El cumplimiento del deber por el deber
Llegamos ahora a la doctrina según la cual debemos cumplir nuestro «deber» simplemente porque es nuestro «deber». En otras palabras: lo que dice esta doctrina es que la moral no tiene otro fin más allá de sí misma. Antes de que se formulara el utilitarismo, este era el punto de vista más aceptado, y aún tiene un gran influjo en la mente de los hombres. En su forma moderna, sin embargo, fue formulada más explícitamente por Emmanuel Kant y es esa la forma como resulta más conveniente examinarla.
Comencemos tratando de eliminar cualquier ambigüedad. «El cumplimiento del deber por el deber» podría significar que cuando nuestro deber es claro —es decir, cuando uno reconoce o se da cuenta de que una acción es correcta— esta es la acción que debemos realizar, indistintamente de si en ese momento nos gusta o no. Esto es simplemente otra manera de decir que un hombre siempre debe cumplir con su deber, siempre debe actuar moralmente, sin importar sus inclinaciones inmediatas. Pero «el cumplimiento del deber por el deber» también puede significar que un hombre siempre debe actuar ciegamente, de acuerdo con alguna regla rígida, no solo sin examinar las consecuencias inmediatas probables según esas circunstancias particulares, sino incluso sin considerar las consecuencias a largo plazo (alegría o desgracia, bien o mal) de actuar de acuerdo con esa regla. Sería difícil encontrar una mejor descripción de una conducta irracional.
Sin embargo, Kant parece ser el culpable de esto y de todo un complejo de otras ambigüedades y confusiones. Él sostuvo, además de otras cosas, que nada era verdadera e incondicionalmente bueno, excepto la buena voluntad. El único acto que realmente merecía llamarse moral, en su opinión, era el realizado con un sentido del deber: el realizado porque se creía que era bueno y no por ninguna otra razón.
Este punto de vista atrajo sobre él la cáustica sátira de Bertrand Russell:
Kant nunca se cansó de menospreciar el punto de vista de que el bien consiste en placer o en cualquier otra cosa, excepto la virtud. Y la virtud consiste en actuar como la norma moral manda, porque eso es lo que la norma moral manda. Una acción correcta realizada por cualquier otro motivo no puede considerarse virtuosa. Si eres amable con tu hermano porque le tienes cariño, no tiene mérito; pero si te cae mal y de todas formas eres amable con él, debido a que la norma moral así lo establece, entonces eres el tipo de persona que Kant piensa que debes ser. [Y Russell concluye que si Kant] creyera en lo que piensa que cree, no podría considerar al cielo como un lugar donde los buenos son felices, sino como un lugar donde tendrán infinitas oportunidades de ser amables con personas que no les agradan.[156]
Pero si Russell es uno de los críticos más cáusticos de los puntos de vista kantianos, no es el primero. Se le adelantaron varios filósofos morales. Incluso Schiller, que de otra manera era admirador de Kant, hace una parodia de este punto de vista en unas líneas según las cuales un discípulo de Kant se queja:
Felizmente, sirvo a mis amigos, pero lo hago con placer. Por lo tanto, estoy agobiado por la duda de no ser una persona virtuosa.
En respuesta, recibe este consejo:
Seguramente tu único recurso es tratar de detestarlos totalmente; luego haz, aunque sea con aversión, aquello a lo que tu deber te obliga.[157]
Una razón del error de Kant es que vio con profunda sospecha los deseos o inclinaciones naturales en sí mismos, porque creía que todos los deseos eran de placer, pero de placer en el sentido más restringido o carnal. También resbaló hacia este error por una razón más sutil, que será instructivo explorar. Cuando Kant supuso que una acción, no importando cuán beneficiosa fuera en resultados, no era moral si se realizaba de acuerdo con una inclinación natural, sino solo si era realizada en contra de esa inclinación, «por cumplimiento del deber», su error era el resultado de una confusión fácilmente explicable en términos psicológicos. Cuando ejercemos una acción buena por amor o por benevolencia, completamente espontánea, no somos conscientes de «hacer nuestro deber». Solo cuando carecemos de tal inclinación a realizar dicho acto, y de todos modos nos «obligamos» a realizarlo, convencidos de que es nuestro deber, entonces somos conscientes de «hacer nuestro deber». Esto, creo yo, explica la génesis psicológica del error de Kant. El acto moral es un acto que conduce al bienestar general, sin importar si se hace espontáneamente o por una adhesión consciente (o renuente) al deber.
El germen de verdad en la posición de Kant es que siempre es nuestro deber hacer lo correcto, indistintamente de que queramos o no hacerlo. Pero esto nos lleva a la tautología de que siempre es nuestro deber cumplir con nuestro deber.
Tal vez sea necesaria una pequeña digresión en este punto. Hasta el momento, en este capítulo (y en este libro) hemos usado la palabra deber sin cuestionar la validez del concepto ni preguntarnos específicamente ¿por qué debo cumplir con mi deber? Simplemente hemos dado por sentado el concepto de deber. Esto ocurre porque, de hecho, está implícito en todas las éticas. En su origen, deber significaba lo que es debido, lo que se adeuda: a la familia, los amigos, los socios, el empleador u otras personas en general. El deber de uno significa: lo que uno tiene la obligación de hacer.
Cumplir con el deber que se tiene no necesariamente implica actuar de manera moral. Es algo distinto de hacer lo correcto, en el sentido de lo mejor o lo más sabio, o lo que promovería el mayor bien para el mayor número. Su deber, en ese sentido restringido, sería una obligación o responsabilidad especial, que recaería específicamente sobre usted, debido a su vocación o por la especial relación que usted tiene con los demás. Así, puede decirse de un salvavidas, que le salva la vida a una mujer que se está ahogando, que «únicamente cumplía con su deber» y, por consiguiente, no merece ningún crédito especial. En este sentido, el deber de uno es simplemente aquello que estaría mal si uno no lo hiciera. Sin embargo, si otro nadador, que no fuera salvavidas, le salva la vida a esa mujer, incluso con un considerable riesgo de su propia integridad, entonces a él se le alabaría justamente por ir más allá de su deber. Lo mismo puede ocurrir con un soldado al que en un momento se le honra por haber observado «una conducta digna más allá de lo que su deber le exige». Puede decirse a favor de este concepto más restringido del deber que se abstiene de poner obligaciones ilimitadas a las personas. Por esto Kurt Baier sostiene lo siguiente: «Nadie tiene nunca el deber de hacer algo simplemente porque es beneficioso para alguien más». Y en otra parte: «Moralmente se nos exige hacer algo bueno solo a los que realmente necesitan nuestra asistencia. El punto de vista de que siempre debemos hacer lo óptimo… daría lugar al resultado absurdo de que actuaríamos mal cuando nos relajamos, pues continuamente se nos presentan ocasiones de hacer un bien mayor que el que lograríamos si solamente nos relajamos».[158]
Pero el concepto de los deberes de uno implica que existen ciertas obligaciones que debemos respetar y ciertas reglas que debemos seguir, en todo momento. La mayoría de estas reglas se han venido determinando en el tiempo, mediante la experiencia, el pensamiento y la tradición humana. Nos sirven de guías o como piedras de toque, eliminan en nosotros la necesidad de hacer cálculos muy elaborados sobre las probables consecuencias de una decisión u otra al enfrentarnos con cualquier situación nueva. No pueden, como Kant supuso, darnos siempre respuestas simples y seguras. Sin embargo, su existencia nos evita tener que solventar cualquier problema moral ab initio. (Una contribución muy instructiva es el concepto de «deberes prima facie», elaborado por Sir David Ross).[159]
Retornemos a lo que hemos considerado que es el germen de la verdad en la posición de Kant: siempre es nuestro deber hacer lo correcto, nos guste o no. Pero el que algunas veces necesitemos recordarnos a nosotros mismos nuestro deber y obligarnos a hacerlo, incluso en contra de nuestras inclinaciones, no significa, como él parece sostener, que solo en esas ocasiones actuemos moralmente. De hecho, una de las consecuencias paradójicas a que el pensamiento de Kant nos lleva es ésta. Un hombre que siempre manifiesta buena voluntad hacia otras personas, o que desde que era niño se forjó el hábito de actuar siempre moralmente, tenderá a actuar así más y más, de manera habitual y espontánea, en lugar de hacerlo por un sentido del deber consciente. Por lo tanto, de acuerdo con Kant, actuaría cada vez con menos frecuencia de manera «moral», o tendría menos mérito moral del que le sería reconocido si hiciese lo correcto de manera renuente, debido al sentido del deber.
Es claro que Kant confunde los medios con los fines. Es esta una confusión en la que los filósofos morales son particularmente propensos a caer. Bertrand Russell lo expuso así: «El moralista…, debido a que se preocupa primariamente por la conducta, tiende a volverse obsesionado por los medios, a fin de evaluar las acciones que deben realizar los hombres, más que los fines a las que estas acciones sirven».[160] Así, Kant llegó a pensar que podíamos juzgar lo correcto o incorrecto de nuestras acciones, sin considerar las consecuencias a las que conducen, en el sentido de felicidad o satisfacción, bondad o maldad, para nosotros mismos o para cualquier otra persona.
Pero si las acciones o reglas de conducta no se van a evaluar por sus probables consecuencias, ¿cómo sabremos qué acciones están bien o mal? En esto, la posición de Kant es peculiar. No parece sostener que podamos determinar nuestros deberes a priori o por medio de la intuición directa, pero sí sostiene que podemos determinar nuestro deber a partir de ciertos principios a priori, y luego trata de encontrar y formular esos principios.
Él pone en primer plano su famosa noción del imperativo categórico. El deber es un imperativo categórico, porque, cuando observamos que una cosa es correcta, nos sentimos compelidos a hacerla categórica y absolutamente, no como un medio para alcanzar un fin más allá de sí misma. Es «objetivamente necesaria». Esto debe distinguirse del mero imperativo hipotético, que representa «la necesidad práctica de una acción posible, como medio para algo más que se desea»,[161] como mantenerse saludable, ser feliz o ir al cielo. Ahora bien, un imperativo hipotético depende de cuál sea nuestro fin particular, pero «la sola concepción de un imperativo categórico» nos proporciona también la fórmula para él. «Existe solamente un imperativo categórico y es éste: Actúa solamente de acuerdo con la máxima según la cual puedes desear al mismo tiempo que ella se convierta en una ley universal».[162]
Esta máxima ejerce un atractivo prima facie, pero el esfuerzo de elaborar un código de moral a partir de ella me parece un completo fracaso. Un código de moral solamente puede constituirse al considerar las consecuencias reales o probables de las acciones o reglas de conducta, y lo deseable o indeseable de dichas consecuencias. Kant trata de probar que la inobservancia de su máxima encerraría una contradicción lógica; pero con los ejemplos que pone no lo logra. Así, su argumento en contra de la mentira es que, si todo el mundo mintiera, a nadie se le creería; de esta manera, mentir sería fútil y contraproducente. Esto no prueba, sin embargo, que haya algo lógicamente contradictorio sobre la mentira universal; con ello simplemente se muestra que alguna de sus consecuencias sería mala. El argumento de Kant aquí es, de hecho, una apelación a las consecuencias prácticas, y no a las peores, que son el daño que la mentira le produciría a las víctimas de la misma —siempre y cuando éstas la creyesen— y la destrucción de casi toda la cooperación social, a partir del momento en que la gente estuviera convencida de que no se puede confiar en la palabra ni en las promesas de otro.
El examen de la universalidad, de Kant, debidamente interpretada, podría poner de manifiesto una condición necesaria, pero no suficiente, de las reglas morales. Se aplicaría, por ejemplo, en contra del hombre magnánimo o de gran espíritu, según Aristóteles, que «se desvive por otorgar beneficios, pero se avergüenza de recibirlos».[163]
Difícilmente podríamos imaginar a dos hombres de gran espíritu, como el que describió Aristóteles, llevándose bien uno con el otro. Cada uno presionaría con sus favores al otro y este, a su vez, los desdeñaría como insultantes. La máxima de Kant se aplicaría también en contra del superhombre de Nietzche. Es imposible que todo el mundo pueda practicar una moral de amo: para que alguien pueda actuar como amo se necesita por lo menos un esclavo. Para que la moral de amo de Nietzche tenga sentido, aunque sea respecto a la mitad de la población, la otra mitad debe comportarse con una moral de esclavo, contraria precisamente a la de Nietzche.
Por otra parte, hay formas de conducta que son ciertamente morales, aunque no puedan considerarse universales; puede incluso ocurrir que la persona que las adopta no desee que sean universales. Un hombre podría decidir llegar a ser ministro o abogado; pero si todos decidieran llegar a ser ministros o abogados, todos nos moriríamos de hambre. Un hombre puede decidir aprender a tocar el violín, sin desear que todos aprendan también a tocarlo. De hecho, si espera vivir de ello, desearía asimismo, para aumentar su importancia y sus ingresos en vista de su rareza, que lleguen a ser violinistas competentes la menor cantidad posible de personas.
Se podría responder que esto es simplemente una evasiva; que Kant no pretendía que su máxima de universalidad se aplique a la adopción de un oficio o vocación específicos; que la máxima universal adecuada a tal caso podría ser: «En pro de la división del trabajo, cada uno debería desempeñar algún oficio o adoptar alguna profesión», o este otro: «Todos deberían adoptar el oficio o la profesión para los cuales están mejor dotados (o en los que puedan ser más útiles)». Pero entonces ¿cuáles son las reglas permisibles respecto a la generalidad o especificidad, al pensar en una ley «universal»? «¿Cualquier otro puede mentir, pero solo cuando se mete en este particular de aprieto en el que yo me encuentro en este momento?». Kant era soltero y célibe. ¿Podría él querer que todos fueran célibes? ¿Cuál sería la redacción de la ley universal que le permitió serlo?
Finalmente, ¿qué valor tiene la máxima kantiana? Podemos concluir, creo yo, que tiene un cierto valor negativo. Muestra que nuestras normas morales no deben ser inconsistentes entre ellas mismas. No tenemos derecho a dejar nuestra propia conducta fuera de las normas morales que desearíamos que siguieran otros. No tenemos derecho a adoptar para nosotros máximas que nos horrorizaría ver seguidas por otros. No tenemos derecho a justificar nuestra propia conducta mediante excusas que no aceptaríamos de nadie más. Las reglas morales, lo mismo que las legales, deben elaborarse con la mayor generalidad posible y ser aplicadas a nosotros mismos, a nuestros amigos y a nuestros enemigos, imparcialmente, sin discriminación ni favoritismo. Ydeben ser impersonales. También tienen que sujetarse a la condición de reversibilidad: es decir, deben ser aceptables para las personas, independientemente de si se está ejerciendo la acción o recibiendo el efecto de la misma.[164]
Pero ninguna de estas cosas nos ayuda a determinar, de manera sustantiva y precisa, cuáles deberían ser nuestras normas morales. Podría ser universalmente posible, o casi posible, que todo el mundo fumara cigarrillos o bebiera güisqui; pero esto difícilmente constituiría una base suficiente para calificar a cualquiera de estas actividades como un deber.
De hecho, no hay manera de adoptar o elaborar normas morales, excepto considerando las consecuencias de actuar de acuerdo a las mismas y a lo deseable o indeseable de dichas consecuencias. El imperativo categórico de Kant descansa sobre una consideración no admitida de las consecuencias. En efecto, lo que él dice es esto: «Mentir es malo, porque, si todo el mundo mintiese, las consecuencias serían éstas y éstas». Sin embargo, no demuestra que exista una contradicción lógica en que todos mientan. Todo lo que demuestra (y esto es suficiente) es que las consecuencias no nos gustarían.
Pero esta clase de argumento da lugar a que la norma moral en contra de mentir se vuelva más débil de lo que realmente es. Mentir no sería simplemente malo, si el hecho fuese adoptado como una regla universal. Casi cualquier mentira individual produce algún daño. Por supuesto, cuanto más difundido esté el hábito de mentir, más daño puede causar. Sin embargo, mentir, lo mismo que asesinar, no se puede condenar simplemente porque no pueda universalizarse. De hecho, ambas cosas podrían universalizarse; lo que ocurre es que no nos gustarían las consecuencias. El asesinato podría universalizarse hasta que solo un hombre quedara sobre la tierra, e incluso él mismo podría sentirse libre para suicidarse. Con el celibato universal también se podría extinguir la raza humana, pero no por ello Kant consideró su propio celibato como un crimen.
A riesgo de resultar repetitivos, planteemos el argumento anterior de otra manera. Supongamos que tomamos el imperativo categórico de Kant «actúa únicamente de acuerdo con la máxima que al mismo tiempo quieras que se convierta en una ley universal», y lo tradujésemos al español coloquial de hoy. Obtendríamos lo siguiente: «Actúa únicamente de acuerdo con una regla que quieras que todos sigan generalmente». Esto simplemente significa que no tienes derecho a tratarte a ti mismo como una excepción: que la moralidad consiste en un juego de reglas de conducta que deben ser seguidas por todos; que daña y destruye la moralidad el hecho de que cada uno quiera tratarse a sí mismo como una excepción. Pero no nos dice nada sobre cuál debería ser el contenido de la regla o el juego de reglas. De hecho, implícitamente, da por sentado el criterio utilitario. Cada uno de nosotros quisiéramos que se siguiera universalmente un juego de reglas tendientes a maximizar la felicidad y a minimizar el dolor y la miseria, tanto los propios como los de los demás. Kant no vio que su imperativo categórico, tal como él lo expuso, descansa en un deseo básico del individuo. La regla que el individuo quiere ver que se siga universalmente es la regla que él anhelaría ver que se siguiera universalmente: la regla que él desearía que se siguiese universalmente. Kant era un utilitarista-de-reglas-cifradas.
Hasta ahí llegó la máxima más famosa de Kant. Pero se supone que su imperativo categórico produce otras dos reglas de acción y, ya que estamos hablando de él, es mejor que las examinemos de una vez. La primera dice: «Actúa tratando siempre a la humanidad, tanto en tu propia persona como en cualquier otra, como un fin, nunca solo como un medio».[165]
Ewing nos dice:
Estas palabras de Kant han tenido tanta influencia como quizá ningunas otras escritas por un filósofo. De hecho, sirven de lema de todo el movimiento liberal y democrático de los tiempos recientes. Con ellas se rechaza la esclavitud, la explotación, la falta de respeto a la dignidad y personalidad de otros, convertir al individuo en una simple herramienta del Estado, y la violación de cualquier derecho. En ellas se encierra la idea moral más grande de su tiempo, y quizá podría añadirse que la idea moral (como distinta de lo «religioso») más grande de la cristiandad.[166]
Kant mismo nos indica que en su máxima se eliminan la mentira de las promesas hechas a otros y los ataques a la libertad o a la propiedad de los otros.
Pero hay dos preguntas que se imponen por sí mismas. La primera es si es necesaria esta máxima para establecer la inmoralidad de la mentira, el robo o la coerción. ¿Son las reglas en contra de la mentira, el robo, la coerción, la violación de los derechos, etc., meros corolarios de la máxima de Kant? ¿O pueden ser establecidas independientemente de ella?
La segunda pregunta es si la máxima de Kant, tomada por sí sola, es definitiva, adecuada o incluso cierta. Constantemente nos estamos utilizando unos a otros como simples medios. Esta es prácticamente la esencia de todas las «relaciones de negocios». Nos valemos del cargador para que saque nuestro equipaje de la estación; del taxista para que nos lleve a nuestro hotel; del mesero para que nos traiga nuestra comida y del chef para que nos la prepare. Paralelamente, el cargador, el taxista, el mesero y el chef nos utilizan a nosotros como medios para obtener el ingreso que les permitirá utilizar a otras personas para obtener lo que ellos quieren. Todos nos utilizamos como «simples» medios para asegurar lo que deseamos. A la vez, todos nos prestamos a nosotros mismos o prestamos nuestros recursos para promover los propósitos de otras personas, como un medio indirecto de promover los nuestros.[167] Esta es la base de la cooperación social.
Por supuesto, tratamos a nuestros amigos cercanos y a los miembros de nuestra familia inmediata como «fines» tanto como medios. Podríamos incluso afirmar que tratamos a los comerciantes como fines cuando preguntamos por su salud o la de sus hijos. Les debemos a los demás en general, e incluso más cuando se encuentran en la posición de sirvientes o subordinados, un trato siempre cortés, amable, respetuoso de su dignidad humana. Y. claro, debemos reconocer y respetar los derechos de cada uno. El mundo pudo haber llegado, y de hecho llegó, a descubrir estos deberes y reglas en gran medida sin la máxima de Kant. Pero quizá la máxima de Kant sí ayude a aclararlos y a unificarlos.
La tercera máxima de Kant, o la tercera forma que adopta el imperativo categórico es ésta: «Actúa como un miembro del reino de los fines». Esto no parece ser más que otra formulación de la segunda máxima. Debemos tratarnos a nosotros mismos y a los otros como fines; debemos pensar que todos los seres humanos tienen derechos iguales; debemos considerar el beneficio de los otros con la misma estimación que el nuestro. Esta parece ser simplemente otra forma de encuadrar los requisitos de la justicia y la igualdad ante la ley.
Repitiendo: la verdad es que la mera posibilidad de una ley de ser seguida de manera consistente o universal no es en sí misma una prueba de la bondad o maldad de la misma. Esto solamente puede determinarse considerando las consecuencias de seguirla, y lo deseables o indeseables que puedan llegar a ser tales consecuencias. La moralidad es antes que nada un medio: un medio necesario para que el ser humano alcance la felicidad. Si declaramos que el deber debe ser cumplido por el deber mismo, sin ninguna consideración sobre los fines a los que se sirve al cumplirlo, no tendremos forma alguna de decidir cuál es o debería ser nuestro deber en una situación concreta.
Además de confundir los medios con los fines, Kant simplificó demasiado el problema moral. Por ello mantuvo, por ejemplo, que una mentira nunca tiene justificación, ni siquiera para prevenir un asesinato. Se negó a reconocer que pueden presentarse algunas situaciones en las que dos o más leyes o principios normalmente correctos pudiesen entrar en conflicto, o en las que nos veríamos forzados a escoger no el bien absoluto, sino el menor entre dos o más males. Pero este es nuestro problema como seres humanos.
Si tuviera que resumir las conclusiones de este capítulo, no podría hacerlo mejor que con las palabras de F. H. Bradley, tomadas de su ensayo con el mismo título. El ensayo de Bradley parte, según su propia confesión, de Hegel, y es, como la mayoría de lo que escribió sobre teoría ética, a veces perverso, ininteligible, y lleno de paradojas y contradicciones. Sin embargo, sus párrafos finales emiten un brillante resplandor de sentido común:
¿Es el cumplimiento del deber por el deber una fórmula válida, en el sentido de que tenemos que actuar siempre de acuerdo con una ley, y nada más que una, y que esa ley no admite excepciones, en el sentido de casos particulares frente a los cuales se invalida? No, con esto se daría por sentado que la vida es tan simple que nunca debemos considerar más de un deber al mismo tiempo; pero realmente tenemos que obrar de acuerdo con deberes conflictivos, que, por lo regular, escapan al conflicto simplemente porque se entiende cuál de ellos debe ceder ante los otros. Es un error suponer que la colisión de los deberes no es común…
Haciendo la pregunta llanamente: Está claro que en un caso determinado puedo tener varios deberes delante y podría ser capaz de cumplir solamente uno. Debo entonces quebrantar alguna ley «categórica», y, en un caso así, la pregunta que se hace el hombre común es ésta: ¿Qué deber debo cumplir? Él mismo respondería: «Todos los deberes tienen sus límites y están subordinados los unos a los otros. No podemos verlos todos como un “imperativo categórico” —como una ley absoluta y dependiente únicamente de sí misma— sin ciertas excepciones y modificaciones que, en muchos casos, debemos dejar totalmente a un lado…».
A todo lo que llega [el imperativo categórico] es a esto —y es, debemos recordarlo, una verdad muy importante—: Que nunca se debe quebrantar una ley que implica deberes para complacerse a sí mismo, y nunca por un fin en lugar de un deber, sino solamente en aras de un deber superior y por encima de él…
Entonces observamos que «cumplir el deber por el deber» únicamente significa: «haz lo correcto por respeto a lo correcto», pero no se nos dice qué es lo correcto…[168]