El problema del sacrificio
Resumamos la discusión de los dos capítulos precedentes, para ver hasta dónde nos ha traído.
Hemos visto que tiende a haber una coincidencia entre las acciones o reglas de acción que mejor promueven los intereses del individuo en el largo plazo y las reglas de acción que mejor promueven los intereses de la sociedad, en conjunto, en el largo plazo. Hemos visto que esta coincidencia tiende a ser mayor cuanto mayor sea el periodo que tomemos en cuenta. Hemos visto, además, que es difícil distinguir las acciones «egoístas» de las «altruistas» o de las «mutualistas», porque un egoísmo ilustrado y perspicaz a menudo podría dictar exactamente el mismo curso que una benevolencia iluminada y perspicaz.
Hay otra consideración que es necesario subrayar nuevamente: la antítesis, tan a menudo marcada, entre «individuo» y «sociedad» es falsa. La sociedad es simplemente el nombre que damos al conjunto de individuos y sus relaciones entre sí. De hecho, sería más esclarecedor y útil si en la discusión sociológica, económica y ética definiéramos más comúnmente a la sociedad como la otra gente. Entonces, en una sociedad integrada, por ejemplo, por tres personas —A, B y C— A, desde su propio punto de vista, es «el individuo», y B y C son «la sociedad», mientras que B, desde su propio punto de vista, es «el individuo» y A y C, «la sociedad», y así sucesivamente.[114]
Ahora bien, cada uno de nosotros se ve a sí mismo a veces como un individuo y a veces como un miembro de la sociedad. En el primer caso, tiende a enfatizar la necesidad de libertad, y en el segundo la necesidad de ley y de orden. Como miembro de la sociedad pone mucho cuidado en que ni B ni C hagan algo para dañarlo. Insiste en que se promulguen leyes para prevenir esto. Los daños contra la ley que esta no puede prevenir satisfactoriamente, procura prevenirlos él mismo por condena o desaprobación. Pero pronto se da cuenta de que no puede usar consecuente o exitosamente dispositivos de condena o elogio para influir en las acciones de otros, sin aceptarlos para similares acciones de sí mismo. Tanto para parecer consecuente ante los otros como para serlo ante sus propios ojos (ya que el hombre «racional» tiende a aceptar la consecuencia como un fin en sí mismo) siente la obligación de aceptar para sí las reglas morales que procura imponer a los demás. (Esto es parte de la explicación del origen y crecimiento de la conciencia).
Las reglas morales que, por razones egoístas, pretendemos imponer a otros, no se reducen solamente a disuadirlos de causarnos heridas físicas. Si nos encontráramos a bordo de un barco que se hunde, pensaríamos que es un deber moral de quienes viajen en otros barcos cercanos responder a nuestras señales de auxilio, y acudir a nuestro rescate, aun a costa de un riesgo notorio para sus propias vidas.
No pretendo significar con esto que todas las reglas morales provengan de consideraciones egoístas. Hay gente movida tan espontáneamente por el sufrimiento de otros, o de algún peligro que los amenace, que no tienen que imaginarse ellos mismos en el apuro, para pensar que es su deber acudir en su auxilio. Lo harán por su propio deseo espontáneo. A casi todos nosotros, de hecho, nos produce una espontánea satisfacción la felicidad de otros, al menos de algunos de ellos. Lo que me interesa indicar es que incluso si supusiéramos, como Hobbes, que la gente es guiada solo por motivos egoístas, probablemente llegaríamos a la conclusión de que, a fin de cuentas, se sienten impulsados a imponer a cada uno virtualmente el mismo código externo de moral que si fueran guiados por motivos altruistas. Y como contribuye al interés de cada individuo vivir en una sociedad caracterizada no solo por la paz, el orden y la justicia, sino por la cooperación social, el afecto mutuo y la ayuda, también contribuye ayudar él mismo a crear o conservar tal sociedad, a través de su propio código y con su propio ejemplo.
Debemos repetir una vez más, entonces, que la antítesis entre los intereses del individuo y los intereses de la sociedad es falsa. Normalmente, las acciones que promueven mejor la felicidad y el bienestar del individuo promueven también mejor la felicidad y el bienestar de la sociedad. Suele existir una coincidencia entre los intereses de largo plazo del individuo y los intereses de largo plazo de la sociedad. Pero debemos afrontar francamente el hecho de que no hay una identidad completa. Habrá ocasiones en que los intereses del individuo, incluso sus intereses de largo plazo, parezcan entrar en conflicto, ante sus propios ojos, con los de la sociedad. ¿Cuál es entonces su deber? ¿Por qué regla debería guiarse? ¿Qué debería prescribir el código moral?
Al examinar este conflicto, o aparente conflicto, será provechoso discurrir de los ejemplos más fáciles a los más difíciles. Lo que parece más fácil, a primera vista, es la conformación de una regla negativa. Adam Smith establece tal regla de forma irrefutable: «Un individuo nunca debe preferirse a sí mismo sobre ningún otro individuo tanto como para dañarlo o herirlo, con el fin de beneficiarse, aunque el beneficio para él fuera mucho mayor que el daño causado al otro. El pobre no debe defraudar ni robar al rico, aunque la adquisición pudiera ser mucho más beneficiosa para él que dolorosa la pérdida para el otro».[115]
Aquí la ilustración específica es indiscutible, pero la declaración del principio no lo es tanto. La razón por la que robar, en cualquier circunstancia que se haga, es malo, como Adam Smith indica más tarde, es porque robando se viola «una de aquellas reglas sagradas de cuya observancia dependen toda la seguridad y la paz de la sociedad humana».[116]
Pero seguramente no puede ser malo hacer algo simplemente para beneficiarse, porque una consecuencia incidental pueda perjudicar los intereses de otro. ¿Debería rechazarse la oferta de un trabajo mejor del que se tiene, simplemente porque el trabajador actual, u otro candidato al puesto, pueden, como consecuencia, perder ese trabajo en concreto y no ser capaces de conseguir otro mejor? ¿Debería un científico rechazar la publicación de una crítica sensata del trabajo de otro científico, porque el resultado de la misma puede aumentar la reputación del científico crítico a costa de la reputación del científico criticado? Evidentemente, la regla propuesta por Adam Smith tendría que ser calificada con mucho cuidado para prohibir el daño a otros solo por coacción, violencia, malicia, falsificación o fraude: es decir, el tipo de acciones prohibidas deben ser solo aquellas que tienden a perjudicar los intereses de largo plazo de la sociedad en conjunto, y el tipo de acciones prescritas deben ser solo aquellas que tienden a beneficiar los intereses de largo plazo de la sociedad en conjunto.
Volviendo a las reglas positivas —las que prescriben la ayuda, más bien que las que simplemente prohíben el daño—, comencemos con el joven atlético que tiene una cuerda y un salvavidas a mano (referido previamente en el capítulo 9), y que, sentado en la banca de un parque a la orilla de un río, ve tranquilamente cómo se ahoga un niño, aunque lo hubiera podido rescatar sin el menor peligro. No puede haber ninguna defensa moral ante tal pasividad. Como Bentham indicó, no solo debería «constituirse en deber de cada hombre salvar a otro del daño, cuando pueda hacerse sin perjudicarse a sí mismo», sino podría incluso constituirse en un deber, legalmente exigible, y castigarlo por negligencia.[117]
¿Pero cuál debería ser la regla cuando el riesgo aumenta para el salvador potencial? Aquí el problema se torna difícil, y la respuesta puede depender no solo del grado de riesgo, sino de la relación (por ejemplo, si se trata del padre o de un extraño) del salvador potencial con la persona o personas que necesitan ser rescatadas. (También puede depender de una relación numérica. Por ejemplo, si la situación es [1] una en la que a una sola persona, digamos un zapador o un soldado, cuyo trabajo es detectar y hacer explotar minas enemigas, puedan pedirle arriesgar su vida para salvar a cien o a mil, u [2] otra en la que pueda pedirse a cien o a mil que arriesguen sus vidas para salvar la vida de uno solo, digamos de un rey o de un presidente, retenidos como rehenes).
El problema ético planteado aquí puede ser difícil de resolver, precisamente porque, por ejemplo, el grado de riesgo en que se incurre puede ser indeterminable, a menos que realmente se asuma. Muchos hombres han sido torturados por un remordimiento de conciencia durante el resto de su vida, porque sospecharon que la cobardía o el egoísmo los condujeron a sobreestimar un riesgo que rechazaron asumir para salvar a otro.
Si buscamos ayuda en las respuestas dadas por los sistemas éticos tradicionales y por la ética del «sentido común», descubriremos que son, en algunos casos, no solo claras, sino también severas. Hay condiciones en las que estos códigos tradicionales exigen no solo que un hombre arriesgue su vida por otros, sino que esté dispuesto, en efecto, a sacrificarla. Un soldado que deserta o huye durante la batalla, un capitán que viola la regla de que debería ser el último en abandonar su barco, un doctor que se niega a entrar en una ciudad donde hay una epidemia o asistir a un paciente que sufre de una enfermedad contagiosa, un bombero (o padre) que no trata de rescatar a un niño o a un inválido del fuego, un policía armado que no hace nada o se escabulle cuando un ciudadano inocente está siendo asaltado por un bandido a punta de pistola…, todos ellos son condenados por casi todos los códigos morales tradicionales o por el sentido común.
Y la razón de esta condena es simple. Un país que no puede confiar en la valentía y el sacrificio de sus fuerzas armadas está condenado a la conquista o a la destrucción. Los habitantes de una ciudad que no pueden fiarse de sus policías cuando el riesgo los acecha serían invadidos por criminales y no estarían seguros en las calles. En resumen, el bienestar y la supervivencia de una comunidad entera pueden depender, y de hecho dependen, de la disposición de ciertos individuos o grupos a sacrificarse por el resto.
Pero el deber no siempre está claro. Si un ciudadano desarmado está cerca cuando otro ciudadano, también desarmado, es asaltado a punta de pistola, ¿es deber del primero tratar de desarmar al atacante? Si otros cien ciudadanos desarmados estuvieran cerca cuando un bandido asalta a uno de ellos a mano armada, ¿es deber de una de las personas presentes tratar de desarmarlo? ¿Cuál de todas? Sin duda, juntos podrían tener éxito, pero el primero en intentarlo es quien asume el riesgo más alto.
La respuesta de la ética de sentido común a esta situación está lejos de ser clara. La gente que al día siguiente lee en los periódicos la noticia de que un matón le pega un tiro a una víctima y se escapa, porque una muchedumbre de cien no hizo nada para detenerlo, puede indignarse honradamente y despreciar a quienes fueron demasiado cobardes para actuar. Algunos de los que integraban la muchedumbre se avergonzarán en secreto de su pasividad, o al menos se sentirán molestos. Pero la mayor parte de ellos sostendrán ante sí mismos y ante otros que habría sido un acto de absoluta temeridad tomar la iniciativa de intervenir.
¿Podemos encontrar la respuesta al problema del sacrificio en alguna regla o principio general?
Pienso que podemos rechazar sin ningún argumento adicional la opinión de unos pocos escritores contemporáneos sobre ética de que un individuo nunca tiene el deber de sacrificarse por otros, o que incluso es hasta «inmoral» para él hacerlo. Los ejemplos que hemos citado, y los motivos por los cuales el sacrificio puede ser a veces necesario, son suficientes y claros.
Por otra parte, no necesitamos examinar demasiado la opinión opuesta de que el sacrificio es el requerimiento ético normal y que no tenemos por qué evaluar sus costos. He citado ya los argumentos de Bentham y Spencer contra la locura de que todos vivan y se sacrifiquen por los demás. Estos argumentos son aceptados por la mayoría de los escritores modernos sobre ética. «Una sociedad en la que cada uno gasta su vida sacrificando todo su placer por otros sería aún más absurda que aquella en la que todos sus miembros vivieran de lavar la ropa de los otros. En una sociedad de gente tan radicalmente generosa, ¿quién estaría preparado para aceptar el sacrificio y beneficiarse de él?».[118]
Sin embargo, la doctrina del sacrificio por el sacrificio en sí mismo no solo fue sostenida por Kant y otros filósofos morales eminentes, sino que todavía se encuentra en escritores más modernos. «Aunque no tuviera uso posible, ni hubiera una posible felicidad que promover, valdría la pena ejercer en el universo acciones generosas y desprendidas».[119] Esto es santificar un medio, a la vez que se ignora su propósito. Como E. F. Carritt correctamente responde: «Uno no puede actuar generosamente, si no puede ofrecer nada que alguien desee, y olvidarse de uno mismo, cuando no hay nada más práctico para recordar, es simplemente descuidarse de uno mismo».[120]
Con estos dos extremos excluidos, podemos tratar de formular una regla aceptable. Supongamos que formulamos la regla como sigue:
El sacrificio solo tiene justificación cuando es necesario para asegurarle a otro o a otros un bien mayor que el bien que se sacrifica.[121]
Esta es sustancialmente la regla propuesta por Jeremy Bentham, con la diferencia de que él usó las palabras «placer» o «felicidad» más que la palabra «bien». Es la misma regla que todos los filósofos morales han sostenido con Adam Smith: es deber de quien actúa hacerlo tal como un «espectador imparcial» lo aprobaría.[122] «El caso es que los intereses de los otros deberían ser tratados exactamente al mismo nivel que los de uno, de modo que la antítesis entre uno mismo y los otros resulte en el pensamiento ético propio tan poco relevante como sea posible».[123]
Al menos ahora resulta razonablemente claro que nadie debería sacrificar sus propios intereses por otro u otros, al menos que se consiga un mayor bien por este sacrificio del que pierde quien lo hace. Esto es claro hasta para el más imparcial. Cualquier regla de acción debería tender a promover una ganancia neta de bien, en general, en lugar de una pérdida neta.
Aquí podemos hacer un paralelismo no solo con lo que se ha dicho ya sobre los requisitos de la prudencia simple, sino con todo el concepto de costos en la acción humana. La única razón prudencial racional por la que un hombre debería dejar un placer, una satisfacción o un bien es obtener a cambio un placer, satisfacción o bien mayor. Este «mayor» bien puede ser, por supuesto, tan solo la ausencia del dolor o el sufrimiento subsiguientes, causados por la indulgencia excesiva en el placer abandonado: por ejemplo, el caso de un hombre que puede abandonar su hábito de beber, fumar o comer en exceso con el fin de sentirse mejor en el largo plazo, para mejorar su salud y prolongar su vida. Los sacrificios prudenciales son, por lo general, sacrificios de placeres o satisfacciones inmediatas, a fin de disfrutar de mayor felicidad o satisfacciones futuras.
Esto es simplemente una ilustración, en el campo moral, de una «ley de costos», que por lo general solo se discute en los libros de economía, pero que de hecho abarca el ámbito completo de la acción humana. «Todo, en resumen, es producido a costa de renunciar a alguna otra cosa. De hecho, los costos de producción por sí mismos pueden definirse como las cosas que se dejan de hacer (el ocio y los placeres, las materias primas con usos potenciales alternativos) para crear otra cosa».[124]
Los costos así concebidos, en términos «reales», son a veces distinguidos por los economistas de los costos en dinero, que reciben el nombre especial de costos de oportunidad. Esto significa, como el propio nombre lo indica, que podemos hacer una cosa solo a cambio de dejar de hacer otra. Podemos aprovechar una oportunidad solo a costa de dejar escapar lo que consideramos que constituye la siguiente oportunidad mejor. Mises define el concepto en su forma más amplia:
La acción es un intento de sustituir con una situación más satisfactoria una menos satisfactoria… Se abandona lo que satisface menos para alcanzar algo que satisface más. Lo abandonado es el precio que se paga por lograr el fin perseguido. El valor del precio pagado se llama costo. Los costos son iguales al valor vinculado a la satisfacción a la que uno debe renunciar para alcanzar el fin propuesto.[125]
Más exacta y técnicamente: «Los costos son el valor vinculado al deseosatisfacción más valioso, que permanece insatisfecho, porque los medios requeridos para su satisfacción se emplean en aquel deseo-satisfacción de cuyo costo tratamos».[126]
Lamentablemente, este concepto no es muy comúnmente entendido o aplicado por los que escriben sobre ética. Cuando realmente lo aplicamos al campo moral, queda claro que cada acción que ejecutamos debe implicar una decisión que a su vez implica un valor a costa de otros valores. No podemos salvar todos los valores al mismo tiempo. No podemos salvar más de un valor sin salvar menos de otro. No podemos dedicar más tiempo al aprendizaje de una materia, o al desarrollo de una habilidad, por ejemplo, sin dedicar menos al aprendizaje de otra o al desarrollo de alguna otra habilidad diferente. No podemos conseguir más de un bien sin conseguir menos de algún otro. Todo bien, todo valor, puede conseguirse solo a costa de renunciar a otro bien o valor menor.
En resumen: «un sacrificio equis», entendido como costo, es inevitable en toda acción moral lo mismo que en toda acción «económica». En economía, la parte en que el valor ganado excede al valor sacrificado se llama «ganancia». Acausa del sentido peyorativo con que la palabra es comúnmente usada por los socialistas y por otros, algunos lectores pueden sentirse escandalizados viendo que se aplica también al ámbito de la moral. Pero simplemente es otra forma de decir que lo que se gana al ejercer una acción debe ser mayor que lo que se pierde. En el sentido más amplio, «la ganancia es la diferencia entre el mayor valor del bien obtenido y el menor valor del bien sacrificado para obtenerlo».[127]
Este valor neto más alto es, por supuesto, la prueba de decisiones y acciones que conciernen solamente al individuo. Es la justificación de las virtudes prudenciales. Pero también debería ser la prueba de acciones que afectan a otros. El deber de un hombre no puede exigirle que deje de lado un bien propio si no es por un bien de otro u otros mayor que el suyo. De hecho, puede argumentarse razonablemente que sería inmoral para él ir más allá de esto: sacrificar su propio bien en pro de un bien menor para otros, pues el efecto neto sería reducir la cantidad de bien, de felicidad y de bienestar en el universo.
¿Qué debemos decir del argumento, utilizado por moralistas como Kant, y más recientemente por Grote, Hastings Rashdall y G. E. Moore, según el cual el sacrificio o el deber o la virtud (por lo general escritos con mayúscula, para impresionar más) son en sí mismos un fin o incluso el fin?
Debo contentarme aquí con decir que considero el sacrificio esencialmente un medio: un medio a veces necesario para promover la felicidad y el bienestar máximos para toda la comunidad. Pero su valor es completamente instrumental o derivativo (como en la vida económica el trabajo tedioso, el de una materia prima o el de un bien de capital). En la medida que un sacrificio demasiado fervoroso o mal entendido tiende a reducir la suma de la felicidad y el bienestar humanos, su valor se pierde o se torna negativo. Es, por lo tanto, una simple confusión del pensamiento considerar el sacrificio (o el deber o la virtud) un bien o valor adicional, independiente del objetivo último al que este sirve.
Lo que genera la confusión es la dificultad, si no la imposibilidad, de concebir una sociedad en la que la felicidad y el bienestar se maximizaran, pero en la que nadie sacrificara nunca sus propios intereses de corto plazo por los intereses de largo plazo de otros: es decir, en la que nadie cumpliera nunca su deber y en la que nadie cultivara nunca ninguna virtud. Pero la razón de la dificultad o imposibilidad de concebir tal sociedad es que implica una contradicción tanto conceptual como terminológica. Y esto por la misma razón que sería imposible concebir una comunidad económica en la que la producción última de bienes y servicios de consumo fuese maximizada sin trabajo, materias primas, fábricas, máquinas o medios de transporte. Lo que queremos decir con sacrificio, deber y virtud racionales es que hay que realizar actos que tiendan a promover el máximo de felicidad y bienestar para toda la comunidad, y abstenerse de actos que tiendan a reducir tal felicidad y bienestar. Si el efecto del sacrificio fuera reducir la suma de felicidad y bienestar, no sería razonable admirarlo; y si el efecto de otros deberes y virtudes presuntos fuera reducir la suma de felicidad y bienestar humanos, tendríamos que dejar de llamarlos deberes y virtudes. Una vez aclarada la confusión según la cual se considera que el sacrificio, el deber o la virtud no tienen simplemente un valor instrumental, subordinado o derivado, sino adicional a e independiente de la felicidad y el bienestar respecto de los cuales son medios, muchas máximas y sistemas éticos famosos, desde el imperativo categórico de Kant al utilitarismo «ideal» de Hastings Rashdall,[128] caen por tierra sin necesidad de que nadie los empuje.
Pero las preguntas que se suscitaron aquí son tan amplias que probablemente debamos volver a ellas más tarde, para hacer una consideración también más amplia de las mismas.
Este puede ser un buen momento para una digresión semántica. Al utilizar la palabra «sacrificio», y afirmar que hay ocasiones, por raras que sean, en que es necesario, probablemente halago la resistencia de algunos lectores, para quienes sacrificio es equivalente de autodegradación y autoinmolación, ascetismo o martirio. Muchos de estos lectores encontrarían esta visión más aceptable, si yo usara algún término más suave, como autosubordinación. Pero la dificultad con este término más suave es que se refiere a una cosa más suave. El sacrificio, como yo lo concibo en virtud del término con que se lo designa, es un deber al que la mayor parte de nosotros somos llamados solo en unas raras ocasiones de crisis; la autosubordinación es un deber al que la mayor parte de nosotros somos llamados casi diariamente. Subordinamos nuestro propio ego o nuestros propios intereses inmediatos a intereses más amplios, siempre que nos abstenemos de comenzar a comer hasta que se le haya servido a cada uno en la mesa; o siempre que, como parte de una audiencia, escuchamos a un conferencista sin interrumpirlo o precipitarnos hasta la plataforma nosotros mismos; o siempre que aguantamos una tos, con alguna molestia para nosotros, durante, supongamos, los compases suaves de una sinfonía. Cada miembro de una familia, y sobre todo los padres y los niños mayores, deben practicar habitualmente la autosubordinación, para que la vida familiar sea posible. Pero esta autosubordinación es algo que cada individuo implícitamente reconoce como necesaria para la cooperación social armoniosa, necesaria a su vez para promover los propios intereses de largo plazo.
Volvamos, entonces, a la palabra «sacrificio» y a la regla que definimos en el capítulo 1 de que el sacrificio solo es requerido o justificado donde se necesita con el fin de asegurar para otro u otros un bien mayor que el sacrificado. Esta regla establece un límite superior al del altruismo o el sacrificio. ¿Pero no será que a menudo incluso ella pone el límite superior demasiado alto? ¿No se ignora, de hecho, en ella la naturaleza muy personal y circunstancial de nuestro deber? Otros no me enfrentarán simplemente en una relación entre semejantes. También pueden enfrentarme en la relación existente entre el que promete y el destinatario de su promesa, entre el acreedor y su deudor, entre el empleador y su empleado, entre el doctor y su paciente, entre el cliente y su abogado, entre la esposa y su marido, entre el niño y su padre, entre un amigo y otro, entre un colega comercial y un compatriota. Como Sir David Ross indica, cada una de estas relaciones puede ser la base de un deber a primera vista, más o menos obligatorio para mí según las circunstancias del caso.[129] ¿Puede la regla abstracta, como la declaramos en el capítulo 1, extenderse indefinidamente para cubrir a toda la humanidad, a todos los extraños, no importando en qué parte del mundo se encuentren? Y, en mi deber de hacer tal sacrificio, asumiendo que este existe, ¿no tiene nada que ver que el sacrificio se haga, supongamos, para facilitar la vida y el trabajo a un genio supremo, o simplemente para proporcionarle condiciones más cómodas a un estúpido latoso?
La conciencia le dice a un hombre, según Adam Smith, que es «apenas uno de la multitud, en ningún sentido mejor que ningún otro en ella», y que debe actuar como un «espectador imparcial».[130] Pero casi inmediatamente Smith retrocede de algunas conclusiones a las cuales esto podría lógicamente conducir. Rechaza asociarse a sí mismo con
… aquellos moralistas lloriqueantes y melancólicos [por ejemplo, Pascal y el poeta James Thomson] que nos reprochan permanentemente nuestra felicidad, mientras tantos de nuestros hermanos están en la miseria; que consideran como impía la alegría natural de la prosperidad que no repara en los muchos desgraciados que están a cada instante trabajando entre toda clase de calamidades, en la languidez de la pobreza, en la agonía de la aflicción, en los horrores de la muerte, ante los insultos y la opresión de sus enemigos. La conmiseración por aquellas miserias que nunca vimos y de las que nunca oímos hablar, pero que podemos estar seguros de que afectan siempre a gran número de nuestros semejantes, debe, piensan ellos, amargar los placeres del afortunado y constituir una cierta depresión melancólica habitual en todos los hombres.[131]
Una opinión similar, expresada más violentamente, aparece en una carta de Sydney Smith a Lady Gray, en 1823:
Por Dios, no me arrastre a otra guerra. Estoy gastado y desgastado, con hacer cruzada, defender a Europa, proteger a la humanidad: debo pensar un poco en mí.
Lo siento por los españoles y por los griegos, deploro el destino de los judíos; la gente de las Islas Sandwich gime bajo la tiranía más detestable; Bagdad es oprimido: no me gusta el estado actual del Delta; el Tíbet no está cómodo.
¿Debo luchar por toda esta gente? El mundo revienta entre pecado y tristeza. ¿Debo ser el campeón del Decálogo, y levantar eternamente flotas y ejércitos, para hacer buenos y felices a todos los hombres? Acabamos de salvar a Europa, y estoy con miedo de que la consecuencia sea que nos degollaremos entre nosotros.
Ninguna guerra, querida Lady Gray, ninguna elocuencia; sino apatía, egoísmo, sentido común, aritmética. Le suplico que asegure las espadas y pistolas de Lord Gray, como el ama hizo con la armadura de Don Quijote. Si hay otra guerra, no valdrá la pena estar vivo. Iré a la guerra contra el rey de Dinamarca, si él le resulta impertinente a usted o hiere a Howick, pero por ninguna otra causa.
Varios hilos morales se trenzan en estos argumentos. En la cita de Sydney Smith la pregunta de si deberían ayudar a la gente de otros países se enreda con la de si la guerra es un modo deseable de ayudarle. Pero la implicación de su súplica por «apatía, egoísmo, sentido común, aritmética» es que sería una locura sacrificar la propia comodidad a favor de millones de extranjeros desconocidos. La razón principal de Adam Smith, sin embargo, para rechazar «esta compasión extrema por desgracias de las cuales no sabemos nada» como «totalmente absurda e irrazonable», es que, aunque «todos los hombres, incluso los más distantes, sin duda deben ser objeto de nuestros buenos deseos», estamos en una posición en la que «no podemos servirlos ni dañarlos».
Es exactamente este argumento el que sería cuestionado hoy. Los americanos no solo están siendo importunados por instituciones benéficas privadas, sino que su propio Gobierno les cobra impuestos a la fuerza, para alimentar y prestar ayuda y dólares a millones de personas a quienes ellos nunca conocerán. ¿Cuál es su verdadera obligación en este campo? ¿Cuándo pueden ellos considerar que han cumplido con ella?
Supongamos que llegamos a la conclusión de que es necesario el sacrificio, siempre que con él se les pueda sumar a aquellos por quienes se hace más felicidad de la que se les resta a aquellos que lo hacen. Podría argumentarse plausiblemente que, cuando damos a esto una interpretación objetiva o material, ello requeriría que siguiéramos regalando nuestras fortunas o ingresos o alimentos, mientras tengamos más en cualquiera de los tres casos que la persona viva más miserablemente alojada, vestida o alimentada. En otras palabras, deberíamos seguir dando hasta lograr la igualdad mundial absoluta de ingresos y de nivel de vida.
Una distribución tan igual de ingresos, vivienda, ropa y alimento, cuantitativa y cualitativamente, sería, por supuesto, no solo físicamente imposible, sino inconcebible. La tentativa de conseguirlo, incluso de una manera «voluntaria» y por pura aprobación y desaprobación moral, reduciría tan tremendamente los incentivos para el trabajo y la producción en ambos extremos de la escala económica que nos conduciría hacia el empobrecimiento universal. Y esto no solo no aumentaría, sino que reduciría enormemente, la suma de felicidad y bienestar humanos. El intento de conseguir un altruismo tan igualitario, de imponer tales responsabilidades, prácticamente ilimitadas y sin fondo, traería miseria y tragedia a la humanidad más allá que cualquier daño que resultara del «egoísmo» más completo. (De hecho, como el obispo Buttler indicó, y muchos han reconocido desde entonces, si cada uno fuera constantemente dirigido por un «egoísmo» racional, iluminado y previsor, el mundo sería un lugar inmensamente mejor de lo que es).
Pero algunos lectores podrían decir que he estado presentando un argumento que no se refiere realmente a la regla que tratamos de probar. Por hipótesis, los sacrificios que se nos prescribe hacer son solo aquellos que rendirán más felicidad en el largo plazo a aquellos por quienes se hacen de lo que costarán en menos felicidad (en el largo plazo) a aquellos que los hacen. Por lo tanto, se nos pide hacer solo aquellos sacrificios que en el largo plazo tenderán a aumentar la suma de felicidad.
Esto es verdad. Pero incluso si eludimos aquí la pregunta crucial de si es posible hablar válidamente de una suma de felicidad, o comparar el «aumento» de la felicidad de un hombre con la «disminución» de la de otro, la discusión precedente también mostrará que es muy peligroso dar a este principio cualquier interpretación simplemente física o de corto plazo, o basar nuestro deber, digamos, en cualquier comparación matemática de ingresos. Cuanto menores sean nuestras simpatías con las personas a quienes se nos pide ayudar, y más lejos estén de nuestro conocimiento directo y de nuestras vidas diarias, más reacios seremos a hacer cualquier sacrificio para ayudarles, menos satisfacción nos dará cualquier sacrificio, e, inversamente, menos probable es que aquellos a quienes ayudemos aprecien el sacrificio de nuestra parte o se beneficien permanentemente de él.
Aquí el problema ético se complica, porque ciertos actos en que consiste el llamado «sacrificio» no son considerados para nada sacrificios por aquellos que los hacen. Tales son los sacrificios que una madre hace por su niño. Seguramente, mientras el niño es muy pequeño y realmente indefenso, la mayor parte de los mismos pueden, directa e inmediatamente, así como en el largo plazo, aumentar la felicidad tanto de quien los hace como de quien se beneficia de ellos. Estos sacrificios constituyen un problema ético de limitación solo cuando son llevados hasta el punto de poder perjudicar permanentemente la capacidad del benefactor para continuarlos o cuando con ellos se sobreprotege o se daña, o de algún otro modo se desmoraliza, a un niño o a otro futuro beneficiario.
Pero el problema que tratamos de resolver aquí es si es posible formular una regla general para aplicar al deber o a los límites del sacrificio: una regla en beneficio de gente, digamos, a quien incluso podemos no conocer, o de gente que hasta puede no agradarnos. Una dificultad para establecer una regla tan general es que la misma no puede ser simple. Nuestro deber o no deber pueden depender de las relaciones, como he insinuado antes, en que nos encontramos con otra gente, relaciones que a veces hasta pueden ser casuales. Así, si vamos por un camino solitario, si estamos, por ejemplo, de visita en un país extranjero, y encontramos a un hombre que ha sido herido seriamente por un carro, o asaltado, golpeado y dejado medio muerto, no podemos pasar «al otro lado» y decirnos para nuestros adentros que ese asunto no es nuestro problema y que, además, llegaremos tarde a una cita. Nuestro deber es actuar como lo hizo el buen samaritano. Pero esto no significa que nuestro deber sea cargar todas las calamidades del mundo sobre nuestros hombros, o mantenernos constantemente dando vueltas, tratando de encontrar a gente que salvar, sin tener en cuenta cómo se han metido en tal apuro, o el efecto contraproducente que en el largo plazo pueda tener para ellos nuestra actitud conmiserativa.
Esto significa que debemos distinguir con cuidado entre un caso especial y la regla general, o incluso entre cualquier caso aislado y la regla general. Si usted le da un dólar a un mendigo, o hasta 1,000 dólares a un indigente que «necesita» el dinero más de lo que usted lo necesita, una comparación matemática de la supuesta utilidad marginal del dinero para él con la supuesta utilidad marginal, mucho más pequeña, para usted —suponiendo que tal comparación fuera posible— podría parecer que resulta en una ganancia neta de felicidad para ambos, considerados en conjunto. Pero hacer de esto una regla general, para imponerla como una obligación general, constituiría una pérdida neta de felicidad para la comunidad, considerada como un todo.
En resumen: un acto individual de caridad indiscriminada (o discriminada solo en el sentido de tender hacia la igualdad de ingresos, sin ningún otro criterio) puede hacer pensar que aumenta la felicidad del receptor más de lo que se reduce la felicidad del donante. Pero si una caridad tan extensa, prácticamente ilimitada, se erigiera en una regla moral general impuesta sobre nosotros, conduciría a una gran disminución de la felicidad, porque estimularía la mendicidad permanente en un creciente número de personas, que llegarían a considerar tal ayuda como un «derecho», y tendería a desalentar el esfuerzo y la industria de aquellos a quienes dicha carga moral les fuera impuesta.
Tratemos ahora de retomar el rumbo de nuestra discusión. A menudo puede ser muy difícil en la práctica saber cómo aplicar nuestro principio de que el sacrificio es de vez en cuando necesario, aunque solo sea cuando parece probable que con él se puede producir el aumento de la suma de felicidad y el bienestar. La caridad ilimitada, o una obligación ilimitada de ejercer la caridad, difícilmente conseguirán este resultado. No todos nosotros podemos vender todo lo que tenemos y darlo a los pobres.[132] Universalizada, la idea se contradice a sí misma: de esta manera, no habría nadie a quien venderle. Entre no hacer nunca un acto caritativo y regalarlo todo, cabe una amplia variedad de posibilidades, respecto de las cuales no se puede establecer ninguna regla definitiva y bien definida. Puede ser correcto contribuir a una cierta causa, pero no incorrecto el no contribuir a ella.
Pero si el problema no puede solucionarse con precisión, esto no significa que no pueda solucionarse al menos dentro de ciertos límites superiores e inferiores. El límite superior, como hemos visto, es que ningún acto de sacrificio se justifica, a menos que con él se asegure para otro un bien mayor que el bien sacrificado. El límite inferior es, por supuesto, que uno debería abstenerse de ocasionar cualquier daño a sus vecinos. Entre los dos existe una oscura zona de obligación.
Probablemente el problema pueda solucionarse dentro de máximos y mínimos más próximos que estos.[133] La guía principal para conformar reglas de ética es la cooperación social. Las reglas que deberíamos establecer para regular las obligaciones mutuas son aquellas que, cuando se generalizan, tienden más a promover la cooperación social.
El problema que nos ocupa en este capítulo puede plantearse de otra manera. En el capítulo 7 nos vimos tentados a definir la moral esencialmente «no como la subordinación del “individuo” a la “sociedad”, sino como la subordinación de los objetivos inmediatos a los de largo plazo».
Cada uno de nosotros, en su propio interés de largo plazo, está llamado constantemente a hacer sacrificios temporales. Pero ¿requiere la moral que hagamos sacrificios genuinos —es decir, de saldo neto— de los cuales no podemos esperar obtener ninguna ganancia que los compense totalmente, ni siquiera en el largo plazo?
Una respuesta ilustrativa, pero paradójica, a esta pregunta es la dada por Kurt Baier. Cité parte de ella en el capítulo 7. Ahora me gustaría citarla con mucho más detalle y analizarla totalmente, porque plantea lo que es quizás el problema central de la ética:
La moral consiste en sistemas de principios, cuya aceptación por cada uno, como dejando de lado los dictados del interés propio, es en el interés de todos, aunque seguir las reglas de una moral no sea, por supuesto, idéntico a seguir el interés propio. Si lo fuera, no podría haber ningún conflicto entre moral e interés propio, y ninguna razón en tener reglas morales para combatir el interés propio…
La respuesta a nuestra pregunta «¿por qué deberíamos ser morales?» es, por lo tanto, como sigue. Deberíamos ser morales porque ser moral es seguir reglas diseñadas para combatir el interés propio, siempre que contribuya igualmente al interés de todos que cada uno deje a un lado su propio interés. Esto no es contradictorio, porque a veces puede contribuir al interés propio no seguir el interés propio. Ya hemos visto que el interés propio ilustrado reconoce este punto. Pero mientras el interés propio ilustrado no requiere ningún sacrificio genuino de nadie, la moral sí lo requiere. Aveces la posibilidad de una buena vida para cada uno exige sacrificios voluntarios de todos. Así, a una persona podría irle mejor siguiendo el propio interés ilustrado que la norma moral. Una vida mejor para todos solo es posible si todos siguen las reglas de la moral; es decir, las reglas que con frecuencia pueden requerir que los individuos realicen auténticos sacrificios.[134]
He indicado ya una debilidad de esta ingeniosa declaración. Su aire de paradoja se deriva del uso de la expresión «interés propio» en dos sentidos diferentes. Si distinguimos el interés inmediato, o de corto plazo, del de largo plazo, la mayor parte de la paradoja desaparece. Así, la declaración apropiada sería esta: la moral consiste en sistemas de principios, cuya aceptación por cada uno, en menoscabo de los dictados aparentes del interés propio inmediato, contribuye, a largo plazo, al interés de cada uno.
Es contradictorio decir que «contribuye al interés de todos que cada uno deje a un lado su propio interés». Pero no es contradictorio decir que contribuye al interés de largo plazo de todos que cada uno deje a un lado sus intereses meramente momentáneos, siempre que su búsqueda sea incompatible con los intereses de largo plazo de otros. Es contradictorio decir que «a veces puede contribuir al interés propio no seguir el propio interés». Pero no es contradictorio decir que a veces puede contribuir al interés de largo plazo de uno renunciar a algún interés inmediato.
Poner el énfasis en la diferencia entre intereses de largo plazo y de corto plazo soluciona la mitad de los problemas surgidos a causa de la declaración de Baier, pero no los soluciona todos. El resto subsisten debido a posibles conflictos o incompatibilidades entre los intereses de las diferentes personas. Pero ¿hay entonces un contraste entre las exigencias del «interés propio ilustrado» y las exigencias de la «moral»? Las reglas morales son precisamente reglas de conducta diseñadas para maximizar las satisfacciones, si no de todos, al menos del mayor número de personas posible. La enorme ganancia para todos de adherirse fielmente a estas reglas sobrepasa los sacrificios ocasionales que tal adhesión implica. Me siento tentado a decir que para el 99 por ciento de las personas durante el 99 por ciento del tiempo, las acciones exigidas por el interés propio ilustrado y por la moral son idénticas.
He dicho que la antítesis de Baier entre «interés propio» y «moral» depende, para su credibilidad, del uso de la expresión «interés propio» en dos sentidos diferentes: fracasó por distinguir entre los intereses de corto y los de largo plazo. Es ambigua en otro sentido importante también: por su concepción de «interés propio» y su concepción (en otra parte en su libro) de «egoísmo». Si —implícita o explícitamente— definimos «egoísmo» e «interés propio» como «descuido de, o indiferencia ante los intereses de otros», entonces la antítesis de Baier se mantiene. Pero esto es porque nuestro uso de las palabras lo ha dado por sentado así. Porque hemos definido implícitamente al «egoísta» como una persona fría y calculadora, que habitualmente considera su «interés propio» en conflicto con los intereses de otros. Pero tales «egoístas» son raros. La mayor parte de las personas no persiguen conscientemente su interés propio, sino simplemente sus intereses. Estos intereses no necesariamente excluyen los de otras personas. La mayor parte de las personas sienten compasión espontánea hacia los demás y les satisface la felicidad de los otros tanto como la suya. La mayor parte de las personas reconocen, aunque sea débilmente, que su interés principal es vivir en una sociedad moral y cooperativa.
Sin embargo, todo esto —hay que convenir en ello— es solo una respuesta parcial a la formulación de Baier. No es concluyente. Todavía permanece el caso raro de que el individuo pueda ser llamado a hacer un sacrificio «genuino». Esta sería, por ejemplo, la situación en que un soldado, el capitán de un barco, un policía, un bombero, un doctor, o quizás una madre, un padre, un marido o un hermano pueden ser llamados a arriesgar o a perder su propia vida, o ser mutilados para el resto de ella, en ejercicio de una clara responsabilidad. No hay entonces ningún futuro «de largo plazo» que pueda disculpar de hacer el sacrificio. Entonces la sociedad, y las reglas morales por las que se rige dicen en efecto: Usted debe asumir o hacer este sacrificio contribuya o no a favor de su propio interés ilustrado, porque contribuye al interés de largo plazo de todos nosotros que cada uno respete firmemente la responsabilidad que las reglas morales establecidas puedan imponerle.
Este es el precio que a cualquiera de nosotros se nos puede exigir algún día por el incalculable beneficio que cada uno obtenemos de la existencia de un código moral y de su observancia por todos.
Y este es el elemento de verdad en la formulación de Baier. Aunque se equivoque al pensar que hay un conflicto básico implícito entre los requerimientos del «interés propio ilustrado» y los requerimientos de la «moral», donde de hecho predominan la armonía y la coincidencia, él tiene razón al insistir en que estos requerimientos no pueden ser idénticos en cada caso. Como lo manifiesta en otra parte, apoyando el elemento de verdad en la ética de Kant: «Adoptar el punto de vista moral significa actuar por principio. Esto implica ajustarse a las reglas, aun cuando hacerlo sea desagradable, doloroso, costoso o ruinoso a uno mismo».[135] Pero esto es verdad precisamente porque la adhesión universal e inflexible a las reglas morales contribuye al interés de largo plazo de todos. Si alguna vez permitimos que alguien haga una excepción en su propio favor, minamos el mismísimo objetivo para cuya consecución las reglas se han diseñado. ¿Pero qué es esto, sino una forma de decir que contribuye al interés propio de todos obedecer las reglas y sujetarse todos inflexiblemente a ellas?
En resumen, Baier se equivoca al contraponer «la moral» y «la búsqueda del interés propio». Las reglas morales se han diseñado precisamente para promover el interés individual al máximo. El verdadero conflicto está entre la clase de interés propio que es incompatible con el interés de otros, y la clase de interés propio que es compatible con el interés de otros. Así como las mejores reglas de tránsito son aquellas que promueven el máximo flujo de tráfico seguro para la mayor parte de carros, así las mejores reglas morales son las que promueven el máximo interés propio para la mayor cantidad de personas. Sería una contradicción in terminis decir que el interés máximo de todos se promovería si cada uno restringiera la búsqueda de su propio interés. Es cierto: algunos deben renunciar a la búsqueda de ciertas ventajas aparentes o temporales, porque con ventajas de esta clase se frustraría el logro de los verdaderos intereses, no solo de la mayoría, sino hasta de ellos mismos. Pero la felicidad de todos no puede maximizarse, a menos que se maximice la felicidad de cada uno.
Si tenemos una sociedad integrada —digámoslo así por simplificar— solo por dos personas, A y B, las reglas de conducta que ellas deberían adoptar y a las que deberían adherirse no son aquellas que contribuyen solo al interés de A, ni únicamente aquellas que contribuyen al interés de B, sino aquellas que más contribuyen, pensando en el largo plazo, al interés de ambos. Las reglas que contribuyen más al interés de ambos deben ser, en el largo plazo, las que contribuyen más al interés de cada uno. Esto sigue siendo verdadero cuando nuestra sociedad hipotética aumenta de A y B a todos, desde la A a la Z.
Este mutualismo es la armonía del «interés propio» y «moral». Ya que uno promueve mejor su interés propio en el largo plazo precisamente cuando respeta las reglas que mejor promueven el interés de todos, y cooperando con otros para sujetar a todos los demás a dichas reglas. Si contribuye al interés de largo plazo de todos adherirse a las reglas morales y respetarlas, debe contribuir, por tanto, también al mío.
Resumiendo: las reglas morales ideales son aquellas que más conducen a la cooperación social y, por tanto, a la realización del mayor número posible de intereses a favor del mayor número posible de personas. La misma función de la moral, como Toulmin dijo, es «correlacionar nuestros sentimientos y comportamiento de tal modo que se pueda lograr el cumplimiento de los objetivos y deseos de todos al mismo tiempo tanto como sea posible».[136] Pero así como todos los intereses, mayores y menores, a largo y a corto plazo, no pueden realizarse todo el tiempo (en parte porque unos son intrínsecamente inalcanzables, y en parte porque unos son incompatibles con otros), así tampoco los intereses de todos pueden realizarse todo el tiempo. Si pensamos en un ejemplo de crisis tan raro como el de una multitud que trata de subir a las lanchas de salvamento de un barco que se hunde, entonces un procedimiento ordenado y mutualista, al contrario de una estampida desordenada y poco caballerosa, maximizará el número de personas que pueden salvarse. Pero incluso tomando en cuenta un procedimiento «moral», algunas personas deberán sacrificarse. Y aunque sean menos que las que se habrían sacrificado en una riña multitudinaria, podrían, sin embargo, ser distintas personas. Algunos de los que se pierdan podrían haber estado entre aquellos que, ejerciendo la crueldad, podrían haberse salvado a sí mismos. Las reglas morales ideales, por tanto, no solo pueden obligar a veces a un individuo a hacer un poco de sacrificio inmediato o temporal en su propio interés de largo plazo, sino hasta —aunque esto resulte raro— sacrificar su propio interés de largo plazo al interés de largo plazo mayor de todos los demás.
Volvemos una vez más a la conclusión de que los verdaderos intereses del individuo y de la sociedad casi siempre coinciden, pero no son —esta es nuestra forma de pensar— idénticos en todos los casos.