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Prudencia y benevolencia

1. La deontología de Bentham

En ninguna parte se encuentra una discusión sobre la ética privada más lógica, mejor organizada o más estimulante que en los dos volúmenes de la Deontology or the Science of Morality de Jeremy Bentham. Sin embargo, estos dos volúmenes han tenido una historia desafortunada. Fueron publicados póstumamente, en 1834. Ni siquiera está claro, si nos fiamos de su portada, que sean totalmente de Bentham. Vale la pena, por varias razones, transcribir el texto de la portada en su totalidad: «Deontology or the Science of Morality, en que la armonía y la coincidencia del deber y el interés propio, la virtud y la felicidad, la prudencia y la benevolencia son explicadas y ejemplificadas. De los manuscritos de Jeremy Bentham. Arreglado y editado por John Bowring».

Todo el trabajo de Bentham, debido en parte a su misma variedad y volumen, a sus excentricidades estilísticas, a su propio descuido y apatía para publicarlo, y a su oposición a revisar y editar personalmente la mayor parte de sus manuscritos, ha estado en un relativo abandono hasta hace poco tiempo. Aunque su influencia ha sido enorme, lo ha sido principalmente de manera indirecta, a través de Dumont, John Austin, James Mill y, sobre todo, John Stuart Mill. Aun así, el abandono de la Deontology ha excedido incluso el abandono general del resto del trabajo de Bentham. Hasta ha sido considerada de dudosa autenticidad. Se ha sospechado que muchos espacios entre las notas de Bentham fueron llenados por su editor Bowring. Independientemente de cuál sea la verdad, en la mayor parte del libro me parece que se muestra la mano del maestro.

El objetivo principal de este capítulo —partiendo de la presentación que Bentham hace en su Deontology— es discutir la «armonía y coincidencia» de la prudencia y la benevolencia. Pero, debido a que la Deontology ha estado agotada desde su edición original, y a que los volúmenes originales son muy difíciles de encontrar, haré un resumen de su contenido algo más amplio del que de otra manera se justificaría para una discusión de las relaciones entre prudencia y benevolencia.

La Deontology comienza con una declaración general del tema utilitarista, procurando enfatizar «la alianza entre interés y deber». «En un grado muy alto… los dictados de la prudencia prescriben las leyes de la benevolencia eficaz… Un hombre que se perjudica a sí mismo más de lo que beneficia a otros de ninguna manera sirve a la causa de la virtud, ya que disminuye la cantidad de felicidad» (I, p. 177). «La prudencia es la virtud primaria del hombre. Nada se gana para la felicidad, si la prudencia pierde más de lo que la benevolencia gana» (I, pp. 189-190).

Bentham sostiene que «siendo la prudencia y la benevolencia efectiva… las dos únicas virtudes intrínsecamente útiles, todas las otras deben derivar su valor de ellas y estar subordinadas a ellas» (I, p. 201). Él trata de aplicar este criterio sistemáticamente a las virtudes mencionadas por Hume: sociabilidad, bondad, humanidad, misericordia, gratitud, amabilidad, generosidad, beneficencia, justicia, discreción, laboriosidad, frugalidad, honestidad, fidelidad, verdad (veracidad y sinceridad), precaución, iniciativa, diligencia, economía, moderación, paciencia, constancia, perseverancia, prudencia, consideración, alegría, dignidad, coraje, tranquilidad, cortesía, ingenio, decencia, limpieza, castidad y lealtad.

Bentham indica correctamente que la lista de virtudes de Hume no es sistemática, sino desordenada y sin unidad; que muchas de ellas se solapan y otras son simplemente nombres diferentes de la misma cosa. Tampoco cree que todas ellas merezcan el nombre de virtud. «Coraje», declara valientemente, «puede ser una virtud o puede ser un vicio… Para un hombre, valorarse por su coraje, sin referencia a las ocasiones en las cuales se ejerce, es valorarse en una cualidad que posee en grado mucho más alto un perro, sobre todo si el perro está rabioso» (I, p. 251).

Bentham hasta escribe un capítulo sobre lo que él llama «falsas virtudes», entre las que incluye el desprecio de la riqueza (párrafos sarcásticos dirigidos contra Sócrates y Epicteto), el amor por la acción, la atención, la iniciativa y la prontitud. En todos los puntos advierte:

Los afectos pueden estar tan comprometidos con un aspecto de una pregunta como para interferir con un juicio correcto sobre su mérito moral. Una madre roba un pan para satisfacer el hambre de su hijo hambriento. Qué fácil sería estimular las simpatías a favor de su ternura maternal, para sepultar cualquier otra consideración sobre su honradez en la profundidad de aquellas simpatías. Y, en verdad, solamente una estimación más amplia y dinámica, como la que sacaría el caso de las regiones del sentimentalismo y lo llevara a las regiones más amplias del bienestar público, podría conducir alguna vez a la formación de un juicio correcto en tales asuntos [I, pp. 259-260].

En el segundo volumen —sorprendentemente autónomo y completo en sí mismo— Bentham[107] comienza otra vez con una introducción y «Declaración general» sobre principios generales. Aquí lo encontramos derivando del énfasis sobre los «placeres» y los «dolores», en su Introduction to the Principles of Morals and Legislation, a una referencia casi exclusiva al efecto de la conducta sobre «la felicidad» y «la miseria». Aun cuando todavía rechaza «cualquier distinción entre los placeres y la felicidad», e insiste en que «la felicidad es un conjunto del que los placeres son partes integrantes» (II, p. 16), el cambio es de todos modos significativo. Bentham parece ansioso por prevenir la acusación —o el malentendido— de que está preocupado únicamente por los placeres y por dolores físicos o sensuales.

Pero él sostiene la esencia de su «cálculo hedonista». Las preguntas del moralista, argumenta, pueden en lo abstracto

… ser reducidas a estas preguntas: ¿A qué costo de dolor futuro o sacrificio de placer futuro se compra un placer presente? ¿Qué compensación de placer futuro puede esperarse por un dolor presente? De este examen debe desarrollarse la moral. La tentación es el placer presente, el castigo es el dolor futuro; el sacrificio es el dolor presente, el deleite es la recompensa futura. Las preguntas sobre virtud y vicio son, en su mayor parte, reducidas al peso de lo que es contra lo que será. Al hombre virtuoso lo espera una provisión de felicidad en el futuro; el hombre vicioso ha gastado pródigamente sus ingresos de felicidad en el presente. Hoy, el hombre vicioso parece tener un equilibrio de placer en su favor; mañana, ese equilibrio se ajustará, y el después se anotará totalmente a favor del hombre virtuoso. El vicioso es un derrochador y desperdicia lo que es mucho mejor que la riqueza, la salud, la juventud, o la belleza…; es decir, la felicidad. Porque todas estas sin felicidad valen muy poco. La virtud es una economista prudente, que recupera con intereses todo lo gastado [II, pp. 27-28].

«La moral», continúa Bentham, «es el arte de obtener la felicidad en grado máximo: proporciona un código de leyes, según las cuales se sugiere aquella conducta cuyo resultado, considerando la totalidad de la existencia humana, dejará la mayor cantidad de felicidad» (II, p. 31).

2. Cómo conduce la prudencia…

Bentham reduce las virtudes a dos, prudencia y benevolencia efectiva, pero divide a cada una de estas, respectivamente, en prudencia de consideración propia y prudencia de consideración a otros, y en benevolencia eficiente negativa y benevolencia eficiente positiva, y dedica un largo capítulo a cada una de las cuatro.

Sobre estas cuatro piedras angulares construye Bentham su palacio de la moral. Está preocupado por mostrar que cada una de ellas conduce naturalmente, y casi inevitablemente, a la siguiente. Comienza con la prudencia de consideración propia, que se refiere a las acciones cuya influencia no llega más allá del actor. El actor se mueve cerca de «aquella prudencia que es exigida de él a consecuencia de su interrelación con los otros; una prudencia que está estrechamente relacionada con una benevolencia, y sobre todo con una benevolencia consistente en abstenerse de…» (II, p. 81).

Por lo que respecta a las acciones externas, «lo que la prudencia puede hacer, y todo lo que la prudencia puede hacer, es elegir entre el presente y el futuro; y hasta donde la totalidad de la felicidad aumente, dar la preferencia al mayor placer en el futuro sobre el menor placer en el presente» (II, p. 82). Pero, advierte, el sacrificio de un placer inmediato, que no nos garantiza aumentar nuestra propia felicidad futura o la de alguien más hasta una cantidad mayor que la inmediatamente sacrificada, «es mero ascetismo; algo completamente opuesto a la prudencia; un fruto del engaño»; «locura»; y nada de virtud, solo vicio (II, p. 34).

Luego muestra Bentham la aplicación de los dictados de la prudencia de consideración propia a la moralidad sexual: «la opción es a menudo entre el goce de un momento y el dolor de años; entre la satisfacción excitante de un periodo muy corto y el sacrificio de toda una existencia; entre el estímulo vital durante una hora y la consiguiente secuela de la enfermedad y la muerte» (II, p. 85).

Después de rechazar el ascetismo aplicado a la moralidad sexual, Bentham pregunta: «¿No es la castidad, entonces, una virtud? Indudablemente que sí, y una virtud de gran mérito. ¿Por qué? No porque disminuya, sino porque aumenta el placer… De hecho, la moderación, la modestia, la castidad, están entre las fuentes más eficientes de deleite» (II, pp. 87-88). Los mismos criterios aplica al discutir por qué el consumo de productos tóxicos, la irascibilidad, las apuestas y el derroche tienden a producir en el largo plazo más miseria que felicidad a la persona que se entrega a ellos.

Llegamos luego al capítulo que Bentham dedica a «la prudencia de consideración con los otros».

Los placeres del hombre dependen, en una gran proporción, de la voluntad de otros, y dicha proporción solo puede ser poseída por él de acuerdo y en cooperación con ellos. No es posible desatender la felicidad de otros sin arriesgar al mismo tiempo la nuestra. No hay ninguna posibilidad de evitar aquellas imposiciones de dolor cuyo poder de visitarnos está en otros, excepto conciliando su buena voluntad. Cada individuo está unido a su raza por un lazo, el más fuerte de todos, que es la propia consideración [II, pp. 132-133].

La moral no puede ser otra cosa que el sacrificio de un bien menor por la adquisición de un bien mayor. La virtud de la prudencia de consideración con los otros solo es limitada por nuestra relación con nuestros prójimos. Puede incluso extenderse más allá de los límites de nuestra comunión personal con ellos, por influencias secundarias o reflejas… Puede decirse que tanto la ley nacional como la internacional constituyen una base apropiada para la introducción de aquella prudencia que concierne a otros [II, p. 135].

En nuestras relaciones con otros, la prudencia, no menos que la benevolencia, sugiere estos dos simples preceptos: «maximiza el bien, minimiza el mal» (II, p. 164). De ahí las reglas de los buenos modales; la de no herir los sentimientos de nuestro vecino; la de evitar el rencor y cultivar la buena voluntad de los otros hacia nosotros.

3. … a la benevolencia

Así como la prudencia de consideración propia debe conducirnos a ser considerados y amables con los otros, porque nuestra propia felicidad depende de su buena voluntad hacia nosotros, o al menos de su ausencia de rencor, así esta prudencia de consideración con los otros conduce, a su vez, hacia la «benevolencia eficiente negativa». «Una debida consideración a la felicidad de los otros es la mejor y más sabia provisión de felicidad para nosotros mismos» (II, p. 190). El primer requisito es no hacer mal a los demás. Nunca haga mal a nadie, excepto en la medida que pueda ser necesario para hacer un bien mayor. Nunca haga mal a nadie únicamente porque lo tenga «merecido», sino solo si es inevitable para lograr un bien mayor. Ni siquiera en el deporte o en broma diga nada o haga algo que le cause inquietud a otro. Las justificaciones que usted tenga, según su criterio, para causar dolor a otros son rara vez sostenibles. «Recuerde siempre que la gentileza no le cuesta más a un hombre que el lenguaje rudo». (II, p. 217). No culpe a nadie, excepto para prevenir alguna futura causa de culpa. Nunca haga o diga nada que hiera o humille a otro.

Bentham llega después al capítulo sobre la «benevolencia eficiente positiva». (Él hace frecuentemente una diferencia entre benevolencia —o la disposición y el deseo de hacer el bien a otros— y beneficencia —que es efectivamente ese bien en cuanto hecho— e insiste en que cualquier acción realmente moral debe ser tanto benévola como benéfica). Comienza indicando los fuertes motivos prudenciales que tiene un hombre para ejercer la benevolencia:

Por encima de cualquier placer presente con el que un acto de beneficencia pueda acompañar al actor, el incentivo que un hombre tiene para su ejercicio es de la misma clase que el que tiene el marido para fecundar a su esposa; o el que tiene el hombre frugal para ahorrar dinero… Con cada acto de beneficencia virtuosa que un hombre ejerce contribuye a una especie de fondo, o caja de ahorros, o almacén general de buena voluntad, en el que pueden buscarse toda clase de servicios a punto de pasar de otras manos a las suyas; si no servicios positivos, por lo menos negativos; servicios que consisten en evitar perturbarlo con molestias con las cuales, de otra forma, podría haber sido fastidiado [II, pp. 259-260].

La beneficencia negativa se ejerce por el simple hecho de no hacer daño a otros… La beneficencia negativa es una virtud, por cuanto cualquier daño que sin consideración podría haberse producido, con consideración se evita que se produzca. En cuanto a la consideración del efecto que la acción dañina podría tener sobre la propia comodidad, la virtud es la prudencia: prudencia de consideración propia; en cuanto a la consideración del efecto que la acción dañina podría tener sobre la comodidad de cualquier otra persona, la virtud es la benevolencia.

Una diferencia importante aquí es la que existe entre la beneficencia que no puede ejercerse sin sacrificio propio y la que puede ejercerse sin sacrificio propio. Para la que no puede ejercerse sin sacrificio propio hay límites necesarios, y estos son comparativamente muy estrechos…

Cuando la beneficencia se ejerce sin sacrificio propio, no puede tener límites; cada vez que se ejerce, se hace una contribución al fondo de buena voluntad, y además sin gasto…

Expresado en términos generales, el incentivo a la beneficencia positiva, en todas sus formas, es la contribución que con ella se hace al fondo general de buena voluntad del hombre; ese fondo general de buena voluntad del que puedan ser pagados giros a su favor: el incentivo a la beneficencia negativa es la contribución que le impide llegar a su fondo general de rencor…

Aquel que está en posesión de un fondo [de buena voluntad] de esta clase, y entiende su valor, entenderá también que es más rico por cada acto de beneficencia benévola que haya hecho y que haya sido conocido por la gente. Es más rico, y siente que es así, por cada acto de bondad que haya hecho alguna vez…

Independientemente de la recompensa procedente de la opinión, y del placer derivado de la simpatía, los actos de benevolencia positiva tienden a crear hábitos de benevolencia.

Cada acto añade algo al hábito; a mayor número de actos, más fuerte será el hábito; cuanto más fuerte sea el hábito, más grande la recompensa; y cuanto más grande la recompensa, más fructificará en actos similares; cuanto mayor sea la frecuencia de tales actos, más virtud y felicidad habrá en el mundo.

Aproveche, entonces, cada oportunidad que tenga para actuar benéficamente y busque otras oportunidades. Haga todo lo bueno que pueda y ponga en juego todos los medios que tenga para hacerlo [II, pp. 259-266].

Al ilustrar los requisitos de la beneficencia, Bentham aplica en el campo ético la misma lección que había aplicado en el campo legal en su Introduction to the Principles of Morals and Legislation:

En el ejercicio del mal para producir el bien, nunca te dejes dominar por el mal para satisfacer una mera antipatía; nunca, sino como subordinado a y necesario para los únicos fines apropiados del castigo, el desanimar a otros; por ejemplo, desanimar a los delincuentes por el sufrimiento. En interés del delincuente, el único gran objetivo que se debe perseguir es reformarlo; si esto se prevé como no alcanzable, habrá que tratarlo de tal manera que se le impida causar el mismo mal a sí mismo o a otros. Siempre debe tenerse en cuenta esta máxima, que no puede repetirse demasiado a menudo: causar tanto dolor, y no más, que el que sea estrictamente necesario para realizar el objetivo de la benevolencia. No producir un mal mayor que el que excluye [II, pp. 266-267].

4. Ninguna línea divisoria exacta

Bentham vuelve a la discusión sobre las relaciones entre prudencia y benevolencia:

No siempre es posible trazar la línea exacta entre las demandas de la benevolencia eficiente, ya sea positiva o negativa, y las de la prudencia, de consideración propia o hacia otros; tampoco es siempre necesario o deseable, ya que donde los intereses de las dos virtudes son los mismos, la línea del deber está completamente clara. Pero los puntos de acuerdo y de diferencia pueden ser indicados fácilmente, y una definición general puede mostrar lo que, en casos ordinarios, es la diferencia entre las dos cualidades. Como, por ejemplo: usted es llamado para hacer un servicio a otro. Si él está en condiciones de prestarle otros servicios a cambio, la prudencia y la benevolencia se combinan para interesarle a usted en su favor. Si él no tiene ninguna ocasión de servirlo a usted, sus motivos pueden ser los de la benevolencia sola.

Pero aunque, en un caso dado, pueda ser difícil mostrar que los intereses de la prudencia exigen un acto particular de beneficencia, no es menos cierto que la consideración propia, de hecho, ocupa todo el ámbito de la conducta. Cualesquiera que sean las razones peculiares que la benevolencia pueda tener para un curso dado de acción benéfica, el principio universal permanece: es interés de cada hombre mantenerse bien en los afectos de otros hombres y en los afectos de la humanidad en general. Un acto realmente benéfico, que puede parecer alejado de las consideraciones prudenciales —dando siempre por supuesto que el acto mismo no es ninguna violación de la prudencia, y que tiene la sanción del principio deontológico, por producir un balance de bien— en sus consecuencias remotas servirá a los intereses propios, ayudando a crear, establecer o ampliar aquella reputación general de benevolencia que cada hombre tiene interés de poseer ante la opinión de sus semejantes [II, pp. 268-270].

Pero, debido a que Bentham insiste tan a menudo en que las raíces de la benevolencia deben encontrarse en última instancia en la prudencia de consideración propia, es un error suponer que él alguna vez menosprecie la benevolencia. Al contrario, sus páginas están llenas de pasajes como éste:

Ejercer la benevolencia, extenderla y procurar que la misma influya y sea eficiente, es una de las grandes consecuencias de la virtud. No debe pensarse que tal benevolencia debe estar limitada en sus consecuencias por la raza… Deje a los hombres recordar que la felicidad, dondequiera que esté, y quienquiera que sea quien la experimente, es el gran regalo que se le encomendó.

Se ha dicho que «la honradez es la mejor política». Esto no es exactamente cierto. Hay una política mejor: la política de la benevolencia activa. La honradez solo es negativa: evita hacer lo incorrecto; no permite la intrusión en los placeres de otros. Es una cualidad que solo implica abstenerse. Primero, la mejor política es la que crea lo bueno; en segundo lugar, la que evita lo malo [II, p. 272].

Tenemos que promover la virtud no simplemente con nuestras acciones, sino mediante el uso juicioso de nuestra aprobación y desaprobación:

A tal efecto, debemos trabajar cada uno para sí mismo y tanto como sea posible, delimitando con el mayor grado de aprobación por los demás aquellas acciones que han producido, o probablemente producirán, la mayor suma de felicidad, y reprobando fuertemente aquella conducta que conduce a, o crea, la mayor cantidad de miseria. De esta manera, cada hombre hará algo por lograr que las sanciones populares sean más útiles, saludables, activas y virtuosas. Las alianzas de moral verdadera con los grandes intereses de la humanidad, la misma humanidad las descubre pronto [II, p. 274].

A menudo resulta que, deseando deshacerse de un mal [político], se le ocasiona un mal mayor a un individuo o a una clase que aquel del que se les ayudó a librarse. También suele ocurrir que los sufrimientos experimentados por pocos no son compensados por las ventajas experimentadas por muchos… «Barrer los abusos» es indudablemente la máxima de la sabiduría política, pero hay que barrerlos de tal manera que se cree tan poca desilusión, molestia o dolor como sea posible [II, p. 285].

El despotismo nunca adopta una forma peor que cuando se disfraza de benevolencia… Los placeres y los dolores, las dulzuras y amarguras de la existencia, no pueden gustarse con el paladar de otro. Lo que está bien para otro no puede ser estimado por quien tiene la intención de hacerle el bien, sino solo por aquel a quien pretende hacérselo. El objetivo de otro puede ser aumentar mi felicidad, pero de esa felicidad solamente yo me encargo y solo yo puedo ser juez…

Absténgase, entonces, de hacer el bien a cualquier hombre en contra de su voluntad, e incluso sin haber obtenido su consentimiento…

Bajo esta pretensión de hacer el bien a otros, a pesar de ellos mismos, se pueden rastrear las peores persecuciones religiosas…

Si se investigaran hasta su origen las ofensas más horribles, los crímenes más devastadores y crueles, se descubriría simplemente una distorsión en el principio de búsqueda de la felicidad: la generación de una desgracia intentando prevenir otra desgracia mayor, pero confundiendo el objetivo y calculando mal los medios. Entre tales equivocaciones y errores de cálculo, ninguno ha sido más prolífico que el despotismo de la intención benévola [II, pp. 289-291].

La prudencia debe ayudar al individuo a no sacrificar más felicidad de la que gana. La benevolencia exige que cada hombre haga a la reserva común de felicidad la mayor contribución posible [II, p. 292].

Que ningún hombre aprenda por sí mismo o por otros que puede hacer demasiado bien o evitar hacer demasiado mal. Probablemente los errores que cometa no se difundan por el lado de su benevolencia expansiva. Déjesele hacer todo lo bueno que pueda y dondequiera que pueda: nunca hará demasiado por su propia felicidad o por la felicidad de otros [II, p. 193].

Puede establecerse como un principio general que un hombre aumenta su reserva de placer en la misma proporción en que lo distribuye a otros [II, p. 295].

En su capítulo final, Bentham nos dice que la razón y la moral deben estar subordinadas al gran fin de promover la felicidad humana. «La virtud está hecha de placeres; el vicio, de dolores; y… la moral no es más que la maximización de la felicidad» (II, p. 309).

5. El papel de la simpatía

He citado la Deontology de Bentham (agotada) tan extensamente no solo por la brillante luz que arroja sobre las necesarias relaciones de la prudencia y la beneficencia, sino porque desarrolla el principio de la mayor felicidad con más meticulosidad y lógica que cualquier otro trabajo con el que esté familiarizado. Al identificar la moral no con un inútil deseo de abstenerse o con el propio sacrificio, sino con la maximización de la felicidad, y al enfatizar la armonía esencial entre el interés propio y el interés general, Bentham proporciona un incentivo mucho mayor para la moral que el moralista convencional. Sus detractores, desde Matthew Arnold hasta Karl Marx, han tratado siempre de ignorarlo como torpe y vulgar, pero él es tan superior a ellos en el ámbito de sus simpatías como lo es en análisis y en lógica.

Esto no quiere decir que su análisis sea definitivo o que no tenga fallos. Muy a menudo supone, por ejemplo, que se puede iniciar una acción basada en un cálculo directo de la felicidad o la miseria que seguirían a tal acción considerada aisladamente. No logró comprender el peso completo del principio de Hume de que debemos actuar inflexiblemente según la regla, y que es la bondad o maldad de las reglas de la acción moral, la tendencia del código moral a producir felicidad o infelicidad, más que las supuestas consecuencias de un acto individual aislado, lo que debe juzgarse.

También está implícita en la discusión de Bentham la suposición de que la benevolencia solo puede brotar de la prudencia iluminada y previsora. La mayor parte de la benevolencia es, de hecho, directa: el resultado de un inmediato y espontáneo afecto, amor, bondad, simpatía, sentimiento de compañerismo con otros (tema que Hume y Adam Smith habían desarrollado), y no del cálculo consciente de que sus beneficios redundarán en el futuro en una ventaja para el agente mismo. La prescripción bíblica «Tira tu pan sobre las aguas, que después de muchos días lo encontrarás», implica, como Bentham sostiene, que la caridad y otros actos de benevolencia redundarán en última instancia en beneficio de quien los realiza; pero implica, además, que este reembolso no necesariamente tiene que ser confiable o proporcional.

Sin embargo, Bentham tenía razón al reconocer la armonía esencial en el largo plazo entre el interés propio y el interés general, entre las acciones prescritas por la «prudencia» y las prescritas por la «benevolencia», entre «egoísmo» previsor y «altruismo» previsor. Y se puede concluir que el reconocimiento de esta armonía esencial en el largo plazo es la base para solucionar uno de los problemas centrales de la ética: las relaciones verdaderas de «egoísmo» y «altruismo», y los relativos papeles que cada uno debería jugar correctamente.