetivos desde otro.
No hay nada inexplicable o misterioso en todo esto. Todos los procesos mentales están en las mentes de los individuos. No hay ningún «alma social superior» que trascienda las mentes individuales. No hay ninguna «conciencia» social que esté fuera de y por encima de la conciencia de los individuos. Sin embargo, los valores morales sociales son un producto de la interacción de muchas mentes, incluso las de nuestros antepasados, muertos hace mucho tiempo. El individuo nace en un mundo en el que ya existe una ley moral, que pareciera erguirse por encima de él, exigiendo el sacrificio de muchos de sus impulsos y deseos inmediatos. Hay, en resumen, un reino de objetividad social, que pareciera estar por encima de la propia voluntad y los objetivos del individuo.
Esta «mente social» está completamente representada cuando todos los individuos (tanto pasados como presentes) están completamente representados. Pero no puede estar representada considerando a estos individuos por separado. Ningún individuo está completamente, o principalmente, representado hasta que sus relaciones con el resto de la sociedad son analizadas. Los individuos están en sociedad, pero la sociedad es más que la mera suma de los individuos. Es también sus interrelaciones e interinfluencias. Las mentes de las personas funcionan juntas, en una unidad cooperativa. La moral es el producto de una sociedad de cooperación, el resultado de la interacción de muchas mentes.
Cómo esto resulta bien en el plano económico lo mismo que en el moral lo explica brillantemente Benjamin Anderson:
El valor económico no es intrínseco a los bienes, independiente de las mentes de las personas. Pero es un hecho que es muy independiente de la mente de cualquier persona en particular. En el mercado, para un determinado individuo el valor económico de un bien es un hecho tan externo, tan objetivo, tan opaco e inflexible, como el peso de un objeto o la ley contra el asesinato. Hay valores individuales y utilidades marginales de los bienes que pueden diferir en magnitud y en calidad de una persona a otra; pero, por encima de estos e influidos en parte por ellos, influyendo incluso en ellos mucho más de lo que ellos influyen en él, hay un valor social de cada mercancía, resultado de una psicología social compleja, que incluye valores individuales, pero también mucho más que valores individuales.
Nuestra teoría pone la ley, los valores morales y los valores económicos en la misma clase general, como especies del género, valor social… Son las fuerzas sociales que gobiernan, en un esquema social, las acciones de las personas.
Puede ser oportuno sugerir diferencias preliminares entre estos valores. Los valores legales son valores sociales que se harán cumplir, si es necesario, por la fuerza física y organizada del grupo, a través del Gobierno. Los valores morales son valores sociales que el grupo hace cumplir mediante aprobación o desaprobación, frialdad o desprecio, honor o alabanza. Los valores económicos son valores que el grupo hace cumplir dentro de un sistema de libre empresa, mediante ganancias o pérdidas, aumento de la riqueza o quiebras empresariales.[180]
La única posición que yo podría cuestionar seriamente, según los párrafos citados, es la de sostener que el valor social influye en los valores individuales más de lo que estos influyen en él. Pero estoy de acuerdo en que el valor social es más que un mero promedio o compuesto, y más que un mero resultante, de los valores individuales. Hay aquí una interacción y una causalidad de doble sentido.
Espero que el lector me disculpe si subrayo una vez más la compleja relación existente entre el «individuo» y la «sociedad». La sociedad no es solo una colección de individuos. Sus interrelaciones en la sociedad los hacen completamente diferentes de lo que serían aislados. El latón no es únicamente cobre y zinc: es una tercera cosa. El agua no es solo hidrógeno y oxígeno, sino algo completamente diferente de ambos. Cómo sería un individuo, si hubiera vivido completamente aislado desde su nacimiento (suponiendo que hubiera podido sobrevivir) es difícil imaginarlo siquiera. Si no tuviéramos alguna experiencia del hidrógeno y del oxígeno en su estado puro, no podríamos haber deducido su naturaleza con solo mirar al agua. Podemos esperar la solución de muchos problemas sociales, pero no enfocándolos desde un ángulo exclusivamente «individualista» o exclusivamente «colectivo», sino desde ambos ángulos alternativamente.
La compleja interacción, en doble sentido, del individuo y la sociedad se ilustra, de la manera más clara, con el ejemplo del idioma. El idioma es un producto social. No ha sido un regalo del cielo al hombre. No saltó de repente a la existencia en una Torre de Babel. Todas sus palabras, su estructura y su significado fueron aportados por individuos, aunque en muy escasa medida, proporcionalmente hablando, por individuos de la presente generación. Cada uno de los que ahora vivimos ha crecido «dentro» de un idioma que ya existía y funcionaba. Ese idioma ha contribuido a formar los conceptos y valores de cada uno. Sin él, el individuo difícilmente podría pensar o razonar. Pensamos con palabras y con oraciones: palabras y estructuras de oraciones heredadas, dadas socialmente. Mejoramos y desarrollamos nuestro pensamiento por el intercambio mutuo, escuchando palabras y oraciones, diciendo palabras y oraciones, leyendo las palabras y oraciones de cada uno. El idioma no solo nos permite pensar a medida que actuamos, sino que, mediante los conceptos que sus palabras y oraciones encarnan o sugieren, casi nos obliga a pensar en la medida que actuamos. El individuo es casi completamente dependiente del idioma. Sin embargo, el idioma es, en última instancia, resultado de la interacción e «interfluencia» de mentes individuales. No habría ningún error en decir que el idioma ha influido en cualquier individuo más de lo que cualquier individuo ha influido en el idioma. Hasta podría ser cierto decir que el idioma ha influido en la generación presente más de lo que la generación presente ha influido en él. Pero no sería válido decir que el idioma ha influido en todos los individuos, pasados y presentes, más de lo que ellos han influido en el idioma, porque son ellos los que lo han creado.
Esto se aplica también cuando discutimos sobre la tradición moral y los valores morales. La tradición moral en la que crecemos ejerce una influencia tan poderosa que es aceptada por muchas personas como «objetiva». Y para cualquier individuo dado es objetiva, sin importar cuán subjetiva pueda ser, en el sentido de que originalmente se desarrolló y se formó por la interacción de mentes humanas individuales. Los juicios morales tienen realmente una fuerza obligatoria objetiva sobre el individuo. Las reglas morales son objetivas no solo en el sentido de que exigen acciones objetivas, sino en el sentido de que exigen la adhesión objetiva de todos.
En resumen, hay parte de verdad en ambas posturas de la controversia subjetivismo-objetivismo y al mismo tiempo una parte de error. Los subjetivistas están en lo correcto cuando afirman que todos los juicios morales son subjetivos en un sentido. Pero se equivocan cuando, por ejemplo, de ello infieren con desprecio que son «simplemente» subjetivos. Existe una diferencia profunda entre un juicio subjetivo, como cualquier juicio tiene que ser, y un juicio solitario o solipsista confinado a un único individuo. Este último podría ser simplemente la alucinación pasajera de una mente desequilibrada. Pero un juicio subjetivo puede ser compartido socialmente, o sostenido de formas solo ligeramente diferentes por la mayoría en una comunidad, o hasta sostenido incluso por la mayoría y casi universalmente.
Por otra parte, los objetivistas están también en lo correcto, cuando sostienen que todos los actos humanos tienen consecuencias objetivas. Pero se equivocan al suponer que estas consecuencias son objetivamente «buenas» o «malas». Solo pueden ser buenas o malas en la opinión de alguien.
La controversia entre objetivistas y subjetivistas puede tomar otra forma. Hay «objetivistas» que, como Kant, ven la moral como una cuestión de obligación categórica, inherente a la naturaleza de las cosas, independientemente de la voluntad humana y de las consecuencias que de tal moralidad se sigan. Y hay «subjetivistas» para quienes la moralidad es simplemente la opinión, emoción o aprobación arbitraria de algún individuo, no necesariamente vinculante o válida para nadie más. Ya hemos examinado ambos puntos de vista. Ninguno de ellos puede resistir el análisis.
Para resumir: los valores morales del individuo son necesariamente subjetivos, sin importar cómo los haya adquirido. Los valores morales de otros son para él hechos necesariamente objetivos, a los cuales debe ajustarse o con los cuales debe tratar. Y hay un conjunto de valores morales sociales, de valores morales aceptados y compartidos por la mayor parte de la gente en la comunidad (existentes desde mucho antes de que los practiquen los que actualmente viven). Este conjunto de valores son para cada individuo de la comunidad un hecho objetivo, que ejerce una profunda influencia en su propio pensamiento y conducta, y que él, por su parte, puede utilizar para influir en el pensamiento y en la conducta de otros. Finalmente, las reglas morales requieren la adhesión objetiva de todos.
Quizás la confusión sobre este asunto pueda obedecer a una deficiencia de los conceptos y el vocabulario tradicionales. Los moralistas y los científicos han supuesto que cualquier cosa que no es objetiva debe ser subjetiva, y viceversa. Pero ¿puede equivaler eso al supuesto de que lo que no es día debe ser noche, o de que lo que no es negro debe ser blanco? Así como existe el crepúsculo entre el día y la noche (del cual no puede decirse, si no es arbitrariamente, que es cualquiera de los dos), y así como hay un número infinito de sombras y de colores posibles entre el blanco y el negro, ¿no podría existir una zona crepuscular, o hasta una tercera categoría, entre lo objetivo y lo subjetivo?
Los conductistas y los positivistas lógicos menosprecian o niegan completamente lo subjetivo, y tratan de reducir todo a lo objetivo: o al menos piensan que es una pérdida de tiempo tratar con cualquier cosa que no sea objetiva. Por otra parte, en la filosofía idealista de Berkeley y otros, lo objetivo es absorbido completamente por lo subjetivo. Incluso los científicos modernos reconocen que lo «objetivo» solo puede ser conocido (o deducido) de los sentidos subjetivos, al grado de que una de nuestras autoridades contemporáneas más eminentes en cuanto al método científico se refiere a la «verificación» o «falsificación» a través de experimentos de laboratorio como a una verificación «intersubjetiva».[181]
Creo que las dificultades ante las que nos debatimos son, me parece a mí, consecuencia de un análisis inadecuado. En casi toda discusión filosófica se ha supuesto hasta hoy que lo que no es «objetivo» debe ser «subjetivo», y viceversa; que estas categorías son exhaustivas y que, además, se excluyen mutuamente.
Pero ¿deben ser los valores necesariamente «objetivos» o «subjetivos»? ¿En otras palabras, debe el valor estar «en el objeto» o «en el sujeto»? Stephen Toulmin ha sugerido astutamente que tal suposición puede implicar simplemente el «uso figurado» de la palabra «en», y que esto puede no ser más que una «metáfora espacial», suficientemente valiosa en su propio lugar, pero no para ser tomada en cuenta «demasiado literalmente».[182]
Hay una tercera posibilidad: que el valor se refiere a una relación entre un «objeto» y un «sujeto». Considero que esta es la opinión no solo de un filósofo moral como R. B. Perry,[183] sino de la economía moderna. Los economistas han diferenciado tradicionalmente el «valor de uso» del «valor de cambio». La Escuela Austriaca distinguió el «valor subjetivo de uso» del «valor objetivo de cambio». Aunque esta correspondencia última, como Böhm-Bawerk[184] ha indicado, no se sostiene invariablemente, el valor económico refleja una relación entre ciertas cualidades objetivas de un objeto y las necesidades humanas. Es porque el carbón tiene la cualidad objetiva de emitir calor, y las manzanas la cualidad «objetiva» de ser comestibles y nutritivas, por lo que ambos productos tienen valor «subjetivo».
En resumen: debido a que los valores son relacionales, pueden ser objetivos o subjetivos, individuales o sociales, dependiendo del punto de vista desde el cual sean considerados. No hay ninguna contradicción en esto, como tampoco la hay al decir que el mismo objeto puede estar a la izquierda o a la derecha, encima o debajo, dependiendo de la posición del observador.
Esta es la reconciliación del objetivismo y el subjetivismo, no solo en cuanto valores económicos, sino en cuanto valores morales y principios mora les. Los valores morales son subjetivos desde un punto de vista y objetivos desde otro. La ética es válida para todos, para todas las edades y para todas las personas, aunque solo sea (como lo sostuvo Hume) por «la necesidad absoluta de estos principios para la existencia de la sociedad».[185]
El lector debe tener presente, sin embargo, que cuando calificamos al valor de «objetivo» usamos ese predicado en un sentido especial. Queremos decir que una valoración no necesariamente es peculiar de un individuo, sino que puede ser compartida por otros, e incluso, en efecto, por una sociedad entera. Pero un valor «objetivo» en este sentido no es una propiedad física. El valor, de hecho, no es una propiedad de un objeto en absoluto. Tampoco lo son las propiedades buenas y malas de objetos o acciones. Se trata de predicados relacionales. Expresan valoraciones, lo mismo que ocurre, por ejemplo, con palabras tales como valioso o insignificante. Estas palabras expresan una relación entre el valuador y la cosa valuada. Si el valuador es un individuo, expresan un valor «subjetivo». Si el valuador es la sociedad en conjunto, expresan un valor «objetivo». La suposición tácita de que buena se refería a una propiedad de una cosa, o de que correcta se refería a una propiedad de una acción —y no reconocer que estas palabras simplemente expresaban valoraciones— fue en sus inicios la falacia básica de G. E. Moore y de Bertrand Russell. A los filósofos morales les ha costado medio siglo salir a tientas de esa falacia.
Llegamos ahora al problema final y más importante del valor en la ética. Cada uno de nosotros procura lograr constantemente lo que considera como una situación más satisfactoria (o una situación menos insatisfactoria). Esto es otra forma de decir que cada uno de nosotros procura constantemente maximizar sus satisfacciones. Y esto, una vez más, es solo otro modo de decir que cada uno de nosotros procura constantemente conseguir el máximo valor de la vida.
Ahora bien, los términos «máximo» o «maximizar» implican que los valores o satisfacciones pueden ser aumentados o añadidos, para constituir una suma: en otras palabras, que los valores o satisfacciones pueden ser medidos o cuantificados. Y, en cierto modo, lo pueden ser. Pero debemos ser cuidadosos y tener presente que solo en un sentido especial y limitado podemos hablar legítimamente de sumar, medir o cuantificar valores o satisfacciones.
Puede ayudar a iluminar la cuestión empezar considerando simplemente valores económicos, que parecen más susceptibles de ser medidos. El valor económico es una cualidad que nosotros vinculamos a mercaderías y servicios, y es subjetivo. Pero, cuando no estamos filosofando, tendemos a considerarlo como una cualidad inherente a las mercaderías y a los servicios mismos. Así considerado, pertenecería a esa clase de cualidades que pueden ser más o menos, y ascender o bajar dentro de una escala, sin dejar de ser tales cualidades, como el calor, el peso o la longitud.[186] Estas cualidades podrían ser medidas y cuantificadas.
Probablemente la mayor parte de los economistas de hoy piensan todavía, como el hombre de la calle, que los valores económicos son de hecho «medidos» por precios monetarios. Pero esto es un error. Los valores económicos —o al menos los valores de mercado— son expresados en dinero, lo cual no significa que sean medidos por él. El valor de la unidad monetaria misma puede cambiar día con día. Una medida de peso o de longitud, como una libra o un pie, es siempre igual, objetivamente hablando,[187] pero el valor de la unidad monetaria puede variar constantemente. Y no es ni siquiera posible decir, en términos absolutos, cuánto ha variado. Solo podemos «medir» el valor del dinero mismo por su «poder adquisitivo»: este valor adquisitivo es recíproco con el «nivel» de los precios. Pero lo que «medimos» es simplemente una relación de cambio. Y un cambio en tal relación —por ejemplo, un cambio en el precio del dinero— puede ser el resultado tanto de un cambio del valor de mercado de una mercadería, como de un cambio del valor de mercado de la unidad monetaria, o de ambas cosas a la vez. Aunque podamos adivinar, nunca podemos saber exactamente qué valor ha cambiado, o si han cambiado ambos, o cuánto exactamente ha cambiado cada uno de ellos.
Aún más: nunca podemos medir exactamente cuánto valora un individuo dado (ni siquiera en caso de que tal individuo sea uno de nosotros mismos) un objeto determinado en términos de dinero. Cuando una persona compra algo, valora lo que compra más de lo que valora el dinero que paga por ello.
Cuando se niega a comprar algo, valora más el dinero que le piden por ello que aquello que podría comprar y no compra.[188]
En resumen, ni siquiera cuando hablamos de valores de cambio, o de las valoraciones relativas de un individuo, logramos conocer lo que está en juego más que aproximadamente. Podemos saber cuándo un individuo valora la suma de dinero A menos que la mercadería B: es cuando efectivamente paga esa suma por ella. Podemos saber cuándo él valora la suma de dinero A más que la mercadería B: es cuando se niega a pagar esa suma por ella. Si un hombre rechaza 475 dólares por una pintura, pero acepta 500 dólares, sabemos que valora la pintura (o la valoraba) en algún punto entre 475 y 500 dólares. Pero no sabemos exactamente en qué punto. Nunca la valora exactamente en el precio que acepta; la valora en menos: de otra manera no la habría vendido. (Por supuesto, puede creer que el «verdadero» valor de la pintura es bastante mayor de lo que está «obligado» a aceptar; pero esto no cambia el hecho de que en el momento de la venta él valora, por la razón que sea, la suma recibida más que la pintura de la que se separa).
Los valores psíquicos nunca pueden ser medidos en ningún sentido absoluto, aun cuando sean «puramente económicos». Al simple no entendido puede parecerle obvio que un hombre valore 200 dólares dos veces más que 100 dólares, y 300 dólares tres veces más. Pero un poco de estudio de economía, y en particular sobre «la ley de utilidad marginal decreciente», probablemente cambiará su opinión. Pues no es simplemente verdadero que un hombre que está dispuesto a pagar, supongamos, un dólar por un almuerzo, no está dispuesto a pagar dos dólares por una porción doble. La ley de la utilidad marginal decreciente trabaja, aunque no tan rápida y bruscamente, hasta con el bien generalizado o «abstracto» llamado dinero. La utilidad marginal decreciente de ingresos monetarios adicionales se reflejará en la práctica en la respuesta negativa de un hombre a la invitación de hacer sacrificios proporcionales —por ejemplo, trabajar proporcionalmente más horas (aunque éstas, por supuesto, tengan una desutilidad marginal creciente)— para ganarlos.
Cuando pasamos del ámbito de valores estrictamente «económicos» o «catalácticos» (o ámbito de los bienes intercambiables) a uno más amplio que comprende todos los valores, incluso los morales, las dificultades de medición obviamente crecen más que se reducen. Y esto ha planteado un problema serio para todos los filósofos morales concienzudos y realistas. Para nosotros, tomar la decisión moral correcta presupone que seamos capaces de hacer un «cálculo hedonista» correcto o al menos que todos los valores sean «comensurables». En otras palabras, se cree necesario que debemos ser capaces de medir cuantitativamente el «placer» o la «felicidad», o la «satisfacción», o el «valor» o la «bondad».[189]
Pero esto no es realmente necesario. Es la preferencia la que decide. Los valores no tienen que ser (y no son) exactamente comensurables. Pero sí tienen que ser (y son) comparables. Para elegir entre ejecutar la acción A y ejecutar la acción B, no tenemos que decidir que la acción A nos dará, por ejemplo, 3.14 veces tanta satisfacción como la acción B. Todo lo que tenemos que preguntarnos es si la acción A nos dará probablemente más satisfacción que la acción B. Podemos contestar preguntas sobre más o menos. Podemos decir si preferimos A sobre B, o viceversa, incluso aunque nunca podamos decir exactamente por cuánto. Podemos conocer nuestro propio orden de preferencias entre muchos fines en cualquier momento dado, aunque nunca podamos medir exactamente las diferencias cuantitativas que separan estas opciones en nuestra escala de valores.[190]
Quienes piensan que podemos hacer un «cálculo hedonista» exacto están equivocados, pero al menos tratan con un problema más verdadero que el de quienes hablan vagamente de placeres «superiores» e «inferiores», o el de quienes insisten en que los valores o los fines son «irreductiblemente pluralistas» se niegan a afrontar. Cuando llegamos a la elección entre una «cantidad grande» de un placer «inferior» y una «cantidad pequeña» de un placer «superior», o entre fines «irreductiblemente pluralistas», ¿cómo tomamos nuestra decisión? Estos placeres o fines deben ser conmensurables, o al menos comparables, de tal modo que podamos decir cuál es mayor y cuál es menor.
La única «medida» o base de comparación común es nuestra preferencia real. Por eso sostienen algunos economistas que nuestras opciones en el campo económico (y lo mismo se aplicaría, por supuesto, en el moral) pueden ser clasificadas, pero no medidas; pueden ser expresadas en números ordinales, pero no en cardinales.[191] Así, antes de decidir cómo pasar una noche, usted puede preguntarse si prefiere permanecer en casa y leer, ir al teatro, o llamar a algunos amigos y jugar bridge. Puede no tener ningún problema en decidir su orden de preferencia, aunque sí lo tendría para decidir exactamente por cuánto prefiere una cosa o la otra.
En el ámbito de lo moral, tanto hedonistas como antihedonistas se meten en dificultades insuperables, cuando hablan de «placeres» y tratan de medirlos o compararlos en cualquier otro sentido fuera de lo que he llamado el sentido puramente formal o filosófico de «estados de conciencia deseados o valorados». Pero cuando definimos el «placer» en este sentido formal, vemos que se identifica con la «satisfacción» o el «valor». Y vemos también que siempre es posible comparar satisfacciones o valores en términos de más o menos. En el ámbito de lo moral, tanto hedonistas como antihedonistas se meten en dificultades insuperables, cuando hablan de «placeres» y tratan de medirlos o compararlos en cualquier otro sentido fuera de lo que he llamado el sentido puramente formal o filosófico de «estados de conciencia deseados o valorados».[192] Pero cuando definimos el «placer» en este sentido formal, vemos que se identifica con la «satisfacción» o el «valor». Y vemos también que siempre es posible comparar satisfacciones o valores en términos de más o menos.
En resumen, cuando decimos que nuestro objetivo siempre es «maximizar» satisfacciones o valores, queremos simplemente significar que continuamente nos esforzamos por conseguir la mayor satisfacción o valor, o la menor insatisfacción o «valor negativo», aunque nunca podamos medirlos en términos cuantitativos exactos.
Esto nos remite otra vez al gran objetivo de la cooperación social. Cada uno de nosotros encuentra su «placer», su felicidad, sus satisfacciones, sus valores, en objetos, actividades o estilos de vida diferentes. Y la cooperación social es el medio común por el que todos alcanzamos los objetivos de cada uno, como un medio indirecto de alcanzar el nuestro; y nos ayudamos entre todos a conseguir nuestros objetivos individuales y separados, y a «maximizar» nuestros valores individuales.
Estamos ahora en disposición de solucionar mejor un problema que abordamos en el capítulo 5.
La máxima famosa de Bentham «siendo la cantidad de placer igual, tan buena es la tachuela como la poesía», fue escrita deliberadamente para escandalizar. Uno de los que se escandalizaron fue John Stuart Mill, que trató de rescatar el utilitarismo de su supuesta incultura, insistiendo en una diferencia cualitativa entre placeres «superiores» e «inferiores».
Lo que preocupaba a Mill en la ética era la misma «paradoja de valor» que desconcertaba a los economistas clásicos. ¿Por qué el «oro» era mucho más valorado en el mercado que el «pan», o el «platino» que el «agua», cuando el pan y el agua brindaban un «provecho» infinitamente más alto? Los economistas clásicos estaban confundidos, porque comparaban inconscientemente «oro» y «pan» en general, y olvidaban que lo que se intercambiaba en el mercado eran cantidades determinadas, unidades específicas de oro y de pan. Cuando algo de tan vital importancia como el agua es abundante, el valor marginal de una pequeña unidad es muy bajo; cuando algo de mucho menor importancia total para la humanidad, como el platino, es muy escaso, el valor marginal de una pequeña unidad es muy alto.
Este descubrimiento de la utilidad marginal en la economía proporciona la clave para solucionar el problema del valor en la ética. Un hombre no elige entre la tachuela en general y la poesía en general. No está obligado en absoluto a elegir entre clases abstractas de actividades. Y ciertamente no está obligado a hacer ninguna elección exclusiva o permanente entre actividades. Cuando está saciado de la poesía, puede prestar atención por un momento a la tachuela. Cuando se cansa del golf, puede poner su atención en Goethe, y viceversa. Entonces la máxima de Bentham resulta defendible, si se escribe de esta forma: «siendo la satisfacción marginal igual, tan buena es una unidad de tachuela como una unidad de poesía». Un hombre no pierde su estatura intelectual o moral si de vez en cuando se fija en algo sin importancia. Siendo el valor marginal el mismo, una hora de tenis vale tanto como una hora de Tennyson.