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Absolutismo frente a relativismo

1. El dilema de Hume y de Spencer

Uno de los problemas centrales de la ética es si sus reglas e imperativos son absolutos o simplemente relativos y en qué grado. La principal razón por la que a este problema todavía no se le ha encontrado una solución satisfactoria es que su propia existencia rara vez es reconocida explícitamente. Por un lado, están los absolutistas como Kant, con su imperativo categórico, y el supuesto tácito de que nuestros deberes siempre son simples, claros, y nunca entran en conflicto. Por el otro, están los anarquistas éticos o utilitaristas ad hoc, quienes argumentan que las reglas generales son innecesarias, impracticables o absurdas, y que toda decisión ética debe basarse completamente en las circunstancias particulares del caso y el momento. Que nuestros deberes puedan ser absolutos algunas veces y relativos otras es un asunto apenas tomado en consideración: menos aún el problema de los límites precisos del absolutismo y del relativismo, respectivamente.

Uno de los pocos filósofos morales que analizó extensa y específicamente el problema fue Herbert Spencer; y aunque su análisis no es satisfactorio en muchos aspectos, establece algunas verdades importantes y puede servir todavía como un buen punto de partida a tomar en cuenta.

Spencer comienza[169] criticando una oración original (que aparentemente después fue omitida) de la primera edición de Methods of Ethics de Henry Sidgwick: «Que en cualquier circunstancia dada hay algo que debe hacerse y que ello puede ser conocido, es un supuesto del que parten no solo y exclusivamente filósofos, sino todos aquellos que realizan algún proceso de razonamiento moral». Spencer contesta: «En lugar de admitir que en cada caso existen un bien y un mal, se puede sostener que en muchisimos casos no se puede suponer un bien, llamado propiamente así, sino solamente un mal menor». Y más adelante, «En muchos casos… no es posible asegurar con precisión cuál es el mal menor».

Continúa después exponiendo una serie de casos. Por ejemplo: «Las trasgresiones o limitantes de un criado varían desde las más triviales a las más graves, y la gama de males que puede acarrearle el despido tiene innumerables grados, desde los leves hasta los más serios. El castigo puede infligirse por una ofensa muy pequeña, y se haría un mal, o después de numerosas ofensas graves, y también se haría un mal. ¿Cómo se determina el nivel de trasgresión, después del cual despedirlo es menos malo que no despedirlo?

Otros ejemplos: ¿En qué condiciones se justifica que un comerciante pida un préstamo para salvarse de la quiebra, cuando de esta forma también pone en peligro los fondos del amigo a quien le pide en préstamo? ¿Hasta qué punto puede un hombre desatender el deber que tiene con su familia para cumplir lo que parece ser un deber público perentorio?

Los ejemplos que pone Spencer sobre consideraciones y deberes contradictorios son todos reales y válidos, aunque tal vez sean comparativamente triviales. Este conflicto puede surgir en las decisiones humanas más importantes. La guerra es un recurso espantoso. Normalmente ha acarreado males mucho mayores que aquellos que le dieron origen, incluso para quienes en principio estaban a la «defensiva». ¿Significa esto que ningún país debe nunca recurrir a la guerra ante ninguna clase de provocación, y debe someterse ante el deshonor, la humillación, los tributos, el sometimiento, la invasión, el servilismo, la esclavitud e incluso la aniquilación? ¿Hay algún tipo de prudencia en las actitudes favorables, la no resistencia, la contemporización? ¿O con esto solo se anima a los agresores? ¿En qué momento se justifica recurrir a la guerra? Se puede hacer la misma pregunta en relación con el sometimiento al despotismo y la privación de la propiedad o la libertad, o en relación con el inicio de una revuelta o revolución cuyas consecuencias se presumen inciertas. Aquí efectivamente confrontamos decisiones en las que no existe un bien absoluto, sino que son relativamente correctas: es decir, de hecho, ninguna de ellas parece «correcta», sino solo una de ellas es la menos mala.

Luego Spencer se vuelve hacia otro problema similar. Argumenta que la coexistencia de un hombre perfecto y una sociedad imperfecta es imposible:

La conducta ideal, aquella que le preocupa a la teoría ética, no es posible para un hombre ideal, en medio de hombres constituidos de otra manera. Una persona absolutamente justa o perfectamente compasiva no podría vivir y actuar de acuerdo con su naturaleza en una tribu de caníbales. Entre personas traicioneras y sin ningún escrúpulo, la completa veracidad y franqueza deben causar la ruina. Donde todos reconocen únicamente la ley del más fuerte, alguien cuya naturaleza no le permita causar dolor a nadie tendrá que alejarse de ellos. Se requiere cierta congruencia entre la conducta de cada miembro de la sociedad y la de los demás. No se puede insistir con éxito en adoptar una forma de actuación completamente ajena a la forma prevaleciente: al final esto acabará en la muerte de uno mismo, de los que le sigan, o de todos.

Por supuesto, Spencer no fue el primero en plantear este problema. Ya había sido planteado más de un siglo antes, incluso con más fuerza, por David Hume:

Suponga, asimismo, que el destino de un hombre virtuoso sea caer en una sociedad de rufianes, lejos de la protección de las leyes y del Gobierno. ¿Qué conducta debe adoptar en una situación tan triste? Ve cómo prevalece tanta rapacidad encarnizada, tanta indiferencia hacia la equidad, tanto desprecio por el orden, tanta ceguera estúpida a las consecuencias futuras, todo lo cual debe tener inmediatamente la más trágica conclusión, y terminar en la destrucción de la mayoría y en una total disolución de la sociedad para el resto. Mientras tanto, a él no le puede quedar más recurso que armarse, con la espada y el escudo que le pueda arrebatar a quien pertenezcan, para proveerse de todos los medios de defensa y seguridad. Y llegando así a la conclusión de que su particular respeto por la justicia ya no es útil para su propia seguridad ni para la de otros, debe consultar únicamente los dictados de su supervivencia, sin preocuparse más de aquellos que ya no merecen su cuidado y atención.[170]

2. El milagro de la perfección

Antes de examinar algunas de las conclusiones que Hume y Spencer, respectivamente, sacan de esta situación hipotética, a mí me gustaría continuar examinando algunas dificultades posteriores y probablemente más básicas en la concepción de la ética absoluta.

Estas dificultades, me parece a mí, giran en torno a los conceptos de lo absoluto y la perfección. No me gustaría quedarme atascado en discusiones interminables sobre la naturaleza de lo absoluto, como se expone en la literatura metafísica,[171] así que me concentraré en la discusión del concepto de perfección.

Como hemos visto, Spencer concluye que el «hombre perfecto» solo puede existir en una «sociedad perfecta». Si llevamos su lógica un paso más allá, la sociedad perfecta solo puede concebirse existiendo en un mundo perfecto.

Ahora bien, me parece que intentar enmarcar la concepción de la perfección nos mete en problemas y contradicciones insolubles. Empecemos con el concepto de un mundo perfecto.

Un mundo perfecto sería aquel en el que todos nuestros deseos son satisfechos inmediata y completamente.[172] Pero en un mundo así no existirían los deseos. El deseo siempre lo es de un cambio de algún tipo: un estado de las cosas menos satisfactorio por uno más satisfactorio (o menos insatisfactorio incluso). La existencia de un deseo presupone, en otras palabras, que el estado actual de las cosas no es completamente satisfactorio. Todo pensamiento es antes que nada resolución de problemas. ¿Cómo podría existir el pensamiento sin problemas que resolver? Toda actividad o acción procura algo: un cambio o alteración en el actual estado de cosas. ¿Por qué debería hacerse algún esfuerzo o iniciarse alguna acción cuando las condiciones ya son perfectas? ¿Por qué debería yo dormir o permanecer despierto, vestirme o desvestirme, comer o hacer dieta, trabajar o jugar, fumar, tomar o abstenerme de ello, pensar o hablar o moverme…; por qué debería subir la mano o dejarla caer, por qué debería yo desear realizar cualquier acción, o iniciar algún cambio de cualquier tipo, cuando todo es perfecto como está?

Nuestras dificultades no disminuyen de manera significativa cuando tratamos de imaginar una sociedad perfecta o un hombre perfecto en este mundo perfecto. No habría lugar para muchas de las cualidades éticas que admiran los moralistas: esfuerzo, lucha, persistencia, abnegación, coraje, compasión. Los que creen que el gran objetivo ético de cada uno debe ser mejorar a los demás, incitarlos a ser virtuosos, no tendrían nada que hacer. El que ya es perfecto no tendría que luchar por mejorar o perfeccionarse a sí mismo.

La «autoperfección» se presenta frecuentemente como la única verdadera meta moral de un hombre. Pero quienes se la fijan como meta esquivan las dificultades convencidos tácitamente de que es inalcanzable. Sugieren que un hombre debe esforzarse por cultivar todas sus facultades, ignorando el hecho de que solo puede cultivar algunas, desatendiendo relativamente otras. Al tratar la «autoperfección» como un fin en sí mismo, eluden cuestionarse sobre qué hará un hombre con su carácter perfecto, una vez que lo ha alcanzado. Pues el hombre perfectamente moral no solo nunca debe hacer el más mínimo daño, sino, además, siempre debe estar haciendo algo bueno; de otra manera, sería menos que perfecto. No puede tomar decisiones perfectamente sabias, a menos que tenga un conocimiento y clarividencia infinitos, y pueda prever todas las consecuencias de sus actos. El hombre perfecto debe ejercitar una benevolencia incesante, pero en una sociedad de hombres perfectos nadie tendría ninguna oportunidad o necesidad de ejercitar la benevolencia.

En resumen, es el esfuerzo de concebir una ética absoluta, o un mundo y una sociedad perfectos, lo que ha atrapado históricamente a la ética en tanta retórica y esterilidad. Probablemente tenga más sentido hablar en los términos relativos de mejor y peor. Es al intentar definir qué sería peor y qué sería mejor cuando nuestras dificultades aumentan. Pues determinar qué es mejor frecuentemente implica tomar una decisión entre un número infinito de posibilidades. Pero si preguntamos, más modestamente: ¿qué acciones o reglas de acciones empeorarían las cosas?, ¿qué acciones o reglas de acciones mejorarían las cosas?, tendremos más probabilidades de progresar. Haríamos bien en analizar el significado y el importante elemento de verdad que hay en el aforismo de Voltaire: «Lo mejor es enemigo de lo bueno».

Pero cuando planteamos el caso en contra del absolutismo en la ética, debe mos ser extremadamente cautelosos para no exagerar y terminar cayendo en el pantano sin fondo del relativismo o de la anarquía moral. Debemos evitar, creo yo, algunas de las rotundas conclusiones de Spencer, quien decidió que toda la ética actual debe ser ética relativa; y que las reglas de la ética absoluta, que solo toman en cuenta al «hombre ideal… en un estado social ideal», solo serían aplicables en un futuro indefinido, cuando el dolor habría dejado de existir y todos se ajustarían perfectamente a un medio perfecto. Pues, en la sociedad «ideal» de Spencer, poblada solo por hombres «ideales», no hay, ex hypothesi, ningún problema ético.

Yo he dicho que las instancias de deberes o decisiones éticas opuestos que Spencer citó presentan problemas reales y válidos; pero no creo que justifiquen su conclusión de que «a lo largo de una considerable parte de la conducta, ningún principio rector, ningún método de estimación, nos permite decir si una orientación propuesta es incluso relativamente correcta, ocasionando, tanto próxima como remotamente, y tanto en general como en casos específicos, el mayor excedente de bien sobre el mal». Surgen problemas éticos reales y conflictos reales, pero son relativamente raros y no son insolubles. A menudo es difícil decir con seguridad cuál es la solución óptima, pero muy rara vez lo es decir cuál es la peor y cuál la mejor. A lo largo de muchas generaciones, la humanidad se ha encontrado con tradiciones morales, reglas y principios que han sobrevivido y se refuerzan diariamente, precisamente porque resuelven la gran mayoría de nuestros problemas morales. Hemos llegado a descubrir que, adhiriéndonos a ellos, alcanzamos mejor la justicia, la cooperación social y, a largo plazo, la maximización de la felicidad o la reducción de la miseria al mínimo. No tenemos que resolver nuestros problemas morales diarios, o tomar nuestras decisiones morales diarias, haciendo un nuevo y especial cálculo de todas las probables consecuencias de cada acto o decisión durante un tiempo indefinido. Las reglas morales tradicionales nos ahorran todo esto. Solo donde entran en contradicción, o son claramente inadecuadas o inaplicables, nos vemos de nuevo en la necesidad de plantear nuestro problema, sin ningún «principio rector» o «método de estimación».

Y aun cuando nos veamos arrojados en la situación imaginada por Hume y Spencer, no estamos en absoluto sin principios rectores. Un hombre completamente moral no se siente obligado a ser tan salvaje y despiadado como el más salvaje y despiadado rufián o villano en la sociedad, ni siquiera tan salvaje y despiadado como el promedio. Él está obligado a defenderse a sí mismo, a su familia y a su propiedad; debe estar en constante vigilancia para no ser robado, timado o traicionado; pero no tiene necesidad de matar (excepto en defensa propia) o de robar, estafar o traicionar. Su deber y salvación es tratar de elevar el nivel promedio de conducta, tanto constituyendo un ejemplo como dejando que los demás vean que no le deben temer, si actúan decentemente.

El dilema Hume-Spencer sí muestra lo tremendamente peligroso que es para la ética individual que el nivel ético general se deteriore en una comunidad. Los estándares éticos y las prácticas del individuo, y los estándares éticos y prácticas prevalecientes en toda la comunidad son claramente interdependientes. Pero si los estándares éticos de la comunidad ayudan a determinar los estándares éticos del individuo, así también los del individuo ayudan a determinar los de la comunidad. En todas partes, los criminales y pillos utilizan invariablemente como excusa para sí mismos y ante otros que «todos» cometen los crímenes que ellos cometen, o que «lo harían si tuvieran el valor». Para asegurarse a sí mismos de que no son peores que los demás, argumentan que nadie más es mejor ellos. Pero el hombre moral, el hombre de honor, nunca se sentirá satisfecho diciéndose a sí mismo que es tan bueno como el promedio. Reconocerá que, en el largo plazo, su propia felicidad y la de la comunidad solo pueden mejorar subiendo el promedio, e intentará lograr esto con su propio ejemplo.

De hecho, en una comunidad «completamente» amoral, el temor de cada individuo por los asaltos, depredaciones y traiciones a manos de otros se traducirá en mayores esfuerzos individuales y, finalmente, generales, para restablecer la paz, el orden, la moralidad y la confianza mutua. Por tanto, cuando el «equilibrio» moral se ha trastornado violentamente, el mismo rechazo o intolerancia general de la situación resultante puede finalmente poner en marcha las fuerzas que tiendan a restablecer el equilibrio. Sin embargo, se pueden cometer daños irreparables antes de que surja esta restauración.

La moralidad de cada uno es influida enormemente por la moralidad de todos, y también la de todos por la de cada uno. Cuando todos son morales, es mucho más fácil para mí serlo también, y la presión para que lo sea (ejercida mediante la aprobación y desaprobación de los demás) también es mayor. Pero donde todos los demás son inmorales, yo debo pelear, engañar, mentir, traicionar, para sobrevivir, o por lo menos decirme a mí mismo que debo hacerlo. E incluso cuando las fuerzas autocorrectivas se restablezcan sin duda finalmente la desgracia es que un ambiente social inmoral probablemente incite al individuo a la inmoralidad más rápidamente de lo que un ambiente social moral le fomentaría la moralidad. Por eso es que el nivel general de la moralidad nunca es completamente estable, y puede elevarse, o incluso mantenerse solo mediante la constante vigilancia y el esfuerzo de cada uno de nosotros.

3. Ética obligatoria y ética opcional

Hasta el momento, en nuestra discusión sobre la ética absoluta y la ética relativa he utilizado estos términos en un sentido diferente del que se utiliza en la mayoría de las discusiones actuales al respecto. Frecuentemente se define al «relativismo» ético como la moralidad totalmente relativa a un lugar, tiempo o persona particular. Algunas veces se utiliza como el nombre de la doctrina según la cual opiniones éticas contrarias pueden ser igualmente válidas. Debemos rechazar el relativismo en cualquiera de estos sentidos. Existen principios morales básicos, válidos para todas las eras y todas las personas, por la simple razón de que sin ellos la vida social sería imposible.

Esto no significa, sin embargo, que todos debamos ser absolutistas éticos en el sentido rígido en que Kant lo era. La moralidad es principalmente un medio para algo, más que un fin en sí misma. Existe para servir a las necesidades humanas: es decir, las necesidades del hombre como es o puede llegar a ser. Una sociedad de ángeles no necesitaría un código moral. Debemos distinguir, por tanto, entre un mínimo aceptable de ética, al cual podemos insistir que todos se sometan, y una ética de hacer más de lo obligatorio: nos referimos a una conducta que no esperamos de cada uno, pero que aplaudimos y admiramos cuando se observa.

¿Acaso no hallamos, de hecho, tal distinción entre un estándar mínimo y otro más allá del deber implícito en nuestra tradicional ética de sentido común? Porque mientras que la ética insiste en un grupo de deberes, alaba un grado de moralidad que va más allá del deber. Como Mill lo apunta en su Utilitarismo:

Es una parte de la noción del deber en cada una de sus formas, que a una persona se le puede obligar legítimamente a cumplir. El deber es una cosa que puede ser exigida de una persona, como se exige el pago de una deuda. No hablaríamos de deber, al menos que pensemos que puede exigírsele… Hay otras cosas, por el contrario, que desearíamos que las personas hicieran, por las cuales nos gustan o las admiramos…; sin embargo, admitimos que no están obligadas a hacerlas.

Y como J. O. Urmson escribió al complementar esto:

La tricotomía del deber, la indiferencia y la maldad es inadecuada. Hay muchas clases de acciones que conllevan ir más allá del deber, acciones apropiadas, santas y heroicas que constituyen ejemplos conspicuos de ese tipo de acciones. Debemos ver nuestros deberes como requisitos básicos cuyo cumplimiento se nos puede exigir universalmente, como proveedores de la única base tolerable de la vida en sociedad. Los vuelos más altos de la moral pueden entonces apreciarse como contribuciones más positivas, que van más allá de lo que se debe exigir universalmente, pero que, incluso cuando no son exigidos públicamente, igual presionan de manera in foro interno a quienes no se contentan meramente con evadir lo intolerable.[173]

En resumen, el código moral general no debe imponer excesivos deberes positivos sobre nosotros, de tal manera que no podamos siquiera jugar, alegrarnos o relajarnos sin una mala conciencia. A menos que el código prescriba un nivel de conducta que la mayoría de nosotros podamos razonablemente esperar cumplir, sencillamente será desechado. Debe haber límites definidos para nuestros deberes. A las personas se les debe permitir un respiro moral de vez en cuando. La mayor felicidad es promovida por reglas que no hacen que los requisitos para la moral sean ubicuos y opresivos. Esa es una razón por la cual la regla de oro negativa no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti es una regla empírica mejor, en la mayoría de los casos, que la regla de oro positiva.