2. Una política para nuestro país

«Con un buen gobierno,

la pobreza es una vergüenza;

con un mal gobierno,

la riqueza es una vergüenza».

CONFUCIO

«La verdadera vida está ausente».

RIMBAUD

Hay quien cree que la creciente entrada en la globalización imposibilitará toda política nacional autónoma que oponga resistencia a las coacciones y los males que segrega esta misma globalización al tiempo que se revela capaz de aprovechar sus aspectos positivos. Queremos demostrar que, enfrentados a este nuevo reto, es posible una nueva política que abra al mismo tiempo la vía a una regeneración de nuestra sociedad.

Muchos, conscientes de nuestra dependencia con respecto a la globalización, se sienten impotentes, se resignan, caen en el fatalismo y, al perder toda esperanza, se despolitizan o se enfurecen. Otros, conscientes de los males engendrados por nuestras dependencias mundiales y europeas, consideran que la salvación consiste en apartarse de ellas, es decir, en desglobalizar y deseuropeizar nuestro país. No se dan cuenta de que el aislamiento y la cerrazón constituirían un mal mayor que aquel del que estarían intentando escapar. Queremos concienciar sobre la posibilidad de una nueva política nacional autónoma a partir de los dobles principios que ya hemos enunciado: globalizar y desglobalizar, desarrollar y envolver. Desglobalización y envolvimiento significan, tal como hemos indicado, la salvaguarda de los intereses vitales de las patrias y regiones, la protección de las culturas vivas. El doble principio permite definir una política que asegure al mismo tiempo las solidaridades planetarias, las solidaridades nacionales, las de las colectividades locales y las virtudes de las regiones. Permite proponer una política profundamente reformadora y transformadora en el ámbito de la nación.

¿Por qué reformar y transformar?

Debemos partir de este triple diagnóstico:

  1. Multiplicidad y agravamiento de los problemas y males que han suscitado y acrecentado nuestra sociedad y nuestra civilización;
  2. amenazas crecientes que planean sobre los mejores logros de nuestra sociedad y nuestra civilización;
  3. desprecio de los valores afirmados por la Resistencia y demasiado a menudo violados por la actual mayoría gubernamental.

Evoquemos para empezar los apetitos desaforados del beneficio, la degradación de las solidaridades concretas, la hiperburocratización de las administraciones públicas y privadas, la exacerbación y presión de la competitividad —forma degenerada de la competencia—, la dominación de lo cuantitativo sobre lo cualitativo, las intoxicaciones consumistas que empujan a comprar productos dotados de cualidades ilusorias, la degradación de la calidad de los alimentos procedentes de la agricultura y la ganadería industrializadas, la impotencia de los consumidores, de los pequeños y medianos productores y de los ciudadanos condicionados y atomizados, la carencia cada vez más flagrante de un sistema educativo que separa y parcela los conocimientos, impidiendo de ese modo la posibilidad de abarcar los problemas fundamentales y globales de nuestra vida como individuos y ciudadanos, y la crisis de un pensamiento político ciego que, sometido a un cretinismo económico que degrada todos los problemas políticos para convertirlos en cuestiones de mercados, es incapaz de formular ningún proyecto ambicioso.

A continuación evocaremos los males de nuestra civilización: allí donde existe, el bienestar material no ha proporcionado bienestar mental, tal como atestigua el consumo desenfrenado de drogas, ansiolíticos, antidepresivos y somníferos por parte de personas acomodadas. La finalidad del bienestar se ha degradado al concentrarse exclusivamente en las comodidades materiales. El desarrollo económico no ha aportado su equivalente moral. La aplicación de la cronometría, de la hiperespecialización, de la compartimentación en el trabajo, en las empresas, en las administraciones y, finalmente, en nuestras propias vidas, ha acarreado con demasiada frecuencia una burocratización generalizada, pérdida de iniciativa y miedo a las responsabilidades. Los progresos felices del individualismo han acarreado la regresión desdichada de las solidaridades.

Existe en nuestra sociedad carencia de empatia, simpatía y compasión, lo cual se traduce en indiferencia y en ausencia de cortesía, incluso entre personas que a menudo viven en el mismo barrio, hasta en el mismo edificio (al fin y al cabo, decir buenos días a un desconocido significa que se lo reconoce como ser humano digno de simpatía). Del mismo modo, existe carencia de comprensión en el seno de una misma empresa, de una misma familia. Cuando la misión se reduce a la profesión, existe carencia de amor en los cuidados médicos y hospitalarios, en la enseñanza (pese a que, como decía Platón, «para enseñar se requiere el eros», es decir, el amor, tanto por el conocimiento que se enseña como por aquellos a quienes va destinado). Como recordó acertadamente Axel Honneth, «es gracias a la experiencia del amor como uno puede acceder a la confianza en sí mismo». La forma suprema del reconocimiento del prójimo es el amor.

De ahí el malestar dentro del bienestar, la soledad que afecta a millones de personas en nuestro país, causa principal de las llamadas a «SOS Amitié[3]»; de ahí sus consecuencias: alcoholismo, consumo de drogas, depresión, enfermedades psíquicas que atestiguan la degradación de las dependencias (solidaridad social y familiar…). Añadamos las miríadas de pequeños males que agobian, perturban y ensombrecen nuestras vidas: las interminables esperas ante las ventanillas, en las urgencias de los hospitales, al teléfono, los reenvíos de servicio en servicio, de ventanilla en ventanilla, resultado de la sobrecarga de empleados, unida ésta a la compartimentación —cada uno encerrado en su ámbito de competencia—, así como a las reducciones de personal en nombre de la racionalización y la competitividad. De hecho, no sólo son los solicitantes de empleo y los consumidores quienes sufren estas sobrecargas y estas compartimentaciones, sino también los empleados, que soportan coerciones generadoras de estrés, enfermedades psicosomáticas, depresión e incluso suicidios. Es preciso, pues, superar la burocratización y controlar la competitividad exacerbada.

Al mismo tiempo, los mejores logros de nuestra historia se ven amenazados. El ejemplo francés resulta impresionante: a lo largo del siglo XX, la Francia republicana, laica y social relegó a un segundo plano a una Francia reaccionaria, cerrada, xenófoba, racista y autoritaria. Hizo falta el mayor desastre militar que jamás haya sufrido nuestro país para que esta segunda Francia, nostálgica de autoritarismo y reaccionaria, la de la cerrazón xenófoba y racista, que había borrado de sus frontispicios el lema «Libertad, igualdad, fraternidad», triunfara bajo el signo de Vichy. Pero esta segunda Francia, comprometida en la colaboración con el ocupante, se derrumbó con la llegada de la Liberación. La Francia republicana y social pareció entonces afirmarse de manera definitiva. Sin embargo, resulta que asistimos al regreso de un «síndrome de Vichy» galopante que no puede imputarse a ningún desastre militar, ninguna colaboración, ningún ocupante. No vamos a analizar aquí las causas nacionales y más generales de esta regresión. Nos limitaremos a indicar que la disolución de la creencia en el progreso histórico, las incertidumbres del presente, las turbulencias económicas, la crisis de la civilización, todo ello alimenta las angustias que, a falta de esperanza en un futuro mejor, buscan refugio en las certezas del pasado, se repliegan sobre un concepto mutilado de la identidad nacional y encuentran su chivo expiatorio en el extranjero, el inmigrante, que en consecuencia aparece como el enemigo infiltrado en el interior del país.

De ahí que la xenofobia se haya desencadenado oficialmente: demasiados inmigrantes, demasiados extranjeros, demasiados barrios con predominio de magrebíes o africanos. ¿Acaso ofende a los neoyorquinos que su ciudad incluya Harlem, el Bronx, barrios enteros poblados por negros, portorriqueños, judíos, italianos o chinos? Francia, siempre multiétnica en sus provincias, proceso que continuó en el siglo XX con el afrancesamiento de los inmigrantes, se encuentra en una situación intermedia respecto de Estados Unidos, un país poblado sobre todo por inmigrantes pero que expulsó a sus indígenas de sus identidades nacionales, asesinando la historia anterior a la conquista europea e iniciando la suya con la independencia, para luego perpetuarla con sus mestizajes. Francia, por su parte, constituye en primer lugar una mezcla de galos, romanos y francos. Es el producto más que milenario de una historia hecha con la integración de etnias en las provincias más diversas (por lo que respecta a los flamencos, alsacianos, bretones, vascos…) y continuada durante la Tercera República[4] mediante la integración de sucesivas oleadas de inmigrantes. Así, al tiempo que se afirma como una e indivisible, Francia siempre ha sido una realidad multicultural, alimentada tras la segunda guerra mundial por nuevos flujos de población. Al defender los derechos de los inmigrantes, defendemos el principio fundador, generador y regenerador del país: el afrancesamiento. Si necesitamos una nueva resistencia, no es contra un ocupante extranjero, sino contra el mal interior que carcome la nación.

Una cultura cerrada, una cultura desvitalizada sólo puede tolerar una débil tasa de inmigrantes, y no sabe integrarlos. Una cultura viva, abierta, puede integrarlos en gran número. Es preciso revitalizar Francia, mantener su apertura. Somos nosotros quienes, al querer regenerar la Francia republicana, expresamos de ese modo su genio nacional.

El agravamiento simultáneo de la crisis de civilización, la crisis de sociedad y la crisis económica aumenta los peligros. Las grietas sociales se transforman en fallas, la exclusión aumenta, nos precipitamos como sonámbulos hacia desastres presentidos pero que todavía resultan imperceptibles. El crac del 29 desató, en una sociedad angustiada, frustrada y dislocada, el acceso legal del nazismo al poder, lo cual suscitó un proceso de conflictos que desembocó en la segunda guerra mundial. La crisis actual exacerba todo lo que son rupturas, temores, odios, y nos conduce hacia nuevos abismos. La crisis de las democracias se ve agravada por la crisis económica, y ambas combinadas propician el ascenso de los extremos, que el término «populismo» no acaba de definir del todo, tanto más cuanto que la izquierda, también en crisis, no ha conseguido todavía orientar a los descontentos hacia una salida emancipadora, que las fuerzas populares, tan activas en el pasado, se hallan divididas o dislocadas y que los sentimientos de impotencia y resignación generalizadas corren el riesgo de transformarse en furores y delirios. De ahí la urgencia de otro pensamiento y de otra política en todos los ámbitos.

La política del buen vivir

Todos los males, grandes y pequeños, que hemos señalado, factores de degradaciones políticas, sociales y de civilización, generadoras a su vez de múltiples degradaciones cotidianas en el seno de nuestras existencias, han de ser combatidos mediante una política regeneradora que reforme en profundidad nuestra sociedad y nuestros modos de vida al mismo tiempo. Hay que dar la vuelta a la hegemonía de lo cuantitativo sobre lo cualitativo, asegurando de paso las cantidades de bienes y productos destinados a suprimir la indigencia. Ésta debe procurar el florecimiento de las autonomías, al tiempo que las integra en las comunidades. Resucitaría la solidaridad y mantendría a raya el egoísmo. Se preocuparía no sólo de la supervivencia (es decir, de las obligaciones sin alegrías ni dichas), sino también de la vivencia que se confunde con el florecimiento de la relación con el prójimo y con el mundo, donde las emociones y los éxtasis estéticos deberían ser considerados no como lujos reservados a la élite, sino como derechos de los que todo el mundo puede gozar.

A tal fin, proponemos una vía que combine una nueva política económica y social, una política del trabajo que implique desburocratización y «descompetitividad», una política municipal, una política campesina, una política de la producción agrícola, una política del consumo, todas ellas medios diversos y complementarios de una política del buen vivir.

El buen vivir puede parecer sinónimo de bienestar. Sin embargo, en nuestra civilización la noción de bienestar se ha reducido a su sentido material, el cual implica comodidad, posesión de objetos y bienes, pero no comporta en absoluto lo propio del buen vivir: el florecimiento personal, las relaciones amorosas, la amistad, el sentido de comunidad. Hoy, el buen vivir debe incluir el bienestar material, pero ha de oponerse a una concepción cuantitativa centrada en perseguir y alcanzar el bienestar, a través del «cada vez más». Significa calidad de vida, no cantidad de bienes. Engloba ante todo el bienestar afectivo, psíquico y moral.

Contra la hegemonía de la cantidad, del cálculo, del poseer, hemos de promover una dilatada política de calidad de vida[5], es decir, una vez más, del buen vivir. Con tal fin, es preciso que apoyemos cuanto se oponga a las múltiples degradaciones infligidas a la calidad del aire, de los alimentos, de las aguas, a la salud y al clima. Todo ahorro de energía debe traducirse en una ganancia de salud y calidad de vida. De ese modo, la desintoxicación automovilística de los centros urbanos se traducirá en una disminución de las afecciones respiratorias y las enfermedades psicosomáticas. La reducción de la agricultura y la ganadería industriales en beneficio de un ruralismo agrario, así como el saneamiento de las capas freáticas (es decir, de nuestras fuentes de agua potable), restablecerán la calidad de los alimentos, lo cual redundará en una mejor salud del consumidor. La reducción de las intoxicaciones consumistas (por ejemplo, la contaminación publicitaria, que pretende ofrecer seducción y goce a través de los bienes superfluos) y del despilfarro que suponen los objetos desechables así como la sucesión acelerada de las modas, que dejan obsoletos los productos en un abrir y cerrar de ojos, nos conducirá a invertir la carrera desenfrenada hacia el «cada vez más» en beneficio de una marcha serena hacia el «cada vez mejor». Esta marcha se inscribirá en una acción continua en favor de dos corrientes que conviene desarrollar: la primera, la rehumanización de las ciudades y la revitalización del campo, ambas necesarias para el buen vivir; la segunda implica la necesidad de reanimar los pueblos mediante la instalación del teletrabajo, el regreso de la panadería, de la taberna, de la oficina de correos, de la escuela primaria, el mantenimiento de las carreteras comarcales y de los transportes colectivos. La revitalización y la repoblación del campo van cogidos de la mano.

No debemos descuidar la reforma de las administraciones públicas, y es preciso impulsar la reforma de las administraciones de empresas. En este ámbito, tenemos que desburocratizar, desesclerosar, descompartimentar, dotar de iniciativa y flexibilidad a funcionarios y empleados, tratar con amabilidad, paciencia y atención a todos aquellos que han de enfrentarse a las oficinas, empezando por las personas ancianas y las que no dominan muy bien el idioma y las cifras. La reforma del Estado se llevará a cabo no aumentando o suprimiendo empleos, sino modificando la lógica que considera a los seres humanos meros objetos sometidos a cuantificación antes que seres dotados de autonomía, inteligencia y afectividad.

El buen vivir supone el florecimiento individual en el seno de las relaciones comunitarias. Nuestras vidas están polarizadas entre una parte prosaica, por un lado, que sufrimos sin alegría, por coacción o por obligación, y una parte poética, por otro, que nos dispensa plenitud, fervor, exaltación, y que encontramos en el amor, la amistad, los encuentros colectivos, las fiestas, los bailes, los juegos. La prosa de la vida nos permite sobrevivir. Pero vivir supone vivir poéticamente. El éxito de nuestra política de civilización permitiría a nuestros compatriotas expresar de la mejor manera posible sus potencialidades poéticas.

La revitalización de la solidaridad

Para asegurar el buen vivir, será necesario revitalizar la solidaridad. Proponemos crear Casas de la Fraternidad en las ciudades de tamaño medio y grande, así como en los barrios de metrópolis como París. Estas casas reagruparían a todas las instituciones públicas o privadas de carácter solidario ya existentes, y comportarían nuevos servicios dedicados a prestar ayuda urgente a víctimas de un desamparo moral o material y a salvar del naufragio a las víctimas de sobredosis, no sólo de drogas, sino también de malestar o desdicha. Visto lo difícil que resulta ingresar en un hospital, contarían con un dispensario que administraría cuidados de urgencia.

Mientras que en la época de las estructuras autoritarias, tanto familiares como sociales, los individuos estaban constreñidos desde un punto de vista psíquico por las normas impuestas, al precio de innumerables frustraciones, los progresos de la autonomía individual en el seno de la familia y en la vida social han determinado, en ausencia de comunidades fuertes y duraderas, mayor facilidad y mayor frecuencia de separaciones y divorcios, causantes de múltiples neurosis, dolor, soledad y trastornos psíquicos que requieren atención y amor para aliviarlos en lo posible.

Así pues, las Casas de la Fraternidad serían tanto centros de amistad como de atención a los demás. Tendrían una misión polimorfa: serían al mismo tiempo lugares de iniciativas, mediaciones, empatia, compasión, auxilio, información, voluntariado y movilización permanente.

Por otra parte, es urgente instituir un Servicio cívico de la fraternidad que, además de responder a las necesidades de las Casas de la Fraternidad, actuaría en escenarios de desastres colectivos —inundaciones, seísmos, canículas, sequías…—, no sólo en Francia, sino también en Europa y en los demás continentes. De ese modo, la fraternidad se inscribiría profundamente y cobraría vida en la sociedad reformada a la que aspiramos.

La revitalización de la solidaridad se efectuaría asimismo en —y a través de— el desarrollo de ciertas reformas que hemos evocado o a las que volveremos más adelante: la reforma «desburocrática», que desrobotizaría a los trabajadores de las administraciones y las empresas, los dotaría de iniciativa, los animaría a comunicarse entre sí, los liberalizaría en relación con los usuarios, los haría tomar conciencia solidaria de todo aquello en lo que participan; y la reforma de la enseñanza, que abriría las mentes juveniles a los problemas fundamentales y globales de su futura vida como individuos y ciudadanos, así como a la relación indisoluble individuo-sociedad-especie.

Dentro de nuestro concepto de fraternidad, los delincuentes juveniles se encuentran todavía en una edad plástica en la que es nuestro deber favorecer las posibilidades de rehabilitación y redención. Consideramos en especial a los inmigrantes no como intrusos a los que hay que rechazar, sino como a hermanos surgidos de la miseria, no sólo la que creó nuestro pasado colonial, sino también la que ha engendrado en su país la introducción de nuestro sistema económico, el cual ha destruido sus policulturas de subsistencia, ha deportado a sus poblaciones agrarias a la indigencia de los barrios de chabolas urbanos y ha favorecido en la cúpula de los Estados las peores corrupciones.

No por ello minimizamos los problemas de seguridad, sobre todo los que padecen todos aquellos que utilizan transportes públicos y viven en determinados barrios. Ahora bien, como nos demuestra la situación de Estados Unidos, la represión no consigue otra cosa que favorecer la delincuencia y la criminalidad, que encuentran en las prisiones verdaderas incubadoras. Hemos de comprender que aquellos a los que nuestra sociedad rechaza, la rechazan a su vez y nos rechazan a nosotros. Apelamos a una política de prevención que rechace el rechazo. No hemos de reducirla a medidas de residencialización, de videoprotección, de instalaciones policiales de proximidad; no debemos limitarnos a desarrollar un nuevo urbanismo y revisar la ordenación del territorio. Tenemos que llevar a cabo una política de humanización y solicitud; ejemplos locales, en Medellín (Colombia), en Río, en el complejo de favelas Cantagalo y Paváo Paváozinho, o en Caracas, donde han creado una orquesta sinfónica con jóvenes de los barrios de chabolas, nos demuestran que reconocer la dignidad de niños y adolescentes, facilitarles el acceso a la instrucción, a la informática, a las artes, y sobre todo ofrecerles comprensión y afecto, disminuye drásticamente la delincuencia juvenil.

Política de la juventud

Debemos enunciar una política de la juventud en función de lo que es el adolescente desde un punto de vista sociológico y cultural: se trata del eslabón más débil (por ser el menos integrado, a medio camino entre el nido familiar de la infancia y la inserción en los marcos adultos) y al mismo tiempo más fuerte de la sociedad (porque está dotado de una mayor energía, aspiraciones más intensas, mayor capacidad para la rebelión). Es una fuerza que puede resultar explosiva y emancipadora, pero también devastadora y destructora cuando se siente rechazada y confinada en un gueto. Una política de la juventud no implica tan sólo la solidaridad a través de un servicio cívico, sino que debe conducirnos a solidarizarnos con sus problemas, a reconocer la dignidad de todos los jóvenes rechazados.

La remoralización

Dado que la ética bebe en las fuentes de la responsabilidad y la solidaridad, todo lo que acabamos de enunciar contribuye a la revitalización ética y, en términos más amplios, a la remoralización de una sociedad degradada por el desarrollo de la irresponsabilidad y el aumento de la corrupción.

Observamos que la corrupción se ha convertido en un fenómeno capital que afecta a las administraciones, los Estados y los cargos electos, y que se propaga a todos los aspectos de la vida gracias al reino del monetarismo y a la degradación de todas las normas que inhiben el egoísmo. La remoralización no puede contentarse con lecciones de moral. Empieza con la regresión de la hegemonía del beneficio y la revitalización de la solidaridad. Por otra parte, sería necesario restaurar, de entrada con el ejemplo y eventualmente mediante una severidad acrecentada, la moralidad de los administradores y funcionarios del Estado, así como de todas las profesiones que conllevan una misión social (médicos, enseñantes, magistrados, cargos electos…). Por eso proponemos la creación de un Consejo de Estado Ético (formado por asesores del Estado y miembros del Tribunal de Cuentas, magistrados, personalidades humanistas, militantes de las causas humanitarias…), el cual programaría, además, una enseñanza de la benevolencia confuciana para todos aquellos que quisieran dedicarse a una carrera pública que comportase responsabilidad o poder.

El trabajo y el empleo

La crisis del mundo laboral es doble: afecta tanto a las condiciones de trabajo como al empleo.

Las condiciones de trabajo son cada más penosas debido a la sobrecarga del personal como resultado de las coerciones que implican la competitividad y las racionalizaciones (que aplican la racionalidad de las máquinas artificiales al ser humano). La reforma que hemos esbozado consiste en desarrollar en las empresas y las administraciones una auténtica racionalidad humana, que restaure la comunicación entre los sectores compartimentados y autorice al mismo tiempo las iniciativas creadoras y la participación de todos en el conjunto del resultado. Por otra parte, los horarios deberían concebirse en función del interés del trabajo, de lo fatigoso que resulte y de la seguridad, y no cifrarse en un número determinado de horas semanales (ya sea 40 u otra cantidad). Del mismo modo, proponemos modificar ciertos regímenes de jubilación, suprimir la edad límite para las profesiones apasionantes, como ya ocurre en el caso de la política, las artes, la investigación, la enseñanza superior…, instituyendo, por supuesto, controles regulares de la salud mental o física de la persona. Así pues, según el carácter de las profesiones y según los deseos de los trabajadores implicados, la edad de la jubilación sería variable (siempre con un control anual de las capacidades mentales y físicas, a cargo de un grupo de médicos oficiales).

En materia de empleo, proponemos instituir ayudas que estimulen la creación y el desarrollo de toda actividad que contribuya a la calidad de vida. El Estado asistencial, o Welfare State, se encuentra en regresión en Europa, aunque se conserve lo esencial de sus logros (pero ¿hasta cuándo?). Se impone un nuevo tipo de asistencia: no sólo hay que auxiliar al enfermo, al parado, al indigente, sino que la ayuda pública debe extenderse a la creación de empresas y obras necesarias para el buen vivir colectivo. Así pues, el Estado inversor social ha de complementar al Estado asistencial.

La polirreforma económica: La economía plural

En materia de economía, promovemos una economía equitativa, social y solidaria en el seno de una economía plural.

Los que denuncian el capitalismo son incapaces de enunciar una alternativa mínimamente creíble; los que lo consideran inmortal se han resignado. La socialdemocracia permanece muda respecto del que era su principal enemigo.

En lugar de resignarse a un capitalismo considerado inmoral, o de creer, por el contrario, que está agonizando, la economía plural engloba la economía capitalista y sus multinacionales, pero rechaza cada vez más su esfera. Anula la omnipotencia al aplicarse, como prioridad, a ejercer un control estricto sobre el capitalismo financiero.

En nuestro país, la economía plural se preocupará de desarrollar las pequeñas y medianas empresas, la economía social y solidaria, el comercio justo, la ética económica.

  1. El desarrollo de la economía social y solidaria comporta el apoyo a las cooperativas y mutualidades de producción y consumo, a las asociaciones y profesiones solidarias, a los bancos de ahorro solidario y de microcrédito, así como el establecimiento de nuevas medidas legislativas y fiscales destinadas a financiar proyectos de proximidad, creadores de empleo.
  2. El desarrollo de la economía equitativa fijará su objetivo en el despliegue del comercio justo, que salvaguarda los intereses de los pequeños productores, por una parte, reprimiendo y finalmente suprimiendo a los intermediarios depredadores, y por otra, fijando un nivel de precios conveniente para protegerse de las fluctuaciones del mercado de materias primas. Implicará neutralizar la depredación de los grandes intermediarios, sobre todo en el consumo alimentario, que imponen precios demasiado bajos a los productores y demasiado elevados a los consumidores. Favorecerá a las AMAP[6] y otras formas de relación directa entre productores y consumidores, lo que por lo demás tendrá la ventaja de favorecer a la pequeña agricultura hortícola, de granja y biológica.
  3. El desarrollo de la «economía verde» no sólo comportará la sustitución de las energías contaminantes por energías sanas, y por consiguiente la instalación de nuevos medios de producción de energías verdes (solar, eólica, de las corrientes marinas, geotérmica…), sino que implicará asimismo una política de grandes obras de humanización y descontaminación urbanas, y logrará reducir las subvenciones a la agricultura industrializada para redistribuirlas a la agricultura de granja o biológica.

    Debemos llevar a cabo nuestro propio New Deal lanzando grandes obras de infraestructuras que, al mismo tiempo, crearán empleo, disminuirán drásticamente el paro y relanzarán la economía, ya que la política llamada de austeridad sólo conduce a una recesión creciente, a nuevas pérdidas de empleo, a la disminución de salarios y retribuciones y a un descenso del consumo, todo lo cual agrava la crisis social creyendo reducir la crisis económica.

    El desarrollo de la alimentación de proximidad nos proporcionará productos de granja de calidad y, además, nos preparará para afrontar mejor las crisis que amenazan con sacudir cada vez más el planeta.

  4. Toda política debe integrar la problemática ecológica en sus preocupaciones fundamentales relacionadas con el buen vivir, pero no puede dejarse desintegrar en la ecología. La salida progresiva de la industria nuclear de fisión ha de ir acompañada de la continuidad en la investigación de la energía nuclear de fusión. Para informar mejor a los ciudadanos acerca de estos problemas, proponemos la creación de una encuesta sobre el superdesarrollo de la energía nuclear, la subinformación sobre sus riesgos y el subdesarrollo de las energías renovables en nuestro país.
  5. El Estado inversor social. El Estado-providencia está cada vez más carcomido por la globalización. Conviene salvaguardar las garantías básicas que ha mantenido o creado, pero también es necesario desarrollar a gran escala el Estado inversor social. La inversión social por parte del Estado consiste en favorecer mediante créditos (reembolsables en caso de éxito) la creación de pequeñas y medianas empresas que respondan a las necesidades de salubridad, buena convivencia, ayudas multiformes y estética de la vida cotidiana. El Estado inversor deberá comprometerse en un New Deal que ponga en práctica una política de grandes obras, con el fin de desarrollar el transporte de camiones con conductor por vía férrea, ensanchar y acondicionar los canales, crear cinturones de aparcamientos alrededor de las ciudades y del centro de las mismas y estimular más los transportes colectivos y los medios de locomoción individuales no contaminantes. Todo esto permitiría crear empleos y aumentar la calidad de vida al mismo tiempo. Los gastos ocasionados por las grandes obras de salubridad urbana quedarían compensados en pocos años por la disminución del coste de las enfermedades sociopsicosomáticas provocadas por el estrés, la contaminación y las intoxicaciones.
  6. Reducción de la competitividad, pero mantenimiento de la competencia. La competencia se ejerce en un mercado regido por reglas. La competitividad es una forma exacerbada de competencia que se ejerce en detrimento de las condiciones de trabajo en el seno de las empresas y conduce a despidos, los cuales aumentan la carga de trabajo de los que no han sido despedidos. Como la competitividad se justifica por la necesidad de responder al bajo precio de las mercancías importadas, proponemos gravar aquellas cuyo bajo preció se deba a la sobreexplotación de trabajadores privados de libertad, como en China, a prorrata de su diferencia en relación con el precio de las mercancías nacionales. Cada vez que lo «barato» proceda de la sobreexplotación en condiciones que prohíben las actividades sindicales y el pluralismo político, tendrá que aplicarse un impuesto a la importación. Con esto queda ilustrado nuestro doble imperativo: globalizar y desglobalizar; este último aspecto comporta protecciones aduaneras y temporales para salvar de la muerte ciertas economías locales, regionales o nacionales.
  7. Se controlará la especulación financiera mediante un control estricto de los bancos, la atenta supervisión de las entidades de calificación, un impuesto sobre las transacciones inmediatas, la prohibición de apuestas sobre las fluctuaciones de precios, una ley antitrust que prohíba los monopolios y los oligopolios y una acción internacional para la supresión de los paraísos fiscales.
  8. Se fomentarán las subvenciones a la agricultura y ganadería de granja y biológicas antes que a la agricultura y ganadería industriales.
  9. Se destinará una beca a las familias desfavorecidas, siguiendo el programa «Bolsa Familia» brasileño, que les procurará los medios económicos destinados a la educación de sus hijos y a sus necesidades más urgentes.

Todos estos medios coadyuvarán a reducir el ámbito del capitalismo, la hegemonía del beneficio y el poder de los lobbys financieros en el seno de nuestra democracia. Contribuirán a realizar un verdadero relanzamiento de la economía orientada al crecimiento de lo mejor, en especial la economía verde, y a la disminución de lo peor, es decir, la economía del despilfarro, de lo superfluo, de lo desechable, de los productos de valor mitificado o ilusorio. De esta forma conducirán a un progreso del buen vivir.

Política del consumo

La nueva política económica se traducirá en una nueva política del consumo.

Las clases necesitadas consumen menos de lo que deberían consumir en lo que respecta a determinados productos. Habría que proporcionarles algo más que pan sin levadura, pollo hormonado, carne de ganado de engorde artificial y conservas con ingredientes dudosos. Una cartilla de alimentación que comportase reducciones de precios (cuya diferencia sería pagada por el Estado o por la región, a semejanza de los tiques restaurante) permitiría a los desfavorecidos acceder a una alimentación sana, fresca y sabrosa.

En cambio, las clases media y pobre consumen en exceso productos malsanos, excesivamente salados o azucarados; estos últimos constituyen factores de obesidad para niños y adolescentes condicionados por la publicidad a consumir estas golosinas, que provocan verdaderas intoxicaciones de azúcar. Hay sobreconsumo de productos cuyas virtudes son exageradas o ilusorias, que prometen salud, belleza, longevidad, rejuvenecimiento, virilidad. Los consumidores de hoy tienen márgenes muy estrechos de elección consciente. Raras son las publicaciones que les informan sobre el valor real de los alimentos o productos. Como apenas tienen conocimiento del precio exacto, suelen obedecer a la publicidad más seductora.

Por separado, los consumidores son impotentes. Unidos, constituirán una fuerza cívica considerable, que dispondrá de poder de elección y de boicot, el cual influirá en la calidad y el precio de los productos y, al mismo tiempo, favorecerá el buen vivir.

Proponemos crear una Oficina Pública del Consumo que eduque a los consumidores (introduciendo la enseñanza del consumo en el ciclo secundario) y vele por la calidad de los productos y el control de la publicidad. Ésta fomentaría la unión de las asociaciones existentes en una Liga Nacional de Consumidores.

Se favorecerá la agricultura hortícola alrededor de los centros urbanos, que de ese modo dispondrán de una alimentación de proximidad; alentaremos también a renunciar al consumo en invierno de fruta de verano y protegeremos nuestros productos de granja ovinos, porcinos y bovinos mediante un impuesto sobre el ganado criado en masa en continentes lejanos y reforzando drásticamente los controles de trazabilidad de los alimentos importados.

Desigualdades

El aumento de las desigualdades desde la omnipotencia del neoliberalismo económico dispara las formas de pobreza, acentúa la degradación de la pobreza en miseria, incrementa el poder de los ricos e intensifica la corrupción en el seno de la clase dirigente, mientras una pequeña oligarquía se aprovecha de inverosímiles privilegios fiscales.

En un futuro cercano, proponemos la constitución de tres Consejos permanentes:

  1. Un Consejo permanente de lucha contra las desigualdades, que combatiría, en primer lugar, los excesos (de beneficios y de remuneraciones en la cúspide) y también las insuficiencias (de nivel y de calidad de vida). Su misión consistiría en velar por el aumento anual de los ingresos más bajos y la disminución de los ingresos más altos. Contra las precariedades y dependencias relacionadas con la miseria, este Consejo determinaría un blindaje fiscal de protección de los desfavorecidos y una política intensiva de construcción de viviendas.
  2. Un Consejo permanente encargado de invertir el desequilibrio incrementado desde 1990 en la relación capital-trabajo.
  3. Un Consejo permanente que aborde las transformaciones sociales y humanas que se impondrán para tratar los problemas naturales, biológicos y sociales engendrados por la degradación de la biosfera: lucha contra la contaminación industrial urbana y la rural, desarrollo de energías renovables, protección y mejora de la calidad de vida. Se dirigirá un solemne llamamiento de ciudadanía a los muy ricos para que se planteen una nueva «noche del 4 de agosto[7]» y se comprometan a ceder parte de su riqueza, como han hecho ya algunos millonarios norteamericanos, que han decidido ceder la mitad de su fortuna o exigir un aumento de los impuestos (Warren Buffet[8]). En todo caso, supone la ocasión para revisar de arriba abajo la base tributaria del impuesto y reformar nuestra fiscalidad en profundidad.

Educación

Debemos promover amplias reformas para proseguir la democratización de la enseñanza, devolver la dignidad a los educadores e invertir la tendencia a la supresión de puestos de trabajo[9]. Pero también hemos de llevar a cabo una reforma profunda en virtud del principio formulado por Rousseau en Emilio: «Quiero enseñarle a vivir». Se trata de proporcionar a cada alumno los medios para afrontar los problemas fundamentales y globales propios de cada individuo, de cada sociedad, de la humanidad entera. Estos problemas se desintegran con demasiada frecuencia en disciplinas compartimentadas y a través de éstas.

No se aportará mejora alguna a la enseñanza primaria, clave de todo el edificio de la educación nacional, sin una revisión total del problema que supone la formación de los maestros (mediante la recuperación de las Escuelas Normales de maestros, estúpidamente suprimidas, cuando lo cierto es que promovían a los alumnos más brillantes de los medios desfavorecidos y los convertían en los mejores agentes de la integración republicana[10]), la revalorización de su profesión (demasiado a menudo considerada como un salario complementario) y la orientación de los más experimentados y voluntariosos hacia las clases y zonas más difíciles.

La misión fundamental de la enseñanza secundaria es la de permitir a las jóvenes generaciones, en la edad plástica y decisiva de la adolescencia, afrontar los problemas de su vida como personas, ciudadanos y habitantes de la Tierra. En este sentido, dicha enseñanza debe abordar los problemas globales y fundamentales de nuestra vida y nuestra época, lo cual implica la cooperación de saberes disciplinarios que han permanecido separados entre sí.

Es fundamental enseñar no sólo conocimientos, sino en qué consiste el conocimiento, amenazado por los peligros del dogmatismo, el error, los deseos ilusorios y la reducción, y, en consecuencia, enseñar las condiciones para un conocimiento pertinente.

Es fundamental enseñar no sólo humanismo, sino también qué define al ser humano en su triple naturaleza biológica, individual y social, así como una clara conciencia de la condición humana, de su historia, sus entresijos, sus contradicciones y sus tragedias.

Es fundamental enseñar comprensión humana, que por sí sola permite cultivar la solidaridad y la fraternidad. La comprensión humana nos posibilita concebir al mismo tiempo nuestra identidad y nuestras diferencias respecto de los demás y reconocer su complejidad antes que reducirla a un único carácter, por lo general negativo.

Es fundamental enseñar el conocimiento de la era planetaria que vive la humanidad, sus posibilidades y sus riesgos, lo cual incluye los problemas vitales (para todos y cada uno de nosotros) propios de nuestra época, marcada por la globalización.

Es fundamental enseñar a afrontar las incertidumbres con las que inevitablemente tropieza toda vida individual, así como la vida colectiva y la historia de las naciones, incertidumbres que se han agravado en este principio del siglo XXI tanto en lo que respecta a nosotros mismos como a nuestras sociedades y nuestra humanidad.

Es igualmente fundamental promover una enseñanza que aborde los problemas de civilización que afectan a nuestra vida cotidiana: la situación de la familia, la cultura juvenil, la vida urbana, las relaciones ciudad-campo (los problemas de humanización de las ciudades y de revitalización del campo), la educación sobre el consumo, el ocio, los medios de comunicación, el ejercicio activo de las libertades democráticas…

La universidad, por su parte, asume una doble misión: la primera consiste en adaptarse a la modernidad, científica y social, integrarla y aportar enseñanzas profesionales; la segunda, en proporcionar una cultura metaprofesional, de carácter transecular, que englobe la autonomía de la conciencia, la problematización, la primacía de la verdad sobre la utilidad y la ética del conocimiento. Esta cultura, que trasciende las formas efímeras del hic et nunc, tiene no obstante que ayudar a los ciudadanos a vivir mejor su destino hic et nunc.

Existe complementariedad y antagonismo entre las dos misiones, la de adaptarse a la sociedad y la de adaptar ésta a uno mismo; una remite a la otra en un bucle que debería ser fecundo. No se trata tan sólo de modernizar la cultura; se trata también de culturalizar la modernidad.

En la actualidad esta doble misión se enfrenta a varios retos. En primer lugar, una presión sobreadaptativa que impulsa a conformar la enseñanza y la investigación a las exigencias económicas, técnicas y administrativas del momento, a adoptar los últimos métodos, las últimas recetas del mercado, a reducir la enseñanza general y a marginar la cultura humanista. Ahora bien, como siempre ocurre tanto en la vida como en la historia, la sobreadaptación a condiciones predeterminadas no constituye un signo de vitalidad, sino un anuncio de senescencia y muerte por pérdida de sustancia inventiva y creadora.

Además, la cultura humanista y la cultura científica se han compartimentado y separado, al igual que sus diferentes ciencias y disciplinas. La incomunicación entre ambas culturas acarrea graves consecuencias para una y para otra. La cultura humanista revitaliza las obras del pasado; la cultura científica valora los logros del presente. La cultura humanista es una cultura general que, mediante la filosofía, el ensayo o la novela, plantea problemas humanos fundamentales y estimula la reflexión. La cultura científica despierta un pensamiento consagrado a la teoría, pero no una reflexión sobre el destino humano y el devenir de la propia ciencia. La cultura científica aporta conocimientos esenciales sobre el universo, la vida y el ser humano, pero carece de reflexividad. El molino de la cultura humanista ha dejado de recibir y de moler el grano vital de los conocimientos científicos. Ciertamente, la frontera entre las dos culturas atraviesa de parte a parte la sociología, pero ésta, desmembrada, no hace circular una lanzadera que las conecte.

Todo lo cual requiere una reformulación del pensamiento. El saber medieval estaba demasiado bien organizado, y podía revestir la forma de una «suma» coherente. El saber contemporáneo se halla disperso, desunido, compartimentado. Ya está teniendo lugar una reorganización del saber. La ecología científica, las ciencias de la Tierra y la cosmología son ciencias pluridisciplinares que tienen por objeto no un sector fragmentario fuera de contexto, sino un sistema complejo: el ecosistema. En un sentido más amplio, la biosfera en lo que respecta a la ecología, el sistema Tierra en lo que respecta a las ciencias de la Tierra y la extraña propensión del universo a formar y destruir sistemas galácticos y solares en lo que respecta a la cosmología.

En todas partes se reconoce la necesidad de la interdisciplinariedad, a la espera de que se reconozca la de la transdisciplinariedad, ya sea a través del estudio de la salud, la vejez, la arquitectura y los fenómenos urbanos, o bien a través de la energía, los materiales de síntesis y las formas de arte producidas por las nuevas tecnologías.

Ahora bien, la transdisciplinariedad sólo supone una solución en el marco de un pensamiento complejo. Es preciso sustituir un pensamiento que separa por un pensamiento que une, y esta dependencia exige que la causalidad unilineal y unidireccional sea reemplazada por una causalidad en bucle, multirreferencial, que la rigidez de la lógica clásica sea corregida por una dialógica capaz de concebir nociones a un tiempo complementarias y antagonistas, que el conocimiento de la integración de las partes en un todo se complete con el conocimiento de la integración del todo en el interior de las partes.

La reforma del pensamiento permitirá frenar la regresión democrática suscitada, en todos los campos de la política, por la expansión de la autoridad de los expertos, especialistas de todo tipo, la cual limita a su vez la competencia de los ciudadanos, condenados a aceptar a ciegas las decisiones tomadas por los que se encuentran en el lugar del supuesto saber, pero que en realidad practican una inteligencia parcelaria y abstracta que rompe la globalidad y contextualidad de los problemas. El desarrollo de una democracia cognitiva sólo es posible en el marco de una reorganización del saber, la cual requiere una reforma del pensamiento que permita no sólo separar para conocer, sino también unir lo que está separado.

Se trata de una reforma mucho más amplia y profunda, sin la cual una democratización de la enseñanza universitaria no tendría efectos decisivos en la conciencia de nuestra juventud. No se trata de una reforma programática, sino paradigmática, que concierne a nuestra aptitud para organizar el conocimiento.

Al mismo tiempo, y por la misma razón, podremos regenerar la cultura general, pues, para llegar a conocer su esencia como ser humano, todo el mundo necesita remitirse a su situación en el mundo, la vida, la sociedad, la historia.

La cultura estética

Buena parte de la cultura reviste un carácter estético (literatura, música, pintura). Como nosotros opinamos que toda política del buen vivir ha de cultivar la poesía de la vida —la cual implica la capacidad de participación afectiva, de admiración, de éxtasis—, ésta debe favorecer la cultura estética, que nos ayuda a vivir de forma poética. Con frecuencia, un momento de participación estética nos humaniza; como en el cine, por ejemplo, gracias al cual comprendemos y amamos al que en la vida cotidiana ignoraríamos y despreciaríamos —el vagabundo, el criminal, el enemigo—, pues somos sensibles, en la pantalla, a los aspectos humanos de su personalidad, a veces inhumana, por lo demás.

El mundo es maravilloso y horrible al mismo tiempo. La estética nos ayuda a embelesarnos y nos permite contemplar el horror cara a cara. Así, el segundo movimiento del Quinteto de cuerda en Do mayor, D 956, de Schubert expresa el dolor del alma en estado puro, y sin embargo nos procura una dicha musical inefable.

La estética de las obras nos permite desarrollar una estética de la vida cotidiana. Alguien dijo que «la naturaleza imita lo que la obra de arte le propone». Consigue que nos extasiemos ante el mar, las cumbres nevadas, los árboles de gran tamaño, una mariposa que revolotea, un niño que da brincos, un perro loco de amor que salta hacia su amo, un hermoso rostro…

He ahí, pues, cuanto debería animar una política de la cultura: una política de la estética que contribuyera a propagar y democratizar la poesía de vivir, a conseguir que todo el mundo pudiera conocer hermosas emociones y descubrir sus propias verdades a través de las obras maestras, cosa que han experimentado los dos autores de este libro.

El Estado

El Estado se ha debilitado de manera notable debido al efecto de una economía globalizada y al impulso creciente de la integración en la Unión Europea, así como al hecho de ceder a la economía privada segmentos enteros de los servicios públicos. Además, durante estas últimas décadas, cierto número de poderes centrales han sido transferidos a las regiones.

Sin dejar de proseguir con la integración europea, sobre todo en los ámbitos rechazados hasta el momento por nuestros socios más liberales, así como con la parte positiva de la globalización, proponemos preservar lo que, con el nombre de subsidiariedad, y en su calidad de complemento antagónico de la globalización, puede mantener la autonomía del Estado en el seno de una interdependencia.

Reforma de la política y revitalización de la democracia

No cabe duda de que existen procesos de degeneración, de insensibilización de la democracia. La deriva oligárquica es uno de ellos, pero hay más. La pérdida de savia ciudadana se encuentra también en el origen de estas derivas, al igual que la ausencia de democracia cognitiva, es decir, la incapacidad de los ciudadanos para adquirir conocimientos técnicos y científicos, que les permitirían comprender y abordar problemas cada vez más complejos.

Las necesidades materiales, económicas y técnicas son muy grandes, y sin duda hay que responder a ellas. Pero existen otras —empezando por la de ser reconocido como un ser humano de pleno derecho— que experimentan en lo más hondo aquellos a quienes la rentabilidad y la competitividad tratan como objetos considerados únicamente en términos de cálculo, los ignorados, olvidados, ofendidos, humillados, despreciados, «desechados como basura». La política del buen vivir debe combatir no sólo las miserias materiales, sino también las miserias morales, la soledad, la humillación, el desprecio, el rechazo y la incomprensión (lo que exhorta a la enseñanza, a partir de la escuela primaria, de la comprensión del otro).

Por último, la reforma del pensamiento político ascendería al nivel superior de la toma en consideración y el afrontamiento de problemas fundamentales y globales, inseparables de las reformas que proponemos, reformas de humanización y rehumanización de la sociedad. Estas reformas serían al mismo tiempo el producto y el motor de la política del buen vivir, que abriría una perspectiva y, por lo tanto, una esperanza, y solidarizaría a la nación en el seno de esta esperanza.

El impulso hacia esta gran reforma surgirá de las profundidades de nuestro país cuando éste perciba que responde a sus necesidades y aspiraciones. En efecto, aunque esclerosada en todas sus estructuras burocratizadas, Europa no puede estar más viva en lo más hondo. Así lo ha demostrado el notable éxito del llamamiento ¡Indignaos![11], al que han respondido no sólo en Francia, sino también en el resto del mundo, como una invitación a arriesgarse a cuestionar cargas inaceptables. El cambio individual y el cambio social son indisociables, y cada uno de ellos por separado resulta insuficiente. La reforma de la política, la reforma del pensamiento, la reforma de la sociedad y la reforma del estilo de vida se combinarán para producir una metamorfosis de la sociedad. Los futuros brillantes han muerto, pero nosotros abriremos camino a un futuro posible.

La vía hacia una política del buen vivir no podrá desarrollarse si no paramos los pies al pulpo del capitalismo financiero y a la barbarie de la purificación nacional. El capitalismo financiero no es el capitalismo productivo, sino que parasita a éste al desviar los capitales del sector productivo en provecho de la especulación. Ahora bien, el capitalismo productivo se halla pervertido en la actualidad por la productividad y la competitividad que, como hemos dicho, se ejercen en detrimento de los trabajadores, sometidos a penosas coerciones o al despido. Habrán de ser las tasas aduaneras razonadas y provisionales, por una parte, la renovación de los sindicatos de trabajadores, por otra, y, desde una perspectiva más amplia, la regeneración de la izquierda las que frenen, como ocurrió en el pasado en los países occidentales, los peores excesos de la explotación. De ese modo, las reformas conjuntas que proponemos harán retroceder en todos los ámbitos la hegemonía del beneficio, al tiempo que abolirán la especulación financiera.

La barbarie de la purificación nacional condujo a la Inquisición y a la expulsión de musulmanes y judíos de España en 1492. Provocó las guerras de religión de los siglos XVI y XVII en Europa, suscitó las purificaciones étnicas del siglo XX y el exterminio nazi. Amenaza de nuevo a las naciones europeas, entre ellas Francia. Así, conduce al fanatismo purificador y de expulsión, que, como todos los fanatismos, tiene sus raíces mentales, por una parte, en el maniqueísmo, es decir, en una concepción demonizadora de aquellos a quienes se rechaza o se desea destruir, y por otra, en la reducción del otro al peor aspecto (real o imaginario) de su persona. La lucha contra el maniqueísmo y el reduccionismo no puede limitarse a apelar a la racionalidad y sólo podrá ser eficaz si desarrolla, a partir de una reforma eficiente de la enseñanza, un pensamiento complejo capaz de ver el conjunto de los caracteres diversos o ambivalentes de un mismo fenómeno, de una misma población y de una misma persona, incluido uno mismo.

Así pues, debemos entablar una lucha en dos frentes, y no contra un solo enemigo. Esta doble lucha despejará la vía hacia la política del buen vivir.

En muchas partes del mundo, pese a su extrema diversidad, los pueblos acaban de levantarse contra los peores aspectos del poder desenfrenado del dinero: los países árabes, Israel, la India, Chile, España, Grecia, Islandia…, y esta indignación activa debería llegar al resto del mundo. En muchos lugares, la buena voluntad ha guiado a estos contestatarios. Sin embargo, tales insurrecciones no tienen a su disposición un pensamiento político que les permita organizarse y orientarse.

Un pensamiento de ese tipo es precisamente lo que uno de nosotros trató de elaborar en La Vía[12], y es el que intentamos formular aquí en el contexto de nuestro país.

Esta vía hacia una nueva política podemos trazarla en Francia y actuar de suerte que Europa la adopte; poniendo de nuevo como ejemplo a nuestro país, ofrecería la perspectiva de una salvación planetaria.

La regeneración

No queremos fundar un partido nuevo, ni sumarnos a un partido antiguo, sino que deseamos llevar a cabo una regeneración a partir de las cuatro fuentes que alimentan a la izquierda: la fuente libertaria, que se centra en la libertad de los individuos; la fuente socialista, que se centra en la mejora de la sociedad; la fuente comunista, que se centra en la fraternidad comunitaria y —añadimos— la fuente ecológica, que nos devuelve nuestro vínculo y nuestra interdependencia con la naturaleza, y más en profundidad con nuestra Madre Tierra, y que reconoce en nuestro sol la fuente de todas las energías vivas.

Deseamos que los partidos políticos actuales, cuyos recursos se han agotado y por añadidura se han fosilizado, acepten descomponerse para proceder a una recomposición que bebería de las cuatro fuentes al mismo tiempo.

No proponemos un pacto a los partidos ya existentes. Deseamos contribuir a la formación de un poderoso movimiento ciudadano, de una insurrección de las conciencias capaz de engendrar una política a la altura de estas exigencias.

Hemos intentado definirla[13]. Somos conscientes de que si sabe dar ejemplo, podría europeizarse y propagarse a todo el planeta, engendrando así una política de la humanidad.

Nuestras propuestas no son exhaustivas, están formuladas para ser criticadas, completadas, modificadas. No obstante, lo que sí tenemos claro es que hoy necesitamos una nueva política, una política del desear vivir y del revivir que nos arranque de una apatía y una resignación mortales. Esta política del desear vivir adoptará los rasgos de una política del buen vivir tal como la hemos esbozado en este libro.

El desear vivir alimenta el buen vivir, el buen vivir alimenta el desear vivir. Uno y otro, juntos, abren el camino de la esperanza.