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Egoísmo, altruismo, mutualismo

1. Las opiniones de Spencer y Bentham

Los dos temas principales en torno a los que los filósofos morales han estado más profundamente divididos, desde tiempos muy remotos, son hedonismo o no hedonismo (algún objetivo supuestamente más amplio o «más alto»), y egoísmo o altruismo. Estos dos asuntos se traslapan tanto que a menudo se confunden uno con otro. Un traslape mucho mayor, casi al punto de alcanzar la identidad, existe entre el tema del capítulo presente, las apropiadas relaciones entre egoísmo y altruismo, y el del capítulo anterior, relaciones entre prudencia y benevolencia. De hecho, prudencia y egoísmo, por una parte, y benevolencia y altruismo, por otra, pueden parecer a muchos términos casi sinónimos. En cualquier caso, el asunto invita a exploración adicional y en los términos tradicionales de egoísmo y altruismo se enfatizarán aspectos diferentes de los que hemos considerado ya.

La diferencia entre egoísmo y altruismo rara vez ha sido tan amplia o profunda como generalmente se supone. Distingamos, en primer lugar, entre teoría psicológica y teoría ética. Ha habido muchos filósofos morales (cuyo arquetipo es Hobbes) que han sostenido que los hombres son necesariamente egoístas y nunca actúan si no es de acuerdo con su interés propio (verdadero o imaginado). Estos son los egoístas psicológicos. Ellos sostienen que cuando los hombres parecen actuar desinteresada o altruistamente, la apariencia es engañosa o un fraude hipócrita: simplemente están promoviendo sus intereses egoístas. Pero hay muy pocos egoístas éticos (la única en la que puedo pensar es la contemporánea Ayn Rand, si la entiendo correctamente), que sostengan que aun cuando los hombres pueden actuar, y actúan, de manera altruista y sacrificándose a sí mismos, solo deberían actuar egoístamente.

Una diferencia similar es posible (pero prácticamente inexistente) entre los altruistas. Un altruista psicológico podría creer que los hombres siempre y necesariamente actúan de manera altruista y desinteresada. No sé de nadie que sostenga, o alguna vez haya sostenido, esta posición. Un altruista ético puro piensa que los hombres siempre deberían actuar altruistamente y nunca por interés propio. Sin embargo, el altruista ético es necesariamente un altruista psicológico, aunque solo sea en el sentido de que debe creer posible que un hombre actúe únicamente por interés de otros y no por el suyo: de otra manera, le resultaría imposible hacer lo que realmente debería hacer. La mayoría de los filósofos morales han sido altruistas éticos, de tal manera que la concepción popular de la ética es «la acción en el interés de otros», y la concepción popular del dilema principal de la ética es el supuesto conflicto entre interés propio y deber.

La causa básica de la vieja controversia sobre egoísmo y altruismo ha sido, de hecho, la falsa suposición de que las dos actitudes son necesariamente opuestas entre sí. Incluso los concienzudos esfuerzos en pro de la «reconciliación» entre egoísmo y altruismo han estado, al menos en parte, viciados por esta suposición. Un ejemplo notable es el de Herbert Spencer. En su Data of Ethics tenemos primero el capítulo XI, titulado «Egoísmo contra altruismo»; luego el XII, «Altruismo contra egoísmo»; después el XIII, «Juicio y compromiso»; y finalmente el XIV, titulado «Conciliación».

El error conceptual de Spencer se revela más claramente al principio del capítulo XIII, «Juicio y compromiso»: «En los dos capítulos anteriores se presentó el caso de parte del egoísmo y el caso de parte del altruismo. Los dos entran en conflicto. Y tenemos que considerar ahora qué veredicto debería darse… Egoísmo puro y altruismo puro ambos son ilegítimos. Si la máxima, “vive para ti”, es una equivocación, también lo es la máxima, “vive para otros”. De ahí que el compromiso es la única posibilidad».

Spencer podría haber evitado esta suposición del conflicto necesario, si hubiera examinado más detalladamente la implicación de sus propios argumentos anteriores. Él comienza su capítulo sobre «Egoísmo contra altruismo», por ejemplo, sosteniendo que «los actos por los cuales cada uno mantiene su propia vida, hablando generalmente, deben preceder imperativamente a todos los otros actos de los que uno es capaz… El egoísmo viene antes del altruismo. Los actos requeridos para continuar la preservación propia… son los primeros requisitos del bienestar universal. A menos que cada uno se cuide a sí mismo debidamente, su cuidado para todos los otros termina en la muerte… El individuo adecuadamente egoísta retiene aquellos poderes que hacen posibles las actividades altruistas».

Pero ¿qué es esto sino un argumento de que los mismos actos que son necesarios para promover fines egoístas lo son también para promover fines altruistas?

Del mismo modo, cuando llega al capítulo sobre «Altruismo contra egoísmo», Spencer manifiesta: «De varias maneras el bienestar de cada uno se eleva y cae con el bienestar de todos… Cada uno tiene un interés privado en la moral pública, y obtiene provecho al mejorarla… El bienestar personal depende en gran medida del bienestar de la sociedad», etcétera. ¿Qué es esto, nuevamente, sino un argumento de que las acciones que promueven el bien de la sociedad también promueven el bien del individuo? El mismo Spencer dijo: «Desde el amanecer de la vida el egoísmo ha sido dependiente del altruismo, como el altruismo ha sido dependiente del egoísmo».

Todo lo que Spencer logra probar con sus argumentos específicos es, de hecho, que una persecución malentendida o miope del interés propio no está realmente en el interés propio de uno, y que unos malentendidos o miopes benevolencias o sacrificios por un imaginado bien para otros no son realmente benéficos, y dañan, más bien que promueven, a largo plazo, el bien de otros o el bienestar último de la sociedad.

Esto es verdad también del argumento de Spencer, en el que procura reducir el altruismo «puro» al absurdo:

Por tanto, cuando intentamos especializar la propuesta de vivir no para la autosatisfacción, sino para la satisfacción de otros, nos encontramos con la dificultad de que más allá de un cierto límite esto no puede hacerse…

Saque las consecuencias, si todos son puramente altruistas. Primero, implica una combinación imposible de atributos morales. La hipótesis supone que cada uno debe considerarse tan poco a sí mismo y tanto a los otros que con mucho gusto sacrifica sus propios placeres para proporcionarles placer a ellos. Pero, si este es un rasgo universal, y si la acción es universalmente congruente con él, tenemos que concebir a cada uno no solo como un sacrificador, sino también como uno que acepta sacrificios. Mientras él es tan desinteresado como para ceder gustosamente los beneficios por los que ha trabajado, es también tan egoísta como para dejar gustosamente que otros le cedan los beneficios por los que han trabajado. Para hacer el altruismo puro posible a todos, cada uno debe ser a la vez extremadamente no egoísta y extremadamente egoísta. Como dador, no debe tener ningún pensamiento hacia sí; como receptor, ningún pensamiento hacia los otros. Esto implica claramente una constitución mental inconcebible. La compasión, que es tan solícita hacia otros como para dañarse gustosamente a sí misma con tal de beneficiarlos, no puede tener al mismo tiempo en tan poco a los otros como para aceptar ventajas con las que, al darlas ellos, se perjudican a sí mismos.[108]

La reductio ad absurdum de Spencer, de la que la cita anterior es solo una parte, es perspicaz y completamente válida. De hecho, su argumento fue anticipado por Bentham:

Tome a dos individuos cualesquiera, A y B, y suponga todo el cuidado de la felicidad de A surgiendo en el corazón de B (el mismo A no tendrá ninguna parte en esto) y todo el cuidado de la felicidad de B surgiendo en el corazón de A (sin que el mismo B tenga tampoco ninguna parte en ello). Suponga también que este es el caso de todos. Pronto se verá claro que, en tal estado de cosas, la especie no podría seguir existiendo, y que unos pocos meses, por no decir semanas o días, bastarían para su aniquilación. De todas las formas como, para el gobierno de un mismo individuo, se pudieran concebir las dos facultades sobre bases diferentes —sensación y el deseo consiguiente en uno; juicio y la acción consiguiente en el otro— esta es la más simple. Si, como se ha dicho con menos verdad de un ciego que guía a otro que ambos caerán en la zanja, mucho más frecuentes y más fatales serían las caídas, suponiendo que la separación tiene lugar a partir de algún plan más complejo. Suponiendo que el cuidado y la felicidad de A, considerados totalmente de A, fueran divididos entre B y C, que la felicidad de B y C fueran provistas de la misma manera compleja, y así sucesivamente, a mayor complejidad más rápida sería la destrucción, y más flagrante lo absurdo de una suposición sobre la existencia de tal estado de cosas.[109]

2. Egoísmo y altruismo interdependientes

Pero aunque, según el análisis final, el egoísmo debe tener prioridad sobre el altruismo, sigue siendo cierto, como sostenían tanto Bentham como Spencer, que son interdependientes y que, en general y en el largo plazo, las acciones que promueven uno tienden también a promover el otro.

En resumen: decir que todo lo que promueve los intereses del individuo promueve los de la sociedad, y viceversa, es otra manera de decir que el término sociedad no es más que el nombre del conjunto de individuos y sus interrelaciones.

El argumento, sin embargo, no debería exagerarse. Nunca puede decirse que los intereses de un individuo particular son idénticos a los de la sociedad (incluso si se considera un «largo plazo» tan largo como la vida de aquel individuo). Pero en el largo plazo (y cuanto más largo sea el periodo considerado esto es más verdadero) hay una tendencia hacia la coalescencia en las acciones y, sobre todo, en las reglas de acción, que promueven el interés propio y el interés público respectivamente. Pues, según el largo plazo, va en el mayor interés del individuo que viva en una sociedad caracterizada por la ley, la paz y la buena voluntad: una sociedad en la que pueda confiar en la palabra de otros; donde los otros guardan las promesas que hacen; en la que el derecho pacífico a disfrutar los frutos del trabajo, y los derechos a la seguridad y la propiedad, son respetados; en la que no lo empujan, engañan, golpean o roban; en la que puede depender de la cooperación de sus compañeros en tareas que promueven las ventajas mutuas; en la que incluso pueda llegar a depender de su ayuda activa, en caso de accidentes o desgracias no atribuibles a faltas propias, supuestas o evidentes.

Y como contribuye al interés de cada uno promover tal código de conducta de parte de los otros, así contribuye a su propio interés cumplir también rigurosa e inflexiblemente dicho código. Cualquier infracción de un individuo tiende a provocar infracciones de parte de otros y pone en peligro el código por el que se rigen. Debe existir hasta una especie de sacralidad que envuelva la observancia de las reglas morales. Si esta sacralidad no existe y el código no se conserva inflexiblemente, pierde su valor utilitario. (Este es el elemento de verdad en las objeciones contra el utilitarismo crudo o ad hoc, aunque no contra el utilitarismo de reglas).

Cualquier individuo que viola el código moral no solo contribuye a la desintegración del mismo, sino que, cuanto con mayor frecuencia o flagrantemente lo haga, mayor probabilidad habrá de que sea descubierto, y también de que sea castigado, si no según la ley, sí con las venganzas y represalias no solo de aquellos a quienes ha dañado directamente, sino de otros que hayan podido enterarse de los daños causados por él.

Por lo tanto, incluso para enfatizar la necesidad de «reconciliar» egoísmo y altruismo, como lo hace Herbert Spencer, puede ser erróneo concluir que son normalmente antagónicos entre sí. Al contrario, especialmente cuando consideramos el largo plazo, la situación habitual y normal es la coincidencia de egoísmo y altruismo: es decir, la tendencia de sus objetivos a unirse. Es su aparente calidad de «irreconciliables» la inusual y excepcional. De hecho, la inmensa mayoría podrían ser persuadidos a adherirse a un código dado de ética, solo si lo fueran también, aunque vaga, o incluso hasta subconscientemente, de que la adhesión a tal código es en su propio interés último como individuos, lo mismo que en interés de la sociedad.

Sin embargo, podemos ir más allá. No solo el código de conducta que mejor promueve los intereses de largo plazo del individuo tiende a coincidir con el código que mejor promueve los intereses a largo plazo de la sociedad, y viceversa, sino que es mucho menos fácil de lo que la mayoría de los filósofos morales reconocen determinar cuándo un individuo actúa principalmente por interés propio o cuándo lo hace por respeto a los intereses de otros. Cuando, el mismo sábado por la noche, un joven gasta la mitad de su sueldo de la semana, invitando a su novia a comer, al teatro o a un club nocturno, ¿actúa «egoístamente» o «altruistamente»? Cuando un rico le compra a su esposa un abrigo de visón, ¿lo hace, como sostiene Thorstein Veblen, simplemente para presumir de su propia riqueza y éxito o para complacer a su esposa? Cuando los padres hacen «sacrificios» para enviar a sus niños al colegio, ¿lo hacen por el placer de presumir de sus hijos (o hasta de sus propios sacrificios), o principalmente por amor a sus hijos?

3. El obispo Butler sobre el amor propio

Al afirmar que las mismas reglas de conducta que tienden a promover los intereses a largo plazo de la sociedad son las que también tienden más a promover los intereses a largo plazo del individuo que se adhiere a ellas; que el «egoísmo» y el «altruismo» tienden a coincidir; que los motivos «egoístas» y «altruistas» en la práctica a menudo son difíciles de diferenciarse, sin duda daño mi propio argumento, según el punto de vista de un cierto grupo de escritores, al indicar el grado en que Herbert Spencer y en particular Jeremy Bentham lo apoyaban. Estos escritores han mostrado durante años su propia cultura, sensibilidad y espiritualidad superior mediante sus referencias desdeñosas al «benthamismo»; y su desprecio ha sido efectivo, debido a que la concepción prevaleciente de lo que Bentham pensó y enseñó ha sido, en efecto, una caricatura. Pero quizás estos escritores se impresionaran más si señalo que los argumentos de Bentham sobre este punto fueron a su vez utilizados, un siglo completo antes que él, nada menos que por el preutilitarista obispo Butler.

La mente sutil de Butler hizo contribuciones tanto a la perspicacia ética como a la psicológica, tan valiosos hoy como cuando publicó Fifteen Sermons en 1726. Me limitaré aquí a los que tratan directamente la relación entre egoísmo y altruismo.

«El amor propio y la benevolencia, la virtud y el interés», nos dice en su prefacio,

… no deben ser opuestos, sino solo distinguirse entre sí… Ni hay razón alguna para desear que el amor propio sea más débil en el mundo en general de lo que es… Lo lamentable no es que los hombres tengan tanto respeto por su propio bien o interés en el mundo actual, pues aún no tienen suficiente; lo lamentable es que tengan tan poco respeto por el bien de los otros… Si los hombres en general trataran de cultivar en sí mismos el principio del amor propio; si se acostumbraran a menudo a considerar lo que significaría la mayor felicidad que serían capaces de lograr para sí mismos en esta vida; si el amor propio fuera tan fuerte y prevaleciente como para que persiguieran continuamente este supuesto bien temporal principal, sin desviarse de ello por ninguna pasión particular, ello serviría indudablemente para prevenir innumerables locuras y vicios.

Butler opone aquí el «amor propio» al «mero apetito, deseo y placer» o a «cualquier inclinación de vagabundo». Pero lo que él realmente defiende, en términos más modernos, es la práctica de las virtudes prudenciales. Él nos invita a actuar en nuestro verdadero interés del largo plazo, más que por alguna ventaja simplemente temporal, o bajo la influencia de algún impulso o pasión no reflexivos.

«Apuntar al bien público y privado», nos dice Butler en su primer sermón, «están tan lejos de ser inconsistentes que se fomentan uno al otro…

Debo, sin embargo, recordarles que, aunque benevolencia y amor propio son diferentes, y el primero tienda más directamente al bien público y el segundo al privado, aun así coinciden tan perfectamente que las grandes satisfacciones para nosotros mismos dependen de que seamos benevolentes en el grado debido, y de que el amor propio sea una seguridad principal de nuestro correcto comportamiento con la sociedad. Puede añadirse que su mutua coincidencia, de modo que escasamente podamos promover uno sin el otro, es asimismo una prueba de que fuimos hechos para ambos.

Butler continúa indicando algunos motivos psicológicos por los cuales esto es así.

El deseo de que nos estimen otros… naturalmente nos conduce a regular nuestro comportamiento, de tal manera que sea útil a nuestros semejantes… La humanidad está por naturaleza tan estrechamente unida, hay tal correspondencia entre las sensaciones interiores de un hombre y las de cualquier otro,[110] que la desgracia se evita tanto como el dolor físico, y ser objeto de estima y amor es tan apetecido como cualquier bien externo. En muchos casos concretos, las personas son impulsadas a hacer el bien a otros como el fin al que su afecto tiende y en el que descansa, y manifiestan que encuentran verdadera satisfacción y placer en esta forma de comportamiento… Los hombres son tanto un cuerpo que, de una manera peculiar, sienten entre sí… Por lo tanto, no tener ninguna limitación respecto a los demás, ni ningún respeto a los mismos en nuestro comportamiento, constituye el absurdo especulativo de considerarnos solos e independientes; esto equivale a no tener en nuestra naturaleza nada que consista en respeto a nuestros semejantes, traducido en acción y comportamiento. Es el mismo absurdo que suponer que una mano, o cualquier otra parte u órgano, no tuvieran ningún respeto natural a ninguna otra parte o al cuerpo entero.

En su tercer sermón, Butler va todavía más allá: «La conciencia y el amor propio, si entendemos nuestra felicidad verdadera, siempre nos conducen por el mismo camino. En este mundo, el deber y el interés son perfectamente coincidentes en su mayor parte, pero completamente y en cada caso, si tomamos el futuro y el todo. Esto está ya implícito en la noción de una administración perfecta de las cosas».

Aunque este argumento dependa, para mostrar su fuerza total, de la hipótesis cristiana relativa a una vida después de la muerte, con las consiguientes recompensas del cielo o los castigos del purgatorio, es esclarecedora la semejanza del aspecto mundano del mismo con el de la Deontology de Bentham, con su subtítulo: «La ciencia de la moralidad, en la cual la armonía y la coincidencia del deber e interés propio, virtud y felicidad, prudencia y benevolencia, son explicadas y ejemplificadas».

Sin embargo, no es sino hasta en su undécimo sermón donde Butler expone más extensamente su crítica a la opinión según la cual el amor propio y la benevolencia son necesariamente hostiles o hasta contradictorios:

Generalmente se piensa que hay alguna peculiar contradicción entre el amor propio y el amor a nuestro vecino, entre la búsqueda del bien público y la búsqueda del privado, hasta el punto de que, cuando usted recomienda favorecer uno de ellos, se supone que está en contra del otro. De ahí surge un prejuicio secreto en contra de —y con frecuencia un abierto desprecio a— toda conversación sobre el espíritu público y la verdadera buena voluntad hacia nuestros semejantes. Será necesario preguntarse qué relación tiene la benevolencia con el amor propio, y la búsqueda del interés privado con la búsqueda del público; o si existe algo de aquella inconsistencia y contrariedad peculiares entre ellos, más allá de la que hay entre el amor propio y otras pasiones y afectos particulares, y sus respectivos objetivos.

La pregunta y el argumento de Butler muestran una perspicacia filosófica muy avanzada para su tiempo. De hecho, la mayoría de escritores contemporáneos que escriben sobre ética no la han alcanzado todavía. «Cada afecto particular, hasta el amor a nuestro vecino», escribe él en su cuarto sermón,

… es tan realmente nuestro propio afecto como el amor propio; y el placer que proviene de satisfacerlo es tanto mi propio placer como el placer que el amor propio produciría de saber que yo mismo debería ser feliz de aquí a algún tiempo; sería mi propio placer… ¿Es el deseo de la felicidad del otro y deleitarse con ella más una disminución del amor propio que el deseo de, y deleitarse con, la estima del otro y deleitarse con ella?… Que otros disfruten de la ventaja del aire y la luz del sol no impide que sean tanto una ventaja privada de uno ahora como lo serían si tuviéramos la propiedad de ellos, exclusiva de todos los demás. Así que la búsqueda que tiende a promover el bien del otro incluso puede tener una tendencia tan grande a promover el interés privado como la búsqueda que no tiende al bien del otro en absoluto o que es dañina para él.

4. ¿Qué es el egoísmo?

Pero estas citas suscitan una pregunta inquietante, que puede hacer parecer confuso e inválido todo lo que he dicho o citado antes, no solo contrastando «egoísmo» y «altruismo», sino también distinguiéndolos. Supóngase que ampliamos la concepción del obispo Butler del «amor propio» solo un poco más. Hemos afirmado que toda acción es acción emprendida para pasar de una situación menos satisfactoria a un estado más satisfactorio. ¿No es, por tanto, ordenada cada acción que inicio a aumentar mi propia satisfacción? ¿No ayudo a mi vecino porque me produce satisfacción hacerlo? ¿No procuro aumentar la felicidad de otro solo cuando la misma aumenta mi satisfacción? ¿No va un doctor a un lugar azotado por una plaga a inyectar a otros o a atender a los enfermos, corriendo el riesgo de contraer la enfermedad o incluso de morir, porque esta decisión es la que le da la mayor satisfacción? ¿No va con mucho gusto el mártir a la hoguera, antes que retractarse de sus convicciones porque esta es la única opción capaz de darle satisfacción? Pero si los mártires más famosos y los mayores santos actuaban tan «egoístamente» como los déspotas más brutales y los voluptuosos más empedernidos, porque cada uno solo hacía lo que le proporcionaba la mayor satisfacción, ¿qué significado moral podemos seguir dándole al «egoísmo», y para qué objetivo útil sirve el término?

Sospecho que el problema es principalmente lingüístico. Mis opciones y decisiones son necesariamente mías. Hago lo que me da satisfacción. Pero si de ahí ampliamos la definición de egoísmo hasta cubrir cada decisión que tomo, toda acción se convierte en egoísta; la acción «altruista» resulta imposible, y la misma palabra egoísmo deja de tener cualquier sentido moral.

Podemos solucionar el problema volviendo al uso común de los términos implicados y examinándolo más cuidadosamente. Que necesariamente actúo para satisfacer mis propios deseos no significa que estos deseos conciernen únicamente a mi propio estado o a mi estrecho «bienestar» personal. En un análisis psicológico perspicaz, Moritz Schlick concluye que «egoísmo» no debe identificarse con un deseo de placer personal o incluso de la propia preservación, sino significa, en su uso común, como un término de desprecio moral, simplemente desconsideración. No es porque sigue sus impulsos especiales por lo que un hombre es tildado de egoísta, sino porque lo hace completamente despreocupado de los deseos o las necesidades de otros. La esencia de egoísmo, entonces, «es solo desconsideración con respecto a los intereses del prójimo; la búsqueda de fines personales a costa de los de otros».[111]

5. Mutualismo

En resumen, lo que condenamos normalmente no es sin más la búsqueda del interés propio, sino solo la búsqueda del interés propio a expensas de los intereses de otros.

Los términos «egoísta» y «altruista», si bien son usados libremente en la conversación común, y difíciles, si no imposibles, de definir con precisión, todavía son útiles y hasta indispensables al describir la actitud dominante que guía al hombre o alguna de sus acciones.

Así que, regresando a este uso libre, pero común, veamos cuán lejos hemos llegado en este capítulo, y si es posible avanzar un poco más en nuestro análisis.

No serían posibles —si es que pudiéramos realmente imaginarlas— una sociedad en la que cada uno actuase por motivos puramente egoístas, ni una en la que cada uno actuase por motivos puramente altruistas. Una sociedad en la que cada uno trabajara exclusivamente para su propio interés, entendido restrictivamente, sería una sociedad de constantes colisiones y conflictos. Una sociedad en la que cada uno trabajara exclusivamente para el bien de otros sería un absurdo. La sociedad más exitosa parecería ser aquella en la que cada uno trabaja primordialmente para su propio bien a la vez que siempre considera el bien de otros cuando sospecha alguna incompatibilidad entre ambos intereses.

De hecho, egoísmo y altruismo ni son mutuamente excluyentes ni agotan los posibles motivos de la conducta humana. Hay una zona oscura entre ellos. O mejor, hay una actitud y una motivación que no son igual a ninguno de los dos (especialmente si los definimos como necesariamente excluyentes entre sí), sino que merece un nombre por sí misma.

Me gustaría sugerir dos posibles nombres para esta actitud. Uno es arbitrario: egaltruismo, que podría significar consideración tanto de uno mismo como de otros en cualquier acción o regla de acción.[112] Sin embargo, una palabra menos arbitraria o artificial es mutualismo. Esta palabra tiene la ventaja de existir ya, aunque como una palabra técnica en biología, que significa «una condición de simbiosis (i. e. viviendo juntos), en la que dos organismos asociados contribuyen mutuamente al bienestar de cada uno». La palabra puede ser usada con gran ventaja (incluso sin despojarla de sus implicaciones biológicas) por la filosofía moral.

Si dos personas, entre las que de otra manera podría haber conflicto, actúan según el principio de egaltruismo o mutualismo, y cada uno toma en consideración los intereses de ambas, necesariamente actuarán en armonía. Esta es de hecho la actitud que prevalece en las familias armoniosas, en las que esposo y esposa, padre, madre e hijos, ponen primero no solo en el principio de acuerdo con el cual actúan, sino en sus sentimientos espontáneos, los intereses de la familia. Así, el mutualismo, más ampliado, se convierte en un sentimiento o principio de justicia.

Podríamos indicar las consecuencias de cada una de estas tres actitudes, en su estado puro, con una ilustración (en la que me permitiré a mí mismo un toque de caricatura). Un incendio se inicia en un teatro repleto, en el que la audiencia está conformada solamente por egoístas puros. Cada uno corre inmediatamente hacia la salida más cercana o hacia la principal, empujando, botando o pisoteando a cualquiera en su camino. El resultado son el pánico y la estampida, debido a los cuales muchas personas resultan muertas o quemadas. Supongamos ahora que el incendio comienza en un teatro también repleto, en el que la audiencia se compone solo de altruistas puros. Cada uno sería deferente con el otro —«después de usted, mi querido Alfonso»— e insistiría en ser el último en salir. El resultado es que todos arderían hasta morir juntos. Supongamos finalmente que el incendio estalla en un teatro en el que la audiencia está compuesta únicamente por cooperativistas o mutualistas. Cada uno buscaría que el teatro quedara vacío rápidamente y con la menor pérdida de vidas posible. Por tanto, todos actúan como lo harían en un ejercicio de evacuación, y se vacía el teatro con un mínimo número de pérdidas. Unos pocos están más lejos de las salidas o por otras razones pueden perecer en las llamas; pero aceptan esta situación, e incluso cooperan en ella, en lugar de iniciar una estampida que podría costar muchas vidas más.

He preferido llamar al sistema de ética esbozado en este libro cooperatismo. Pero podría llamársele también mutualismo. Con el primer nombre se enfatizan las acciones o reglas de acción deseadas y sus probables consecuencias. Con el segundo, el sentimiento o actitud apropiada que inspira las acciones o reglas de acción. Ambos implican que la actitud y las acciones que mejor promueven la felicidad y el bienestar del individuo en el largo plazo tienden a coincidir con la actitud y acciones que mejor promueven la felicidad y el bienestar de la sociedad como un todo.

La palabra mutualismo puede parecer nueva y artificial en esta conexión, pero no hay nada nuevo o artificial en cuanto a la actitud que representa. Puede no necesariamente implicar un amor cristiano universal, pero sí una simpatía y amabilidad universales, y un amor hacia aquellos que están cerca.

6. ¿Cómo se conforman las reglas de la moral?

Examinemos otra vez la falsa antítesis entre «individuo» y «sociedad».

Es un error pensar que la ética consiste en las reglas que la «sociedad» le impone al «individuo». La ética consiste en las reglas que todos tratamos de imponerle a cada uno. Podría incluso entenderse como las reglas que cada individuo trata de imponerle a todos los otros, en cuanto «sociedad», al menos mientras sus acciones tienen la probabilidad de afectarlo a él. El individuo no quiere que nadie lo agreda; por tanto, trata de establecer la no agresión como regla moral y legal. Consecuentemente, con tal de lograr que la regla se cumpla, se siente obligado a respetarla él mismo.

Así es como nuestras reglas morales son continuamente conformadas y modificadas. No por alguna colectividad abstracta y diseminada, llamada «sociedad», y luego impuestas sobre un «individuo», que de alguna forma está separado de la sociedad. Nosotros las imponemos (por elogio y censura, aprobación y desaprobación, promesa y advertencia, recompensa y castigo) sobre cada uno, y casi todos, consciente o inconscientemente, las aceptamos para nosotros mismos.

Cada uno de nosotros jugamos en la sociedad un doble papel constante: el de quien actúa y el de quien es afectado por la acción: el actor y el afectado, el agente y el paciente, el que hace el bien o el mal y el que los recibe. Cada uno de nosotros puede también jugar, a veces, un tercer papel: el de observador desinteresado o imparcial.

Si nosotros vamos a conformar reglas morales y aceptables y susceptibles de ser cumplidas, debemos imaginarnos cada situación hipotética o real desde los tres puntos de vista: el del agente, el del paciente y el del observador imparcial. Precisamente porque, a lo largo de la experiencia y la historia del pensamiento acumulados, las acciones han sido observadas y juzgadas desde los tres puntos de vista, nuestro código moral tradicional, en general, toma en cuenta a los tres. Las disputas y las rebeliones morales surgen, en gran parte, porque alguno de los dos, o ambos oponentes, ven alguna situación solamente desde uno de estos puntos de vista.

Como un agente en perspectiva, puede parecer en el interés de corto plazo de A pegarle a su vecino P en la cabeza y robarle su dinero. Pero como presunto paciente, P encontraría esto absolutamente condenable. Y cualquiera, o una tercera persona O, vería, como observador imparcial, que tal regla es desastrosa para la sociedad. Ha sido el no ver a las acciones o reglas de acción desde los tres puntos de vista, y ponerse uno mismo imaginativamente, por turnos, en el papel de agente, paciente y espectador desinteresado lo que ha conducido a innumerables falacias éticas: desde la falacia de la persecución, por miopía, de fines egoístas, a la falacia de que todos deben sacrificarse a sí mismos por todos los demás.

El propósito de la ética es ayudarnos a probar o definir las reglas morales. No podemos asegurar la objetividad al probar o definir tales reglas, a menos que imaginariamente nos pongamos, de manera sucesiva, en el lugar de cada una de las personas a quienes una determinada regla afectaría. Supongamos que nuestra pregunta es: ¿Debería un transeúnte emprender el rescate de un nadador que se está ahogando? ¿En qué circunstancias y con cuánto riesgo para él mismo? En busca de la respuesta, uno debería colocarse primero en la posición del transeúnte y preguntarse cuántos inconvenientes, riesgos o peligros pensaría uno que es obligatorio o racional correr. En segundo término, uno debería ponerse en la posición del atribulado nadador y preguntarse cuánto peligro o riesgo sería obligatorio o razonable asumir por parte del transeúnte. Y si usted llegara, en este proceso, a dos respuestas marcadamente diferentes, debería entonces preguntarse si un espectador imparcial podría llegar a una respuesta intermedia.

Supongamos que usamos este método para revisar la regla de oro: Haz a otros lo que te gustaría que ellos te hicieran a ti. La dificultad con esto es que prácticamente no hay límite para los beneficios que la mayoría de nosotros estaría dispuesto a aceptar de los demás, a cualquier costo para ellos. Pero supongamos ahora que le damos vuelta a la regla, para que suene de esta manera: No pidas o esperes que otros hagan por ti más de lo que tú estarías dispuesto a hacer por ellos; o Acepta de otros solo tanta ayuda como la que estarías dispuesto a brindarles a ellos si tú estuvieras en su posición. Empezarías a establecer límites más razonables a la regla. (Sin embargo, como se indicó, tanto en la regla de oro original como en esta regla de oro convertida, la prueba es demasiado subjetiva. Solo desde la condición de observador imparcial puede uno concebir objetivamente la regla apropiada).

Supongamos que aplicamos la prueba al precepto cristiano «amaos los unos a los otros». Seguro que ninguno de nosotros es capaz de cumplir indiscriminadamente una obligación tan literal y universal por la simple razón de que no podemos dominar nuestros sentimientos. Podemos amar a unas pocas personas, hacia quienes nos atraen sus cualidades especiales o con las que nos unen lazos especiales. Pero lo más que somos capaces de hacer con el resto es observar una conducta o adoptar una posición exterior: es decir, consideración, equidad o amabilidad. Este esfuerzo constante por ser considerado y amable en nuestra conducta exterior afectará, por supuesto, nuestros sentimientos interiores. El ideal cristiano, al demandar el cumplimiento de un objetivo inalcanzable, algunas veces ha llevado a los hombres, ya sea por desesperación o por cinismo, a caer muy por debajo de una razonablemente alcanzable meta moral. «El hombre no es ni ángel ni bestia, y la maldad consiste en que aquel que actuaría como el ángel acaba actuando como la bestia».[113] No obstante, debido al ideal cristiano, probablemente haya mucha más bondad en el mundo de la que habría sin él.

7. Los límites de la obligación

Respecto de la extensión de nuestras obligaciones hacia otros, las opiniones de individuos distintos seguro que variarán ampliamente. En general, el fuerte, e independiente y acomodado pensaría que se deben poner límites relativamente estrechos a la supuesta extensión de sus obligaciones hacia otros, mientras que al débil, dependiente y necesitado le gustaría que la supuesta extensión de la obligación hacia otros fuera mucho más amplia. La experiencia tenderá a lograr un compromiso de tales opiniones en la tradición moral, porque cada uno se encontrará a veces en la posición de quien quiere ayuda y a veces en la posición de quien la presta.

Por eso es este uno de los problemas no resueltos de la ética. Habrá quienes pensarán que la única obligación del individuo es no transgredir la norma que le prohíbe actuar contra otros; y habrá quienes pensarán que su obligación de ayudar a otros prácticamente no tiene límites. Habrá todavía otros que tomarán una posición intermedia y sostendrán que a las personas necesitadas o angustiadas debe ayudárseles, pero solo hasta el punto de que poco o nada reduzca los incentivos para que se ayuden ellas mismas, o los incentivos a la producción y el esfuerzo de quienes son llamados a ayudarlas.

Probablemente no puedan ser exactamente definidos los límites ni las reglas concernientes a la amplitud de nuestros deberes hacia los otros. En tales deberes siempre habrá una zona de penumbra y se desvanecerá la frontera entre lo que es claramente imperativo y lo que es claramente quijotesco y perjudicial en el largo plazo.

Podríamos finalizar este capítulo, lógicamente, con una discusión del problema del «sacrificio propio». Pero este problema ha ocupado un papel tan prominente y crucial desde los inicios de la filosofía moral —y sobre todo desde el comienzo de la cristiandad— como para llamar a considerarlo en un capítulo aparte.