Fines y medios
Todos los seres humanos actúan y lo hacen según determinados objetivos. Emplean medios para lograr sus fines. Esta aseveración puede parecer elemental. Sin embargo, no hay asunto que se haya constituido en una fuente más fértil de confusión en la filosofía ética que el directamente relacionado con los medios y los fines.
Los «fines» pueden ser «plurales», en opinión de muchos de los filósofos de la moral, pero únicamente si reconocemos que esto se refiere a fines subordinados o intermedios. Los fines nunca pueden ser irreductiblemente plurales. Al seleccionar entre fines subordinados, como continuamente nos vemos obligados a hacerlo, necesariamente somos atraídos por la preferencia de unos respecto de otros. Y la preferencia se basa en nuestro criterio de que uno de estos «fines» está más cerca de ser un fin último para nosotros, o por lo menos un medio mejor para alcanzar un fin «más último» que otro.
Por lo tanto, los fines intermedios son al mismo tiempo fines y medios. Me veo en la tentación de acuñar una nueva palabra, «medios-fines», para subrayar esta naturaleza dual de los conceptos.
Nuestro fin inmediato puede ser siempre definido como el logro de una satisfacción o la eliminación de una insatisfacción. Incluso nuestro fin último puede ser definido como el logro de un estado de cosas que se adapta mejor a nosotros que otro estado de cosas alternativo.[137] Pero, para alcanzar cualquier fin, debemos utilizar medios que a su vez podemos considerar como fines. Un hombre y su esposa, que residen en Nueva York, pueden decidir viajar a las Islas Griegas. Ellos ven esto como un fin, aunque también puede ser considerado simplemente como el medio para lograr el placer que esperan obtener del viaje. Pero, como ellos nunca han viajado al extranjero, deciden que de paso visitarán Londres, París y Roma. Cada una de estas visitas se convierte a su vez en un fin. Han decidido ir en barco, pero este medio de cruzar el océano es entonces también considerado como un fin en sí mismo. En relación con el viaje por el mar, la esposa se refiere a él como a «la parte que más disfruté del viaje», en cuyo caso lo que originalmente era solo un medio para lograr un fin mayor para ella se convierte en un fin de mayor valor que el fin original.
Esta transformación de medios en fines se ilustra a lo largo de toda la vida. El hombre no solo desea protegerse a sí mismo contra el hambre y el frío; también desea tener un hogar cómodo y atractivo, casarse, engendrar hijos, criarlos y enviarlos a la universidad. Para lograr estos fines ulteriores, necesita dinero. Entonces «hacer dinero» se convierte a la vez en un medio y en un fin secundario. Para poder ganar dinero, debe tener un empleo. Obtener un empleo es tanto un medio como un tercer fin. Por lo tanto, las acciones y la vida son como el tramo de unas gradas, de las que cada paso es un fin en relación con el anterior, y un medio en relación con el siguiente.
El hombre sabio tiende a percibir su trabajo, su recreación y sus ambiciones en esta forma dual. No vive por entero en el presente. Ello implicaría no prever prudentemente de cara al futuro. Tampoco vive del todo en el futuro. Ello significaría no gozar nunca del momento presente. Vive en el presente y en el futuro. Disfruta de la vida a medida que transcurre, saboreando el momento; pero también se fija una meta o varias metas hacia las cuales intenta progresar.
El equilibro ideal no es fácil alcanzarlo. Nuestro temperamento o nuestros hábitos nos pueden llevar a cometer errores de uno u otro lado. Un error es llegar a pensar que todo es simplemente un medio para algo más; verse sumergido en el trabajo o en la obligación; estar en una búsqueda continúa, sin darse tiempo para saborear los frutos de los éxitos obtenidos en el pasado, en virtud de una ambición inagotable, que nunca llega a satisfacerse; estar, como Emerson dijo, «siempre preparándose para vivir, pero nunca viviendo». Otro error es olvidar que algo es principalmente un medio y tratarlo como si fuera un fin en sí mismo. Un ejemplo común de esta distorsión es el avaro, que constantemente acumula dinero y trabaja para obtener más, pero nunca lo disfruta.
Las mismas confusiones, en relación con los medios y los fines, que afectan a las personas en la vida cotidiana, afectan también a las teorías de los filósofos de la moral. Un ejemplo sobresaliente de la tendencia a oscurecer la distinción entre medios y fines —reducir todos los medios a fines y todos los fines a medios, insistir en que nada, ni siquiera los ideales, puede considerarse constante o permanente, sostener que todo está en continuo movimiento, cambiando, en busca del futuro— se encuentra en el pensamiento de John Dewey: «El fin ya no es un término o límite que se debe alcanzar. Es el proceso activo de transformar una situación existente… El crecimiento en sí mismo es el único fin moral».[138]
La pregunta que surge de inmediato es esta: ¿Crecimiento hacia qué? ¿Deben los hombres crecer hasta doce pies de altura y seguir creciendo? ¿Deben la población, el hacinamiento, el bullicio, las congestiones de tráfico, el poder del Gobierno, la delincuencia, el crimen, la suciedad, el cáncer… seguir creciendo? Si el crecimiento es en sí mismo el único fin moral, entonces el crecimiento del dolor y la miseria es un fin moral tan importante como el crecimiento de la felicidad, y el crecimiento del mal es un fin moral tan importante como el crecimiento del bien. Glorificar el crecimiento, el movimiento y el cambio por el solo hecho de que son crecimiento, movimiento o cambio trae a la memoria una antigua canción popular, que decía: «No sé a dónde me dirijo, ¡pero estoy en camino!». Los valores e ideales éticos, lo mismo que la diferencia entre medios y fines, se desvanecen y desaparecen en una filosofía así.
Pero el error contrario —el de considerar los medios como fines últimos o ideales últimos— es tal vez más frecuente entre los filósofos de la moral tradicionales. Este error es más notorio en un autor como Kant, cuyo concepto del deber por el deber será evaluado en nuestro siguiente capítulo. Pero también se encuentra, aunque de una manera menos llamativa, incluso en los escritores modernos que se hacen llamar «utilitaristas idealistas», como, por ejemplo, Hastings Rashdall.[139] «El punto de vista al que hemos llegado es que la moralidad de nuestras acciones debe ser determinada en última instancia por su tendencia a promover un fin universal, cuyo fin consiste en muchos fines, y en especial en dos: la moral y el placer».[140] En otros lugares Rashdall sustituye las palabras «virtud» y «felicidad» como si fueran sinónimos de las anteriores y sostiene que «el bien» consiste en estos dos elementos.
Ahora bien, si el fin último consiste tanto en virtud como en felicidad, es imposible asumir cualquiera de ellas en términos de la otra. Esto las hace no solo inconmensurables, sino incomparables también. Por ello, cuando nos vemos frente al problema de qué camino elegir entre dos diferentes, si el que nos lleva a una mayor virtud, pero hacia una menor felicidad, o el que nos lleva hacia una mayor felicidad, pero hacia una menor virtud, o entre uno por el que podremos aumentar la virtud más que la felicidad y otro por el que podremos aumentar la felicidad más que la virtud, ¿cómo podremos decidir cuál de ellos seguir?
Los fines no necesariamente deben ser conmensurables, pero sí deben poderse comparar[141]; de lo contrario, no existe forma de seleccionar o decidir entre ellos. Esta es otra manera de decir que no podemos tener fines últimos «plurales» o heterogéneos. Cuando tenemos delante dos o más fines últimos propuestos, o dos o más «partes» propuestas para un fin último, ninguno de los cuales puede ser reducido al otro o expresado en términos del otro, haríamos bien en sospechar que estamos tratando simplemente con una confusión de pensamiento, y que uno de los dos fines «últimos» es en realidad un medio para lograr el otro.
Analicemos la confusión tal como se da con Kant. Generalmente, Kant es considerado, y con razón, como el principal antihedonista y antiutilitarista. Pero en un texto impresionante suyo le otorga un papel tan importante a la felicidad que parece que estuviera tambaleándose al borde del eudemonismo:
La virtud (como un bien valioso para ser feliz) es la condición suprema de todo lo que nos puede llegar a parecer deseable y, consecuentemente, de toda nuestra búsqueda de la felicidad, y es, por lo tanto, el bien supremo. Pero no se deriva de ello que esta sea el bien completo y perfecto, como el objeto de los deseos de los seres racionales; esto también requiere la felicidad… Ahora bien, puesto que la virtud y la felicidad juntas constituyen la posesión del summum bonum en una persona, y la distribución de la felicidad en proporción exacta a la moralidad (que es el valor de la persona y su mérito para ser feliz) constituye el summum bonum de un mundo posible, este summum bonum expresa el bien total, el bien perfecto, donde, sin embargo, la virtud como condición es siempre el bien supremo, ya que no existe ninguna condición sobre ella; por cuanto la felicidad, incluso siendo placentera para quien la posee, no es en sí misma absolutamente y en todos los aspectos buena, pero siempre presupone como su condición una conducta moralmente correcta.[142]
Lo que sigue en la discusión de Kant sobre la relación entre virtud y felicidad es tan confuso no parece que valga la pena continuar con ella. El concluye, entre otras cosas, que «la felicidad y la moralidad son dos elementos específicamente distintos del summum bonum y, por lo tanto, su combinación no puede ser analíticamente conocida».[143] A lo largo de este argumento expone, pero rechaza, «la respuesta del epicúreo»: «El epicúreo sostenía que la felicidad era el summum bonum total y la virtud únicamente la máxima de su búsqueda; es decir, el uso racional de los medios para su obtención».[144]
Sin embargo, si interpretamos la felicidad dentro de este contexto, como si nos refiriésemos no solamente a la felicidad de corto plazo del individuo que actúa, sino a la felicidad general de largo plazo de la comunidad, entonces este punto de vista «epicúreo» es, obviamente, la solución correcta. El fin último es la felicidad. La virtud es un medio de largo plazo, necesario para alcanzar ese fin.
Bertrand Russell ha hecho ver este aspecto de manera clara y sencilla: «Lo que se denomina “buena conducta” es un medio para llegar a otras cosas que son buenas por sí mismas».[145]
Algunas personas se sorprenderán con esto, porque lo interpretarán como una degradación de la virtud o de la moral a un simple medio. Pero un medio necesario para alcanzar un gran fin es en muy pocas ocasiones considerado por nosotros como un simple medio; se convierte en un fin (intermedio o penúltimo) en sí mismo; incluso en nuestras mentes se convierte en una parte o ingrediente indispensable para alcanzar el fin último.
Lo anterior fue reconocido claramente por John Stuart Mill en su Utilitarismo:
Cualquiera que sea la opinión de los moralistas utilitarios sobre las condiciones originales por las cuales la virtud se convierte en virtud; sea cual fuere la forma como que ellos puedan creer (como lo hacen) que las acciones y disposiciones únicamente son virtuosas porque promueven otro fin que no es la virtud…, no solamente colocan a la virtud a la cabeza de las cosas que son buenas, como medios para alcanzar el fin último, sino también reconocen como un hecho psicológico la posibilidad de que sea, para el individuo, un bien en sí mismo, sin buscar otro fin más allá de ella…; como una cosa deseable en sí misma, aun cuando, en la instancia individual, no produzca aquellas otras consecuencias deseables que tiende a producir y precisamente por las cuales se le considera una virtud.[146]
Posteriormente G. E. Moore se burló mucho de Mill debido al pasaje completo del que este es un fragmento, y lo acusó de incurrir en «contradicciones evidentes», y de «quebrantar la diferencia entre medios y fines». «Lo que luego se nos dirá», prosiguió Moore, «es que esta mesa es real y verdadera, lo mismo que esta habitación[147]». En efecto, Mill cayó en algunas contradicciones, pero su discusión sobre la relación entre medios y fines era psicológicamente correcta. Existe una distinción entre medios y fines, indispensable para observar una conducta inteligente en la vida. Pero no es una distinción objetiva, como es la que hay entre una mesa y una habitación. La diferencia entre medios y fines es subjetiva. Los medios y los fines solo tienen significado en relación con los propósitos humanos y las satisfacciones humanas, y para cada individuo, en relación con sus propósitos y sus satisfacciones. Un objeto no puede ser ahora una mesa y luego una habitación, pero puede ser perfectamente bien ahora un medio y luego un fin. Incluso puede llegar a ser simultáneamente un medio y un fin, tanto un medio como un fin, un fin intermedio, si así decidimos tratarlo y considerarlo, para lograr nuestros propósitos y derivar de ellos nuestras satisfacciones.
En pocas palabras, estamos de acuerdo en denominar virtud y moralidad exactamente a aquellas acciones, disposiciones y normas de acción que tiendan, a largo plazo, a promover la felicidad. Las acciones y disposiciones que, a largo plazo, tienen la tendencia a no promover la felicidad, o únicamente a promover el dolor o la miseria, estamos de acuerdo en denominarlas vicios o simplemente inmoralidad.
Por lo tanto, cuando un escritor satírico como Mandeville escribe La fábula de las abejas o Vicios privados que se convierten en beneficios públicos (1705) y argumenta que en realidad son los «vicios» (es decir, las acciones de interés propio de los hombres) los que, por medio de una vida lujosa y extravagante, estimulan toda la inventiva, acción y progreso, al hacer circular el dinero y el capital, en realidad lo que quiere decir es que los que denominamos vicios deben en realidad ser llamados virtudes, y las que denominamos virtudes deben en realidad ser llamadas vicios. Mandeville no se equivocaba en principio (es decir, hasta donde el principio de la relación de medios y fines concierne). Pero estaba equivocado en su conclusión, únicamente porque su economía estaba errada. (Igual que su discípulo Keynes, supuso que el ahorro únicamente conducía al estancamiento económico, y que solo la extravagancia en el consumo estimulaba la industria y el comercio).
Siempre que intentamos descifrar qué es un medio y qué un fin, o cuál de dos fines es ulterior, la prueba es sencilla. Debemos hacernos simplemente dos preguntas principales. Son estas: ¿Sería mejor tener más virtud (o moralidad) en el mundo, a costa de menos felicidad? O al revés: ¿Sería mejor tener más felicidad en el mundo, a costa de menos virtud? En el momento en que tales cuestionamientos se formulan, resulta obvio que, entre ambas, la felicidad es el fin ulterior y la virtud o moral, el medio.
La claridad sobre este punto es tan importante que bien vale la pena arriesgarse a una tediosa repetición para lograrla. Reconocer que algo es en esencia un medio —en este caso la virtud— no significa negar que también tiene un gran valor en sí mismo. Solamente se niega que tenga un valor completamente independiente de su utilidad o necesidad como medio. Podemos establecer claramente la relación a través de una analogía con el valor económico. Los bienes de capital derivan su valor de los bienes de consumo que ayudan a producir. El valor de un arado o de un tractor deriva del valor de la cosecha que ayudan a producir. El valor de una fábrica de zapatos y su equipo deriva de los zapatos que ayudan a producir. Si ya no se necesitan más cosechas o más zapatos, o unas y otros dejan de tener valor, también perderán su valor los medios que ayudaron a producirlos. Lo que denominamos «moralidad» tiene un enorme valor, porque es un medio indispensable para alcanzar la felicidad humana.
Algunos lectores pueden objetar que la frase que he utilizado con frecuencia para describir el fin último, «felicidad y bienestar», en realidad se refiere a dos fines y que una prueba similar a la que utilicé entre felicidad y virtud debe aplicarse también entre felicidad y bienestar, para resolver el dualismo y aclarar la relación. Pero cuando nos preguntamos ¿sería mejor tener más felicidad [humana] a costa de menos bienestar [humano]?, o, ¿sería mejor tener más bienestar [humano] a costa de menos felicidad [humana]?, inmediatamente podemos notar que la pregunta no puede ser contestada con algún sentido, porque estamos tratando con sinónimos que significan exactamente lo mismo. Yo he utilizado con frecuencia la frase completa, pues la misma realiza una doble función. Con ella enfatizo que estoy aplicando la palabra felicidad en su sentido más amplio posible, para indicar no solamente el placer sensual o superficial, sin importar cuán prolongado sea, sino para referirme a «todo aquello que para nosotros vale la pena como un objetivo que debemos alcanzar». También pongo de relieve en la frase completa que cuando utilizo las palabras «felicidad» y «bienestar» me estoy refiriendo exactamente a lo mismo, y no a dos cosas distintas, como Rashdall y otros «utilitaristas idealistas» imaginan que lo hacen).[148]
A lo largo de este capítulo he hablado frecuentemente, de «fines últimos», con lo cual he querido significar sencillamente los fines que se buscan por sí solos, y no como un medio para algo más. Incluso he hablado ocasionalmente, como mencioné antes, de «el fin último», usando este concepto simplemente como un sinónimo de «felicidad y bienestar a largo plazo». Pero, en el interés del realismo psicológico, estoy dispuesto a aceptar la calificación que sugiere C. L. Stevenson:
En caso de que [un escritor de ética normativa] sea sensible a la pluralidad de fines que las personas suelen tener en perspectiva, difícilmente intentará exaltar algún factor como el fin, reduciendo todo al estado exclusivo de medio… Si lo que desea son principios generales, unificadores, no debe prestar atención a «el fin» y ni siquiera a «los fines», exclusivamente, sino a los objetivos focales… Un objetivo focal es algo que parcialmente se valora quizás como un fin, pero principalmente como el medio indispensable para lograr una multitud de fines. Puede jugar un papel unificador en la ética normativa, porque, una vez establecido, el valor de una gran cantidad de otras cosas, que son un medio para ello, probablemente puede también establecerse.[149]
Esta es la razón por la que, aunque en relación con en el sistema ético estoy proponiendo aquí como «el fin último» la felicidad humana, estimo que es preferible poner el énfasis en la cooperación social como «objetivo central».
Llegamos a otro problema sobre la relación entre medios y fines. ¿El fin justifica los medios?
Podemos responder a la pregunta de manera afirmativa o negativa, dependiendo de la forma como interpretamos los términos de la pregunta en sí misma. Comencemos con la respuesta negativa, porque es la que utilizan con mayor frecuencia los filósofos moralistas. No podría decirlo mejor que Aldous Huxley:
Los fines buenos… pueden lograrse únicamente empleando los medios apropiados. El fin no puede justificar los medios, por la simple y obvia razón de que los medios empleados determinan la naturaleza de los fines que producen…[150]
Nuestra experiencia personal y el estudio de la historia dejan muy claro que los medios por los cuales intentamos alcanzar algo son por lo menos tan importantes como el fin que pretendemos alcanzar con ellos. De hecho, son incluso más importantes. Pues los medios utilizados inevitablemente determinan la naturaleza del resultado que se alcanza. Por consiguiente, sin importar cuán bueno sea el bien que intentamos alcanzar, su bondad es incapaz de contrarrestar los efectos de los medios malos que utilizamos para alcanzarlo.[151]
Estas citas hacen ver claramente que lo que las personas quieren decir cuando sostienen que «el fin no justifica los medios» es sencillamente que los medios malos no pueden justificarse, basándose en el argumento de que se utilizan para lograr un fin «bueno». Pero la razón por la que la mayoría de nosotros aceptamos este principio es porque no creemos que los medios realmente malos sean necesarios alguna vez, o que puedan, de hecho, conducir a un fin realmente bueno.
Analicemos el argumento, de acuerdo a lo expresado por A. C. Ewing:
Todavía se siente a menudo que el utilitarismo ideal no es éticamente satisfactorio. Una causa de ello es que parece llevarnos al principio de que «el fin justifica los medios», principio rechazado comúnmente como inmoral. Si el fin es el bien más grande posible y los medios necesarios para lograrlo incluyen grandes males morales, como el engaño, la injusticia, violaciones a los derechos del individuo, e incluso el asesinato, el utilitarista tendría que decir que estas cosas están moralmente justificadas, siempre y cuando su mal moral sea sobrepasado por la bondad de los resultados, y esto parece realmente una doctrina inmoral y, sin duda alguna, muy peligrosa (como se demuestra con su aplicación en la política de los últimos tiempos).[152]
Me parece que en esta ocasión Ewing ha expuesto de manera equivocada (aunque inconscientemente) la postura del utilitarista y, sin duda, la del utilitarista de reglas. El utilitarista de reglas diría que en una situación específica se podrían justificar medios comúnmente «inmorales», no solo con tal de que «su mal moral sea sobrepasado por la bondad de los resultados», sino a condición de que dichos medios sean la única manera posible de lograr estos buenos resultados, y siempre que, adicionalmente, conduzcan, en un sentido y a largo plazo, a un bien mayor que cualquier otro medio.
Esta es, de hecho, la respuesta de un utilitarista de reglas como John Hospers: En algunas ocasiones el fin justifica los medios y en otras no… Aun cuando los medios implican un sacrificio enorme, el fin puede llegar a justificarlo, si no se puede lograr de ninguna otra manera y si dicho fin lo amerita.
Pero ¿en qué ocasión el fin amerita el uso de ciertos medios? Si el fin es eliminar la guerra de la faz de la tierra y no hay otro medio que la muerte de unos miles de seres humanos ahora, el utilitarista diría que el fin es tan supremamente valioso que justifica los medios, siempre que los medios realmente impliquen no más males que los que indica la declaración (a menudo, los males involucrados en los medios llevan a otros males, de tal suerte que, en el análisis final, los medios contienen mucho más mal que el bien que se logra al fin), siempre que el fin realmente sea alcanzado una vez este medio se realice (no debe existir duda alguna) y siempre que el fin no se pueda lograr por ningún otro medio que involucre menos mal que el presente. En la práctica, el fin no justifica los medios tan a menudo como uno pudiera creer, porque estas condiciones no se cumplen.[153]
En resumen, no debemos precipitarnos en adoptar medios que impliquen algún mal, incluso para garantizar la consecución de los fines más deseables. Debemos, por ejemplo, tolerar hasta las injusticias y limitaciones mayores de la libertad antes que optar por los indudables males de la rebelión armada, la revolución o la guerra civil. Y, especialmente en el mundo de hoy, debemos tolerar los insultos y agresiones a los países antes que dar pie al desastre devastador de una guerra nuclear.
Pero determinar qué nivel exacto de injusticia, limitación a la libertad o agresión se considera razonable tolerar, antes de dar motivo para la rebelión o la guerra, es una pregunta que los principios éticos abstractos por sí solos no pueden responder. Estamos obligados a sopesar las alternativas y probabilidades, y a referirnos, en nuestro juicio práctico, en una situación específica.
Desafortunadamente, no siempre se trata de una pregunta sobre si los medios «malos» pueden en alguna ocasión conducirnos a un «bien»; en el mundo en el que actualmente vivimos, demasiado a menudo se trata de una pregunta sobre si los medios, general y correctamente considerados malos, pueden ser inevitables en algunas ocasiones para terminar con un mal aún mayor o simplemente para prevenirlo.
Podemos ilustrar lo dicho respondiendo a una pregunta planteada por Ewing. «¿Puede justificarse una mentira para salvar a un inválido de la muerte o para prevenir una guerra?».[154] Cualquier persona sensata debe aceptar (en contra del pensamiento de Kant, por ejemplo) que hay ocasiones, por raras que sean, en las que la mentira puede justificarse. De ser así, una mentira en tales circunstancias es relativamente «correcta». El máximo ejemplo de la insensatez de santificar los medios, haciendo a un lado el fin, probablemente lo podamos encontrar en Fichte: «Yo no mentiría para salvar al universo de su destrucción». Podemos continuar diciendo (como lo hacen Kant y Fichte) que mentir siempre es un mal; pero podemos agregar que, en algunas circunstancias, puede llegar a ser necesario para evitar un mal mayor. Podemos sostener incluso que lo mismo se cumple al optar por una rebelión armada o por ir a la guerra. Este principio es también la única justificación posible frente a la pena de muerte.
En pocas palabras: nuestra decisión es forzada en algunas ocasiones. Cuando nos vemos limitados a escoger entre varios males, debemos escoger el menor.
Resumiendo el tema central de este capítulo: la distinción lógica entre fines y medios es básica. Aceptar que los hombres actúan con un propósito es admitir que persiguen fines, y necesariamente deben emplear medios para alcanzarlos. Sin embargo, ciertos objetos o actividades pueden convertirse en fines en sí mismos, así como en medios para lograr otros fines. Un hombre puede trabajar en determinado empleo no solamente por dinero, sino también porque disfruta del trabajo. El propósito principal de su empleo es ganar dinero, por lo cual podemos decir que este es su «fin». Pero considera al dinero en sí mismo principalmente como un medio para otros fines.[155]
Así, luchamos por fines intermedios, que a su vez se convierten en medios respecto a otros fines ulteriores. Ello que implica que no siempre es posible determinar con precisión cuánto valoramos algo de manera «instrumental» y cuánto de manera «intrínseca». Pero siempre es posible tener una mente clara sobre la diferencia. La moral debe ser valorada principalmente como un medio para alcanzar la felicidad humana. Debido a que es un medio indispensable, debe valorarse en muy alto grado. Pero su valor es principalmente «instrumental» o derivativo, y solo constituye una confusión de pensamiento sostener que su valor es algo completamente separado e independiente de cualquier contribución que con ella pueda hacerse a la felicidad humana.